Por: Graziella Pogolotti
Descansaba Armando Hart en el Centro de Estudios Martianos fundado por él desde la primera hora de su designación al frente del Ministerio de Cultura. El sitio era demasiado pequeño para acoger a todos aquellos que aspiraban a rendir homenaje a un indispensable de la historia de la Revolución Cubana. Tenía, sin embargo, un indiscutible valor simbólico.
Representaba la línea de continuidad entre la tradición martiana, el áspero presente de la contemporaneidad y el trazado de un mañana proyectado hacia la irrenunciable construcción del país, frágil en su condición insular y sólidamente afincado en el misterio que lo protege.
Bajo el estremecimiento del duelo, son muchos los que han evocado la trayectoria del joven que, desde sus años estudiantiles, se entregó sin reservas al empeño de transformar la nación, arriesgó la vida en medio de la clandestinidad, luchó junto a Frank País en las hornadas del 30 de noviembre y recibió el triunfo de enero en la prisión de Isla de Pinos.
Ajeno a mezquindades sectarias, fue el ministro de la Campaña de Alfabetización y el llamado a reparar los daños causados por los errores en la aplicación de las políticas culturales durante los 70 del pasado siglo.
En el silencio de la despedida, me asaltaban las voces del recuerdo, de su hacer y pensar cotidiano en la solución de los grandes y pequeños problemas, ninguno insignificante, porque unos y otros se intercalan e interceptan como la piedra en el zapato que entorpece el andar del caminante. Conocí de cerca las cualidades del trabajador infatigable que sostenía el andamiaje de la figura pública. Su capacidad convocante residía en el reconocimiento de su insobornable trayectoria política alentada por la fidelidad a un ideal y por la decencia, virtud primordial que abría cauce a la confianza mutua, fuente de todo diálogo productivo, libre de reservas, prejuicios y mezquindades.
Sus colaboradores más cercanos distaban mucho de ser dóciles ejecutores de decisiones prefijadas. De formación heterogénea, a través de su experiencia de vida forjaron criterios arraigados sobre muchos asuntos.
En el intercambio de ideas cristalizaba el consenso. Con su entrega absoluta a la tarea, Chela, su colaboradora de siempre, se hacía cargo del seguimiento de los detalles, garantía del éxito de todo diseño de políticas.
En los pasados 80, hubo que cicatrizar heridas. Hubo también otros desafíos. Sobre la fragmentación de la izquierda el discurso imperial retomaba la ofensiva. En el batallar de las ideas, Hart sabía que era indispensable «cambiar las reglas del juego», sustituir las reacciones defensivas por el diseño de lineamientos propositivos afincados en el reconocimiento de nuestra identidad nacional, en el respaldo a la experimentación, en el impulso a la creatividad como fuerza nutricia del ser de la nación. Como círculos concéntricos, los espacios de diálogo se multiplicaron. Emergía una nueva generación, impaciente por proyectarse con voz propia. Por vía institucional, Hart estableció canales de comunicación. La casona colonial de Empedrado, entonces Centro Alejo Carpentier, fue uno de ellos. En otra dirección, alentó el fortalecimiento de la Uneac, convertida en interlocutora crítica privilegiada y en partícipe activa del debate cultural.
Concebida como método de trabajo, la perspectiva dialógica de Hart introdujo una dinámica que cerraba el paso a la corrosiva rutina burocrática. Activaba las antenas para tomar la temperatura a los cambios derivados del transcurrir del tiempo en el ininterrumpido remodelarse de cada época. Estableció la interlocución activa con los artistas y con las nuevas generaciones, volcado siempre hacia el más ancho territorio de la sociedad. En ese sentido, fortaleció el papel de las instituciones, porque el rostro humano de la realidad se manifiesta en la base popular históricamente cercenada del acceso a los bienes de la alta cultura y, sobre todo, del autorreconocimiento de los valores que, por tradición, la habitaban. Impulsó la legislación a favor del patrimonio. Propició el desarrollo de una paciente labor investigativa que se tradujo en la elaboración del Atlas de la cultura cubana con la consiguiente reivindicación de festejos y celebraciones adormecidos, aunque portadores de vitalidad. Así regresaron, entre otras muchas cosas, las parrandas, creación colectiva venida desde abajo.
Con pasión, espíritu crítico y creatividad, hay que aprender a leer la historia en función de las demandas presentes. Martí supo hacerlo de manera ejemplar cuando no eran muchos los datos disponibles sobre la base de estudios científicos sistematizados. En sus indagaciones sobre la Guerra de los Diez Años y en su intercambio con los participantes en la hazaña encontró las claves que le permitieron soslayar errores y tejer los hilos de la cohesión con vistas a juntar voluntades al servicio del gran proyecto liberador. Siguiendo el ejemplo del Maestro, Fidel formuló el Programa del Moncada. Con similar espíritu unitivo, Hart enfatizó como tradición viviente la articulación entre ética y política, indispensable en la compleja encrucijada que define nuestra contemporaneidad. En ella se asientan los paradigmas que han de nutrir un imaginario resistente al socavamiento de valores.
Desde el estrecho ámbito de mi vida laboral, percibo los efectos lacerantes de la corrupción y el soborno. Como contraparte, a pesar de las difíciles circunstancias, me compensa observar en muchos la capacidad de crecer preservando la lealtad a los principios fundamentales, el gesto solidario, la cohesión en el esfuerzo común. Ahí, en el anonimato, se encuentran nuestros paradigmas. Ahí, silenciosas y tangibles, están nuestras reservas morales, nuestro capital más valioso.
Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-12-11/recuerdos-en-tiempo-presente-11-12-2017-00-12-24