Por: Alejandro Cerletti.
(…) Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena –no sé cómo se dice–, y no tenemos las herramientas para combatirla (…) vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás.” (Cecilia Morel, 21/10/2019)
Cuando escuché este audio, al inicio de las impresionantes jornadas de octubre, me quedé pensando mucho sobre la dimensión y el alcance de estas palabras; sobre lo que dicen y, sobre todo, lo que no dicen. En especial, teniendo en cuenta que poco tiempo después yo debía participar en la mesa inaugural de un Congreso de Filosofía de la Educación, que tendría lugar en el corazón mismo de la “invasión” mencionada, y que, como sabemos, debió ser posteriormente suspendido, por los efectos de esa “invasión”.
Yendo mucho más allá del exabrupto o de lo anecdótico del hecho, se trata de palabras que intentan, desde un lugar, darle un sentido a una situación, y creo que, en el fondo, sin quererlo, también tratan de darle sentido a una época; como si emergiera en el exabrupto una especie de inconsciente de situación y de presente. Por este motivo, esas palabras simbolizan mucho más que una desesperación circunstancial y la trascienden, y lo hacen en varios planos, desde los cuales me gustaría invitar al diálogo. Será entonces el objetivo de este escrito revisar esos sentidos, analizar esos diferentes planos que se juegan, usándolos en definitiva como disparadores para pensar el presente.Querría aclarar de entrada que considero que, en un sentido estricto, la filosofía no reflexiona sobre el presente; como si la filosofía fuera un saber dado que tiene la capacidad de objetivar una realidad e interpretarla ascéticamente desde sus categorías. Creo que el presente irrumpe en la filosofía desde múltiples interrogantes, y lo que hace la filosofía es intentar posibilitar un lugar común de pensamiento que los lleve al concepto. Es decir, la filosofía no analiza simplemente el presente, sino que se ve urgida por su presente. Es decir, la filosofía piensa a partir de lo que hay del mundo, y lo que hay es una realidad que nos desbordó y no desborda, y por eso nos interpela de una manera radical.
Los dichos de la esposa del presidente no tienen obviamente mucho valor en sí, salvo por lo que puedan asombrar o escandalizar, pero expresan un síntoma, y esto es lo interesante para el pensamiento filosófico.
¿Qué deberíamos pensar, entonces?: ¿es que el propio pueblo de Chile en las calles y en las plazas es ese “extranjero”, ese otro amenazante y hostil? Pero, ¿qué identidad tendrían entonces quienes consideran extranjero a su propio pueblo?, podríamos preguntarnos. ¿Hay quizás un nuevo sujeto en el escenario político y conceptual que desde los lugares de poder no se alcanza a vislumbrar? El desplazamiento de la iniciativa política desde el estado hacia las calles y las plazas siempre es un cuestionamiento del poder y de los lugares habituales del poder. Que los “representantes” del pueblo se vean ellos a su vez sorprendidos por su propio pueblo en las calles, no deja de ser otro síntoma, que no pueden o no saben procesar. Ya que desde su “saber”, lo único que pueden hacer es negociar e intentar “normalizar” la situación, como se ha visto. ¿Pero negociar qué y en nombre de quién? Por esto, lo que está sucediendo, los excede a ellos también. Porque excede la noción trivial de “representación”. Nadie puede “representar” al pueblo en la calle.
“No tenemos herramientas para combatir la invasión”, continuaba la frase citada. Pero, ¿de qué “herramientas” se habla? ¿Los tanques en las calles, los carabineros, los pacos? Las herramientas militares y policiales parecen tenerlas. La preocupación más grave es porque perciben que carecen de herramientas conceptuales que estén a la altura de los hechos. Esas herramientas conceptuales serán, junto a las acciones en la calle, un terreno de disputa. Y éste es el verdadero desafío para nosotras y nosotros, y no la ocasional preocupación pragmática de un gobierno de turno. ¿Y la invasión? Es la irrupción de un pueblo queriendo encauzar su destino colectivo.
Por cierto, llama la atención el temor a “compartir con los demás” lo que se tiene, como termina la frase que estoy aludiendo. Pero bueno, se podría decir: se imaginan tal vez afectados algunos privilegios, ese sería el miedo principal. Pero, nuevamente, esto es un síntoma. ¿Qué hay además? Quizás, el temor solapado de reconocer que la vida en común de los pueblos, requiere la construcción compartida de ese común. Debemos pensar juntos nuestro destino compartido, entre todos y todas.
Y pensar juntos implica ya, de por cierto, hacer algo juntos. Es decir, supone llevar adelante una práctica colectiva en la que convergen múltiples orientaciones, múltiples identidades, con una voluntad y un propósito común. El problema y el desafío es que ese común no viene dado de antemano, es una construcción colectiva, horizontal y militante, y no una imposición o una subordinación a un otro externo y dominante.
Por cierto, no se trata solamente de articular luchas y encauzarlas en una mayor, porque, de hecho, cómo encauzar esa lucha común es uno de los desafíos de las políticas emancipadoras de hoy. Tampoco es el fruto de una negociación entre posiciones o identidades en la que cada uno trata de imponer su perspectiva o se preocupa por no perder lo esencial de sí. Se trata de pensar la política, y la educación, desde un nosotrxs que incluya a todxs. Común, o mejor, el hacer juntxs, es entonces el principio igualitario que define una concepción de la política y orienta las luchas singulares, en el plano político general y en la educación en particular.
Este es el enorme desafío filosófico que afrontamos.
Judith Butler, en Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea (Barcelona: Paidós, 2017), dice: “(…) en la calle, los cuerpos reorganizan el espacio de aparición con el fin de impugnar y anular las formas existentes de la legitimidad política; y así como a veces ocupan o llenan el espacio público, la historia material de estas estructuras actúa igualmente sobre ellos, convirtiéndose en parte de la propia acción y reformulando la historia en el preciso momento en que ellos despliegan sus mejores estratagemas. Son actores subyugados y empoderados que tratan de arrebatar la legitimidad a un aparato estatal existente, sobre el cual descansa la regulación del espacio público de aparición, para constituir ellos mismos su propio teatro legítimo. Al arrebatar ese poder se crea un espacio nuevo, un nuevo intersticio entre los cuerpos, por así decirlo, que reclama el espacio existente por medio de la acción de una nueva alianza, y esos cuerpos son insuflados y animados por los espacios existentes justamente en los mismos actos que permiten recuperarlos y darles un nuevo sentido.” (p. 89)
¿Cómo pensar entonces esto que ha acontecido aquí en Chile y ha repercutido en toda la región? ¿Y cómo reinterpretar a partir de esto nuestro interés y nuestra voluntad filosófico-pedagógica?
Esa irrupción, como señala Butler, que interpela y pone en entredicho las formas existentes de legitimidad política, implica, en especial, la puesta en entredicho del orden “normal” de las cosas. Esa alteración de la normalidad de las cosas afecta prácticamente todos los órdenes de nuestras existencias, y altera en especial el orden de la transmisión; de la continuidad de lo que se dice que se puede hacer y lo que no, y también lo que se dice de cómo debemos ser.
Con esperanza y pasión, han llamado “el despertar de Chile” al acontecimiento que interrumpió la normalidad de las cosas; que cortó abruptamente esa imagen tan difundida de que todo anda bien bajo el lema de que es posible mercantilizarlo todo: la educación, la salud, las pensiones, los servicios esenciales, en fin, la vida en su totalidad. Fue alterado ese marco que supuestamente contiene todo lo que hay y obtura cualquier otredad, declarándola imposible o irrealista. Ese marco en el que todos debemos convertirnos en “capitales humanos” en competencia; en el que debemos “empresarializar” nuestra vida para poder vivir.
En efecto, no es el precio del metro, es el precio de la vida.
En este acontecer de la gente en la calles no hay un “sujeto” preexistente que guía la acción desde un plan o un proyecto preestablecido. Las subjetividades se constituyen en el mismo proceso de su irrupción, en su frescura y en su creatividad. La dimensión subjetiva –y la dimensión del acontecimiento–, lo da el alcance de las consecuencias de la acción de quienes componen ese cuerpo colectivo que irrumpe, en el que ahora se reconocen solidaridades inéditas hasta hace poco. Lo nuevo, lo emergente no tiene una norma ni un trayecto predefinido, se inventa en su organización y se organiza en su invención.
La normalidad de los tiempos se altera, hay un nuevo tiempo. La normalidad de los trayectos habituales se altera, hay un nuevo espacio público. La presentación de los cuerpos por fuera de los formatos tradicionales de representación reclamando por su destino colectivo, propone caminos inéditos, insospechados incluso –o sobre todo– para los representantes oficiales.
Cuando el miedo deja de ser el amo absoluto de nuestro pensamiento y de nuestras acciones, el mundo se abre a la infinita potencialidad de lo que puede suceder. Y quienes perdieron el miedo son los y las protagonistas ejemplares de hoy, aquí.
Desde un punto de vista filosófico, ante lo que acontece, podemos decir que la distancia entre la presentación y la re-presentación se hace inconmensurable. La potencialidad de la irrupción popular tiene una dimensión infinita porque no hay forma de contarla, ya que es lo diferente de la lógica del estado, que justamente necesita identificar, contar y normalizar, es decir, poner a cada uno y a cada una en su lugar. En circunstancias como estas, cuando el estado se hace visible, lo hace en su dimensión represiva, asignando una magnitud a la distancia entre lo presentado y lo representable, entre la irrupción política y su control normalizador. Con la sobredimensión de su represión, el estado intenta dar una medida de lo que no puede controlar ni entender. Y cuando actúa, en la forma de represión violenta y de cacería de personas, es porque teme que el estado pueda dejar de ser el centro de la iniciativa política y esa iniciativa desplazarse hacia lxs cualquiera.
Los acontecimientos que estamos viviendo son profundamente pedagógicos. Enseñan, en el cabal sentido de su etimología: in-signan, muestran signos, colocan señales hacia el futuro. No establecen el recorrido sino que balizan el territorio, descubren su geografía, para que la podamos recorrer inventando nuestros propios caminos. La filosofía también pone signos, enseña. Pero fundamentalmente pone signos de interrogación. El pueblo chileno en las calles y las plazas ha inventado los suyos de una manera excepcional. Nos ha mostrado signos, nos ha enseñado que otro mundo es posible. Nos ha impelido a pensar y actuar.
Y creo que siempre que pensamos, en el pleno sentido de esta expresión, lo hacemos por la incomodidad que nos produce la alteración o el agotamiento de los saberes que explicaban el estado de las cosas. Nuestras viejas enciclopedias dejan de sernos útiles y tenemos que escribir otras texturas.
Como sabemos, la continuidad de lo que se nos dice que hay que hacer y de lo que se nos dice que hay que ser es el espacio clásico de la educación: producir, regular y sobre todo normalizar la transmisión de los saberes y las prácticas dominantes o hegemónicas. Muestra también que la educación es inescindible de la política, porque la educación estructura a la política en su dimensión capilar. Pues bien, creo que tenemos que apostar a que lo educativo no se agote en la mera continuidad de lo existente sino que lo educativo se vivifique en la transformación de lo existente y en la apertura a nuevos mundos. Debemos apostar a una educación creativa y creadora de posibilidades. Porque debemos educar para una sociedad en la que un escenario de policías, tanques, lacrimógenas, balas, no sea la respuesta espontánea y habitual del estado a los reclamos de los pueblos.
Educar no es algo que se compra o se vende, sino algo que hacemos juntos, soñando con un mundo que pueda ser habitado con alegría por todos y todas, justo e igualitario, sin discriminaciones de ninguna índole.
En este sentido, lo que se vivió aquí hizo pública la educación y la educación se hizo pública, quizás como nunca, porque está siendo creadora de sus propias condiciones.
Diamela Eltit, en una entrevista de hace un par de años, dijo, casi como una premonición: “Los cuerpos y sus deseos no esperan ni a los Estados ni a sus gobiernos” (Diamela Eltit, entrevista, El Mostrador, 9/4/2017)
Pues bien, los cuerpos y sus deseos no han esperado. Hoy tenemos a los cuerpos en las calles, tenemos asambleas populares o cabildos, tenemos debates públicos, tenemos una verdadera ágora del pensamiento, en el que el pueblo decide su destino.
Y la plaza siempre tuvo para la filosofía, por su origen, un sentido fundador y clave del pensar y el hacer compartido.
Las plazas son hoy nuevas plazas y los cuerpos ahí presentes son otros cuerpos, son nuevos cuerpos. Son esas almas materiales que abren caminos inéditos en su presencia colectiva.
Querría cerrar trayendo nuevamente a Diamela, con un breve fragmento de su Lumpérica (Santiago de Chile: Las Ediciones del Ornitorrinco, 1983), ese libro extraordinario gestado en una época terrible.
“Su alma es material.
Su alma es establecerse en un banco de la plaza y elegir como
único paisaje verdadero el falsificado de esa misma plaza.
Su alma es cerrar los ojos cuando vienen los pensamientos y
reabrirlos hacia el césped,
Su alma es este mundo y nada más en la plaza encendida.”
Hermanas y hermanos chilenos, por aquí está pasando la historia y ustedes la están protagonizando con la valentía de poner sus cuerpos día a día en espacios que hacen públicos, día a día. Quienes soñamos con la emancipación de los pueblos, les admiramos.
Fuente del artículo: https://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/columnas/2019/12/11/el-despertar-de-chile-politica-filosofia-y-educacion/