Por: Manuel Gil Antón
En memoria del doctor Luis Estrada, maestro y amigo
La reforma educativa todavía no es educativa. Esto se sigue de los argumentos del subsecretario de Planeación y Evaluación de Políticas Educativas de la SEP, Otto Granados. Considera que la reforma ha tenido “un horizonte claro y la operación que las condiciones políticas institucionales y legales hicieron posible”. La primera fase consistió en el cambio del marco normativo: se modi]có la Constitución, la Ley General de Educación, la del Servicio Profesional Docente y la correspondiente al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación. “Los primeros tres años, la primera parte de la administración estuvo muy bien diseñada para esta primera dimensión”.
Todo lo anterior “se condensa en la recuperación de la rectoría política de la administración educativa”. Lo califica como un logro mayor que dará paso a las siete prioridades, esas sí educativas, que reitera cada día el secretario: escuela al centro, infraestructura, desarrollo profesional docente, revisión de planes y programas, equidad educativa, el vincular educación con el mercado laboral, y la reforma administrativa de la Secretaría. “Creo que ha sido una política en dos tiempos, pero muy coherente y muy sinérgica entre ambos”. (Campus Milenio, 14/04/16).
Hemos pasado —es preciso advertirlo— por dos maneras de enunciar las cosas: de la recuperación por el Estado de la rectoría de la educación, en 2013, a retomar, por parte del gobierno, el mando único de la administración escolar en 2016. No es lo mismo. El manejo político de la gerencia del sistema implica renovar los acuerdos en torno al poder que de ello deriva, el control de sus recursos, hujos y ventajas, y la imposición de una manera de ver las cosas que se satisface a sí misma: con cuánta frecuencia las autoridades olvidan que elogio en boca propia es vituperio. “Muy bien diseñada. Horizonte siempre claro. Acciones muy coherentes. Muy sinérgica.”
El doctor Granados concede razón a los que, al analizar la reforma, dijeron hace años que era un procedimiento administrativo, laboral y político. Las prioridades que dan sustento al segundo tiempo del partido no conforman un proyecto para la nación educada y crítica que requerimos. Pasar de un sistema educativo que premia responder muchos ovalitos, a otro que estimule preguntar y pensar críticamente con coherencia, implica una decisión de largo plazo y no la verificación (te lo firmo y te lo cumplo) de acciones inconexas.
Vivimos tiempos en que la acusación, el diagnóstico sin fundamento, goza de cabal salud. No es menor: sentenciar a un colectivo diluye las diferencias y emerge lo homogéneo como estigma. La recuperación de las añosas herramientas corporativas implicó anular al socio principal, el profesorado, construyendo la imagen de un conjunto indiferente de ignorantes. Desconfiar fue requisito.
El éxito aparente de una reforma sin forma en el fondo, depende de construir un falso dilema: cualquier crítica a lo que se está llevando a cabo implica que se defienden las prácticas de antaño. Tal como se está haciendo, ¿la evaluación permite, con validez y confianza, predicar si la trayectoria de una profesora, durante 16 años, ha sido insatisfactoria o destacada? Considero que no. De tal discrepancia no se sigue que defienda la venta o herencia de plazas (negocio tanto de los sindicatos como del gobierno a lo largo de décadas), pero en la medida en que se instale que no hay más ruta que esa, estaremos frente a una nueva manera de administrar al sistema, no en la construcción de un proyecto y rumbo en la formación de ciudadanos.
Someter a los profesionales de la educación a exámenes, cuantos más mejor, hará prosperar el control: sojuzgar es el verbo adecuado. No suscitará el entusiasmo que sostiene a las reformas que valen la pena. Ese es otro cantar. Otra tarea.