Por: Hector G. Barnés
El 30 de abril de 1945, alrededor de 3.500 prisioneras del campo de Ravensbrück, malnutridas y muchas de ellas al borde de la muerte, fueron encontradas y liberadas por el Ejército Rojo en su avance sobre Alemania. Puede parecer el final de uno de los episodios más dramáticos de la locura nazi, pero era tanto el epílogo a los horrores del campo de concentración como el prólogo de una larga historia de olvido, humillación y desprecio a las supervivientes del campo alemán, que se acostumbraron a ver cómo se dudaba de su palabra.
Si hoy en día conocemos lo ocurrido ha sido gracias al esfuerzo de algunas de sus supervivientes por contarlo, especialmente a partir de los años 90, cuando algunas académicas feministas alemanas empezaron a indagar en las memorias de mujeres que, hasta la fecha, habían preferido callar. La última de ellas es Sarah Helm, la autora de “Ravensbrück: Life and Death in Hitler’s Concentration Camp for Women” (Bantam Dell), quizá la obra definitiva sobre lo ocurrido entre mayo de 1939, apenas cuatro meses antes de la guerra, y abril de 1945.
“Ravensbrück fue el único campo de concentración nazi construido para mujeres”, explica la autora en un fragmento del libro reproducido en “Long Reads”. “Tomó su nombre del pequeño pueblo que colinda con la ciudad de Fürstenberg y que se encuentra a unas cincuenta millas al norte de Berlín”.
Su localización fue otro motivo más para que no se hablase de lo allí ocurrido: el acceso a los terrenos propiedad de Himmler, intencionadamente lejos de las miradas de los viajeros, quedó en la República Democrática Alemana, por lo que durante décadas fue terreno vedado para los historiadores occidentales que quisieron comprobar con sus propios ojos lo que algunos testimonios contaban.
Los datos son confusos, ya que todos los documentos fueron quemados en una pira o en los hornos crematorios y arrojados a las profundidades del lago que se encontraba al lado del campo (como recuerda Helm, a Himmler le gustaba que los campos de concentración fuesen construidos en bellos parajes). La autora calcula que en Raensbrück murieron entre 30.000 y 90.000 mujeres. En su peor momento, 45.000 vivieron en sus habitáculos, muy probablemente hacinadas, ya que Himmler mandó construir un campo de tamaño pequeño, a pesar de los avisos de compañeros como Rudolf Höss, que le recordaban que, si estallaba la guerra, se iba a quedar corto muy pronto.
Una cosa en común: eran mujeres
Uno de los datos que sorprenden a los que conocen la existencia de Ravensbrück, explica la autora, es que un porcentaje muy pequeño de las víctimas (apenas un 10%) eran judías. La composición de la población del campo era muy diversa, y por lo general, exceptuando a los niños, tan solo tenían una cosa en común: eran mujeres. La mayoría de sus 2.000 habitantes iniciales eran alemanas que se habían opuesto a Hitler. Entre esas primeras pobladoras destacaba un populoso grupo de 500 testigas de Jehová, que consideraban a Hitler “el Anticristo” y que ya habían pasado por Moringen, antes de que este fuese reconvertido en una prisión juvenil. Su fe en Dios, y no en el Führer, fue lo que las condujo a Ravensbrück.
Otro importante contingente era el formado por las mujeres comunistas y antiguos miembros de la Reichstag que habían sido detenidas a lo largo de la década de los 30, además de miembros de la intelectualidad como la pintora Gerda Lissack. Como ocurría a menudo en los campos de concentración nazis, la mayor parte de sus habitantes eran aquellas que las autoridades de la SS consideraban desechos sociales: prostitutas, criminales y gitanas. A lo largo de su historia, unas 130.000 mujeres pasaron por el campo, donde fueron “golpeadas, obligadas a pasar hambre y a trabajar hasta la muerte, envenenadas, ejecutadas y gaseadas”.
A este primer grupo se le añadieron durante la guerra varios miembros de los equipos de operaciones especiales de los Aliados, detenidas tras aterrizar en paracaídas sobre suelo alemán. También miembros de la resistencia francesa. Es el caso de Anise Postel-Vinay, una de las últimas supervivientes de Ravensbrück y que contó su historia en ‘Vivir’ (Errata Naturae). Capturada en Le Havre, pronto comprendió lo que le esperaba: “Al ver a aquellas mujeres desfiguradas, grises, con la mirada ausente, nos asustamos. De repente sentimos que entrábamos en una zona de muerte”. Se calcula que en sus barracones fueron encerradas 8.000 francesas, 1.000 holandesas, 18.000 rusas y 40.000 polacas (y tan solo 20 inglesas, una de las razones por las que, sospecha Helm, no se ha escrito mucho sobre el tema).
Muchas de las supervivientes se negaban a hablar con la autora sobre lo ocurrido, como Yvonne Baseden, miembro de las Fuerzas Especiales, que le preguntó “¿No puedes escribir sobre otra cosa? Es horrible”. Las presas llevaban un triángulo de color que identificaba su categoría y nacionalidad, algunas de ellas tuvieron que afeitar su cabeza (como las checas y las polacas), y la mayoría de ellas eran obligadas a trabajar en la fábrica de Siemens que se encontraba al lado del campo, construyendo componentes del cohete V-2. A partir de agosto de 1941, la cosa empezó a empeorar: cada día morían unas 80 internas por enfermedades relacionadas con el hambre. Las prisioneras judías empezaron a ser deportadas a Auschwitz en el verano de 1942.
Algunas de las presas que se quedaron, especialmente las polacas, se vieron sometidas a experimentos médicos. Uno de ellos consistía en probar sulfonamidas cortando e infectando huesos, músculos y nervios de las mujeres para infectarles con bacterias a través de piezas de madera o cristal. El otro consistía en intentar trasplantar huesos de una mujer a otra, lo que en la mayoría de los casos, las dejó mutiladas. Además, entre 120 y 140 mujeres romaníes fueron esterilizadas en enero de 1945 a través de la (falsa) promesa de que, si lo aceptaban, serían liberadas. En los días finales del campamento, los oficiales de la SS obligaron a 24.500 supervivientes a caminar hacia Mecklenburg huyendo del Ejército Rojo en una de las marchas de la muerte más terribles que se recuerda. Muchas de las que quedaron no tuvieron mejor suerte, ya que fueron violadas por los soldados rusos.
Los testimonios de las supervivientes coinciden en señalar que fue el compañerismo entre las víctimas lo que permitió que saliesen adelante. Muchas diseñaban sus propios efectos personales (brazaletes, colgantes, muñecas) como recordatorios de su sentido de humanidad. La propia Postel-Vinay lo recuerda en su libro: “La solidaridad entre mujeres nos salvaba. Era una necesidad vital. Nos ayudábamos mutuamente. Cuando una amiga caía enferma, hacíamos todo lo posible por ayudarla”.
El silencio cómplice
A pesar de todo, no ha sido hasta hace relativamente poco que se ha empezado a hablar en profundidad de lo ocurrido en Ravensbrück. En 1946, tuvieron lugar los juicios de Hamburgo en los que las guardias, acusadas de crímenes de guerra y contra la humanidad, fueron sentenciadas a la muerte. Pero tuvieron que pasar décadas para que los testimonios completos fuesen escuchados. En parte porque, como hemos explicado, los rusos impidieron a muchas investigadoras, como la oficial Vera Atkins, acceder al campo. Este, por otra parte, fue en muchos casos considerado un campo de trabajo y no de concentración, lo que, a ojos de muchos, suavizaba lo ocurrido.
Durante décadas, la historia de Ravensbrück se partió en dos. Como explica Helm, en la zona soviética el campo se convirtió en un santuario para las heroínas comunistas caídas, y en Occidente, simplemente, desapareció. No solo por la imposibilidad de acceder al territorio y por la desaparición de todos los documentos, sino porque en muchos casos no se quiso escuchar a las supervivientes. No ayudó que los archivos sobre el juicio de Ravensbrück estuviesen clasificados hasta casi los años ochenta.
Una de las historias rememoradas por Postel-Vinay en su libro resume bien el clima de rechazo que existía hacia aquellas que se atrevían a contar lo ocurrido. Cuando explicó en la televisión que el profesor Karl Gebhardt había seleccionado a varias mujeres para realizar “experimentos humanos” con gérmenes del tétanos y la gangrena gaseosa que introducía en el hueso de las conocidas como “kaninchen” (“conejas”), el médico con el que compartía plató la tomó por mentirosa. “No solo no me creyó, sino que encima se puso hecho una furia”. Ese fue su principal pecado, no solo durante el auge del nazismo y durante la Guerra, sino también en las décadas que siguieron: eran mujeres.
Fuente: http://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2016-11-27/ravensbruck-campo-concentracion-nazi-mujeres_1291431/