Por: Aloma Rodríguez
En ‘Canción’ Eduardo Halfon construye una novela en la que se mezclan episodios de la vida familiar pasada con el secuestro de su abuelo, pero también una intención de explicar Guatemala.
Canción (Libros del Asteroide) es la nueva entrega de esa especie de gran novela en marcha del escritor guatemalteco Eduardo Halfon (1971). Aquí los recuerdos de infancia y de un abuelo severo, de una prima que llega de Buenos Aires y cuya promesa de enseñarle las nalgas queda en suspenso se mezclan con el relato del secuestro de su abuelo por parte de la guerrilla. Halfon se cita con una de las secuestradoras en un bar, ella le ha hecho prometer que no escribirá nada. Y todo esto lo recuerda o lo cuenta a propósito de un congreso de escritores libaneses en Tokio, al que ha sido invitado porque su abuelo era libanés.
Canción es la historia del secuestro de tu abuelo, un judío libanés que prospera en Guatemala, y al que la guerrilla mantuvo secuestrado 35 días. Sin embargo, “Canción” es el sobrenombre del secuestrador con el que su abuelo parece que intimó más, ¿por qué?
Nunca supe por qué mi abuelo formó una especie de amistad con ese secuestrador en particular. Pero su amistad sigue el patrón clásico del síndrome de Estocolmo, ¿no?, en el cual una víctima de secuestro o retención desarrolla un fuerte vínculo afectivo con su captor. Sabemos que mi abuelo y Canción hablaban mucho, que jugaban dominó por las tardes, que cenaban juntos. Sabemos que mi abuelo no solo le compró medicinas durante el secuestro, sino que su captor lo visitó varias veces después, en su almacén de telas en el Portal del Comercio, para que mi abuelo le entregara más medicinas.
Lo que se cuenta en el libro es también qué fue de los secuestradores. El narrador se cruza por azar con uno de los guerrilleros que planificaron el secuestro y se da cita con otra guerrillera que estuvo implicada en el secuestro. ¿Por qué ese interés por saber qué fue de ellos?
Siempre supe del secuestro de mi abuelo, pero lo supe de una manera anecdótica, fragmentada, aun prohibida. Era una historia apenas comentada en la familia. Lo que finalmente me hizo interesarme por saber más —o sea, por escribir más— fue tropezarme con la historia de uno de sus secuestradores. Yo estaba en Guatemala de visita en 2019, cuando me puse a ojear un viejo ejemplar de Los años de la resistencia, de Miguel Ángel Sandoval. En un par de páginas, y en primera persona, Sandoval narraba los detalles del secuestro de mi abuelo por la guerrilla guatemalteca en enero de 1967, y especialmente la participación de uno de los guerrilleros, un tal Percy Amílcar Jacobs Fernández. Y como Percy trabajaba entonces en una carnicería, intentaba explicar Sandoval, sus compañeros lo apodaron Canción. Ese personaje, y su apodo tan extraño, me abrió la puerta a la historia de mi abuelo, y también a la historia reciente y tan violenta de mi país.
Contar la historia de ese secuestro es contar necesariamente la historia de Guatemala, que es una historia de violencia, de dictaduras y de intentos frustrados de llevar el país hacia una cierta igualdad y justicia, un camino fallido hacia la democracia.
Podríamos decir sin ningún titubeo que en Guatemala el intento revolucionario fracasó. Hoy existe aún más desigualdad, aún más violencia, aún más injusticia y corrupción, aún más pobreza extrema y analfabetismo y desnutrición infantil. Pero si uno se acerca un poco a la historia reciente del país, nada de esto sorprende. Guatemala es, como alguna vez escribió mi abuelo, un país surrealista.
Aparece la relación con ese abuelo, un señor de carácter; hay recuerdos de infancia, pero también visitas a bibliotecas en busca de documentación, ¿cómo se mezclan materiales tan diversos y de manera tan natural?
El escenario donde suceden mis historias se va armado siempre así, con recuerdos de infancia como telón de fondo, con documentos y detalles históricos como mobiliario y accesorios. Pero el drama que se desarrolla en el escenario es ficción. Y para que esa ficción funcione el escenario debe ser verosímil, palpable, muy visual. El lector debe sentirse subido ahí en las tablas, mirando a los personajes, oliendo los aromas.
Canción se abre –y se cierra– en un congreso en Tokio dedicado a escritores libaneses. Cuando le invitan, el narrador descubre que esa es otra de sus identidades, la de libanés…
Mi abuelo libanés no era libanés. Es decir, cuando él salió de Beirut, en 1917, Beirut formaba parte del territorio sirio. Mi abuelo, legalmente, era sirio, pero siempre se llamó a sí mismo libanés. Y cuando de pronto me invitan a Tokio como un escritor libanés, primero pienso que es un error o una broma, pero luego empiezo a preguntarme qué significa ser libanés, algo que para mi abuelo ni siquiera estaba relacionado con un país. Nuestra identidad no es más que una colección de máscaras.
El congreso de Tokio y el discurso de inauguración en la Feria del Libro de Guatemala le permiten hacer un retrato, casi una foto, de en qué consiste el mundo literario. Pensaba en los libros más recientes de Rachel Cusk, donde también se asoma a la vida cotidiana del escritor.
Es que no es lo mismo escribir que ser escritor. Escribir es un oficio solitario, íntimo. Mientras que ser escritor es un oficio público y hasta histriónico, en el cual uno viaja a congresos y se viste de escritor y cuenta pequeñas historias con una voz entre graciosa y tierna. Pero en mis páginas, como quizás también en las de Rachel Cusk, escribir y ser escritor se mezclan. Mi narrador, ese otro Eduardo Halfon, no puede evitar escribir sobre su pose de escritor.
Esta novela forma parte de la exploración sobre su pasado, sus orígenes y su identidad, y en ese sentido se inscribe en un proyecto mayor, el que conforman sus novelas, una especie de libro por entregas…
Sí, es una especie de proyecto literario en marcha, pero uno que se ha ido formando muy espontáneamente ante mí, sin que yo lo supiera y sin ninguna planificación previa. Inició en 2008, con la publicación de El boxeador polaco: seis cuentos, escritos todos de una manera independiente pero narrados por un mismo personaje, un tal Eduardo Halfon. No soy yo, aunque se me parece. Fuma (yo no fumo). Viaja mucho. Es intrépido. Tiene su propio temperamento. Tiene su propia voz, en la cual nos cuenta seis episodios de su vida. Seis cuentos, y listo. Pero de pronto, en 2010, uno de esos cuentos empieza a crecer y se convierte en una novela corta titulada La pirueta. En 2013, otro de los cuentos originales se vuelve un capítulo de Monasterio. Le sigue Signor Hoffman en 2015, y Duelo en 2017, y este año Canción, todos narrados por ese mismo personaje. A veces él continua una historia anterior, otras veces revisita algún personaje. Pero siempre me sorprende. Entonces, sin yo planificarlo, y sin saber que esto iba a pasar, aquella primera edición de El boxeador polaco ha ido funcionando como una especie de libro gestor, o como libro madre, o como un sol, si se quiere, para todos los libros siguientes que circulan alrededor de él y que forman parte de un proyecto o quizás de un solo libro, escrito por entregas. Nunca sé cómo seguirá. Ni tampoco cuándo termina. Quizás sólo lo sabe ese otro Eduardo Halfon.
Fuente: https://www.letraslibres.com/espana-mexico/libros/entrevista-eduardo-halfon-nuestra-identidad-no-es-mas-que-una-coleccion-mascaras