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Acerca de la complejidad del pasado y las políticas de memoria histórica

Acerca de la complejidad del pasado y las políticas de memoria histórica

Enzo Traverso

El historiador Enzo Traverso, profesor de la Universidad de Cornell (EE.UU.), es uno de los más destacados especialistas en estudios de la memoria histórica. En esta entrevista, responde a una serie de preguntas centradas en la memoria de los verdugos y sus legados, el crecimiento de los nuevos movimientos de extrema derecha y la situación de las políticas europeas de la memoria histórica. También se refiere a sus últimos libros, Left-wing melancholia. Marxism, History, and Memory (Columbia University Press, 2017) Les nouveaux visages du fascisme (Editions Textuel, 2017).

¿Por qué hay tan pocos estudios sobre la memoria de los autores?

Hay estudios numerosos y en ocasiones extremadamente importantes sobre los verdugos si se piensa en las obras de Christopher Browning y Harald Welzer. La memoria de los verdugos ha sido objeto de ficción literaria – por ejemplo,  Les Bienveillantes de Jonathan Littell – pero el corpus disponible de testimonios y memorias es limitado. A los verdugos no les gusta exhibir o recordar sus crímenes y prefieren ocultarlos. Los casos de “salidas del armario” son poco frecuentes (por ejemplo, las memorias del general Aussaresses sobre la tortura durante la guerra de Argelia). No es sorprendente. La escasez de recuerdos de los verdugos (y por tanto los estudios relativos sobre ellos) es la inversión dialéctica del papel cada vez mayor que el recuerdo de las víctimas ha cobrado en nuestras sociedades y en la memoria colectiva.

¿Usted cree que una política de la memoria histórica enfocada exclusivamente en las víctimas y no en los agresores puede provocar una cierta ceguera de los crímenes que se cometen actualmente?

Francamente, creo que es necesario liberarnos de este juego de espejos y de una conciencia histórica basada en la masificación de las víctimas. Debemos tratar de dar cabida a la complejidad del pasado, que no se reduce a una confrontación binaria entre verdugos y víctimas. El recuerdo de las batallas y los compromisos políticos a las causas emancipadoras del pasado tiene poco reconocimiento. El siglo XX no se compone exclusivamente de las guerras, el genocidio y el totalitarismo. También fue el siglo de las revoluciones, la descolonización, la conquista de la democracia y de grandes luchas colectivas. Esta memoria ha sido deslegitimada hoy en día, después de haberla ocultado y enterrado. Yo la llamo una “memoria marrana”, en tanto que es una memoria oculta, clandestina, como la de los marranos en el Reino de España cuando la Inquisición. Creo que para romper la jaula del “presentismo” – un mundo encerrado en el presente sin utopía ni tampoco capacidad de mirar hacia el futuro – es necesario dar cabida a estas memorias. El recuerdo de los movimientos colectivos adquiere una dimensión anti-conformista, quizá subversiva en una época neoliberal dominada por el individualismo y la competencia.

Usted habla de “post-fascismo” con el fin de describir los nuevos movimientos políticos y sociales de la extrema derecha y para distinguirlos del fascismo de los años 1930 o del neofascismo de final del siglo XX. ¿Podría explicarnos en qué consiste ese post-fascismo?

Hablo de “post-fascismo” porque la nueva extrema derecha ha tomado su distancia del fascismo, al menos en los países donde se ha convertido en un jugador importante en la vida política. En el plano ideológico, el post-fascismo es muy diferente del fascismo tradicional en términos de lenguaje, organización y movilización. Ya no es fascista pero todavía no se ha convertido en algo completamente diferente y nuevo. Es una forma de transición, lo que justifica la noción de post-fascismo. Sus características dominantes son el nacionalismo y la xenofobia, especialmente en forma de islamofobia. Hoy en día, ya no encuentra su propósito fundamental en el anticomunismo o el antisemitismo. El enfoque ha cambiado. Sin embargo, una gran crisis económica con el desmantelamiento del euro y las instituciones europeas, etc. podría provocar un cambio de rumbo y un retorno al fascismo tradicional. Por supuesto, esto puede ocurrir también fuera de Europa. Después de la elección de Donald Trump en los EE.UU., Jair Bolsonaro, un político que reúne todos los requisitos de un líder fascista, ha sido elegido en Brasil. Esto representa una tendencia internacional.

¿Qué tipo de políticas de la memoria histórica podrían crear conciencia de los peligros de estas corrientes de extrema derecha actuales sin tener que recurrir a banalizar el fascismo con comparaciones obsoletas?

Todos los políticos del sistema estigmatizan a la extrema derecha, pero a menudo legitiman su retórica. Si aceptamos la idea de que la construcción de Europa implica que se adopten políticas de austeridad, que las restricciones aplicadas por los mercados son indiscutibles, que hay demasiados inmigrantes y que los ilegales deben ser deportados en vez de legalizados, que el Islam es incompatible con la democracia occidental y que el terrorismo debe ser combatido con leyes especiales que reduzcan las libertades civiles – como todos nuestros gobiernos han estado diciendo durante diez años – la consecuencia es que la extrema derecha prosperará. Con el fin de frenar su avance, es necesario tener primero una discusión real y decir la verdad. La acogida de los inmigrantes y refugiados es un deber moral, en la medida en que millones de europeos emigraron y huyeron de regímenes autoritarios en los dos últimos siglos; y una necesidad social, en la medida en que los necesitamos tanto por razones económicas como demográficas. En una era global, nuestras sociedades no pueden sobrevivir como entidades cerradas, étnica y culturalmente homogéneas.

En cuanto a las políticas de la memoria histórica, tenemos que reconocer que el fascismo del siglo XXI es muy diferente al de la década de 1930. La lección que debemos inferir de la historia es que las democracias son perecederas y pueden ser destruidas. En los países que han experimentado el fascismo – estoy pensando en Italia, Alemania, España y algunos otros – una democracia que no haya asimilado esta lección será frágil y vulnerable. En este sentido, la memoria antifascista me parece tópica.

Las dictaduras han dejado un legado y algunos lugares de memoria. El tratamiento de estos lugares por las democracias ha sido motivo de controversia, por decir lo menos. ¿Qué se puede hacer con lugares como el Valle de los Caídos en España?

No creo en el mito de la “reconciliación” ni en la “memoria compartida”. Una sociedad democrática fuerte no debe temer a sus enemigos y debe concederles la libertad de expresión dentro de los límites de la ley. Cuando se trata de la memoria del fascismo en Italia y del franquismo en España, sería mejor reconocer su existencia en lugar de ocultarlas. Un estado democrático puede tolerarlas, pero de ninguna manera asumirlas o integrarlas en sus propias instituciones. Un Estado democrático no debe establecer una visión oficial del pasado (como es el caso de las dictaduras), pero tiene el deber de reconocer sus propias responsabilidades. Por ejemplo, el reconocimiento de Chirac de la responsabilidad del Estado francés por deportar judíos o el reconocimiento de Emmanuel Macron de la tortura durante la guerra de Argelia son bienvenidos. En España, la “Ley de la Memoria Histórica” se mueve en esta dirección, a pesar de sus límites.

La cuestión de qué hacer con el Valle de los Caídos es compleja. Mi punto de vista es el de un observador independiente que de ninguna manera pretende tener soluciones mágicas. En mi opinión, la decisión de Pedro Sánchez de exhumar los restos de Franco y sacarlos del Valle de los Caídos es una buena opción. Sin embargo, también es necesario retirar la gigantesca cruz que domina el lugar con el fin de “desacralizar” lo. Podría entonces ser transformado en un memorial y museo con una presentación crítica de su historia. Se convertiría en un memorial en el sentido alemán de un  Mahnmal  (una advertencia para las generaciones futuras).

No creo en la posibilidad de crear un lugar de recuerdo compartido en el que los republicanos y los nostálgicos del franquismo pueden reunirse “fraternalmente” en nombre de la reconciliación nacional. Tampoco creo en un monumento que recuerde a todas  las víctimas de la guerra civil, poniendo a todas en el mismo nivel y el mismo lugar. Esta sería una opción hipócrita y no la política de la memoria de un estado democrático. En este caso, sería difícil evitar exhumar todos los restos (tanto de los soldados franquistas como de los republicanos deportados) para enterrarlos en un lugar diferente, cercano o distante.

Dicho esto, no estoy al tanto de todas las propuestas que se han hecho y mi posición no es resultado de un estudio en profundidad o de una reflexión profunda.

¿Cómo ha afectado el neoliberalismo a nuestra percepción del tiempo? ¿Cómo influye en nuestra visión del pasado, presente y futuro?

El neoliberalismo comprime nuestras vidas en un eterno presente, un mundo dominado por la aceleración que nos da la impresión de cambio permanente, aunque los fundamentos sociales y económicos permanecen estáticas. La sociedad de libre mercado promete satisfacer todos nuestros deseos – nuestras utopías se convierten en individuales y se “privatizan” – en el contexto de un modelo social y antropológico que da forma a nuestras vidas, a las instituciones y a las relaciones sociales. En una sociedad neoliberal, el pasado se cosifica y el recuerdo se transforma en un artículo de consumo, construido y difundido por la industria cultural. Las políticas de la memoria – museos y conmemoraciones – están sometidas a los mismos criterios de cosificación (rentabilidad, cobertura en los medios de comunicación, adaptáción a los gustos predominantes, etc.). Inventar y sobre todo imponer diferentes marcos temporales no es tarea fácil. Conectar con la temporalidad del pasado (disparar a los relojes de las torres de las iglesias con el fin de detener el tiempo, de acuerdo con la famosa imagen de Walter Benjamin) o inventando marcos temporales que no estén sometidos a las reglas de la sociedad de libre mercado es el gran reto de todos los proyectos alternativos. Los movimientos sociales en los últimos años, como el 15-M, Occupy Wall Street, Nuit Debout etc, han sido experiencias interesantes en este sentido.

¿Cuál es la “melancolía de la izquierda” y cómo la memoria puede convertirse en una herramienta de transformación social?

La melancolía de la izquierda siempre ha existido. Ha seguido a los fracasos de los movimientos colectivos y al colapso de las esperanzas de revolución. No busca ni la pasividad ni la resignación y puede favorecer una reevaluación crítica del pasado capaz de preservar su dimensión emocional. Esto significa tanto el duelo por los compañeros perdidos como recordar los momentos alegres y fraternales de la transformación social mediante la acción colectiva. Necesitamos esta melancolía impulsado por el recuerdo, lo que no es obstáculo para la reactivación de la izquierda.

¿Cómo describiría las políticas de la memoria histórica que la UE ha puesto en marcha hasta ahora y cuáles son sus principales retos?

La misión esencial de las políticas de la memoria histórica de la Unión Europea ha sido principalmente instrumental y decorativa: mostrar la virtud, mientras se adoptan políticas anti-sociales. Por un lado, empobreciendo a Grecia, por otro, organizando conmemoraciones del Holocausto; por un lado, haciendo patente el poder de la troika, un poder supranacional carente de legitimidad democrática, por otro, proclamando los otros derechos humanos; por un lado financiando museos y conmemoraciones dedicadas a las víctimas del totalitarismo y el genocidio, por otro cerrando las fronteras meticulosamente y negándose a adoptar una política común para acoger a los refugiados. Esta hipocresía sólo puede tener consecuencias negativas. El ascenso de la extrema derecha es una prueba de ello.

Fuente de la Información: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/acerca-de-la-complejidad-del-pasado-y-las-politicas-de-memoria-historica/

 

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El dolor que no duele

Por: Carolina Vásquez Araya

Acostumbrados como estamos a vivir la vida contemplándola a través de las pantallas, hemos logrado crear eficaces anticuerpos contra el dolor, pero sobre todo contra la necesidad de involucrarnos en aquello capaz de trastornar nuestro espacio personal. Ya somos maestros en el truco de abstraer cuanto pudiera destruir esa ilusión de seguridad que nos permite ir por senderos pavimentados, en donde tocamos la realidad tangencialmente gracias a que nos la presentan fraccionada en cápsulas fáciles de digerir. La tragedia ajena, entonces, puede ser observada sin ese molesto prurito de culpa que –de ser más potente- nos obligaría a actuar.

Este sistema, diseñado para darnos la ilusión de participar activamente, utiliza a los grandes medios de comunicación, que han jugado un papel fundamental por su capacidad de ingresar a nuestro hogar, el espacio personal más íntimo y seguro. Durante la segunda mitad del siglo pasado, la cobertura mediática de las guerras e invasiones -en donde se comenzaron a utilizar recursos cinematográficos de enorme impacto visual y psicológico- tuvo el efecto de convertir la destrucción y la muerte de otros en un espectáculo capaz de absorber nuestra atención sin afectar de manera significativa nuestros sentimientos ni trastornar nuestro sentido de la realidad. Es más: la abundancia de imágenes e información editados a propósito para empujarnos a tomar partido sin darnos la posibilidad de escarbar más a fondo en la búsqueda de la verdad, nos convirtió en meros espectadores.

Hoy seguimos la tendencia marcada desde entonces; y ese hábito de observar sin sentir la obligación de participar activamente, se ha potenciado de manera importante con el uso de las redes sociales, desde donde mostramos ante un público desconocido una faceta pulida y maquillada de nuestra verdadera personalidad. En ellas somos revolucionarios, sin serlo. En ellas nos tomamos la libertad de opinar sin la responsabilidad de responder por ello ante nadie, porque al final de cuentas “son mis espacios y pongo en ellos lo que me viene en gana porque tengo el derecho de gozar de mi libertad de expresión”; y gracias a ese truco mágico de las plataformas digitales, nos erigimos como participantes legítimos de los acontecimientos que estremecen al mundo.

Sin embargo, hay quienes sí lo hacen; sí participan activamente y defienden sus derechos saliendo a las calles a enfrentar la represión para exigir cambios. Son otros –no nosotros- a quienes no les bastan las redes sociales como forma de protesta, porque desde ellas saben que nada cambiará, porque saben reconocer un paliativo mental y no están dispuestos a conformarse con ello. Otros a quienes vemos caer a lumazos, asfixiados por los gases y víctimas de toda clase de abusos por una única razón: enfrentar a un sistema cruel, inhumano y depredador creado para el beneficio de unos en desmedro de las amplias mayorías ciudadanas.

Pero ellos, al fin y al cabo, forman parte del espectáculo que otros consumen ávidamente aun cuando padecen de los mismos males. Quizá ya sea el momento de involucrarse y luchar por valores tan elementales como el imperio de la justicia y el respeto por la vida humana. Luchar para no ver en la pantalla la agonía de un niño migrante, y desviar la mirada. Luchar por salir de la seguridad de la palabra y hacer un pacto con la conciencia; asumir la autoridad de todo ciudadano ante el dolor de los demás, ese dolor que hoy no duele porque se matiza con los colores de una película de ficción de la cual no somos –ni queremos ser- protagonistas.

El espectáculo no basta. Es imperativo participar y sentir el dolor de otros.

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=263367&titular=el-dolor-que-no-duele-

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Podcast OVE: Sobre el Día Internacional de la violencia contra la Mujer: Gabriela Mitidieri feminista, luchadora por el aborto legal y seguro en Argentina

Por: Otras Voces en Educación 

No mas Violencia contra la Mujer, derrotemos la cultura patriarcal

Latinoamérica y el mundo viven un despertar de la conciencia colectiva respecto a la situación denigrante del femicidio y el maltrato contra las mujeres. Esta realidad es una muestra de la degeneración social que genera el capitalismo. Las relaciones humanas son cada día más permeadas por la lógica de la mercancía y el lucro, que supone la competencia, la dominación y la violencia verbal, psicológica, física y de clase social.

Desde Otras Voces en Educación nos sumamos al aleteo de millones de mariposas y luciérnagas que le gritamos al mundo que no puede haber libertad, desarrollo sostenible ni humanidad si continua siendo la violencia contra la mujer un problema de nuestras sociedades.

Por ello, le hemos pedido a mujeres de distintas geografías que nos digan que se esta haciendo para saber cómo podemos juntarnos mucho más.

Gabriela Mitidieri: Historiadora y docente de la Universidad de Buenos Aires En Argentina, militante de Democracia Socialista una agrupación política vinculada la cuarta internacional.

«En Argentina llevamos una lucha fuerte por el aborto legal y seguro vinculándolo a la educación sexual como herramienta fundamental para la transformación social»

 

 

 

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La crítica de la democracia burguesa en Rosa Luxemburg

La crítica de la democracia burguesa en Rosa Luxemburg

Michael Löwy

Son conocidas la defensa de la democracia socialista y la crítica a los bolcheviques en el folleto de Rosa Luxemburg sobre la Revolución Rusa (1918). Lo que es menos conocido, y a menudo olvidado, es su crítica de la democracia burguesa, sus límites, sus contradicciones, su carácter limitado y mezquino. Intentaremos seguir este argumento crítico en algunos de sus escritos políticos, sin ninguna pretensión de exhaustividad.

Debemos partir, para esta discusión, de ¿Reforma o revolución? (1898), uno de los textos fundadores del socialismo revolucionario moderno, en que esta problemática es abordada de un modo más intenso. Este brillante ensayo, obra de una joven casi desconocida en la época, es una síntesis única entre la pasión revolucionaria y la racionalidad discursiva; sembrado de destellos de ironía y de intuiciones fulminantes, sigue teniendo, más de un siglo después, una sorprendente actualidad. Pero no está libre de fallas; ante todo, en la polémica económica con Bernstein, donde se despliega una suerte de fatalismo optimista: la creencia en la inevitabilidad del derrumbe (Zusammenbruch) económico del capitalismo. Dicho sea de paso, es una opinión que se encuentra aún en nuestros días en cantidad de marxistas que anuncian que la actual crisis financiera del capitalismo es “la última” y significa la decadencia definitiva del sistema… Me parece que Walter Benjamin, que conoció la Gran Crisis de 1929 y sus secuelas, formuló la conclusión más pertinente sobre este terreno: “La experiencia de nuestra generación: el capitalismo no morirá de muerte natural” (Benjamin, 2000: 681).

Entretanto, en su discusión sobre la democracia, Rosa Luxemburg se separa del optimismo fácil de la religión del progreso democrático –la ilusión en una democratización creciente de las sociedades “civilizadas” – dominante en su época, tanto entre los liberales como entre los socialistas; ese es, por lo demás, uno de los puntos fuertes de su argumento. Por otro lado, en su análisis de la democracia burguesa, no se encuentra trazo alguno de economicismo; se manifiesta aquí, en toda su fuerza, lo que Lukács llamaba (1923) el principio revolucionario en el terreno del método: la categoría dialéctica de totalidad (Lukács, 1960: 48). La cuestión de la democracia es abordada por Rosa Luxemburg desde la perspectiva de la totalidad histórica en movimiento, donde economía, sociedad, lucha de clases, Estado, política e ideología son momentos inseparables del proceso concreto.

Dialéctica del Estado burgués

El análisis eminentemente dialéctico del Estado burgués y sus formas democráticas por parte de Rosa Luxemburg le permite a esta escapar tanto de las aproximaciones social-liberales (¡Bernstein!), que niegan su carácter burgués, como de las de un cierto marxismo vulgar que no toma en cuenta la importancia de la democracia. Fiel a la teoría marxista del Estado, Rosa Luxemburg insiste sobre su carácter de “Estado de clase”. Pero añade inmediatamente: “hay que tomar esta afirmación, no en un sentido absoluto y rígido, sino en un sentido dialéctico”. ¿Qué quiere decir esto? Por un lado, que el Estado “asume sin duda funciones de interés general en el sentido del desarrollo social”; pero, al mismo tiempo, no lo hace sino “en la medida en que el interés general y el social coinciden con los intereses de la clase dominante”. La universalidad del Estado se ve, entonces, severamente limitada y, en una medida amplia, negada por su carácter de clase (Luxemburg, 1978a: 39).

Otro aspecto de esta dialéctica es la contradicción entre la forma democrática y el contenido de clase: “las instituciones formalmente democráticas no son, en cuanto a su contenido, otra cosa que instrumentos de los intereses de la clase dominante”. Pero ella no se limita a esta constatación, que es un locus clásico del marxismo; no solo no desprecia Luxemburg la forma democrática, sino que muestra que dicha forma puede entrar en contradicción con el contenido burgués: “Existen pruebas concretas de esto: en el momento en que la democracia tiene la tendencia a negar su carácter de clase y a transformarse en instrumento de verdaderos intereses del pueblo, las propias formas democráticas son sacrificadas por la burguesía y por su representación de Estado” (ibíd.: 43). La historia del siglo XX está atravesada de un extremo al otro por ejemplos de ese género de “sacrificio”, desde la Guerra Civil Española hasta el golpe de Estado de 1973 en Chile; no son excepciones, sino antes bien la regla. Rosa Luxemburg había previsto en 1898, con una agudeza impresionante, lo que habría de pasar a lo largo de todo el siglo siguiente.

A la visión idílica de la historia como “Progreso” ininterrumpido, como evolución necesaria de la humanidad hacia la democracia y, sobre todo, al mito de una conexión intrínseca entre capitalismo y democracia, ella opone un análisis sobrio y sin ilusiones de la diversidad de regímenes políticos:

El desarrollo ininterrumpido de la democracia que el revisionismo, siguiendo el ejemplo del liberalismo burgués, toma por ley fundamental de la historia humana, o al menos de la historia moderna, se revela, cuando se lo examina de cerca, como un espejismo. No es posible establecer relaciones universales y absolutas entre el desarrollo del capitalismo y la democracia. El régimen político es en cada ocasión el resultado del conjunto de factores políticos, tanto internos como externos; dentro de esos límites, presenta todos los diferentes grados de la escala, desde la monarquía absoluta hasta la república democrática (ibíd.: 67 y s.).

Lo que ella no podía prever es, claro, el surgimiento de formas de Estado autoritarias aún peores que las monarquías: los regímenes fascistas y las dictaduras militares que se desarrollaron en los países capitalistas –tanto del centro como de la periferia– a lo largo de todo el siglo XX. Pero ella tiene el mérito de ser una de las escasas figuras, en el movimiento obrero y socialista, que desconfiaron de la ideología del Progreso (con una “P” mayúscula), común a los liberales burgueses y a una buena parte de la izquierda, y que pusieron en evidencia la perfecta compatibilidad del capitalismo con formas políticas radicalmente antidemocráticas.

Bernstein, partidario convencido de la ideología del Progreso, cree en una evolución irreversible de las sociedades modernas hacia más democracia y, por qué no, hacia más socialismo. Ahora bien, Rosa Luxemburg observa que “el Estado, es decir, la organización política, y las relaciones de propiedad, es decir, la organización jurídica del capitalismo, se tornan cada vez más capitalistas, y no cada vez más socialistas” (ibíd.: 43). Puede verse, una vez más, que la oposición entre la izquierda y la derecha en la Socialdemocracia corresponde al antagonismo entre la fe en el Progreso ineluctable de los países “civilizados” y la apuesta por la revolución social.

No solo no existe una afinidad particular entre la burguesía y la democracia, sino que a menudo es en lucha contra esta clase que tienen lugar los avances democráticos:

En Bélgica, en fin, la conquista democrática del movimiento obrero, el sufragio universal, es un efecto de la debilidad del militarismo y, en consecuencia, de la situación geográfica y política particular de Bélgica y, sobre todo, ese “bocado de democracia” es adquirido, no por la burgue­sía, sino contra ella (ibíd.: 67).

¿Se trata solo del caso de Bélgica, o más bien de una tendencia histórica general? Rosa Luxemburg parece inclinarse por la segunda hipótesis y considerar que la única garantía para la democracia es la fuerza del movimiento obrero:

El movimiento obrero socialista es hoy en día el único soporte de la democracia; no existe otro. Se verá que no es la suerte del movimiento socialista la que está ligada a la democracia burguesa, sino, inversamente, que la suerte de la democracia está ligada al movimiento socialista. Se constatará que las oportunidades de la democracia no están ligadas al hecho de que la clase obrera renuncia a la lucha por su emancipación, sino, al contrario, al hecho de que el movimiento socialista sea lo bastante poderoso para combatir las consecuencias reaccionarias de la política mundial y de la traición de la burguesía.

Aquel que desee el fortalecimiento de la democracia deberá desear igualmente el fortalecimiento, y no el debilitamiento, del movimiento socialista; renunciar a la lucha por el socialismo es renunciar, al mismo tiempo, al movimiento obrero y a la propia democracia (ibíd.: 70).

En otros términos, la democracia es, a ojos de Rosa Luxemburg, un valor esencial que el movimiento socialista debe poner a salvo de sus adversarios reaccionarios, entre los cuales se encuentra la burguesía, siempre dispuesta a traicionar sus proclamas democráticas si sus intereses lo exigen. Hemos visto anteriormente ejemplos de esta sobria constatación. ¿Qué quiere decir la referencia a las “consecuencias reaccionarias de la política mundial”? Se trata, sin duda, de una referencia a las guerras imperialistas y/o coloniales, que no dejarán de reducir o suprimir los avances democráticos de los países en conflicto. Volveremos luego sobre esta problemática.

La sorprendente afirmación según la cual la suerte de la democracia está ligada a la del movimiento obrero y socialista ha sido también confirmada por la historia de las décadas siguientes: la derrota de la izquierda socialista –a causa de sus divisiones, de sus errores o de su debilidad– en Italia, en Alemania, en Austria, en España ha conducido al triunfo del fascismo, con el apoyo de las principales fuerzas de la burguesía, y a la abolición de toda forma de democracia, durante largos años (en España, durante décadas).

La relación entre el movimiento obrero y la democracia es eminentemente dialéctica: la democracia tiene necesidad del movimiento socialista, y vicecersa; la lucha del proletariado tiene necesidad de la democracia para desarrollarse:

La democracia es quizás inútil, o incluso molesta para la burguesía hoy en día; para la clase trabajadora, es necesaria e incluso indispensable. Es necesaria porque crea las formas políticas (autoadministración, derecho al sufragio, etcétera) que servirán al proletariado de trampolín y de apoyo en su lucha por la transformación revolucionaria de la sociedad burguesa. Pero es también indispensable porque solo luchando por la democracia y ejerciendo sus derechos tomará conciencia el proletariado de sus intereses de clase y de sus misiones históricas (ibíd.: 76).

La formulación de Rosa Luxemburg es compleja. En un primer momento, ella parece afirmar que es gracias a la democracia que la clase trabajadora puede luchar para transformar la sociedad. ¿Querría decir eso que, en los países no democráticos, esta lucha no es posible? Al contrario, insiste la revolucionaria polaca; es en la lucha por la democracia que se desarrolla la conciencia de clase. Ella piensa sin duda en países como la Rusia zarista –comprendida en ella Polonia–, donde la democracia aún no existe, y donde la conciencia revolucionaria se despierta precisamente en el combate democrático. Es lo que se vería pocos años más tarde, en la revolución rusa de 1905. Pero ella también piensa, probablemente, en la Alemania Guillermina, donde la lucha por la democracia estaba lejos de hallarse concluida y encuentra en el movimiento socialista a su principal sujeto histórico. En todo caso, lejos de despreciar las “formas democráticas”, que distingue de su instrumentación y manipulación burguesas, ella asocia estrechamente el destino de aquellas al del movimiento obrero.

¿Cuáles son, entonces, las formas democráticas importantes? En 1898, ella menciona sobre todo tres: el sufragio universal, la república democrática, la autoadministración; más tarde –por ejemplo, a propósito de la Revolución Rusa en 1918–, ella agregará las libertades democráticas: libertad de expresión, de prensa, de organización. ¿Y qué del Parlamento? Rosa Luxemburg no rechaza la representación democrática en cuanto tal, pero desconfía del parlamentarismo en su forma actual: lo considera “un instrumento específico del Estado de clase burgués; un medio para hacer que maduren y se desarrollen las contradicciones capitalistas” (ibíd.: 43). Ella volverá sobre este debate pocos años más tarde, en artículos polémicos contra Jaurès y los socialistas franceses, a los que ella acusa de querer llegar al socialismo pasando por el “pantano apacible […] de un parlamentarismo senil” (Luxemburg, 1971b: 223). La degradación de esta institución se revela en la sumisión al poder ejecutivo: “La idea, en sí misma racional, de que el gobierno no debe dejar de ser el instrumento de la mayoría de la representación popular, es transformado en su contrario por la práctica del parlamentarismo burgués, a saber: la dependencia servil de la representación popular respecto de la supervivencia del gobierno actual” (ibíd.: 228). Ella volverá sobre este debate pocos años más tarde, en artículos polémicos contra Jaurès y los socialistas franceses, a los que ella acusa de querer llegar al socialismo pasando por el “pantano apacible […] de un parlamentarismo senil” (Luxemburg, 1971b: 223). Ella saluda, en este contexto, a los socialistas revolucionarios franceses, que comprendieron que la acción legislativa en el Parlamento –útil para arrebatar algunas leyes favorables para los trabajadores– no puede sustituir a la organización del proletariado para conquistar, a través de medios revolucionarios, del poder político.

Reaparecen argumentos análogos en un ensayo de 1904 sobre “La Socialdemocracia y el parlamentarismo”. Con la ironía mordaz que torna tan eléctricas sus polémicas, ella cuestiona el “cretinismo parlamentario”, es decir, la ilusión según la cual el parlamento es el eje central de la vida social y la fuerza motriz de la historia universal. La realidad es totalmente diferente: las fuerzas gigantescas de la historia mundial actúan muy bien fuera de las cámaras legislativas burguesas. Lejos de ser el producto absoluto del Progreso democrático, el parlamentarismo es una forma histórica determinada de la dominación de clase burguesa. Al mismo tiempo, en un movimiento dialéctico –Rosa Luxemburg cita a Hegel–, con el ascenso del movimiento socialista, el Parlamento puede devenir en “uno de los instrumentos más poderosos e indispensables de la lucha de clases” obrera, en cuanto tribuna de las masas populares; un lugar de agitación para el programa de la revolución socialista. Pero no se podrá defender eficazmente la democracia, y al propio Parlamento, contra las maquinaciones reaccionarias sino a través de la acción extraparlamentaria del proletariado.

La acción directa de las masas proletarias “en la calle” –por ejemplo, bajo la forma de la huelga general– es la mejor defensa de cara a las amenazas que pesan sobre el sufragio universal. En suma, el desafío, para los socialistas, es convencer a “las masas trabajadoras de que cuenten cada vez más con sus propias fuerzas y su acción autónoma y de que ya no consideren las luchas parlamentarias como el eje central de la vida política” (Luxemburg, 1978c: 25, 29, 34-36). Volveremos sobre esto.

Las contradicciones de la democracia burguesa: militarismo, colonialismo

Las democracias burguesas “realmente existentes” se caracterizan por dos dimensiones profundamente antidemocráticas, estrechamente ligadas: el militarismo y el colonialismo. En el primer caso, se trata de una institución, el ejército, de carácter jerárquico, autoritario y reaccionario, que constituye una suerte de Estado absolutista en el seno del Estado democrático. En el segundo, se trata de la imposición, por la fuerza de las armas, de una dictadura a los pueblos colonizados por los imperios occidentales. Como recuerda Rosa Luxemburg en ¿Reforma o revolución?, su carácter de clase obliga al Estado burgués, incluso democrático, a acentuar cada vez más su actividad coercitiva en dominios que solo sirven a los intereses de la burguesía: “a saber, el militarismo y la política aduanera y colonial” (Luxemburg, 1978a: 42). La denuncia de esta “actividad coercitiva”, militarista e imperialista, será uno de los ejes de la crítica de Rosa Luxemburg al Estado burgués.

Desde el punto de vista capitalista,

el militarismo actualmente se ha vuelto indispensable desde tres puntos de vista: 1) sirve para defender intereses nacionales en competencia contra otros grupos nacionales; 2) constituye un dominio de inversión privilegiado, tanto para el capital financiero como para el capital industrial; y 3) le es útil en el interior para asegurar su dominación de clase sobre el pueblo trabajador […]. Dos rasgos específicos caracterizan al militarismo actual: primero, su desarrollo general y concurrente en todos los países; se diría que se ve impulsado a crecer por una fuerza motriz interna y autónoma: fenómeno desconocido todavía hace algunas décadas; segundo, el carácter fatal, inevitable de la explosión inminente, aunque se ignoren tanto la ocasión que la desencadenará como los Estados que serán afectados en primera instancia, el objeto del conflicto y todas las demás circunstancias (ibíd.: 41).

Como se ve, Rosa Luxemburg había previsto, en 1898, una guerra mundial suscitada por la competencia entre potencias capitalistas nacionales y por la dinámica incontrolable del militarismo. Es una de esas intuiciones fulgurantes que atraviesan el texto de ¿Reforma o revolución?, aun cuando, desde luego, ella no podía prever las “circunstancias” del conflicto.

Militarismo en el plano interno y expansión colonial en el externo están estrechamente ligados y conducen a una decadencia, una degradación, una degeneración de la democracia burguesa:

A causa del desarrollo de la economía mundial, del agravamiento y la generalización de la competencia por el mercado mundial, el militarismo y la supremacía naval, instrumentos de la política mundial, se han convertido en un factor decisivo de la vida exterior e interior de los grandes Estados. Entretanto, si la política mundial y el militarismo representan una tendencia ascendente de la fase actual del capitalismo, la democracia burguesa debe ahora lógicamente entrar en una fase descendente. En Alemania, la era de los grandes armamentos, que data de 1893, y la política mundial inaugurada por la toma de Kiao-chou han tenido como compensación dos sacrificios pagados por la democracia burguesa: la descomposición del liberalismo y el pasaje del Partido de Centro desde la oposición al gobierno (ibíd.: 69).

A lo largo del siglo XX, habría de asistirse a otros “sacrificios” de la democracia, exigidos por el militarismo –tanto en Europa (España, Grecia) como en América Latina– mucho más graves y dramáticos que los ejemplos aquí citados. Sin embargo, el análisis de Rosa Luxemburg es más amplio: ella se da cuenta de que el peso creciente del ejército en la vida política de las democracias burguesas se deriva, no solo de la competencia imperialista, sino también de un factor interno a las sociedades burguesas: la escalada de las luchas obreras. En un artículo antimilitarista de 1914, ella pone en evidencia dos tendencias profundas que fortalecen la preponderancia de las instituciones militares en los Estados burgueses.

Esas dos tendencias son, por un lado, el imperialismo, que conlleva un aumento masivo del ejército, el culto de la violencia militar salvaje y una actitud dominante y arbitraria del militarismo de cara a la legislación; por el otro, el movimiento obrero, que conoce un desarrollo igualmente masivo, acentuando los antagonismos de clase y provocando la intervención cada vez más frecuente del ejército contra el proletariado en lucha (Luxemburg, 1978d: 41).

Esta “violencia militar salvaje” se ejerce, en el cuadro de las políticas imperialistas, ante todo sobre los pueblos colonizados, sometidos a una brutal opresión que no tiene nada de “democrática”. La democracia burguesa produce, en su política colonial, formas de dominación autocrática, dictatorial. La cuestión del colonialismo es evocada, pero poco desarrollada en ¿Reforma o revolución?  

Pero poco después, en un artículo de 1902 sobre la Martinica, Rosa Luxemburg denunciará las masacres del colonialismo francés en Madagascar, las guerras de conquista de los Estados Unidos en Filipinas o de Inglaterra en África; finalmente, las agresiones contra los chinos cometidas, de común acuerdo, por franceses e ingleses, rusos y alemanes, italianos y estadounidenses (cf. Luxemburg, 1970: 250 y s.).

Ella volverá a menudo sobre los crímenes del colonialismo, en particular, en La acumulación del capital (1913). Retomando el hilo de la crítica implacable de la política colonial en el capítulo sobre la acumulación originaria en el volumen I de El capital, ella observa entretanto que no se trata de un momento “inicial”, sino de una tendencia permanente del capital: “Aquí no se trata ya de una acumulación originaria; el proceso continúa hasta nuestros días. Cada expansión colonial va necesariamente acompañada de esta guerra obstinada del capital contra las condiciones sociales y económicas de los indígenas, así como del saqueo violento de sus medios de producción y de su fuerza de trabajo” (Luxemburg, 1990: 318 y s.). De esto se derivan la ocupación militar permanente de las colonias y la represión brutal de sus insurrecciones, cuyos ejemplos clásicos son el colonialismo inglés en la India y el francés en Argelia. De hecho, esta acumulación originaria permanente prosigue hoy en día, en el siglo XXI, con métodos distintos, pero no menos feroces que los del colonialismo clásico.

Rosa Luxemburg menciona también, en La acumulación del capital, el caso concreto de lo que se podría llamar el colonialismo interno de la mayor democracia burguesa moderna, los Estados Unidos: con ayuda del ferrocarril, en el marco de la gran conquista del Oeste, se expulsó y exterminó a los indígenas con armas de fuego, aguardiente y sífilis, y se encerró a los supervivientes, como a bestias salvajes, en “reservas” (cf. ibíd.: 344, 350) Otro ejemplo trágico de las contradicciones de la “democracia burguesa”.

 

Democracia y conquista del poder: el golpe de martillo de la revolución

Volvamos a ¿Reforma o revolución? para examinar ahora la problemática de la relación entre democracia y conquista del poder. Bernstein y sus amigos “revisionistas” creían en la posibilidad de cambiar la sociedad gracias a reformas graduales, en el marco de las instituciones de la democracia burguesa; ante todo, el Parlamento, donde la Socialdemocracia podría un día tornarse mayoritaria. Por las razones que mencionamos más arriba, Rosa Luxemburg no puede menos que rechazar esta estrategia:

Marx y Engels jamás pusieron en duda la necesidad de conquista del poder político por parte del proletariado. Estaba reservado a Bernstein considerar el estanque de ranas del parlamentarismo burgués como el instrumento llamado a realizar el cambio social más formidable de la historia, a saber: la transformación de las estructuras capitalistas en estructuras socialistas (Luxemburg, 1978a: 77).

Esta conquista revolucionaria del poder será democrática, no porque se realizará en el marco de las instituciones de la democracia burguesa, sino porque será la acción colectiva de la gran mayoría popular:

“Es esa toda la diferencia entre los golpes de Estado al estilo blanquista, ejecutados por ‘una minoría activa’, provocados en cualquier momento y, de hecho, siempre de manera inoportuna, y la conquista del poder político por parte de la gran masa popular consciente” (ibíd.: 78).

Continuando su polémica, ella ironiza respecto de la línea reformista de Bernstein y sugiere un argumento capital para justificar la necesidad de una acción revolucionaria:

Fourier había tenido la ocurrencia fantástica de transformar, gracias al sistema de los falansterios, toda el agua de los mares del globo en limonada. Pero la idea de Bernstein de transformar, vertiendo progresivamente botellas de limonada reformistas, el mar de la amargura capitalista en el agua dulce del socialismo, es tal vez más banal, pero no menos fantástica.

Lo que ella no podía prever es, claro, el surgimiento de formas de Estado autoritarias aún peores que las monarquías: los regímenes fascistas y las dictaduras militares que se desarrollaron en los países capitalistas –tanto del centro como de la periferia– a lo largo de todo el siglo XX. Pero ella tiene el mérito de ser una de las escasas figuras, en el movimiento obrero y socialista, que desconfiaron de la ideología del Progreso (con una “P” mayúscula), común a los liberales burgueses y a una buena parte de la izquierda, y que pusieron en evidencia la perfecta compatibilidad del capitalismo con formas políticas radicalmente antidemocráticas.

Bernstein, partidario convencido de la ideología del Progreso, cree en una evolución irreversible de las sociedades modernas hacia más democracia y, por qué no, hacia más socialismo. Ahora bien, Rosa Luxemburg observa que “el Estado, es decir, la organización política, y las relaciones de propiedad, es decir, la organización jurídica del capitalismo, se tornan cada vez más capitalistas, y no cada vez más socialistas” (ibíd.: 43). Puede verse, una vez más, que la oposición entre la izquierda y la derecha en la Socialdemocracia corresponde al antagonismo entre la fe en el Progreso ineluctable de los países “civilizados” y la apuesta por la revolución social.

No solo no existe una afinidad particular entre la burguesía y la democracia, sino que a menudo es en lucha contra esta clase que tienen lugar los avances democráticos:

En Bélgica, en fin, la conquista democrática del movimiento obrero, el sufragio universal, es un efecto de la debilidad del militarismo y, en consecuencia, de la situación geográfica y política particular de Bélgica y, sobre todo, ese “bocado de democracia” es adquirido, no por la burgue­sía, sino contra ella (ibíd.: 67).

¿Se trata solo del caso de Bélgica, o más bien de una tendencia histórica general? Rosa Luxemburg parece inclinarse por la segunda hipótesis y considerar que la única garantía para la democracia es la fuerza del movimiento obrero:

El movimiento obrero socialista es hoy en día el único soporte de la democracia; no existe otro. Se verá que no es la suerte del movimiento socialista la que está ligada a la democracia burguesa, sino, inversamente, que la suerte de la democracia está ligada al movimiento socialista. Se constatará que las oportunidades de la democracia no están ligadas al hecho de que la clase obrera renuncia a la lucha por su emancipación, sino, al contrario, al hecho de que el movimiento socialista sea lo bastante poderoso para combatir las consecuencias reaccionarias de la política mundial y de la traición de la burguesía.

Aquel que desee el fortalecimiento de la democracia deberá desear igualmente el fortalecimiento, y no el debilitamiento, del movimiento socialista; renunciar a la lucha por el socialismo es renunciar, al mismo tiempo, al movimiento obrero y a la propia democracia (ibíd.: 70).

En otros términos, la democracia es, a ojos de Rosa Luxemburg, un valor esencial que el movimiento socialista debe poner a salvo de sus adversarios reaccionarios, entre los cuales se encuentra la burguesía, siempre dispuesta a traicionar sus proclamas democráticas si sus intereses lo exigen. Hemos visto anteriormente ejemplos de esta sobria constatación. ¿Qué quiere decir la referencia a las “consecuencias reaccionarias de la política mundial”? Se trata, sin duda, de una referencia a las guerras imperialistas y/o coloniales, que no dejarán de reducir o suprimir los avances democráticos de los países en conflicto. Volveremos luego sobre esta problemática.

La sorprendente afirmación según la cual la suerte de la democracia está ligada a la del movimiento obrero y socialista ha sido también confirmada por la historia de las décadas siguientes: la derrota de la izquierda socialista –a causa de sus divisiones, de sus errores o de su debilidad– en Italia, en Alemania, en Austria, en España ha conducido al triunfo del fascismo, con el apoyo de las principales fuerzas de la burguesía, y a la abolición de toda forma de democracia, durante largos años (en España, durante décadas).

La relación entre el movimiento obrero y la democracia es eminentemente dialéctica: la democracia tiene necesidad del movimiento socialista, y vicecersa; la lucha del proletariado tiene necesidad de la democracia para desarrollarse:

La democracia es quizás inútil, o incluso molesta para la burguesía hoy en día; para la clase trabajadora, es necesaria e incluso indispensable. Es necesaria porque crea las formas políticas (autoadministración, derecho al sufragio, etcétera) que servirán al proletariado de trampolín y de apoyo en su lucha por la transformación revolucionaria de la sociedad burguesa. Pero es también indispensable porque solo luchando por la democracia y ejerciendo sus derechos tomará conciencia el proletariado de sus intereses de clase y de sus misiones históricas (ibíd.: 76).

La formulación de Rosa Luxemburg es compleja. En un primer momento, ella parece afirmar que es gracias a la democracia que la clase trabajadora puede luchar para transformar la sociedad. ¿Querría decir eso que, en los países no democráticos, esta lucha no es posible? Al contrario, insiste la revolucionaria polaca; es en la lucha por la democracia que se desarrolla la conciencia de clase. Ella piensa sin duda en países como la Rusia zarista –comprendida en ella Polonia–, donde la democracia aún no existe, y donde la conciencia revolucionaria se despierta precisamente en el combate democrático. Es lo que se vería pocos años más tarde, en la revolución rusa de 1905. Pero ella también piensa, probablemente, en la Alemania Guillermina, donde la lucha por la democracia estaba lejos de hallarse concluida y encuentra en el movimiento socialista a su principal sujeto histórico. En todo caso, lejos de despreciar las “formas democráticas”, que distingue de su instrumentación y manipulación burguesas, ella asocia estrechamente el destino de aquellas al del movimiento obrero.

¿Cuáles son, entonces, las formas democráticas importantes? En 1898, ella menciona sobre todo tres: el sufragio universal, la república democrática, la autoadministración; más tarde –por ejemplo, a propósito de la Revolución Rusa en 1918–, ella agregará las libertades democráticas: libertad de expresión, de prensa, de organización. ¿Y qué del Parlamento? Rosa Luxemburg no rechaza la representación democrática en cuanto tal, pero desconfía del parlamentarismo en su forma actual: lo considera “un instrumento específico del Estado de clase burgués; un medio para hacer que maduren y se desarrollen las contradicciones capitalistas” (ibíd.: 43). Ella volverá sobre este debate pocos años más tarde, en artículos polémicos contra Jaurès y los socialistas franceses, a los que ella acusa de querer llegar al socialismo pasando por el “pantano apacible […] de un parlamentarismo senil” (Luxemburg, 1971b: 223). La degradación de esta institución se revela en la sumisión al poder ejecutivo: “La idea, en sí misma racional, de que el gobierno no debe dejar de ser el instrumento de la mayoría de la representación popular, es transformado en su contrario por la práctica del parlamentarismo burgués, a saber: la dependencia servil de la representación popular respecto de la supervivencia del gobierno actual” (ibíd.: 228). Ella saluda, en este contexto, a los socialistas revolucionarios franceses, que comprendieron que la acción legislativa en el Parlamento –útil para arrebatar algunas leyes favorables para los trabajadores– no puede sustituir a la organización del proletariado para conquistar, a través de medios revolucionarios, del poder político.

Reaparecen argumentos análogos en un ensayo de 1904 sobre “La Socialdemocracia y el parlamentarismo”. Con la ironía mordaz que torna tan eléctricas sus polémicas, ella cuestiona el “cretinismo parlamentario”, es decir, la ilusión según la cual el parlamento es el eje central de la vida social y la fuerza motriz de la historia universal. La realidad es totalmente diferente: las fuerzas gigantescas de la historia mundial actúan muy bien fuera de las cámaras legislativas burguesas. Lejos de ser el producto absoluto del Progreso democrático, el parlamentarismo es una forma histórica determinada de la dominación de clase burguesa. Al mismo tiempo, en un movimiento dialéctico –Rosa Luxemburg cita a Hegel–, con el ascenso del movimiento socialista, el Parlamento puede devenir en “uno de los instrumentos más poderosos e indispensables de la lucha de clases” obrera, en cuanto tribuna de las masas populares; un lugar de agitación para el programa de la revolución socialista. Pero no se podrá defender eficazmente la democracia, y al propio Parlamento, contra las maquinaciones reaccionarias sino a través de la acción extraparlamentaria del proletariado. La acción directa de las masas proletarias “en la calle” –por ejemplo, bajo la forma de la huelga general– es la mejor defensa de cara a las amenazas que pesan sobre el sufragio universal. En suma, el desafío, para los socialistas, es convencer a “las masas trabajadoras de que cuenten cada vez más con sus propias fuerzas y su acción autónoma y de que ya no consideren las luchas parlamentarias como el eje central de la vida política” (Luxemburg, 1978c: 25, 29, 34-36). Volveremos sobre esto.

 

Las contradicciones de la democracia burguesa: militarismo, colonialismo

Las democracias burguesas “realmente existentes” se caracterizan por dos dimensiones profundamente antidemocráticas, estrechamente ligadas: el militarismo y el colonialismo. En el primer caso, se trata de una institución, el ejército, de carácter jerárquico, autoritario y reaccionario, que constituye una suerte de Estado absolutista en el seno del Estado democrático. En el segundo, se trata de la imposición, por la fuerza de las armas, de una dictadura a los pueblos colonizados por los imperios occidentales. Como recuerda Rosa Luxemburg en ¿Reforma o revolución?, su carácter de clase obliga al Estado burgués, incluso democrático, a acentuar cada vez más su actividad coercitiva en dominios que solo sirven a los intereses de la burguesía: “a saber, el militarismo y la política aduanera y colonial” (Luxemburg, 1978a: 42). La denuncia de esta “actividad coercitiva”, militarista e imperialista, será uno de los ejes de la crítica de Rosa Luxemburg al Estado burgués.

Desde el punto de vista capitalista,

el militarismo actualmente se ha vuelto indispensable desde tres puntos de vista: 1) sirve para defender intereses nacionales en competencia contra otros grupos nacionales; 2) constituye un dominio de inversión privilegiado, tanto para el capital financiero como para el capital industrial; y 3) le es útil en el interior para asegurar su dominación de clase sobre el pueblo trabajador […]. Dos rasgos específicos caracterizan al militarismo actual: primero, su desarrollo general y concurrente en todos los países; se diría que se ve impulsado a crecer por una fuerza motriz interna y autónoma: fenómeno desconocido todavía hace algunas décadas; segundo, el carácter fatal, inevitable de la explosión inminente, aunque se ignoren tanto la ocasión que la desencadenará como los Estados que serán afectados en primera instancia, el objeto del conflicto y todas las demás circunstancias (ibíd.: 41).

Como se ve, Rosa Luxemburg había previsto, en 1898, una guerra mundial suscitada por la competencia entre potencias capitalistas nacionales y por la dinámica incontrolable del militarismo. Es una de esas intuiciones fulgurantes que atraviesan el texto de ¿Reforma o revolución?, aun cuando, desde luego, ella no podía prever las “circunstancias” del conflicto.

Militarismo en el plano interno y expansión colonial en el externo están estrechamente ligados y conducen a una decadencia, una degradación, una degeneración de la democracia burguesa:

A causa del desarrollo de la economía mundial, del agravamiento y la generalización de la competencia por el mercado mundial, el militarismo y la supremacía naval, instrumentos de la política mundial, se han convertido en un factor decisivo de la vida exterior e interior de los grandes Estados. Entretanto, si la política mundial y el militarismo representan una tendencia ascendente de la fase actual del capitalismo, la democracia burguesa debe ahora lógicamente entrar en una fase descendente. En Alemania, la era de los grandes armamentos, que data de 1893, y la política mundial inaugurada por la toma de Kiao-chou han tenido como compensación dos sacrificios pagados por la democracia burguesa: la descomposición del liberalismo y el pasaje del Partido de Centro desde la oposición al gobierno (ibíd.: 69).

A lo largo del siglo XX, habría de asistirse a otros “sacrificios” de la democracia, exigidos por el militarismo –tanto en Europa (España, Grecia) como en América Latina– mucho más graves y dramáticos que los ejemplos aquí citados. Sin embargo, el análisis de Rosa Luxemburg es más amplio: ella se da cuenta de que el peso creciente del ejército en la vida política de las democracias burguesas se deriva, no solo de la competencia imperialista, sino también de un factor interno a las sociedades burguesas: la escalada de las luchas obreras. En un artículo antimilitarista de 1914, ella pone en evidencia dos tendencias profundas que fortalecen la preponderancia de las instituciones militares en los Estados burgueses.

Esas dos tendencias son, por un lado, el imperialismo, que conlleva un aumento masivo del ejército, el culto de la violencia militar salvaje y una actitud dominante y arbitraria del militarismo de cara a la legislación; por el otro, el movimiento obrero, que conoce un desarrollo igualmente masivo, acentuando los antagonismos de clase y provocando la intervención cada vez más frecuente del ejército contra el proletariado en lucha (Luxemburg, 1978d: 41).

Esta “violencia militar salvaje” se ejerce, en el cuadro de las políticas imperialistas, ante todo sobre los pueblos colonizados, sometidos a una brutal opresión que no tiene nada de “democrática”. La democracia burguesa produce, en su política colonial, formas de dominación autocrática, dictatorial. La cuestión del colonialismo es evocada, pero poco desarrollada en ¿Reforma o revolución? Pero poco después, en un artículo de 1902 sobre la Martinica, Rosa Luxemburg denunciará las masacres del colonialismo francés en Madagascar, las guerras de conquista de los Estados Unidos en Filipinas o de Inglaterra en África; finalmente, las agresiones contra los chinos cometidas, de común acuerdo, por franceses e ingleses, rusos y alemanes, italianos y estadounidenses (cf. Luxemburg, 1970: 250 y s.).

Ella volverá a menudo sobre los crímenes del colonialismo, en particular, en La acumulación del capital (1913). Retomando el hilo de la crítica implacable de la política colonial en el capítulo sobre la acumulación originaria en el volumen I de El capital, ella observa entretanto que no se trata de un momento “inicial”, sino de una tendencia permanente del capital: “Aquí no se trata ya de una acumulación originaria; el proceso continúa hasta nuestros días. Cada expansión colonial va necesariamente acompañada de esta guerra obstinada del capital contra las condiciones sociales y económicas de los indígenas, así como del saqueo violento de sus medios de producción y de su fuerza de trabajo” (Luxemburg, 1990: 318 y s.). De esto se derivan la ocupación militar permanente de las colonias y la represión brutal de sus insurrecciones, cuyos ejemplos clásicos son el colonialismo inglés en la India y el francés en Argelia. De hecho, esta acumulación originaria permanente prosigue hoy en día, en el siglo XXI, con métodos distintos, pero no menos feroces que los del colonialismo clásico.

Rosa Luxemburg menciona también, en La acumulación del capital, el caso concreto de lo que se podría llamar el colonialismo interno de la mayor democracia burguesa moderna, los Estados Unidos: con ayuda del ferrocarril, en el marco de la gran conquista del Oeste, se expulsó y exterminó a los indígenas con armas de fuego, aguardiente y sífilis, y se encerró a los supervivientes, como a bestias salvajes, en “reservas” (cf. ibíd.: 344, 350). Otro ejemplo trágico de las contradicciones de la “democracia burguesa”.

Las relaciones de producción de la sociedad capitalista se aproximan cada vez más a las relaciones de producción de la sociedad socialista. Como revancha, sus relaciones políticas y jurídicas erigen, entre la sociedad capitalista y la sociedad socialista, un muro cada vez más alto. Ese muro no solo no será echado por tierra por las reformas sociales ni por la democracia, sino que, al contrario, estas lo reafirman y consolidan. Lo que podrá derribarlo es solo el golpe de martillo de la revolución, es decir, la conquista del poder político por parte del proletariado (ibíd.: 44).

La imagen del “golpe de martillo” hace pensar inmediatamente en la afirmación de Marx en sus escritos sobre la Comuna de París (1871), en los que hace referencia a la necesidad, por parte del proletariado revolucionario, de “quebrar” el aparato de Estado capitalista. La idea es esencialmente idéntica, aun cuando Rosa Luxemburg no cita esos textos de Marx. Ese “golpe de martillo” se torna aún más indispensable cuando se considera el papel creciente del militarismo y del ejército en el sistema político. ¿En qué consiste concretamente? ¿Por qué medios puede realizarse esta conquista del poder? ¿Qué estrategia o táctica revolucionarias propone Rosa Luxemburg? No es un tema desarrollado en ¿Reforma o revolución?, pero aquí y allá ella da a entender que los métodos revolucionarios “clásicos” –la insurrección, las barricadas– no deben ser  excluidos. Ahora, no solo los revisionistas, sino también la dirección del Partido Socialdemócrata alemán se refirieron con insistencia al prefacio escrito por Friedrich Engels en 1895 a la reedición de la obra de Marx La lucha de clases en Francia entre 1848 y 1850 (1850); en ese texto, el viejo dirigente parece considerar que esos métodos de lucha se volvieron obsoletos a raíz de los progresos del arte militar –los cañones y los fusiles modernos–, que conceden ventaja al ejército.

De hecho, el texto original de Engels era mucho menos categórico; la versión publicada fue considerablemente “edulcorada” por la dirección del partido (algo que ignoraba Rosa Luxemburg). De hecho, Engels se mostró indignado ante esta manipulación; en una carta a Kautsky del 1° de abril de 1895, escribió: “para mi sorpresa, veo hoy en el Vorwärts un extracto de mi introducción reproducida sin mi consentimiento, y dispuesto de tal manera que aparezco en él como un pacífico adorador de la legalidad a todo precio. Por ende, desearía tanto más que la introducción aparezca sin recortes en Neue Zeit, a fin de que sea borrada esta impresión vergonzosa”. Friedrich Engels murió algunos meses después; el texto íntegro jamás apareció en Neue Zeit ni, por supuesto, en la reedición del libro de Marx. Fue preciso esperar a la Revolución de Octubre para que fuera, por fin, publicado en la década de 1920 (cf. Bottigelli, 1948). He aquí la respuesta de Rosa Luxemburg al argumento “legalista”:

Cuando Engels, en el prefacio a La lucha de clases en Francia, revisaba la táctica del movimiento obrero moderno, oponiendo a las barricadas la lucha legal, no tenía en vita –y cada línea de este prefacio lo demuestra– el problema de la conquista definitiva del poder político, sino el de la lucha cotidiana actual. No analizaba la actitud del proletariado de cara al Estado capitalista en el momento de la toma del poder, sino su actitud en el marco del Estado capitalista. En una palabra, Engels daba las directivas al proletariado oprimido, y no al proletariado victorioso (Luxemburg, 1978a: 75 y s.).

De hecho, su interpretación es muy discutible… ¡No se trata, en Engels, del papel de las barricadas en la “lucha cotidiana actual”! Lo que resulta interesante, en este pasaje, es la actitud de la autora de ¿Reforma o revolución? frente a la cuestión de los métodos de lucha “armada”, “insurreccional”, “ilegal” –métodos tradicionales de las revoluciones, desde 1789 a 1871–, que ella se niega a excluir del arsenal político del proletariado. Ella no estaba equivocada, pues todos los combates revolucionarios del siglo XX, victoriosos o vencidos –las dos Revoluciones Rusas (1905, 1917), la Revolución Mexicana (1910-19), la Revolución Alemana (1918-19), la Revolución Española (1936-37) y la Revolución Cubana (1959-61), para no citar otros ejemplos– hicieron uso de esos métodos “ilegales” y “extraparlamentarios”.

Pero el método revolucionario que cuenta con el favor de Luxemburg es, como se sabe, la huelga de masas, esa “forma natural y espontánea de toda gran acción revolucionaria del proletariado”. De hecho, se trata de un movimiento en el cual se multiplica una gran diversidad de iniciativas de lucha: huelgas económicas y políticas, huelgas de manifestación o de combate, huelgas de masas y huelgas parciales, luchas reivindicativas pacíficas o batallas en las calles, combates de barricadas, “un océano de fenómenos, eternamente nuevos y fluctuantes”. Ciertamente, la huelga de masas “no reemplaza ni vuelve superfluos los enfrentamientos directos y brutales en la calle”; con todo, la experiencia rusa de 1905 muestra que “el combate de barricadas, el enfrentamiento directo con las fuerzas armadas del Estado, no constituye, en la revolución actual, otra cosa que el punto culminante, que una fase del proceso de la lucha de masas proletaria” (Luxemburg, 1976: 127 y s.; 154). El enfrentamiento no es eliminado, sino situado en el “punto culminante” de la lucha, lo que le concede, evidentemente, un papel importante.

Rosa Luxemburg volverá sobre este texto de Engels –en su versión edulcorada por la dirección del Partido Socialdemócrata Alemán, la única conocida en su época–, que decididamente la incomoda, en su discurso durante el Congreso Fundacional del Partido Comunista Alemán (Spartakusbund) en diciembre de 1918. Esta vez, no se trata de pretender, como en 1898, que la “Introducción” de 1895 no se refiere sino a la “lucha cotidiana actual”: “Con todos los conocimientos de especialistas de que disponía en el dominio de la ciencia militar, Engels les demuestra aquí […] que es perfectamente vano creer que el pueblo trabajador puede hacer revoluciones en las calles y salir victorioso”. Él estaba equivocado, y este documento ha servido, observa ella, para reducir la actividad del Partido exclusivamente al terreno parlamentario. Sin excluir una “utilización revolucionaria de la Asamblea Nacional” como tribuna, ella ve en la toma del poder por parte de los consejos de obreros y soldados, como en Rusia en octubre de 1917, el camino a seguir (cf. Luxemburg, 1978b: 106-108).

Rosa Luxemburg no proporciona recetas; ella apuesta a la inventiva del movimiento revolucionario; se limita a esta sobria constatación: la democracia es indispensable, no porque ella vuelve inútil la conquista del poder político por parte del proletariado; al contrario, ella vuelve necesaria y al mismo tiempo posible esta toma del poder”. Ahora bien, esta conquista del poder pasa por una ruptura institucional, por un proceso radical de subversión, capaz de derribar el muro jurídico y político del Estado capitalista: el “golpe de martillo” de la revolución.

Democracia socialista y democracia burguesa (1918)

No vamos a discutir aquí la cuestión de la democracia en el socialismo, que escapa a nuestra temática; lo que nos interesa aquí es lo que escribe Rosa Luxemburg en su texto sobre la Revolución Rusa a propósito de la democracia burguesa. Es importante subrayar que, en el manuscrito de 1918, la crítica fraternal de los errores de los bolcheviques en el terreno de la democracia no significa de ningún modo la adhesión de Rosa Luxemburg a la democracia burguesa. Se dice explícitamente: la tarea histórica del proletariado es “crear, en lugar de la democracia burguesa, una democracia socialista”. Veamos de más cerca su argumento, en polémica con Trotsky:

“En cuanto marxistas, jamás hemos sido idólatras de la democracia formal” escribe Trotsky. Seguramente, jamás hemos sido idólatras de la democracia formal. Pero tampoco del socialismo y del marxismo; jamás hemos sido idólatras. ¿Se infiere de esto que tengamos el derecho, a la manera de Cunow-Lensch-Parvus, de deshacernos del socialismo o del marxismo cuando nos incomodan? Trotsky y Lenin son la negación viva de esta cuestión.

Jamás hemos sido idólatras de la democracia formal; esto no quiere decir sino una cosa: siempre hemos distinguido el núcleo social de la forma política de la democracia burguesa; siempre hemos desenmascarado el duro núcleo de desigualdad y de servidumbre social que se oculta bajo el dulce envoltorio de la igualdad y de la libertad formales, no para rechazarlo, sino para incitar a la clase obrera a no contentarse con ese envoltorio y, por el contrario, conquistar el poder político a fin de llenarlo de un contenido social nuevo. La tarea histórica que incumbe al proletariado, una vez en el poder, es crear, en lugar de la democracia burguesa, la democracia socialista, y no suprimir toda democracia (Luxemburg, 1971a: 87 y s.).

Rosa Luxemburg retoma aquí la distinción “clásica”, ya formulada en ¿Reforma o revolución?, entre la forma democrática, la igualdad y la libertad formales, y el contenido burgués, la desigualdad y el liberticidio; pero esta vez ella afirma claramente la solución: ni democracia burguesa, ni dictadura de una élite revolucionaria, sino una democracia socialista con un contenido social nuevo.

Rosa Luxemburg había previsto, ya en 1914, “la intervención del ejército contra el proletariado en lucha”. Como se sabe, en enero de 1919, Leo Jogisches, Karl Liebknecht y muchos otros espartaquistas serán asesinados, víctimas de esta “violencia militar salvaje” que ella había denunciado; eso tuvo lugar en el marco de una respetable democracia (burguesa) constitucional.

Lo que Rosa Luxemburg no había previsto siquiera en sus peores pesadillas era que esos asesinatos políticos a manos de militares contrarrevolucionarios tendrían lugar bajo la égida de un gobierno dirigido por el Partido Socialdemoócrata Alemán…

Publicado originalmente en el nº 62 de la revista Herramienta, invierno 2019

Autor:  Michael Löwy

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Vídeo: Educación es igual a Libertad por Sergio Fajardo

Por: TEDx Talks.

Es un impulsor de la educación desde la gestión pública, como elemento fundamental para lograr un desarrollo sostenible y la transformación social. Matemático con Maestría y Doctorado de la Universidad de Wisconsin-Madison, Estados Unidos. En 1999 decidió dejar el mundo de la academia para liderar un movimiento cívico e independiente y en el 2004 llega a la Alcaldía de Medellín, en dónde dirigió la más grande transformación de la ciudad. Fue candidato Vicepresidencial del Partido Verde en el 2010 y Gobernador de Antioquia 2012 – 2015.

Es un impulsor de la educación desde la gestión pública, como elemento fundamental para lograr un desarrollo sostenible y la transformación social. Matemático con Maestría y Doctorado de la Universidad de Wisconsin-Madison, Estados Unidos. En 1999 decidió dejar el mundo de la academia para liderar un movimiento cívico e independiente y en el 2004 llega a la Alcaldía de Medellín, en dónde dirigió la más grande transformación de la ciudad. Fue candidato Vicepresidencial del Partido Verde en el 2010 y Gobernador de Antioquia 2012 – 2015.

Fuente del documento: https://www.youtube.com/watch?v=dgniv9WazS0

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El neoliberalismo explota en Latinoamérica

Por: Hedelberto López Blanch

América Latina esta revuelta debido a los regímenes neoliberales que se han impuesto en los últimos años en la región impulsados por Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y las oligarquías criollas.

Las fuertes reglas neoliberales que se han adoptado por países como Argentina, Chile, Honduras, Ecuador, Colombia, Haití, han motivado numerosas manifestaciones populares las que rechazan el incremento de la desigualdad entre la población, el crecimiento de la pobreza y la desatención gubernamental de las grandes mayorías.

En Argentina, el gobierno de Mauricio Macri ha endeudado al país con el FMI por más de 50 000 millones de dólares. Los empréstitos recibidos han ido a parar a los bancos y a pagar deudas con compañías nacionales y extranjeras mientras se incrementan las necesidades de los ciudadanos al subir la inflación, aumentar el desempleo y eliminarse numerosos servicios públicos que pasan a propiedad privada.

El malestar provocado por las enormes penurias crecientes, desataron olas de manifestaciones, creación de ollas populares para aliviar estómagos hambrientos y protestar contra un sistema capitalista fallido. Todo eso provocó la victoria en las elecciones del 27 de octubre de los candidatos Alberto Fernández y Cristina Fernández y la contundente derrota de Macri.

Ecuador se ha visto envuelto en una enorme ola de malestar público contra las medidas neoliberales adoptadas por el régimen de Lenin Moreno que durante su año y medio de gobierno ha eliminado beneficios sociales que fueron impulsados por el anterior gobierno de Rafael Correa.

Lenin, bajo presión de Washington, buscó préstamos del FMI por 4 200 millones de dólares para amainar los problemas fiscales y el endeudamiento externo provocados por su propio gobierno y a la par se comprometió a desmontar la mayoría de los programas sociales.

La copa neoliberal se colmó al dictar el presidente un paquetazo el cual eliminaba, entre otras cosas, los subsidios al combustible. Inmediatamente se desarrollaron extensas protestas que se saldaron con una represión policial que dejó ocho muertos, más de 1 200 detenidos y profusos daños económicos. Al final, Moreno se vio obligado a dar marcha atrás al decreto pero la situación sigue convulsa por los reclamos de la población que gozaba de los beneficios adquiridos con el gobierno de Correa.

Pasando a otro país de América del Sur, Chile, la ya acostumbrada represión contra las demandas estudiantiles y obreras que se mantienen desde que fueron instaladas por la dictadura de Augusto Pinochet, miles de personas sufrieron las consecuencias de protestar por la subida del precio del pasaje en la red de transporte.

Miles de jóvenes y estudiantes saltaron las vallas y pasaron al metro sin pagar en señal de rechazo a las medidas de austeridad gubernamental, y el malestar siguió incrementándose entre toda la población. Para contrarrestar las acciones, el presidente Sebastián Piñera, (retomó el poder en marzo de 2018) decretó el estado de excepción y la represión policial no se hizo esperar con saldo de 25 muertos y numerosos heridos y detenidos.

Para Estados Unidos y las potencias occidentales, Chile ha sido, desde la dictadura de Pinochet, el paradigma del sistema neoliberal en la región con el objetivo de permitir la entrada de las compañías transnacionales que se enriquecen con la extracción de sus grandes reservas mineras.

Piñera se ha convertido desde su primer mandato 2010-2014, en un promotor de las líneas directrices sobre el control de la economía global que se proyectan desde Washington y el FMI, con el impulso a la imposición de sistemas neoliberales, de libre comercio y privatizaciones.

Al igual que en Ecuador y Chile, en Honduras han sido reprimidas las manifestaciones que ahora exigen la dimisión del presidente Juan Orlando Hernández (reelegido en 2018 con numerosas denuncias de fraude) por sus relaciones con el narcotráfico y acusaciones de corrupción.

Honduras es una semicolonia estadounidense donde impera la “democracia” pese a los graves problemas que padecen sus habitantes. Hace diez años, Estados Unidos con el apoyo de la derecha hondureña indujo un golpe de Estado contra Manuel Zelaya, el único presidente que laboró por llevarle a su pueblo beneficios que nunca había disfrutado.

Datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística de Honduras publicados por el diario La Prensa, informan que casi seis millones (71 %) de los 8,5 millones de habitantes del país son pobres.

Haití no se queda atrás y la crisis del actual mandatario, Jovenel Moise se agudiza luego de semanas de ininterrumpidos disturbios. Los manifestantes se han aglutinado en el Palacio Nacional, en las oficinas de la ONU y en las calles para demandar la renuncia del presidente.

La crisis política no es nueva sino que condensa, cuanto menos, los dos últimos gobiernos del Partido Haitiano Tet Kale (PHTK). Su fundador, Michel Martelly (2011-2016), al igual que Moise, son acusados de desviar los fondos de la ayuda internacional de las dos últimas catástrofes climáticas que azotaron la isla. Como consecuencia, la población fue condenada al hambre, la pandemia y el debacle de su economía llevadas de la mano con recetas capitalistas.

Con siete bases militares estadounidense en suelo colombiano, 300 líderes sociales, campesinos y excombatientes asesinados en los últimos años y sin cumplir los acuerdos de paz acordados con los grupos guerrilleros, esta nación suramericana funge como punta de lanza de Washington en la región.

El régimen de Iván Duque se prepara para decretar nuevas medidas de austeridad a los combustibles a una población que en su mayoría sufre la desatención generalizada mientras unos pocos disfrutan de sus riquezas naturales y económicas.

Los pueblos de América se levantan contra las leyes neoliberales pese a la represión y la desinformación de los grandes medios de comunicación controlados por la derecha, pero al final del túnel ha de verse la luz.

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=261977

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Libro: Cambiar el mundo para cambiar la educación. La revolución soviética y la educación.(PDF)

Por: Por: Edgar Isch L

La educación fue una de las esferas de trabajo e inquietud inte­lectual más aguda durante la Revolución Soviética. Con gran rapidez se presentan múltiples pro­puestas que se convierten en experiencias, se acierta y se falla y se vuelve a acertar en una búsqueda constante de carácter masivo. La revolución, desde el materialismo dialéctico e histórico, bus­caba su propia comprensión del proceso educativo y daba a luz un modelo pedagógico completamente distinto a los precedentes. Los educadores, hombres y mujeres comprometidos, procuraban definir y demostrar su mejor aporte a esa revolución, que era la suya. Una nueva teoría psicológica irá sirviendo de sustento a esta nueva realidad educativa.

Sin esos cambios habría sido imposible que, en medio de di­ficultades extremas, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) hubiese llegado a convertirse en pocos años en la segunda potencia mundial.}

Descárglo aquí: Educacion y revolución soviética Edgar Isch

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