Por: Eduardo Olier
Últimamente son varios los que abogan por la necesidad de un nuevo «contrato social». Un concepto que, al igual que el término «Estado federal», queda sin explicación. Hay que decir, sin embargo, que la unión de ambas palabras suena bien; ya que todo lo que lleve aparejada la idea de lo «social» tiene siempre gran aceptación. Poco importa si al final no significa nada en realidad. Ya habrá tiempo de justificarlo, si llega el caso.
Conviene, sin embargo, ir a las fuentes para saber de qué se está hablando. El contrato social fue un libro escrito por Jean-Jacques Rousseau en 1762. Mucho ha llovido desde entonces. Se dice que fue uno de los escritos que dieron cobertura a la Revolución Francesa, que se inició bastantes años después, en 1789. La Revolución Francesa finalizó con la toma del poder por Napoleón en 1799.
Se suele asegurar también que esta obra de Rousseau es el fundamento de la filosofía política socialista. Un aserto quizás discutible, en tanto que en el libro se asegura que cuanto más crece el Estado más disminuye la libertad. Una idea que parece contradecir los principios socialistas que abogan por una mayor estatalización de la sociedad. También defiende el autor de El contrato social que las crisis políticas, e incluso su prevención, no tienen otra solución que la dictadura; y, por supuesto, aboga por la censura.
Quizás esta forma de pensar tiene que ver con la idea de Rousseau de que el ser humano nace libre, aunque no todos seamos iguales; ya que, según él, unos nacen para gobernar y otros para ser gobernados. Con lo que los primeros tienen una libertad condicionada. Los que gobiernan han de atender, por su parte, a la voluntad general, ya que la base del contrato social está en que la persona se supedita a la voluntad de la mayoría, que puede ser minoritaria.
Querer resolver en pleno siglo XXI los complejos problemas que tenemos en base a criterios del siglo XVIII no parece muy adecuado, aunque siempre haya ideólogos que añoren volver al lejano pasado para solucionar los problemas del futuro. Como también los hay que proponen modelos políticos que, siendo actuales, no generan sino pobreza y dictaduras. Véanse sino a los que proponen importar el modelo venezolano como paradigma del buen gobierno y la redistribución de la riqueza.
Quizás, lo que anima a cierta clase política a buscar soluciones de siglos pasados, o modelos de corte dictatorial, o simplemente usar conceptos vacíos, tiene que ver con la dificultad de comprender cómo se mueve el mundo hoy, cuando no en buscar alternativas de corte demagógico que «venden» en ciertos estratos sociales. Ahí está como ejemplo el caso de Grecia y su Gobierno populista que, una vez llegado al poder, aceptó todas las condiciones que le impusieron desde Bruselas. Todo lo contrario de lo que se suponía que harían. Se entra así en los estratos de la táctica política que no busca un nuevo modelo de sociedad, sino sentar en el poder a una nueva élite; con lo que la discusión política acaba siendo una lucha de élites más que una confrontación de modelos de mayor creación de riqueza y reparto de bienestar entre la población.
De ahí que se utilicen conceptos vacíos como son las inconcretas políticas reformistas o progresistas. Cuando las reformas y el consiguiente progreso no es otra cosa que un mejor reparto de la riqueza. Riqueza que nunca se generará sin el consiguiente crecimiento económico.
Presentar hoy a España como el paradigma de los atrasos y de las desigualdades sociales no casa con la realidad. Los que así presentan la situación, o no han vivido en otros países, o tratan de confundir para alcanzar los intereses de poder de sus élites políticas o económicas. No hace falta ir a un país pobre de África para ver las diferencias. En Europa, dentro de los países más avanzados se pueden ver las diferencias con España. Quien haya vivido en el Reino Unido (y haya tenido que usarla) verá cómo la sanidad pública española es infinitamente superior.
Como también comprobará que hay que vivir a decenas de kilómetros de la City para lograr una vivienda digna. Vean si no quiénes son los que habitan en Kensington, Belgravia o Chelsea. Como podrán también comprobar qué es vivir en la banlieu parisina y los servicios que allí existen. O si lo prefieren, salten el océano y vayan a vivir a Estados Unidos para sufrir la ausencia de un Estado de bienestar como el que aquí se disfruta.
Cierto es que hay mucho por hacer, pero no todos podemos ser ingenieros electrónicos, ni trabajar en tecnologías avanzadas. Lo que hay que proporcionar son trabajos dignos para cada caso y un Estado de bienestar que permita seguir disfrutando de los servicios esenciales.
Servicios que tienen que ver con la prestación universal de una sanidad y servicios sociales de alto nivel, un modelo educativo de calidad para las necesidades del mundo actual, el mantenimiento y revalorización de las pensiones, y unas prestaciones de desempleo suficientes. Todo lo cual no se alcanzará desde un indefinido contrato social, sino desde un modelo de mejor reparto basado en un crecimiento económico con mayores tasas de productividad.
Fuente: http://www.eleconomista.es/firmas/noticias/7748438/08/16/Sobre-el-contrato-social.html