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Una mirada feminista a la educación literaria

Por: Guadalupe Jover

La literatura es, como otras formas culturales, un agente hegemónico en la construcción social de los géneros. Por eso hace décadas que la crítica feminista propone una mirada diferente a los textos canónicos y una mirada atenta a los textos que no han entrado en el canon de lecturas hegemónicas. ¿Y la escuela?

Hace unas semanas fui invitada a participar en una mesa redonda que llevaba el título de Mujeres y literatura. Lo hacía en calidad de docente, y la primera pregunta que se me hizo fue si las propuestas didácticas están libres de discriminación de género o hay un sesgo machista en la creación de materiales para el aula. La respuesta, claro, era evidente.No hay nada en la escuela, nada en el sistema educativo, que esté libre de discriminación sexista. No lo está el currículum, tan androcéntrico en la propia selección de lo que debe ser aprendido (al margen quedaron los saberes tradicionalmente considerados femeninos, ligados al cuidado de la vida) como en los contenidos de cada una de las asignaturas o materias, de los que las mujeres siguen ausentes. No lo están los espacios escolares (con patios dominados por el fútbol, feudo masculino por excelencia), ni la composición de los grupos (qué pocas chicas aún en los itinerarios tecnológicos), ni la lógica misma del sistema educativo: tan individualista, tan competitiva, tan abiertamente orientada al éxito profesional en perjuicio de otras dimensiones del desarrollo personal y colectivo. No hay nada en la escuela que esté libre de sesgo de género, y no siempre en beneficio de las mujeres: algún día habremos de analizar por qué el mal llamado “fracaso escolar” es mayoritariamente masculino: solo un 73% de chicos consigue acabar la ESO, frente a un 83% de las chicas.

Todo ello obedece, qué duda cabe, a que nada tampoco en el afuera está libre de discriminación de género -hombres son los que dominan las cumbres políticas, los eventos deportivos mediáticos y aun los oficios religiosos-, y es imposible por tanto acometer reformas en la escuela si no acertamos a transformar también los modelos masculinos y femeninos en que somos educados por todos los agentes de socialización, desde la familia a los medios de comunicación. La coeducación es una tarea que concierne a toda la ciudadanía.

Ahora bien, ¿qué podemos hacer desde la escuela? Y volviendo a la pregunta del inicio, ¿cómo podemos ir revisando y transformando unas propuestas didácticas aún radicalmente machistas, esto es, abiertamente desiguales en el tratamiento dado a hombres y mujeres?

En el caso de la literatura -que es el que nos ocupa- esto tiene un enorme calado porque la literatura es, como otras formas culturales, un agente hegemónico en la construcción social de los géneros. Los relatos son determinantes a la hora de leernos y leer nuestro lugar en el mundo. Si no hay autoras en los libros de texto, que al parecer recogen la literatura canónica, aquello que “merece ser leído” y transmitido intergeneracionalmente; si los personajes femeninos de la mayor parte de los relatos tienen un protagonismo subordinado al héroe de turno, y no son sino madres, esposas, hijas o amantes de… ¿Cómo vamos a mirarnos en plano de igualdad mujeres y hombres?

Por todo ello, hace décadas que la crítica feminista propone una mirada diferente a los textos canónicos y una mirada atenta a los textos que no han entrado en el canon de lecturas hegemónicas. De todo ello vamos encontrando huella en algunas prácticas de aula.

Hace ya años que empezamos a leer de otra manera algunos textos canónicos como la Biblia, la mitología grecolatina o la literatura misógina del Medievo. Tampoco el teatro español de los siglos de Oro o la tan hispánica tradición del Don Juan resistían ya una lectura en clave de género. Personajes como Zeus o el Tenorio pasaron de ser considerados simpáticos granujas a ser denostados como impostores, mentirosos y violadores, y ni siquiera Bécquer (“¿Que es estúpida? ¡Bah! Mientras callando/ guarde oscuro el enigma,/siempre valdrá lo que yo creo que calla/ más que lo que cualquiera otra me diga”) parecía ya tan adorable.

Estas otras lecturas, esta renovada interpretación se proyectó luego sobre otros textos y otros ámbitos comunicativos: llegó entonces el cuestionamiento del amor romántico y del mito de la media naranja, la deconstrucción de los amores de bellas y bestias, los juegos de escritura creativa que a través de la inversión de roles entre personajes masculinos y femeninos mostraban la asimetría y desigualdad de los privilegios otorgados a unos y a otras. Se denunció también la absoluta prevalencia de un imaginario amoroso exclusivamente heterosexual que dejaba huérfanos de referentes sentimentales a chicos y chicas homosexuales.

Pero todo ello no bastaba. Resultaba intolerable constatar que nuestro imaginario se había modelado exclusivamente desde la mirada masculina, y sentíamos la necesidad de indagar y hacer explícitas las razones que habían apartado a las mujeres bien de la escritura, bien del acceso al canon. Virginia Woolf y su imprescindible Una habitación propia se convirtieron en referencia obligada: “La independencia intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres han sido siempre pobres, no solo por doscientos años, sino desde el principio del tiempo. Las mujeres han tenido menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres, por consiguiente, no han tenido la menor oportunidad de escribir poesía. He insistido tanto por eso en la necesidad de tener dinero y un cuarto propio”.

Comenzó entonces un proceso imparable de reivindicación de todas aquellas mujeres que, pese a los muchísimos obstáculos, consiguieron empuñar la pluma. De un lado, la denuncia; de otro, la visibilización. Nos preguntábamos, con Virginia Woolf, cuántos textos que nos han llegado como anónimos ocultan tal vez una autoría femenina (bien sabemos que esto estuvo a punto de ocurrir, sin ir más lejos, con el Frankenstein de Mary Shelley).

Denunciábamos también la sempiterna discriminación de que era indicio el recurso de tantas escritoras a seudónimos masculinos o a unas iniciales que escondieran su verdadero nombre de pila, como hicieron desde las hermanas Brönte a J. K. Rowling. Hablábamos también de aquellas mujeres que vieron sus textos atribuidos a sus esposos (como María Lejárraga, cuya obra aparece firmada por Gregorio Martínez Sierra) o las que fueron obligadas a quemar sus escritos por consejo o imposición de sus confesores (caso de Marcela de San Félix).

Y junto a la denuncia, la visibilización: baste con referirnos, por ejemplo, a todo ese conjunto de escritoras y artistas contemporáneas de Lorca, Buñuel y Dalí, y a las que una nómina del 27 exclusivamente masculina ha silenciado primero y relegado después a un sucinto pie de página. A Las Sinsombrero – Josefina de la Torre, Concha Méndez, Mª Teresa León, Carmen Conde, Ernestina de Champurcín, etc.- bien podríamos incorporar el nombre de Luisa Carnés, cuya novela recientemente reeditada Tea rooms se sitúa en la estela de La tribuna de Pardo Bazán en su denuncia de la precariedad vital y laboral de las mujeres obreras.

Ahora bien, a mi manera de ver, esto no puede ser sino un primer paso. Para quienes nos dedicamos a la educación literaria de adolescentes y jóvenes, no se trata de incrementar el número de nombres propios que revientan ya esos listados interminables de la historiografía literaria nacional. De lo que se trata, más bien, es de abrir el firmamento de lo que entendemos por “clásico” más allá del canon exclusivamente masculino y occidental en que nos venimos moviendo, para seleccionar aquellos textos que mejor conecten con el horizonte lector de chicos y chicas: aquellos que mejor pueden contribuir a su educación ética y estética, a su desarrollo ulterior como lectores cultos, comprometidos y autónomos. Ello requiere, como postula el escritor keniano Ngũgĩ wa Thiong’ocambiar los marcos:

“Cuando hablo de desplazar el centro lo hago en, al menos, dos sentidos posibles. Uno es la necesidad de desplazar el centro del lugar que se ha asumido como tal, Occidente, a una multiplicidad de esferas en todas las culturas del mundo […].  El segundo sentido al que me refiero al hablar de “desplazar el centro” es aún más importante, […]. En la actualidad, dentro de cada nación, el centro se encuentra localizado en el estrato social dominante, una minoría burguesa y masculina. […]. Es necesario desplazar el centro de las minorías de clase establecidas en el interior de cada nación a los centros verdaderamente creativos entre las clases trabajadoras, en condiciones de igualdad racial, religiosa y de género“.

En este sentido, si el acceso de las mujeres a la escritura ha sido relativamente reciente, si la presencia de personajes femeninos que escapen a los estereotipos tradicionales es también más frecuente en títulos publicados en la última centuria, quizá es hora de “desplazar el centro” también en el eje temporal del canon escolar y llegar algún día a la literatura de los últimos cien años. Necesitamos dar cabida no solo a Jane Austen, Mary Shelley, Edith Wharton, las hermanas Brönte o Safo. También a Harper Lee, Wislawa Szymborska, Jhumpa Lahiri, Yaa Gyasi, Gabriela Mistral, Mercè Rodoreda, Fatema Mernissi, Taiye Selasi, Irène Némirovski, Joyce Carol Oates, Nadine Gordimer, Marjane Saatrapi, Ida Vitale, Idea Vilariño y tantas, tantísimas otras… No para leerlas a todas, insisto, sino para tener más en donde elegir y hacerlo en pie de igualdad entre hombres y mujeres. Porque también va siendo hora de pasar de la lectura intensiva de un puñado de libros -siempre los mismos, y aun en varios cursos- a la lectura extensiva de un corpus mucho más abierto y mestizo.

Y una última cosa: al tiempo que como docentes de literatura nos empeñamos en acercar a los adolescentes lo que está lejos -e intentamos acercar los clásicos al horizonte lector de nuestros jóvenes estudiantes- no estaría de más que pusiéramos el mismo empeño en ayudarlos a alejar lo que está cerca, esto es, la literatura juvenil contemporánea: esa que algunos -y sobre todo algunas- consumen con fruición, y con la que a menudo los dejamos a solas. Buena falta hace que desarrollemos también en ellos habilidades de interpretación en clave de género a fin de que sean capaces de leer con cierta distancia crítica tantos títulos de la ficción literaria y audiovisual más reciente que siguen alimentando unos modelos sentimentales y amorosos que nos hacen aún hoy llevarnos las manos a la cabeza.

Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria.

Fuente: https://eldiariodelaeducacion.com/blog/2019/04/23/una-mirada-feminista-a-la-educacion-literaria/

Imagen tomada de http://radiolacentral.cl/wp-content/uploads/2017/05/libRo.jpg

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Luces largas para la literatura en la escuela

Por: Guadalupe Jover

Si, como dice Romano Luperini, la literatura interesa cada vez menos por su sentido identitario y cada vez más como repertorio de situaciones humanas y éticas; si, como sostiene Ngũgĩ wa Thiong’o, es hora de “desplazar el centro” desde Occidente a otras esferas culturales; si, como afirma Marina Garcés, no podemos limitarnos a defender la presencia de las Humanidades, sino que es preciso dotarlas de toda su fuerza insubordinada y transformadora… habremos de replantearnos qué estamos haciendo con la literatura en la escuela.

“Deserción espectacular de lectores a partir de los 15 años”, rezaban los titulares relativos al último Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros 2018 publicado por la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE). Del 70,8 % de niños y niñas de entre 10 y 14 años que leen libros en su tiempo libro de manera frecuente (al menos una vez a la semana), pasamos al 44,7 % en el tramo de 15 a 18 años.

Quizá no estaría de más que la escuela se preguntara por el margen de responsabilidad que le cabe en esa caída, por pequeña que esta sea. Pero quisiera invitar hoy a poner las luces largas en nuestra mirada. Es verdad que el grupo de lectores frecuentes sube ligeramente una vez superado el umbral de la mayoría de edad, una vez se deja atrás el instituto. Pero lo que no sabemos es qué incidencia tiene la educación literaria de los años de secundaria en los hábitos lectores de los jóvenes adultos. ¿Les hemos facilitado los mapas necesarios para iniciar su andadura en solitario y una brújula que les ayude a no perderse? ¿O los dejamos a la intemperie de los vientos del mercado?

Nuestra biblioteca individual, dice Italo Calvino, está formada por aquellos libros que ya hemos leído… y por aquellos libros que nos gustaría leer algún día. Es una biblioteca, por tanto, dinámica y abierta, pero condicionada por lo que Pierre Bayard denomina nuestro “libro interior”.

En su recomendable ensayo Cómo hablar de libros que no se han leído, Bayard acuña la expresión de “libro interior” para referirse a ese conjunto de representaciones sobre los libros y la lectura que constituye una suerte de filtro que actúa en nuestro deseo de leer, esto es, en la manera en que buscamos y, más tarde, leemos los libros.

Todos podemos apelar a nuestra propia experiencia para corroborarlo. Resulta inevitable, tras una conversación sobre libros, que solo algunos títulos pasen a engrosar nuestra lista personal de “lecturas pendientes”, mientras otros son desechados automáticamente. En estas decisiones, y entre otros factores, juega también un papel importante nuestro conocimiento de lo que el mismo Bayard llama “la biblioteca colectiva”, entendida como “el conjunto de los libros determinantes sobre los cuales descansa cierta cultura en un momento dado”. Ser culto, subraya Bayard, “no consiste en haber leído tal o cual libro, sino en saber orientarse en su conjunto, esto es, saber que forman un conjunto y estar en disposición de situar cada elemento en relación con el resto”.

¿Cuál es el papel de la escuela en la construcción de la biblioteca individual de los estudiantes? ¿Y cuál el perímetro de esa biblioteca colectiva cuyos mapas ofrecemos? ¿En qué medida les estamos capacitando para que en el futuro sean artífices de un itinerario construido sobre la base de un criterio propio?

Porque la escuela, tal vez, se está ocupando exclusivamente de esa mitad retrospectiva de nuestra biblioteca individual, esto es, la de aquellos libros que se considera esencial que un estudiante haya leído al término de su educación secundaria. Y, como en los últimos años al afán de transmitir un cierto legado cultural se ha sumado el de fomentar el hábito lector, entre las lecturas prescritas en la escuela se alternan los clásicos de la literatura nacional y algunos títulos de literatura juvenil contemporánea. Pero quizá nos estamos desentendiendo de esa otra parte imprescindible de la biblioteca individual de nuestros estudiantes: la de aquello que leerán una vez dejen atrás el instituto. La literatura juvenil se les habrá quedado ya pequeña -los libros de temática adolescente tienen su momento- y raro será que vuelvan los ojos al mester de Clerecía, Quevedo o Unamuno para elegir su próxima lectura (si es que esos títulos no actuaron como vacuna contra ella). Así las cosas, nos tememos, el único filtro que habrá de quedar activado es el que los dirige a los stands de superventas de los grandes almacenes, tal como hicieran en los años de su adolescencia con los best sellers de turno.

Chicas y chicos pueden acabar incluso el bachillerato desprovistos de los planos de esa gran biblioteca de la Humanidad que les permitiría conciliar el gusto por la lectura con la aproximación a todo un patrimonio cultural que consideramos valioso y que desborda, con mucho, unas precisas fronteras nacionales. Necesitan los conocimientos, destrezas y experiencias que les permitan la forja de un criterio propio, y no es seguro que se los estemos brindando. Insistiremos una vez más: no se trata de embutir en los estómagos adolescentes títulos excelsos que quedan fuera de su horizonte lector y biográfico, sino de elegir, entre ese inmenso firmamento de clásicos, aquellos títulos o aquellos fragmentos que les pueden proporcionar, simultáneamente, experiencias placenteras de lectura y desarrollo de sus habilidades de interpretación, al tiempo que les van proporcionando un cierto mapa de la cultura. A esos itinerarios trazados desde el emplazamiento del receptor y que renuncian, de entrada, a toda pretensión de exhaustividad es a lo que venimos llamando hace tiempo “constelaciones literarias”.

Si, como dice Romano Luperini, la literatura interesa cada vez menos por su sentido identitario y cada vez más como repertorio de situaciones humanas y éticas; si, como sostiene Ngũgĩ wa Thiong’o, es hora de “desplazar el centro” del lugar que se ha asumido como tal, Occidente, a una multiplicidad de esferas en todas las culturas del mundo; si, como afirma Marina Garcés, no podemos limitarnos a defender y preservar la presencia de las Humanidades, sino que es preciso dotarlas de toda su fuerza insubordinada y transformadora… habremos de replantearnos qué estamos haciendo con la literatura en la escuela.

¿Hay alternativas? Me consta que somos muchos los docentes que a pie de aula nos empeñamos en explorar nuevos caminos para la educación literaria de adolescentes y jóvenes. Desde la voluntad de contribuir a esa conversación que alguna vez habrá de desbordar los muros de colegios e institutos, ahí va una propuesta que trata de inscribirse en las coordenadas antes aludidas.

Constelaciones de literatura universal es un proyecto orientado al alumnado de bachillerato y desarrollado por el Grupo Guadarrama (Ángeles Bengoechea, Rosa Linares, Flora Rueda y yo misma, profesoras de Lengua y Literatura en diversos institutos de la madrileña Sierra de Guadarrama). Está integrado por un conjunto de itinerarios temáticos que vinculan obras de diferentes momentos históricos, diferentes espacios geográficos y diferentes moldes genéricos. De momento son tres los publicados en la red y accesibles de manera gratuita. Pero habrá más.

Encerradas ofrece un recorrido por textos ensayísticos, narrativos y teatrales que abordan la situación de clausura de las mujeres a lo largo del tiempo y en muy distantes geografías. Un encierro que les ha impedido el acceso a la condición de escritoras o que las ha confinado a unos modos de vida impuestos, no exentos a menudo de violencia física incluso. Un cuarto propio, de Virginia Woolf; Madame Bovary, de Flaubert; Casa de muñecas, de Henrik Ibsen; Oficio de tinieblas, de Rosario Castellanos; Grandes pechos, amplias caderas, de Mo Yan y El harén en Occidente, de Fatema Mernissi son los títulos en que nos detenemos.

En Frente al Poder nos aproximamos a obras que establecen un diálogo explícito con el Poder: un diálogo a veces complaciente, a veces crítico. El itinerario ofrece un repaso histórico por la cultura Occidental (y un contrapunto africano), y nos acerca a tres géneros diferentes: el teatro –Antígona, de Sófocles y Pedro y el capitán, de Mario Benedetti-, la novela –Rebelión en la granja, de Orwell y Todo se desmorona, de Chinua Achebe-, y el ensayo –El Príncipe, de Maquiavelo, y Mujeres y poder. Un manifiesto, de Mary Beard.

Identidades plurales, diversas, mestizas se centra en textos literarios que depositan en la identidad -a veces diversa, a veces conflictiva, a veces contradictoria- el peso de su historia: Identidades asesinas, de Amin Maalouf; Fuera de lugar, de Edward Said; El buen nombre, de Jhumpa Lahiri; Sula, de Toni Morrison; Deja de decir mentiras, de Philippe Besson; La creación del mundo, de Miguel Torga; Persépolis, de Marjane Satrapi, y El peligro de una historia única, de Chimamanda Ngozi Adichie.

Dice la LOMCE, que no es precisamente la ley educativa más progresista de nuestra democracia, que el objetivo de la educación literaria en secundaria y Bachillerato es “hacer de los escolares lectores cultos y competentes, implicados en un proceso de formación lectora que continúe a lo largo de toda la vida y no se ciña solamente a los años de estudio académico”. En ello estamos.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2019/03/21/luces-largas-para-la-literatura-en-la-escuela/

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Para que quepamos las mujeres habrá que cambiar los marcos

Por Guadalupe Jover

Habrá que reconstruir los currículos, y no limitarnos a añadir un nombre, un párrafo o un tema si queremos dar cabida en ellos a la mitad de la Humanidad hasta ahora ausente. Necesitamos una suerte de proyección de Peters en los mapas literarios de la escuela que permitan acoger otras miradas y otras voces sobre el mundo y sobre la condición humana.

No se trata solo de indagar en los archivos hasta averiguar qué mujer silenciada por la Historia escribió algo de valor -una obra de teatro, una novela, unos versos- en el siglo XVII. Ni solo de desenmascarar a aquellos hombres que firmaron lo escrito por sus esposas. Ni de alertar acerca de la autoría femenina de tantas obras escritas bajo seudónimos masculinos. Ni de señalar a los sacerdotes que obligaron a sus hijas de confesión a quemar todas sus obras. Ni de denunciar el veto de la Academia a insignes escritoras. No solo, subrayo, porque de todo ello hay sobrados ejemplos en la Historia de la Literatura española. Y porque si la educación literaria implica también la familiarización con los circuitos sociales del libro y la lectura, esto -este sistemático acallamiento de la mujer que se determinaba contra viento y marea a enarbolar también la pluma- ha de ser visibilizado y denunciado.

Pero lo cierto es que, prácticamente hasta anteayer, a las mujeres se les ha negado esa habitación propia en la que sentarse a escribir. Se les ha negado el acceso a la publicación y difusión de su obra, a su reconocimiento social e institucional. Su irrupción, sin embargo, no tiene ya marcha atrás. A partir de la segunda mitad del siglo XX, hombres y mujeres tienen una representación crecientemente pareja en lo que se publica en España, en lo que se lee fuera de la escuela. Si echo la vista atrás y repaso la literatura que más he disfrutado en los últimos diez años, constato que en su mayor parte se trata de libros escritos por mujeres: Toni Morrison, Nadine Gordimer, Jhumpa Lahiri, Fatema Mernissi, Idea Vilariño, Elena Ferrante, Wislawa Szymborska. Repaso lo leído en el último año, y de nuevo -entre lo que más me ha gustado- son mayoría las autoras: Edna O’Brien, Joyce Carol Oates, Elizabeth Strout, Chimamanda Ngozi Adichie, Yaa Gyasi, Parinoush Saniee, Taiye Selasi… Mujeres eran también quienes escribieron algunos de los libros que más me marcaron en la infancia -Enid Blyton, Louisa May Alcott-, adolescencia -Harper Lee, Agatha Christie- o juventud -Marquerite Yourcenar, Natalia Ginzburg-. De otras escritoras ya clásicas -Jane Austen, George Eliot, Edith Warton, Ana María Matute, Carson McCullers, Rosario Castellanos, Ana Ajmátova y un larguísimo etcétera- nunca nadie me habló en la Facultad de Filología.

Las mujeres siguen quedando, salvo contadísimas excepciones, fuera del canon literario de la escuela. Y no se trata, claro está, de forzar la entrada de Carolina Coronado o Gertrudis Gómez de Avellaneda solo por el hecho de que sean mujeres. De lo que se trata -creo- es de ampilar los mapas literarios de la escuela para abrir la posibilidad de elegir aquellos títulos o fragmentos que mejor conectan con el horizonte lector de niñas, niños y adolescentes. Para que sea posible elegir -o conciliar- entre Bécquer o Mary Shelley (si queremos acercarnos al Romanticismo), Moratín o Simone de Beauvoir (si de abordar el sí de las niñas se trata), Cela o Rodoreda (para conocer lo que fue la posguerra española), Juarroz o Pizarnik (si nos decidimos a abrir los ojos a la poesía escrita en la otra orilla del Atlántico). Hora es ya de una literatura sin fronteras.

Si solo a partir del siglo XX la palabra de las mujeres ha tenido acceso a la impresión y su obra a los circuitos literarios; si esto vale también para tantas literaturas no europeas o no occidentales -pienso en Naguib Mahfuz, Ananta Toer o Wa Thiong’o, escritores todos ellos en la órbita de los Nobel- hora es quizá de plantearnos la necesidad de proceder a una suerte de proyección de Peters también en las cartografías literarias a fin de que unas voces y otras puedan ser también recogidas. De bascular el eje temporal, de desplazar el centro geográfico. Si los relatos que leemos son determinantes en la construcción de nuestra identidad, no podemos precindir de la mitad de la Humanidad: ni de la mitad que encarnan las mujeres ni de la mitad que encarnan los pueblos no occidentales.

Entiéndaseme bien. No estoy ni muchísimo menos proponiendo que haya que borrar ni empequeñecer la insustituible aportación de los que hoy llamamos clásicos a la memoria de la Humanidad: Homero, Esquilo, Shakespeare, Jack London, Chejov, Flaubert, Dostoievski, García Márquez, Rulfo, Orwell o Kafka son ya parte de nosotros. Aunque una parte, no lo olvidemos, relegada a una optativa de un solo curso que si bien lleva el apellido de universal no incluye en su programa un solo título que no pertenezca a la literatura europea o americana.

Lo que quiero decir, una vez más, es que el canon escolar no puede seguir mirando por el espejo retrovisor de las esencias patrias. Y ello por muchas razones. En primer lugar, porque si limitamos tanto la posibilidad de elegir con qué títulos contribuir a la educación literaria de los adolescentes acabamos forzando unas lecturas que no deberían ser nunca punto de partida sino de llegada. En segundo lugar, porque nuestra patria literaria -parafraseemos aquí a Auerbach- ha de ser ya el mundo entero. Y en tercer lugar, porque de no ampliar los mapas que manejamos estaremos prescindiendo, por partida doble, de la voz narrativa, dramática y poética de la mitad de la Humanidad.

Guadalupe Jover. Profesora de Educación Secundaria.
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/02/28/quepamos-las-mujeres-habra-cambiar-los-marcos/
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Programados para obedecer

Guadalupe Jover
¿Qué nos está pasando a los docentes? ¿Hasta qué punto hemos externalizado nuestras conciencias, y necesitamos que una instancia superior legitime aquellas decisiones en que deberíamos ser soberanos?

No deja de causarme estupor la frecuencia con que, al hilo de alguna propuesta de trabajo interdisciplinar en el centro, muchos docentes se descuelgan del impulso inicial aduciendo lo mal que van de tiempo. “Voy fatal” es la frase que explica y justifica la imposibilidad de “perder” un puñado de clases y ponerse a trabajar con el alumnado en, pongamos por caso, la gestión de los residuos en el instituto y en el planeta todo. Pero el agobio no es de ahora; del mes de enero, quiero decir. Ya en septiembre hay quienes se resisten a abordar una cuestión transversal -las muertes en el Mediterráneo, por ejemplo-, porque eso no está en el programa o porque va a implicar ir con prisas el resto del curso. Y lo que sobrecoge no son solo los argumentos, sino la expresión de genuina tristeza y frustración en muchas de las personas que así se expresan. Hay pesar en sus palabras; hay rabia y desazón.

Cierto que están también quienes desdeñan todo aquello que no sea estrictamente académico; quienes entienden que todas estas cuestiones -las desigualdades, las muertes, el calentamiento global- suponen hacer ideología o meterse en política. Son quienes, naturalmente, nunca se han sentido concernidos por los denominados ejes transversales del currículo y aún protestan cuando se programa alguna actividad colectiva para el 8 de marzo, pongamos por caso. Pero no es en ellos en quienes pienso ahora. Pienso en quienes sienten que sí quisieran “salirse” del programa (del libro de texto, quizá), pero no se atreven.

¿Cómo explicarles que, a pocas vueltas que le den, claro que hay manera de encontrar franjas de intersección entre el currículo de su asignatura y el proyecto en ciernes? ¿Y cómo explicarles que, en última instancia, tampoco se hunde el mundo por dejar de dar determinados temas, mientras que el mundo real -el de los migrantes y el de los bosques- sí está hundiéndose ante nuestros ojos? ¿Cómo preguntarles, sin que se sientan juzgados, de qué tienen miedo?

Pero la cosa no acaba aquí. Lo peor es intuir que si el próximo curso desembarcara en el centro una ilustre fundación, un banco, una multinacional, y ofreciera respaldo, prestigio y recursos para el desarrollo de un proyecto interdisciplinar acerca de cualquiera de estos u otros temas… esos mismos docentes que hoy se muestran temerosos de dejar de lado el programa se sumarían convencidos -y aliviados- a la propuesta.

¿Qué nos está pasando a los docentes? ¿Hasta qué punto hemos externalizado nuestras conciencias, y necesitamos que una instancia superior legitime aquellas decisiones en que deberíamos ser soberanos?

Todo esto viene a cuento también de algo que me sucedió el curso pasado en mis clases de literatura. Había leído con mi alumnado de 4º de ESO Rebelión en la granja y, tras el coloquio que sigue siempre a cualquier lectura compartida, les pedí que pusieran por escrito algunas reflexiones. Una de las cuestiones que les planteaba era con cuál de los animales que protagonizaban la novela se habían sentido más identificados y por qué.

Quiero recordar, para quien no conozca la novela o tenga su lectura muy lejana, que en ella Orwell realiza una sátira feroz del estalinismo, presentada en forma de fábula animal. La novela arranca cuando los animales de una granja se rebelan contra el dueño, el señor Jones, y pretenden organizar el poder de manera democrática. Pronto los cerdos tomarán el control de la revolución. El llamado Napoleón -trasunto directo de Stalin- acabará asumiendo un poder absoluto, y asistiremos al creciente uso de la violencia y la manipulación informativa por parte de los cerdos para someter a la obediencia al resto de los animales, justificar sus privilegios crecientes, y acallar todo tipo de disidencia. La novela, naturalmente, desborda en su crítica el horizonte de la revolución rusa e ilumina los mecanismos que operan en el seno de cualquier totalitarismo. Un aspecto particularmente interesante es la actitud del resto de animales ante lo que es un flagrante abuso de poder.

“¿Con qué animal te has sentido más identificado y por qué?”, les preguntaba a mis alumnos. No es momento de detenerme en la descripción de las distintas actitudes que perros, ovejas, cuervos, asnos, caballos o yeguas tienen en la novela. Basta decir que una abrumadora mayoría de estudiantes se inclinó por Boxer, un anciano caballo, tan bondadoso como trabajador. Boxer va teniendo paulatinamente la certidumbre de que las cosas no son como se las cuentan, de que están siendo víctimas de un embuste tras otro y una renovada esclavitud. Pero no se atreve ni a mirarse dentro -y formularlo- ni a mirar afuera -y denunciarlo-. Un tímido intento hace, eso es verdad, del que no sale bien parado.

La elección de Boxer por tantos chicos y chicas era en parte lógica, puesto que es uno de los pocos personajes que suscitan simpatía. Lo que me escalofrió fue la crudeza con que exponían las razones de su elección. “Me identifico con Boxer, porque prefiere no buscarse problemas y hacer lo que pueda” (Mario). “Con Boxer, porque se centra en lo que tiene que hacer para estar bien con Napoleón, estar a salvo y no tener problemas con nadie”(Gabriela). “Yo personalmente me identifico con Boxer ya que sinceramente a mí me da igual lo que ocurra, aunque me manifieste o me mate no me hacen caso, así que mejor no decir nada y cada uno a lo suyo” (Petya). “Dentro de un sistema totalitario me comportaría como Boxer, yo también por temor e ignorancia, pero a la vez inteligencia. Trabajaría y no provocaría problemas para guardar mis espaldas y que no me hicieran nada”. (María)

No me resisto a transcribir los argumentos de quienes optaron -prácticamente el tercio restante- por Benjamín, el burro. Es el animal más viejo de toda la granja, y el único que sabe leer. A su inteligencia une su carácter malhumorado y taciturno. Desde una distancia no exenta de cierto cinismo, evita hablar y actuar. “Me ha gustado mucho Benjamín. Creo que hubiera debido actuar, aunque hay que comprender que el miedo lo paralizaba” (Noelia). “Me identificaría con Benjamín, porque no hizo nada para oponerse y creo que yo tampoco lo haría, aunque hubiera estado bien un personaje más rebelde que se opusiera a Napoleón” (Selina). “Yo creo que sería un poco el burro. Me daría un poco igual a quién seguir o qué hacer pero sin meterme en ningún problema. Intentaría complacer al líder que hubiese” (Hugo).

Luego vemos a tantos jóvenes, a tantas jóvenes, trabajando en lugares en que se saben explotados; en empresas cuyos códigos éticos no comparten en absoluto… conscientes de estar poniendo su talento, su conocimiento, su ilusión y aun su vida al servicio de unos intereses que no son los suyos ni lo que ellos entienden por el bien común. Y tampoco ellos se atreven a hacerse preguntas.

¿Es este el ejemplo que les estamos dando? ¿Es para esto para lo que los estamos educando?

Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2019/01/23/programados-para-obedecer/

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¿Y si empezamos a desmontar la LOMCE por los currículos?

Por: Guadalupe Jover

Iniciar la derogación de la LOMCE por los reales decretos que establecen el currículo de Primaria y Secundaria es posible desde el punto de vista legislativo. Tendría la ventaja de partir de un acuerdo inicial en torno a su inadecuación y desmesura y afectaría a una cuestión de enorme relevancia en el día a día de docentes y estudiantes.

“Hay que derogar la Lomce. Mientras, hay que adoptar medidas urgentes para suspender sus efectos más nocivos como las reválidas”, rezaba un tuit de la ministra Celáa de noviembre de 2016 que estos días inunda las redes. Adelante. Y a continuación, ¿por qué no empezar a desmontar la LOMCE hincándole el diente a los currículos? La propuesta tiene tres puntos a su favor: es técnicamente posible, podría concitar un gran consenso de partida y mejoraría, con efecto inmediato, las condiciones de aprendizaje de los estudiantes.

Técnicamente es posible. Los currículos se fijan en un real decreto, y por tanto no necesitan pasar por el Parlamento para derogarse o promulgarse. Hay precedentes. La Ley Orgánica de Calidad de la Educación con que el Partido Popular puso punto final a la LOGSE en diciembre de 2002 vino precedida del Real Decreto 937/2001 que modificaba el currículo de ESO o del Real Decreto 3474/2000 por el que se modificaba la estructura de bachillerato y sus enseñanzas mínimas, entre otros. A diferencia de entonces, el objetivo ahora no es sustituir las preferencias de unas minorías parlamentarias por las de otras, sino, bien al contrario, procurar un consenso que sustraiga lo que se aprende en las escuelas a los vaivenes políticos.

Frente a otros aspectos de la LOMCE no menos importantes aunque sí más proclives a la confrontación, para este debate partimos al menos de un punto inicial de acuerdo: los actuales currículos son inabarcables, trasnochados en muchos de sus postulados y caóticos. Inabarcables en su exhaustividad: listados enciclopédicos clasificados por asignaturas por los que se cabalga al galope sin respetar los ritmos de los aprendices y sin poder alumbrar apenas -salvo contadas excepciones- proyectos de trabajo que integren y den sentido a los diferentes contenidos. Ante la imposibilidad de abarcarlo todo, acaban por imponerse los consagrados por las rutinas escolares y por quienes están detrás de las editoriales de libros de texto. Son trasnochados porque no dan respuesta a las necesidades formativas de niñas, niños y adolescentes y a los desafíos del mundo en que vivimos. Ni siquiera, en muchos casos, a los avances de las disciplinas de referencia. Y son caóticos porque han sido concebidos como un conjunto de piezas aisladas que pretenden ensamblarse sin coherencia alguna entre las partes. Cómo pretender así miradas globalizadas y transdisciplinares si quienes los fraguaron jamás trabajaron en equipo.

Los decretos curriculares, con ser una de las dimensiones de la legislación educativa que tiene un efecto más directo en el día a día de los estudiantes, suelen gestarse en el silencio más absoluto -sin discusión ni debate, sin luz ni taquígrafos- y a toda prisa. Son las editoriales las que azuzan al gobierno de turno para que se los filtre cuanto antes para tener listos -a menudo también en medio de una precipitación escandalosa- los manuales del próximo curso. Las leyes se suceden pero los libros de texto, casi idénticos a sí mismos, permanecen.

Nos hemos dado de bruces con una coyuntura esperanzadora. Un nuevo Gobierno y una nueva ministra abren el horizonte a la posibilidad de dar respuesta a esa demanda social -y a ese compromiso parlamentario- de derogar la LOMCE. Pero en este tiempo hemos aprendido también que las cosas no pueden hacerse desde la confrontación y la revancha, y menos aún de espaldas a la ciudadanía. Por eso se nos antoja que iniciar el proceso de derogación de la LOMCE por aquello que suscita de entrada -de entrada al menos- mayores dosis de acuerdo podría ser una manera inteligente y radical de transformar un sistema educativo a todas luces obsoleto y segregador.

Y como el proceso, para hacerlo bien, será lento, proponemos la conformación cuanto antes de equipos de trabajo sólidos, de carácter interdisciplinar, de perfiles diversos, capaces de repensar el diseño curricular de la que haya de ser la nueva ley educativa. Si es verdad que hay coordenadas que irremediablemente han de sostener nuestra vida en común -el feminismo, la ecología, el diálogo intercultural, la noviolencia-, si hay pilares irrenunciables en una sociedad democrática -la participación, la inclusión, la equidad-, si la cualificación profesional de las nuevas generaciones es tan deseable como su bienestar personal y la cohesión social… los currículos habrán de ser coherentes con estas premisas. Y si el desacuerdo empieza por esos postulados, habrá de arrancar de ahí el diálogo social. Necesitamos tejer conjuntamente los cimientos para que el edificio resultante sea firme y duradero.

Lo que reclamamos, en fin, es que el debate sobre los currículos sea genuinamente democrático y escape, al fin, tanto a la dejadez y la precipitación como a la presión de unos grupos de poder -político, económico o religioso- que tradicionalmente vienen imponiendo su interesada mirada sobre el mundo a la ciudadanía en general y a la comunidad educativa en particular.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/06/12/y-si-empezamos-a-desmontar-la-lomce-por-los-curriculos/

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Innovar para qué, innovar con quiénes.

Por: Guadalupe Jover.

Construir la innovación educativa desde la exclusión escolar es lo más reaccionario que quepa imaginar. Consentir que sea el capital privado quien lo financie es contribuir al desmantelamiento de la educación como derecho universal y como práctica emancipadora.

El acuerdo parece unánime: urge la reforma de un sistema educativo que no está dando respuesta a los desafíos de un mundo en transformación. Asistimos en consecuencia a una eclosión de propuestas innovadoras impulsadas bajo la premisa de que el cambio más acuciante es el cambio metodológico. ¿A más cómo menos para qué?

Hace unos meses organizábamos desde la plataforma La Educación que Nos Une un ciclo de mesas redondas en las que pretendíamos poner a dialogar a quienes no piensan lo mismo, a quienes tienen diferentes miradas y respuestas para algunas cuestiones de especial relevancia en el ámbito educativo. En el primero de estos diálogos, Qué educación para qué mundo, se propuso a los dos ponentes, Francisco López Rupérez -ex presidente del Consejo Escolar del Estado- y Yayo Herrero -excoordinadora de Ecologistas en Acción- una triple pregunta: ¿Qué mundo tenemos? ¿Qué mundo queremos? ¿Qué educación necesitamos?

López Rupérez señaló como rasgo más destacado del mundo en que vivimos la globalización económica y cultural, cuyas dos patas principales son la liberalización de los mercados y la revolución digital. Como respuesta a estas profundas transformaciones -sostuvo- la educación debe priorizar la transmisión de unos valores y la preparación profesional de unos estudiantes que habrán de vivir en un mundo caracterizado por la destrucción de empleo y por la competitividad a la hora de buscar un trabajo cualificado con nuevos e inciertos perfiles.

Yayo Herrero centró su exposición en la profunda crisis ecológica que vivimos y en la evidencia de que el crecimiento económico perpetuo no es ya una opción: por una parte, porque pretender ignorar los límites físicos del planeta pone en riesgo la supervivencia misma de la especie humana; por otra, porque este modelo económico construido sobre la acumulación de capital es responsable de unas desigualdades que no hacen sino aumentar. Movimientos migratorios y luchas por el control de unos recursos cada vez más escasos son dos de las consecuencias de esta situación. La violencia -también la que se ejerce cotidianamente contra las mujeres- es una de las principales lacras que hay que combatir.

Si, como vemos, los diagnósticos apuntaban en dos direcciones diferentes, no habían de diferir menos la función que uno y otra atribuían a la educación. Para López Rupérez la clave la daban dos verbos: instalar (en el mundo heredado) e insertar (en el mercado laboral). Para Herrero, dos sustantivos: la conciencia de nuestra ecodependencia y de nuestra interdependencia.

En estos tiempos en que se multiplican los proyectos de innovación educativa no siempre es fácil deslindar a qué horizonte ponen rumbo. ¿Pretenden la inserción en el mundo o su transformación? Dicho en otras palabras: ¿priorizan el dominio de una serie de competencias que permitan la adaptación a un entorno cambiante e incierto, o priorizan unos aprendizajes que permitan tomar las riendas en la construcción de un mundo en que corresponde a la ciudadanía y no a los mercados definir qué formas de vida y qué perfiles profesionales dan respuesta a las necesidades de las personas?

Como el discurso educativo neoliberal ha acabado por fagocitar una a una las viejas demandas de los educadores progresistas -desde el aprendizaje cooperativo hasta el trabajo por proyectos- pervirtiendo su sentido; como hoy en día todo lo que recurra a la “última” tecnología -con independencia de que esta se ponga o no al servicio de una alfabetización más crítica- parece asegurarse el sello de educativamente innovador; como en muchos de estos casos los proyectos de innovación no surgen de un profesorado comprometido con la justicia social sino que no son sino el señuelo alentado por la iniciativa privada para posicionar “su” centro en el supermercado educativo, habremos de hacernos con alguna brújula que nos permita descubrir a quiénes benefician cada uno de estos proyectos y a quienes postergan, excluyen o condenan.

Un proyecto pretendidamente innovador que se construye desde la exclusión escolar -digámoslo sin paños calientes- es lo más reaccionario que quepa imaginar. Si nuestro centro y nuestras aulas no reflejan la heterogeneidad socioeconómica, cultural, religiosa, etc. del afuera, sobra todo lo demás. En un mundo con crecientes desigualdades -e infinitas violencias- la prioridad de la escuela es no contribuir a agravarlas. Diseñar proyectos de innovación que solo pueden desarrollarse con quienes vienen de casa con determinado capital cultural o pueden permitirse que el ipad forme parte del uniforme escolar es contribuir al apartheid educativo de quienes se encuentran en situación de desventaja y vulnerabilidad. Y eso solo se combate con centros en que no haya filtro alguno que impida que niños y niñas de orígenes diversos convivan en pie de igualdad.

Una segunda piedra de toque a la hora de calibrar lo que de transformadores tienen los proyectos de innovación la constituye la relevancia dada en la selección de contenidos a las desigualdades sociales y a la crisis ecológica. Sustituir el libro de texto o el viejo encerado por mil y un artilugios o juegos que eluden estas cuestiones constituye una formidable maniobra de distracción que no hace sino apuntalar el modelo más ranciamente conservador o la entrega acrítica en brazos de los mercados. No hay proyecto innovador que valga si no hace de la ecología y el feminismo, de la justicia social y el bien común su cimiento y su objetivo.

Y tres. Si dichos proyectos necesitan de formación docente, materiales curriculares, respaldo institucional, financiación económica… no da lo mismo quiénes los están sosteniendo. Desde que las administraciones educativas han hecho dejación de funciones y han entregado el timón de nuestros sistemas educativos a empresas y fundaciones privadas -pantallas tantas veces de multinacionales directamente responsables de la depredación del planeta y del injusto reparto de la riqueza (por la explotación laboral de sus trabajadores o el fraude fiscal, entre otras cosas)-, ¿qué podemos esperar? La educación no es ya un derecho garantizado por el Estado sino un suculento nicho de negocio provisto por capital privado allí donde puede sacar algo a cambio.

Cuando se externalizan y privatizan determinados servicios, las grandes empresas y las multinacionales no solo firman suculentos contratos, desgravan impuestos o protegen su responsabilidad social corporativa: están haciéndose con el control de la formación del profesorado, de los contenidos y materiales curriculares y aun con las riendas de la agenda educativa de medio mundo. Hemos dejado en manos de ACS, Eulen, McDonald´s McKinsey, PWC, Bridge International, Microsoft, Teach for all (o su versión española, Empieza por Educar), Ashoka y tantas otras lo que debiera ser competencia de la ciudadanía. Hablamos, en fin, de una cuestión de soberanía.

La última campaña de Yo estudié en la Pública -“Asalto a la Educación“- pretende desvelar los intereses que mueven los hilos de tanto proyecto falazmente innovador a fin de contribuir a concienciarnos acerca de los enormes riesgos que esta vertiginosa colonización de nuestras escuelas entraña.

Fuente:http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/10/19/innovar-para-que-innovar-con-quienes/

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Innovar para qué, innovar con quiénes

Por: Guadalupe Jove

Construir la innovación educativa desde la exclusión escolar es lo más reaccionario que quepa imaginar. Consentir que sea el capital privado quien lo financie es contribuir al desmantelamiento de la educación como derecho universal y como práctica emancipadora.

El acuerdo parece unánime: urge la reforma de un sistema educativo que no está dando respuesta a los desafíos de un mundo en transformación. Asistimos en consecuencia a una eclosión de propuestas innovadoras impulsadas bajo la premisa de que el cambio más acuciante es el cambio metodológico. ¿A más cómo menos para qué?

Hace unos meses organizábamos desde la plataforma La Educación que Nos Une un ciclo de mesas redondas en las que pretendíamos poner a dialogar a quienes no piensan lo mismo, a quienes tienen diferentes miradas y respuestas para algunas cuestiones de especial relevancia en el ámbito educativo. En el primero de estos diálogos, Qué educación para qué mundo, se propuso a los dos ponentes, Francisco López Rupérez -ex presidente del Consejo Escolar del Estado- y Yayo Herrero -excoordinadora de Ecologistas en Acción- una triple pregunta: ¿Qué mundo tenemos? ¿Qué mundo queremos? ¿Qué educación necesitamos?

López Rupérez señaló como rasgo más destacado del mundo en que vivimos la globalización económica y cultural, cuyas dos patas principales son la liberalización de los mercados y la revolución digital. Como respuesta a estas profundas transformaciones -sostuvo- la educación debe priorizar la transmisión de unos valores y la preparación profesional de unos estudiantes que habrán de vivir en un mundo caracterizado por la destrucción de empleo y por la competitividad a la hora de buscar un trabajo cualificado con nuevos e inciertos perfiles.

Yayo Herrero centró su exposición en la profunda crisis ecológica que vivimos y en la evidencia de que el crecimiento económico perpetuo no es ya una opción: por una parte, porque pretender ignorar los límites físicos del planeta pone en riesgo la supervivencia misma de la especie humana; por otra, porque este modelo económico construido sobre la acumulación de capital es responsable de unas desigualdades que no hacen sino aumentar. Movimientos migratorios y luchas por el control de unos recursos cada vez más escasos son dos de las consecuencias de esta situación. La violencia -también la que se ejerce cotidianamente contra las mujeres- es una de las principales lacras que hay que combatir.

Si, como vemos, los diagnósticos apuntaban en dos direcciones diferentes, no habían de diferir menos la función que uno y otra atribuían a la educación. Para López Rupérez la clave la daban dos verbos: instalar (en el mundo heredado) e insertar (en el mercado laboral). Para Herrero, dos sustantivos: la conciencia de nuestra ecodependencia y de nuestra interdependencia.

En estos tiempos en que se multiplican los proyectos de innovación educativa no siempre es fácil deslindar a qué horizonte ponen rumbo. ¿Pretenden la inserción en el mundo o su transformación? Dicho en otras palabras: ¿priorizan el dominio de una serie de competencias que permitan la adaptación a un entorno cambiante e incierto, o priorizan unos aprendizajes que permitan tomar las riendas en la construcción de un mundo en que corresponde a la ciudadanía y no a los mercados definir qué formas de vida y qué perfiles profesionales dan respuesta a las necesidades de las personas?.

Como el discurso educativo neoliberal ha acabado por fagocitar una a una las viejas demandas de los educadores progresistas -desde el aprendizaje cooperativo hasta el trabajo por proyectos- pervirtiendo su sentido; como hoy en día todo lo que recurra a la “última” tecnología -con independencia de que esta se ponga o no al servicio de una alfabetización más crítica- parece asegurarse el sello de educativamente innovador; como en muchos de estos casos los proyectos de innovación no surgen de un profesorado comprometido con la justicia social sino que no son sino el señuelo alentado por la iniciativa privada para posicionar “su” centro en el supermercado educativo, habremos de hacernos con alguna brújula que nos permita descubrir a quiénes benefician cada uno de estos proyectos y a quienes postergan, excluyen o condenan.

Un proyecto pretendidamente innovador que se construye desde la exclusión escolar -digámoslo sin paños calientes- es lo más reaccionario que quepa imaginar. Si nuestro centro y nuestras aulas no reflejan la heterogeneidad socioeconómica, cultural, religiosa, etc. del afuera, sobra todo lo demás. En un mundo con crecientes desigualdades -e infinitas violencias- la prioridad de la escuela es no contribuir a agravarlas. Diseñar proyectos de innovación que solo pueden desarrollarse con quienes vienen de casa con determinado capital cultural o pueden permitirse que el ipad forme parte del uniforme escolar es contribuir al apartheid educativo de quienes se encuentran en situación de desventaja y vulnerabilidad. Y eso solo se combate con centros en que no haya filtro alguno que impida que niños y niñas de orígenes diversos convivan en pie de igualdad.

Una segunda piedra de toque a la hora de calibrar lo que de transformadores tienen los proyectos de innovación la constituye la relevancia dada en la selección de contenidos a las desigualdades sociales y a la crisis ecológica. Sustituir el libro de texto o el viejo encerado por mil y un artilugios o juegos que eluden estas cuestiones constituye una formidable maniobra de distracción que no hace sino apuntalar el modelo más ranciamente conservador o la entrega acrítica en brazos de los mercados. No hay proyecto innovador que valga si no hace de la ecología y el feminismo, de la justicia social y el bien común su cimiento y su objetivo.

Y tres. Si dichos proyectos necesitan de formación docente, materiales curriculares, respaldo institucional, financiación económica… no da lo mismo quiénes los están sosteniendo. Desde que las administraciones educativas han hecho dejación de funciones y han entregado el timón de nuestros sistemas educativos a empresas y fundaciones privadas -pantallas tantas veces de multinacionales directamente responsables de la depredación del planeta y del injusto reparto de la riqueza (por la explotación laboral de sus trabajadores o el fraude fiscal, entre otras cosas)-, ¿qué podemos esperar? La educación no es ya un derecho garantizado por el Estado sino un suculento nicho de negocio provisto por capital privado allí donde puede sacar algo a cambio.

Cuando se externalizan y privatizan determinados servicios, las grandes empresas y las multinacionales no solo firman suculentos contratos, desgravan impuestos o protegen su responsabilidad social corporativa: están haciéndose con el control de la formación del profesorado, de los contenidos y materiales curriculares y aun con las riendas de la agenda educativa de medio mundo. Hemos dejado en manos de ACS, Eulen, McDonald´s McKinsey, PWC, Bridge International, Microsoft, Teach for all (o su versión española, Empieza por Educar), Ashoka y tantas otras lo que debiera ser competencia de la ciudadanía. Hablamos, en fin, de una cuestión de soberanía.

La última campaña de Yo estudié en la Pública -“Asalto a la Educación“- pretende desvelar los intereses que mueven los hilos de tanto proyecto falazmente innovador a fin de contribuir a concienciarnos acerca de los enormes riesgos que esta vertiginosa colonización de nuestras escuelas entraña.

Fuente: http://insurgenciamagisterial.com/innovar-para-que-innovar-con-quienes/

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