Por: SALUSTIANO MARTÍN
[Reseña de: Samuel Johsua, Une autre école est possible! Manifeste pour une éducation émancipatrice, París, Textuel, 2003]
1.
El año 2003 ha contemplado en Francia la rebelión de los profesores contra la política del Ministerio de Educación. Las huelgas y las manifestaciones se han sucedido y, en cierta medida, han hecho retroceder una política pensada para destruir la enseñanza pública en beneficio de la mercantilización de la educación: en beneficio de la enseñanza elitista, y de la reproducción y ahondamiento de las diferencias sociales. La política neoliberal del gobierno Raffarin se hace eco de las políticas educativas de los otros países europeos, de la política educativa estadounidense. Como sucede con la sanidad o los demás servicios sociales, la educación está en venta. Esa es la música de la globalización neoliberal.
Samuel Johsua, profesor de ciencias de la educación en la Universidad de Provenza y miembro del comité de educación de ATTAC-Francia, se suma aquí a la lucha contra la globalización destructiva y añade, al “otro mundo es posible” de los altermundialistas, un “otra escuela es posible”. La destrucción debe ser parada, pero, para ello, junto a las luchas cotidianas contra los desafueros legislativos de la banda privatizadora, debe ponerse en pie una alternativa: aquí y ahora es posible una “educación emancipadora”. No conservar la vieja escuela pública desigual; impedir la “postmoderna” escuela privada al servicio de los mercaderes (disgregadora del tejido social, destructiva de la fuerza cultural de los grupos sociales desheredados): conseguir una educación (verdaderamente) popular en la perspectiva de una sociedad liberada del despotismo de los mercados.
Johsua divide su libro en tres partes, lógicamente relacionadas. Primero, establece la clase de enemigo que tiene la escuela pública emancipadora, y la profundidad y alcance de los ataques que está sufriendo. Luego, enuncia algunas cuestiones teóricas que extraen de la historia las respuestas que los movimientos obreros y la izquierda política han dado a las necesidades educativas de los expropiados. Por fin, propone sucesivamente los diversos niveles de una alternativa construida hacia adelante (la utopía como acicate), pero que no pierde de vista la deriva destructiva presente ni la actual correlación de fuerzas.
Para señalar el espacio de la lucha por una escuela emancipada, Johsua comienza identificando, en las reformas educativas de los gobiernos socialistas de la era Jospin, una cabeza de puente de la ofensiva neoliberal en el terreno educativo: en Francia (como en Italia o España) la política educativa de los gobiernos llamados de izquierdas (Olivo, PSOE) ha sido funcional al desarrollo de la ofensiva neoliberal. Las políticas neoliberales en la educación, además, forman parte de una política desreguladora en todos los terrenos del tejido social y económico, que ha producido paro, precariedad laboral, contratos basura, superexplotación, insolidaridad, anomia social, pérdida de raíces culturales. La desregulación educativa en Francia tiene como objetivo central la destrucción del sistema escolar republicano, de la escuela pública a cargo del Estado. El método seguido es suprimir el aspecto “nacional” de la educación; lograr la autonomía de los centros, clave de las demás reformas, y, para ello, la descentralización de los poderes educativos (como ya se está haciendo en los países anglosajones): la delegación de las responsabilidades estatales en los niveles micro de la representación política. Aquí también, como en España, se trata de desmembrar el cuerpo de profesores (con la creación de nuevos cuerpos de personal no titular, como los ayudantes educativos), someterlo a distintas normativas, hacerlo depender de diferentes autoridades. Así, la mercantilización de la educación encontrará el terreno abonado para sus propias maniobras de destrucción.
En el 2003, el gobierno derechista de Raffarin prosigue el camino abierto por la llamada izquierda plural: la descentralización se ha convertido en la política educativa. Los discursos “oficiales” ocultan que la escuela no puede estar a salvo de las fracturas sociales que se producen, cada vez más hondas, en una sociedad capitalista que no ve más allá del beneficio económico. Mientras tanto, las medidas de reforma escolar se hacen eco de esas fracturas sociales: tienden a reproducir esas fracturas en el terreno del conocimiento, de las expectativas culturales. La cuestión escolar y la cuestión social no sólo están relacionadas sino que, en el terreno de la política europea, tocan la misma música, ferozmente mercantilista, de la teoría neoliberal.
En esta situación, dice Johsua, la izquierda real ha de plantearse su posición ante la escuela. No está de acuerdo con la escuela tal como existe, pero debe defenderla de los ataques destructivos de quienes están dispuestos a ponerlo todo en venta; se trata, en vez, de defender la escuela como instrumento que consiga el acceso de las clases expropiadas culturalmente a los saberes socialmente validados, a los conocimientos que podrían impedir su manipulación política y con los cuales podría enriquecer su propia capacidad de lucha. Esta posibilidad es lo que tratan de destruir las reformas del sistema educativo que están en curso.
2.
“La ofensiva educativa del capital globalizado”, primera parte del libro, (d)enuncia el calado económico, político e ideológico de esas reformas (23-52). De entrada, Johsua observa “la puesta en cuestión de la ‘masificación’ de los efectivos escolares”, de la educación común para todos. Se trataría de que la escuela cumpliera un papel de estratificador social que ahora, según parece, no cumple: de que hubiera una escuela para los que deben saber para dirigir; otra para los que deben saber para trabajar en las profesiones y oficios más cualificados, y aun otra para los que es preciso que no sepan y se dejen hacer (los que deben obedecer y sufrir los contratos basura). Así, concluye el consenso acerca de los contenidos enseñados en la escuela común: los saberes culturalmente valorados en la sociedad deben reservarse sólo para una parte de la población, la que debería utilizarlos en sus profesiones; otra parte debe obtener sólo un “salario mínimo cultural”, un barniz que cueste poco y facilite la (super)explotación de su trabajo.
La desgana de los políticos ha impedido la profundización de los avances reales que se han conseguido en las escuelas. Con unos medios financieros insuficientes, sólo se consigue que continúen las desigualdades. En la práctica, esto significa la disolución del alcance formativo de los contenidos enseñados. Los pensadores neoliberales piensan que se está pretendiendo enseñar demasiada cultura: los saberes son cada vez menos útiles “para la vida”, ¿para qué quieren saber esos saberes los que no van a tener que utilizarlos nunca? Esto es más que un planteamiento económico: es una conclusión política. ¿Dónde queda, dentro de este discurso que fomenta la ignorancia, el desempeño de la democracia?
La ofensiva de la derecha tiene este eje de enflaquecimiento de los conocimientos para la mayoría, pero tiene, también, de modo coherente con sus intereses de clase, un eje miserable de mercantilización de los conocimientos: el que tenga dinero que los pague. Esa es la función del Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (AGCS) que se quiere aprobar: los servicios públicos deben dejar de serlo para convertirse en negocio privado. La educación debe ser cosa de un empresario que proporciona un producto y de unos clientes que lo compran. Por ese camino, el capital globalizado va a tratar de llegar lo más lejos posible; eso significará la destrucción final de una educación de calidad para todos, la desaparición de la educación como servicio público. En esa dirección opera, dice Johsua, el aumento de la selectividad dentro del sector público, la gestión de las escuelas (incluida la de las evaluaciones) confiada a los empresarios privados, la financiación con fondos públicos de las escuelas privadas: así, se acentuará la segregación entre poblaciones distintas, entre fracciones socioeconómicas de la población.
Un problema fundamental es “la voluntad de los liberales de ‘despolitizar’ al máximo las relaciones sociales (aquí, la cuestión de la naturaleza de los valores y de los saberes transmitidos por una sociedad a las nuevas generaciones) en provecho de los meros mecanismos de mercado” (41). Los empresarios ofrecerán lo que los clientes pidan: ninguna discusión, en el espacio político, acerca de qué saberes son los socialmente más útiles o humanamente más enriquecedores. Jugada maestra: escuelas privadas (con propietarios privados y gestión privada, y sin rendición de cuentas ante los poderes públicos) financiadas con el dinero de los impuestos pagados por una población que, en su mayoría, nunca asistirá a ellos.
La despolitización de las decisiones educativas se consigue con la descentralización, la fragmentación institucional y la diferenciación de los centros escolares. “El efecto buscado es disolver todos los intermediarios políticos susceptibles de interferir con las leyes del mercado globalizado” (44). Eso pone de manifiesto la “hostilidad profunda” que mantiene el discurso neoliberal contra la pretensión de que “la escuela contribuya a crear un espacio político común”, un “espacio público” (45). Por eso, los sistemas nacionales de educación tienden a organizarse según este mismo modelo de fragmentación. Así, “la mercantilización generalizada de las relaciones sociales” desplazará a “la política como espacio en que las decisiones educativas comunes podrían ser tomadas en la duda, el debate y la contradicción” (52). Eso habrá de significar el acto final del proceso de destrucción de la democracia.
Pero la autonomía es sólo aparente, instrumento útil para la penetración financiera de la burguesía; en realidad, el Estado se asegura (y aun refuerza) el control de los resultados obtenidos por los alumnos: la “evaluación condiciona […] lo que se enseña, limitando drásticamente la […] ‘autonomía’ presuntamente acordada al nivel local” (47). La burocracia central se refuerza, ya no en nombre de una autoridad política que debe rendir cuentas, sino en nombre de “instituciones que se sustraen al espacio público”, al “debate político”. Las “evaluaciones realizadas a los alumnos” aseguran que no se les enseñará lo que no se les deba enseñar, presionados los profesores por las exigencias de la evaluación. Así, se puede hacer imposible el aprendizaje sistematizado, el logro de una cultura general basada en saberes disponibles para su aplicación en circunstancias, y a propósito de necesidades, diferentes. De ese modo, “el paso por el estudio sistemático, que constituye la fuerza de la escolarización, es […] considerado como improductivo, incluso nocivo” (51). En relación con esto, se ponen en cuestión las cualificaciones ligadas a los diplomas estatales: no hay saberes generales, sistematizados; hay briznas de conocimientos, que se pueden adquirir privadamente para uso privado.
3.
En la segunda parte de su libro, Johsua describe la educación escolar como “un campo de lucha entre las clases” (53-68). Según él, la educación tiene cuatro funciones: socializar a los jóvenes en una (o más) forma(s) de vida colectiva; transmitir los conocimientos necesarios acerca del mundo natural y social; inculcar un sistema jerárquico de normas y valores; formar la fuerza de trabajo. La educación, en síntesis, trata de construir la futura cohesión de la sociedad, asegurando su reproducción y la comprensión de sus reglas de cambio. Tal función se realiza siempre dentro de una formación social históricamente determinada, y formando parte, por tanto, de unas relaciones sociales en las que una clase es la dominante. Diversas contradicciones atraviesan ese espacio social y afectan al desempeño funcional del sistema educativo, produciendo una “diversidad de educaciones” (56). En una sociedad desigual, la clase dominante trata de imponer una estructura educativa que perpetúe su dominación, que reproduzca el dominio de su propia “cultura”.
Johsua afirma que “el reforzamiento de las instituciones escolares” y “la generalización de la escuela” es un producto del crecimiento del modo de producción capitalista (57). Diversas teorías quieren explicar este hecho: se trataría de 1) controlar las almas y los cuerpos mediante la práctica del encerramiento escolar; 2) imponer, de una manera “profundamente perniciosa”, “la socialización burguesa al conjunto de clases de la sociedad capitalista […] bajo el poder del Estado”. Estas dos teorías confluyen en un punto: se trataría de “arrancar a los niños de sus familias para mejor ofrecerlos al capital” (57). Ésta, dice Johsua, es la posición en Francia de los “guesdistas”, y también Marx estaba en contra de hacer al “Estado el educador del pueblo” (58). Posición contraria es la de Engels y, en Francia, la de Jaurès: ambos quieren “utilizar contra la burguesía los medios culturales dados por la escuela” (59). Según ellos, los aprendizajes escolares (saber leer, escribir, contar) son fundamentales para la lucha contra el sistema capitalista; lo cual, nos dice Johsua, “explica el combate constante de las clases dominadas por el acceso a la educación escolar” (59). La escuela, en realidad, mezcla los aprendizajes técnicos y los aspectos ideológicos. Así, sin el aprendizaje de la escritura “la mayor parte de los puestos de trabajo explotados por el capital no podrían ser ocupados con éxito”. Pero, si se suprimiera esta necesidad “técnica”, “la necesidad del estudio bajo una forma escolar desaparecería, desde el punto de vista de la burguesía”. Por eso, Johsua señala que “en toda posición anticapitalista sobre la educación, es preciso tener en cuenta” (61) que la escuela es un aparato ideológico de Estado y, asimismo, “un terreno de combate para el reconocimiento y desarrollo de los intereses de los dominados” (62). Es más: es la escuela la que mejor favorece el dominio de los saberes en que el “pueblo” debe estar interesado (63).
Así, pues, “¿hay que defender la escuela pública de Estado?”. Johsua afirma que sí, si “puede atestiguarse que la escuela transmite saberes de alcance universal” (64). Los conocimientos fundamentales, en este sentido, serán aquéllos que permitan a cada cual “‘poner orden’ en su comprensión del medio ambiente natural y social”; sobre todo, “el aprendizaje de las técnicas básicas ligadas a la escritura, que condicionan universalmente un número considerable de otros aprendizajes potenciales” (64), haciendo posible formar el propio pensamiento “en el orden de las razones” (65). Así, se puede llegar a conocer el mundo, a orientarse en él y a cambiarlo. Por eso, son necesarias también una “formación del juicio” y una “formación del gusto” (65).
En fin, según Johsua, tres son las cuestiones fundamentales en “el campo de batalla político en materia de educación escolarizada”: 1) “¿Quién es escolarizado?”: “¿educabilidad universal?”, “¿las enseñanzas están abiertas y garantizadas a todos, o están […] reservadas a algunos?”, “si son comunes, ¿hasta qué nivel lo son?”; 2) “¿qué se enseña?”: “¿cómo se define lo que entra en la enseñanza común?”, “lo que se define […] en cuanto a enseñanzas, ¿se corresponde […] con los aprendizajes correspondientes?”; 3) “¿cómo se enseña?”: “¿se enseña en el orden de la autoridad […] o en el orden de las razones?”, “¿en el desarrollo de la competencia entre alumnos o favoreciendo las colaboraciones colectivas?” (67). Estas preguntas abren la puerta del modelo de escuela que Johsua va a ofrecer en la tercera parte de su libro: “Educación y emancipación social” (69-117).
4.
Johsua señala que es vital no ponerse límites en la defensa de la enseñanza pública. Se trataría de “abrir los espacios de lo posible” (es decir, dar a la utopía su papel de horizonte hacia el que caminar) y “ligar las perspectivas de futuro con los combates de hoy” (es decir, saber ver en las necesarias luchas, aquí y ahora, las promesas de una escuela por venir) (71-73). Así, empieza por identificar “cuatro principios directivos”:
1º) “Las funciones de la educación deben ser multidimensionales”, no circunscritas a ninguna finalidad en exclusiva, y, en ellas, la formación de la mano de obra debe representar una función mínima; las necesidades sociales, y no la demanda patronal, deben ser las que centren esas finalidades; no hay que atribuir ninguna legitimidad social a lo que los mercaderes decidan acerca de la formación de los oficios (74-75).
2º) Hay que “reescolarizar la escuela” y “socializar la educación”. Contra la “escuela total” es preciso (re)centrar la escuela en los saberes que sólo ella puede comunicar, en el núcleo de estudio y aprendizaje que sólo ella puede llevar a cabo: hay que rechazar los objetivos que la sobrepasan; los saberes elegidos han de ser universales, al tiempo que no desdeñosos de las diversas pertenencias culturales de la población: el rechazo de los dogmas hace posible la universalidad de los conocimientos; por lo demás, la sociedad entera debe ocuparse de la educación como totalidad, tratando de impedir la desvalorización de los aprendizajes no escolares (76-78).
3º) La escuela que hay que construir debe ser “una escuela abierta al mundo” y “cerrada al capital”. Debe abrirse al pueblo y a la participación de éste en su desarrollo, pero cerrarse al “mercado”; la sociedad a la que sirve la escuela debe participar en su organización, pero hay que impedir las desigualdades que se pudieran producir. En cuanto a los saberes estudiados, su identificación general debe realizarse mediante una decisión colectiva discutida colectivamente, y su gestión profesional debe atribuirse al enseñante como conocedor de las diferentes materias a enseñar. Los derechos democráticos de los jóvenes deben ser asegurados, si no en el aula (donde, en todo caso, el respeto mutuo debe ser la norma), sí en las demás zonas colectivas (pasillos, patio, comedor, …), y ello, también, para desarrollar su responsabilidad pública (78-82).
4º) El “deber social de educación” concierne al conjunto de la sociedad; sin ese apoyo cultural masivo no se puede sostener el “derecho a la educación”. Así, hay que estar en contra de la violencia destructiva de los “gamberros antiescolares”, que, cuando atentan contra la institución escolar, están atentando contra sus propios derechos e intereses. Los “niños de las clases populares” deben pagar el precio del deber de educación con su implicación seria en el estudio; si no lo hacen, “será en el solo beneficio de sus explotadores” (83-84).
Según Johsua, tres son las “cuestiones decisivas de una política educativa” (85-86): ¿Quiénes serán escolarizados según los niveles de enseñanza? ¿Cuál es el contenido de las enseñanzas propuestas? ¿Cómo enfocar su enseñanza? Los “principios de la escolarización común” (87-89) señalan lo básico en toda escuela diseñada “para todos”. 1) La escolarización común significa escuelas comunes sin distinción de poblaciones; sin embargo, se sigue produciendo una separación escolar entre grupos sociales: las desigualdades sociales no están siendo atajadas sino, incluso, naturalizadas. 2) Pueden unificarse los programas, pero la diferenciación de centros hará imposible la unificación real. Deben ser los mismos los centros escolares, los medios puestos a disposición y los programas en su parte común: hay que rechazar el establecimiento de escuelas diferenciadas según la riqueza, el sexo, la religión, el territorio. El principio de educabilidad universal común supone el fin de las escuelas privadas financiadas por el Estado, ya que éstas sitúan la desigualdad en el centro mismo de su existencia. 3) Ha de acabarse con la indiferencia hacia las diferencias sociales reales, en relación con las condiciones materiales ligadas a la participación en las actividades escolares; en este sentido, Johsua exige la gratuidad efectiva y total de la escuela en todos sus pormenores (incluidos, p. ej., los gastos de comedor). 4) No basta con hablar de programas comunes: hay que hacer que los resultados avancen hacia la igualdad, consiguiendo la mejora media en el nivel de los conocimientos y el acercamiento educativo de los extremos.
La escuela “para todos” obliga a plantearse “lo que debe ser abordado en común en la escuela común”, y “el nivel escolar en que comienza y en que cesa la escolarización común”. En este sentido, debe asegurarse “desde los dos años”, dice Johsua, “la escolarización gratuita y precoz en la escuela maternal”. Al otro extremo, por ahora, bastaría con fijar el nivel de llegada de la escuela común en el final de la secundaria (el final del colegio actual, en Francia). Así, se evitarán las diferencias cada vez más profundas entre la mayoría, que alcanza esos estudios, y la minoría (15%), que no va más allá de la primaria. Con todo, el colegio único sigue siendo una meta difícil de alcanzar en términos reales, es decir, como nivel educativo en que es obligatoria la consecución de “resultados comunes” (90). Entre tanto, cumplen una buena función los liceos profesionales, que hay que utilizar como una auténtica segunda oportunidad legítima. Es razonable fijar el límite común en el momento en que empiezan a manifestarse con fuerza “las inclinaciones individuales”, sabiendo que esas “inclinaciones”, propiciadas por los “procedimientos de orientación”, no deben reproducir las diferencias socioculturales de clase, y que esas “inclinaciones”, a menudo, han sido socialmente determinadas. Es necesario vigilar que la elección individual (heredada o construida) no haga peligrar la finalidad igualitaria del colegio común (91).
En el terreno de la formación profesional, Johsua afirma el derecho a una formación cualificadora, que facilite el paso entre diversas orientaciones posibles y que ofrezca medios intelectuales generales para afrontar los diversos trabajos. Aquí, el dominio público del reconocimiento de los diplomas es el obstáculo mayor para la privatización de la educación. En todo caso, debe ser reconocido “un derecho individual incondicional” a la formación continua de por vida, que debe ser cubierto por la oferta educativa pública y que debe alcanzar, no sólo a nuevos aprendizajes profesionales, sino también al acceso al conocimiento especializado, a la cultura general y a la posibilidad de retomar los estudios reglados (92-94).
La segunda “cuestión decisiva” es “el contenido de las enseñanzas”. ¿Qué “cultura común” (95-102) es la que se aprenderá en la escuela común? Hay que estar atentos a la posible introducción de visiones social o sexualmente sesgadas, y procurar no caer ni en el universalismo abstracto ni en el relativismo cultural: un universalismo anclado firmemente en la sociedad real, que no menosprecie de antemano ninguna “cultura”, pero que evite poner a todas al mismo nivel de “verdad”. Para identificar la “común”, debe realizarse un diálogo público que dé lugar a una elección política que implique a toda la ciudadanía y a los poderes públicos. Esta “cultura” debe hacer al alumno capaz de conocer el mundo, de interrogarlo y de actuar sobre él. Debe, así, aprender que existen problemas, instrumentos para abordarlos y “obras” humanas que pueden constituir referencias para la comprensión y la acción; y debe ser capaz de dominar esos instrumentos y esas referencias.
Por lo demás, asegura Johsua, “las religiones y las instituciones religiosas no deben participar en el espacio público en que se produce el debate” que ha de decidir esa cultura común: “la laicidad del espacio escolar debe ser garantizada” (97). La enseñanza no puede depender de las visiones particulares de las diversas religiones. Sin embargo, añade, los poderes públicos deben “hacer efectiva la posibilidad de prácticas diversas, religiosas o no, de manera privada o colectiva”, excepto que sean contradictorias con principios políticos irrenunciables de carácter general (“la igual dignidad de hombres y mujeres, p. ej.”).
En el currículo escolar deberían entrar aquellas obras que hicieran posible la apertura posterior a muchas otras que, de entrada, acaso no fueran objeto de esa “cultura común”. Sólo la elección democrática puede decidir en este terreno, pero el criterio debiera ser “determinar las ‘necesidades en saberes’ de la sociedad, sobre todo las que permitirían a las clases populares luchar por su emancipación” (98): aquellos conocimientos “que pudieran efectivamente ‘sostener al pueblo en los combates de la vida’” (99). Por ello, habría que dar una importancia mayor “a las ciencias de las relaciones sociales”, capaces de dar “una formación crítica y emancipadora” (99). Las ciencias políticas, el derecho, la sociología, y otras áreas del conocimiento social, hasta ahora ausentes del currículo, deberían ponerse en el centro de la escena educativa, modo de superar el “dominio de los prejuicios y del ‘pensamiento único’”, o la variable influencia de los medios de comunicación (100).
“¿Cómo tener en cuenta las diversidades culturales?”. Johsua aboga por “evitar el aplastamiento de las culturas minoritarias/oprimidas”; por diversificar las vías de acceso a la cultura común, siempre teniendo mucho cuidado de no llegar a fines diferentes; por tratar la diversidad en términos de contenidos efectivos dentro de la cultura común; por diversificar el espacio de las actividades escolares (abiertas sobre el mundo), en cada nivel escolar, una vez garantizada la cultura común (100-102).
La tercera “cuestión decisiva” es “¿Cómo enseñar?” (103-107). Para Johsua, “la cuestión pedagógica es también una cuestión política”. Su posición en este terreno está en contra de la vieja escuela republicana y del nuevo modelo neoliberal. Entre la “lógica de la restitución” y la “lógica de la comprensión”, Johsua reafirma su apoyo a la segunda. En este sentido, dice, sería vital hacer trabajar las técnicas de estudio, para aprender y dominar los saberes socialmente validados. Asimismo, añade, sería necesario evitar el encerramiento puramente escolar, dado que el interés real del estudio son sus relaciones con la realidad en que vive el alumno. Otra idea-fuerza de Johsua se refiere al nuevo impulso que debería favorecer los aspectos colectivos del estudio, frente a los puramente individuales. Por fin, afirma que la escuela para todos es incompatible con las orientaciones liberales, que parecen centrarse en el “éxito” como el solo hecho de quedar “delante de los otros”.
Expuestas sus propuestas sobre las “cuestiones decisivas”, Johsua se pregunta si “la ‘escuela de base’ es posible”. Sí, dice, si se trata de “una escuela vuelta a centrar sobre sus [propias] tareas”, si no se trata ahí de la formación de la fuerza de trabajo, sino del dominio por los alumnos de una “cultura común” fundada , no sobre “competencias” vagas, sino sobre saberes socialmente validados. Sí, si se trata de una escuela unificada, sin la división primaria/ secundaria, común, considerada como un “sistema de ayuda al estudio”: “estudio que se desarrolla en clase y fuera de ella”; “estudio de saberes socialmente pertinentes”, pertenecientes a “disciplinas socialmente reconocidas”. Sí, si se ubica dentro de “un marco colectivo coherente” con su finalidad, en que una actividad de estudio colectivo sea posible: tranquilidad de los centros, personal no enseñante en número suficiente, ayudas suplementarias para ciertos alumnos. Sí, si se consigue que sea el “dominio de las prácticas escritas” desde muy temprano, para impedir los desastres posteriores: los fracasos deben solucionarse en los primeros años, antes de que se solidifiquen. Sí, si se produce “una sectorialización rigurosa”, evitando “que las dificultades se concentren en ciertos centros escolares”; lo cual sólo puede hacerse si “el sector privado deja de existir” y consiguiendo que la diferenciación entre estratos sociales no sea infranqueable (108-111).
Para Johsua, el derecho universal a la educación pasa necesariamente por la defensa de los trabajadores de la enseñanza. Vistos como conservadores, es decir, opuestos a las reformas neoliberales, los profesores están siendo sitiados como trabajadores; en este sentido, la precarización masiva socava la mera posibilidad de un servicio público realmente al servicio del público. Johsua defiende la autogestión del conocimiento por parte de los trabajadores de la enseñanza: su derecho a la experimentación y a la puesta en común de las experiencias, y su derecho a la formación profesional: difusión y adquisición de los saberes educativos especializados.
Por fin, Johsua concluye atribuyendo a una cuestión de elección política lo que se haga en el terreno de la financiación de la enseñanza: sin medios económicos nada se puede hacer y es en el espacio público donde ha de discutirse la política presupuestaria y las necesidades de la educación. Se trata de la vieja “cuestión social”: impedir las diferencias abismales entre los extremos, que se ahondan cada vez más en lugar de reducirse en la escuela actual (especialmente en algunas zonas urbanas), y que se ahondarán aún más en la que viene. La “cuestión social” desafía a la escuela y a la voluntad política de los gobiernos.
[Crisis, 5 (2004), 26-31]
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