Desde donde estoy, en mi recorrido vital, logro identificar algunas escenas cotidianas que me permitieron afianzar formas experimentales de aprendizaje. Sin lugar a dudas, todas ellas vienen marcadas de una manera decisiva por la figura de mi madre, pues compartía con ella el diario convivir y la observaba curioseando todo cuanto estaba a su alrededor.
Cuando mi hermano mayor tenía un par de años, ella decidió aventurarse en un curso de repostería. Aprendió en El Vigía, estado Mérida, a comienzos de los 70 la repostería de las grandes y pomposas tortas de pastillaje, y tortas rellenas. Las mujeres de la época aprendían algo que se llamaba «economía doméstica» donde se les mostraba cómo manejar los exquisitos secretos de la administración del hogar o, lo que traduje muchos años después, a cómo mantenerse ocupadas con los oficios del hogar y rendir el dinero que ingresaba. Ella, además de hacer su curso de economía doméstica, cuyas notas me leía con embeleso luego de mis 10 años de edad, hizo este curso de repostería.
Hay una hermosa foto del día de su grado, en la cual mi padre carga en brazos a mi hermano y ella luce un espectaular vestido color salmón acompañado de uno de esos peinados que sólo podían llevarse puestos con el orgullo de un logro alcanzado. De esa foto no sé qué me atrapa más: pensar cómo construyó el peinado, o ver la alegría en sus ojos.
Aunque aprendió a hacer el pastillaje y lo hacía de un modo realmente excepcional, comenzó a experimentar con texturas y técnicas de modo que pudiera construir un trabajo único y, al mismo tiempo, mucho más preciado para sus clientes. Debo decir que durante varios años, sus clientes fuimos nosotros mismos en casa, pues sus habilidades para la repostería no se convirtieron en nuestro sustento familiar hasta un par de años antes que falleciera mi papá, cuando yo tenía 13 años.
Entre la finalización de su curso de repostería tradicional, sus experimentos y el momento en que se convirtió en la fuente de ingreso familiar que garantizó una vida cómoda para ella y sus dos hijos, decidió aprender a pintar. Su aprendizaje en distintas técnicas de pintura, desde cerámica hasta tela pasando por tarjetería y óleo, fue convirtiéndose en pilar de lo que sería una práctica única en repostería que le garantizaría, por parte de sus futuros clientes, incluso, tristeza al momento de consumir sus tortas. La cual me hizo aprender a mi por la observación … y la experimentación.
Mi madre, que aprendió repostería básica y luego a pintar con distintas técnicas, creó un modo en el cual sus tortas eran esos cuadros que, estoy segura, siempre soñó con pintar y exponer ante otras personas. Cada figura o motivo que sus clientes escogían para decorarlas, era cuidadosamente realzados con su mano artística, pinceles y pinturas vegetales, dándole sombras y luces a placer y configurando una manera irrepetible de representar sus deseos.
Nadie le enseñó en un aula de clases a hacerlo así y, aunque creo que no hizo una relfexión consciente sobre su propia búsqueda artística, esta senda que ahora groseramente relato es para mi un recorrido rápido por su proceso de autoreconocimiento de su ser, en un entorno y momento en el cual no estaba permitido para las mujeres pensar más allá de las convenciones.
Lo primero que el ser humano experimenta (y lo que más rápido olvida también) es el ejercicio de su propio re-conocimiento. Creo que en ocasiones la educación formal coopta este propio mecanismo de autoretrato sensorial que ocurre de modo natural desde nuestro nacimiento. Nuestros modos formales de aprendizaje reservan la experimentación y la observación al ejercicio de las mal llamadas ciencias duras.
De bebés nos divertíamos saboreándonos cada parte de nuestro cuerpo, ahora de mayores muchos sólo sabemos criticarnos y reclamarnos por su apariencia. Cuando escribimos, unos comienzan por escribir mamá o papá y otros, otros se fijan en corregir errores ortográficos o tamaño e inclinación de la letra, y los que han logrado ausentarse de los ejercicios memorísticos de la escuela, escriben y nombran lo que les rodea.
Mi madre escapó en tercer grado de la escuela formal de su Machiques natal, para ponerse a trabajar junto con mi abuela. Mi abuela cosía por lo que aprendió viendo a otros, mi madre fue aprendiendo a desarrollar sus habilidades viendo a otros y explorándose a si misma. Nuestra hija mayor tuvo por primera frase “bola de pelo” que describía a su pequeño perro Moro y ella en un afán por demostrar cuánto sabía no articulaba palabras sueltas, ¡si no una frase completa! Aunque comenzó a escribir «BoadPo» y faltaban allí casi todas las consonantes que podían faltar, evocaba la textura de su amado compañero. Nuestro segundo hijo, apasionado con video juegos desde muy pequeño, comenzó a leer antes que escribir, cerca de los 4 años. Lo hizo casi por un proceso autodidacta pidiendo a su padre que consultara y le leyera trucos de sus juegos favoritos. Para él, sus primeros reconocimientos fueron “Mario” y “Luigi” en los resultados de la wikipedia. La pequeña Abril, nuestra tercera hija, creo que la bateó de homerun: su primer reconocimiento es a sí misma: “Abril” fue la primera palabra que aprendió a leer y a escribir de forma simultánea.
En los tres, con sus bemoles, ha coincidido un escape deliberado de los procesos formales de aprendizaje de la lectura y una búsqueda que incentivamos en ellos, como parte del rescate de una deuda que consideramos tuvo la escuela con nosotros como padres: el reconocernos aquí y ahora, es una forma única de ver al mundo, y aprender.