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Educación + Cooperación = Cohesión

Por: Rafael Ernesto Góchez.

El principal problema es el quebranto de las unidades básicas de la sociedad salvadoreña. Eso se expresa en la desintegración familiar, el abandono de los niños, la pérdida de la escuela pública y la falta de organización en la base de la pirámide social.

Si a lo anterior se le suma la estrechez del mercado laboral, la debilidad del sistema de justicia y la penetración del crimen, se tiene como resultado una vertiginosa espiral de violencia y una masiva emigración. Esta dura realidad se expresa en la angustia en que viven incontables madres de familias por los peligros que rodean a sus hijos.

Ante semejante situación, existen diferentes opciones para sacar adelante el país, entre las cuales están las siguientes: (a) el triángulo virtuoso: mejorar la educación, aplicar la ley y crear empleos formales, (b) el binomio riguroso: represión e inversión, y (c) la fórmula clásica: seguridad pública, crecimiento económico y Estado de derecho.

Optar por una de estas tres vías o cualquier otra es una decisión de Estado y requiere del respaldo social para ser exitosa. Consiguientemente, la ciudadanía debería exigir la adopción de un abordaje integral para interrumpir la violencia. Es decir, acompañar el accionar policial y judicial, con mayor inversión social y generación de empleo a nivel local.

Además, la vida de los salvadoreños se ve afectada por dos corrientes desmedidas: (1) la militarización como medio para frenar el éxodo centroamericano hacia EUA, y (2) el uso de la fuerza bruta como modus vivendi en suelo cuscatleco. Esto último es demoledor porque la escuela está en medio de la disputa territorial entre el crimen y el Estado. Habría, entonces, que impulsar una Iniciativa de País con cuatro puntos cardinales.

1. Sanear y reforzar las finanzas del Ministerio de Educación (MINED) para facilitar el acceso a una educación de calidad y la permanencia de los niños en el sistema educativo. Aumentar el presupuesto cada año, entre 2020-2024, en el equivalente a 0.5 % del PIB y destinarlo a formación docente, primera infancia e infraestructura escolar.

2. Mejorar las actitudes y aptitudes de educadores, estudiantes, padres de familia y líderes comunitarios para prevenir el abuso y el maltrato infantil. Una acción estratégica es la promoción de valores y la educación para la sana convivencia. Lo esencial es construir relaciones de afecto y respeto entre los niños, la familia y la escuela.

3. Priorizar el rescate de la escuela pública. Este afán requiere que los salvadoreños se movilicen alrededor de un objetivo común: lograr que todos los niños tengan acceso a una educación de calidad. FEDISAL, FEPADE, FUSALMO y otros podrían asociarse con el MINED para mejorar el proceso de aprendizaje.

4. Propiciar la cooperación pública-privada para hacer de la innovación un motor del crecimiento económico y la transformación productiva. La cuestión es ayudar a que El Salvador se sume a la revolución industrial en marcha. FUSADES, UCA, UDB, UFG y otros podrían apoyar al MINED en este inaplazable cometido.

Conclusión: el MINED –con la cooperación de la sociedad civil, el círculo académico y la comunidad internacional– debería enfocarse en (1) lograr que la educación sea un tema de país, (2) rescatar la escuela pública, (3) mejorar el proceso de aprendizaje, y (4) prevenir la violencia en los centros escolares. Esto significa convertir a la comunidad educativa en la «columna vertebral» de la cohesión social.

Fuente del artículo: https://www.laprensagrafica.com/opinion/Educacion–Cooperacion–Cohesion-20190802-0492.html

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El Salvador: Don Pedro Jaime de Matheu: el primer olímpico salvadoreño

Diplomático, hombre de letras, gentilhombre y amante del deporte, el compatriota Pedro Jaime de Matheu fue fundamental para que el Olimpismo no muriera en América Latina durante la I Guerra Mundial.

La historia del deporte salvadoreño es la historia de El Salvador. Existe, vive. No se ha perdido, pero necesita de un arduo trabajo de confección. La historia del país es una infinita colección de retazos dispersos necesitados de unión para luego ser contados.

En octubre de 1916 y por iniciativa del Barón Pierre de Coubertin, fundador del movimiento olímpico moderno, se conformó en París el Comité de Propaganda Olímpica para América Latina. Europa padecía los dramas de la Gran Guerra y el movimiento aún incipiente temía venirse abajo, que la exposición de su filosofía se perdiese en el conflicto armado.

El trabajo del comité, presidido por Enrique Dorn y de Alsúa, embajador de Ecuador en Francia, fue el de propagar el ideal olímpico en la América hispanoparlante. Con esta intención  el fundador del movimiento olímpico moderno, el Barón de Coubertin, confió la traducción de su texto “¿Qué es el Olimpismo?” a otro de los miembros del nuevo comité: Pedro Jaime de Matheu Salazar, embajador salvadoreño en París.

Pedro Jaime de Matheu Salazar nació en San Miguel, el 8 de marzo de 1876. Fue con 27 años que se marchó del país al ser nombrado cónsul general de El Salvador en Francia, con residencia en París. Reemplazaba al fallecido Rafael Zaldívar como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de El Salvador. Desde entonces participó activamente en la defensa diplomática de los intereses del país ante esa nación, apenas una de seis con legación salvadoreña en aquel entonces.

Desde esa posición es que conoce a De Coubertin. “Pude establecer en 1916 un comité interino, cuya piedra angular fue el Sr. de Matheu, cónsul (sic) general de El Salvador, y gracias a él se llevó a cabo la más activa propaganda”, escribió De Coubertin en sus memorias.

¿Por qué era tan importante tener traducido a todos los idiomas posibles ese documento? 

Recordemos que el Comité Olímpico Internacional fue fundado en 1894 tras reunión de asociaciones deportivas mundiales en La Sorbona, en París, y desde entonces comunicó sus actividades y resoluciones en documentos distribuidos, primero con un boletín y a partir de 1901 con la publicación de “Revue Olympique”.

Pero la Primera Guerra Mundial terminó con la publicación olímpica y con la posibilidad para dar a conocer los avances del COI y divulgar los ideales olímpicos. De Coubertin, reconociéndose como servidor de su patria, depositó la presidencia  del Comité Olímpico Internacional en su colega y amigo, el suizo Baron Godefroy de Blonay.

Baron Pierre de Coubertin.

Y por ende, en Pedro Jaime de Matheu Salazar depositó la tarea de conducir la propagación del mensaje olímpico en América Latina. Como secretario general del comité interino formado por De Coubertin, logró con sus publicaciones ser “efectivos en la divulgación de la idea Olímpica en países de habla hispana”. El folleto traducido por de Matheu Salazar fue distribuido “ampliamente en los países de Sudamérica”, escribió De Coubertin en sus Memorias.

LAUSANA, EL HITO
En abril de 1919, en el Hotel Beau-Sejour en Lausana, comenzó la 17ª. Sesión del Comité Olímpico Internacional, primera reunión del COI tras los años oscuros del primer conflicto mundial que provocaron una drástica caída en la cantidad de miembros activos del COI. Solo ocho de los 46 miembros habían asistido a la última sesión del COI antes de la Guerra, en junio de 1914. Después de la sesión de 1919, el Comité llevaría el número de sus miembros a 25. Entre ellos, por supuesto, con todos los merecimientos, al salvadoreño Don Pedro Jaime de Matheu Salazar.

Lausana 1919 se convirtió en una de las sesiones más importante del olimpismo. El movimiento demostraba vida después del conflicto, aumentaba la cantidad de sus miembros y variaba la procedencia de los mismos. De Matheu Salazar arrancaría su participación activa en el movimiento olímpico asistiendo a los Juegos de Amberes como representante del Comité Olímpico Salvadoreño, nombrado así por la Comisión Nacional de Educación Física que presidía don Alfonso Quiñónez Molina, quien un par de años más tarde sería presidente constitucional de El Salvador.

El diplomático salvadoreño fue miembro del COI desde aquel 1919 y durante 23 años hasta su fallecimiento en Madrid, en 1941.

Su participación más activa fue en la primera mitad de su membresía, en la década de los 20 y de esta se puede inferir que su dedicación por los ideales olímpicos trascendió la mera amistad con de Coubertin o la traducción de sus folletos. De Matheu fue fundamental en la reunión de México y naciones centroamericanas y del Caribe para la creación de los Juegos de esa región. En febrero de 1926, en una carta, Pierre de Coubertin felicita a de Matheu Salazar por su ardua tarea en la propagación del ideal olímpico. El manuscrito arranca diciendo “Querido colega y amigo…”.

La relación con el fundador del olimpismo moderno fue siempre muy cercana. Coubertin le dedicaba cartas con comentarios muy personales sobre la tarea que ambos desempeñaban. Quizás por la relación abierta cuando lo encomienda para el comité de propaganda del ideal olímpico, De Matheu Salazar se refería a él como “mi gran amigo”. Así comenzó una carta en la que felicita a Coubertin por la propuesta hecha por el comité del premio Nobel para que se le entregase al fundador del COI el premio de la paz vacante en 1928, en el siguiente año 1929. “Te has empleado más que nadie para unir a las personas y confraternizarlas con sentimientos nobles y elevados”, le escribía Don Pedro Jaime.

UN LEGADO ABRUMADOR
De Matheu Salazar logró dejar huella no sólo en el espíritu de Coubertin sino dentro del organismo. Las minutas de la Sesión del COI, realizada en el Salón permanente del ayuntamiento de Barcelona el 25 de abril de 1931, destacan que la votación fue cerrada y que las deliberaciones de Don Pedro Jaime fueron fundamentales para abrir paso al aumento de la participación femenina. También promovió el fortalecimiento de los eventos culturales dentro del programa de los Juegos Olímpicos, y en gran medida fue suyo el mérito de la conocida como Olimpiada Cultural de la cuál su hijo, el pintor Pedro de Matheu Montalvo, fue parte dentro de la exhibición oficial de Los Ángeles en 1932.

Cerca del arranque de la Segunda Guerra Mundial y ante el inminente peligro que significaba otro conflicto para la posteridad del movimiento olímpico, el secretario adjunto y consejero técnico del COI en aquella época, el alemán Werner Klingeberg, contactó a De Matheu Salazar para conocer la realidad deportiva de los países de América Latina y evaluar la posibilidad de llevar los Juegos a este continente.

“Le agradecería muchísimo que me enviara algunas de sus excelentes experiencias en esos países que me dé algunos consejos”, le escribió Klingeberg en septiembre de 1939. Un mes más tarde, De Matheu le respondió: “Acabo de recibir una carta del comité olímpico argentino de que Argentina tomaría la iniciativa de celebrar los Juegos Panamericanos en caso  que los Juegos de la XII Olimpiada en Helsinki (a celebrarse en 1940) no pudieran ser”.

Desplazado del servicio diplomático salvadoreño por el gobierno del General Maximiliano Hernández Martínez, quien además dejó de pagar sus obligaciones con la legación salvadoreña que representaba, De Matheu Salazar pasó a ser cónsul honorario en Madrid para la República de Honduras.

Desde este puesto continuaría su tarea en los años del conflicto civil español. Fue en su sede diplomática del No.51 del Paseo de la Castellana, que ofrecería albergo a los perseguidos por los revolucionarios españoles al tiempo que las tropas avanzaban a Madrid. Era marzo de 1937. Ahí  apareció pidiendo refugio José María Escrivá de Balaguer.

Estos son retazos de la relevancia de un salvadoreño que estuvo en el corazón de la historia política y deportiva del siglo XX. Son retazos que han quedado sueltos, a falta de ser unidos para reconstruir nuestra historia deportiva, esa historia que vive y es la nuestra, salvadoreña línea por línea.

Fuente de la Información: https://www.laprensagrafica.com/deportes/Don-Pedro-Jaime-de-Matheu-el-primer-olimpico-salvadoreno-20190729-0359.html

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El Salvador: En la capital de cada 1,000 adolescentes, 55 salen embarazadas

Redacción: El Salvador

El informe de calidad de vida 2018, El Salvador Cómo Vamos analiza la situación de Santa Tecla, San Salvador y Mejicanos. El embarazo en adolescentes es una de las causas de deserción escolar. Solo en San Salvador, tres de cada 100 jóvenes desertan.

“Los embarazos en adolescentes se ven hasta cierto punto como normales debido a la zona donde se encuentra esta institución educativa”, dice el director del Complejo Educativo Joaquín Rodezno, el profesor José Ramiro Aguirre. La escuela está ubicado en la 3a calle Poniente, en el centro de San Salvador, un sector rodeado de vendedores ambulantes y puestos informales.

Según el Informe de Calidad de vida 2018, El Salvador Cómo Vamos, los embarazos en adolescentes se consideran un problema social y de salud pública, debido a los riesgos en la etapa de gestación y del parto, así como las consecuencias económicas y sociales de las madres.

Según datos del Ministerio de Salud, que destaca el informe, la tasa de fecundidad es de 55 en adolescentes entre los 15 y 19 años, en el caso de San Salvador. Esto significa que por cada 1,000 mujeres en ese rango de edades hubo 55 nacimientos. En Mejicanos es de 35 por cada 1,000 y para Santa Tecla es de 28.

A criterio del director Aguirre, los jóvenes en edades de 12 a 15 años no tienen la información adecuada sobre educación sexual y los padres no educan al respecto.

“La mayor parte de jóvenes que asiste a esta escuela tiene padres que pasan gran parte del tiempo en el trabajo, que es en la calle; la influencia de ese ambiente las hace (a las adolescentes) tomar decisiones que al final les afecta”, opinó el educador.

En ese centro escolar a las jóvenes les explican sobre su derecho a la educación y de los cuidados prenatales. “Cuando conocen de su estado de embarazo, vienen a hablar conmigo para arreglar su situación, para no dejar de asistir a la escuela. Nosotros les alentamos a que sigan viniendo hasta donde su condición les permita y luego que regresen”, expone Aguirre.

A las alumnas embarazadas, con el afán de que sigan su educación, se les permite modificar la vestimenta para llegar a la escuela, puede ser una bata con los mismos colores del uniforme.

“Después de terminar su maternidad regresan a clases, las estamos esperando. Ellas se atrasan con los trabajos, exámenes y clases por lo que hay que modificarles el plan de estudios para que recuperen sus notas”, explica el director.

Sin embargo, el director manifiesta que hay estudiantes que dejan de asistir a clases, no dan explicaciones pese a saber que tienen el derecho a seguir con sus estudios.

“En esos casos, como docentes tratamos de investigar qué sucedió con la joven, por otras fuentes nos damos cuenta que está embarazada”, añade el director.

A causa de un embarazo, 698 mujeres en edades de 10 a 19 años abandonaron los estudios académicos, de acuerdo con datos del Mapa de Embarazos en niñas y adolescentes del 2017, presentado por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa). El registro también reporta que 9 hombres, en el mismo rango de edades, abandonaron su estudio porque su pareja estaba embarazada. Cuando ese documento fue presentado, el representante del Fondo de Población de las Naciones Unidas, Hugo González, opinó que la sociedad tiene que brindar las condiciones para que las menores de edad logren el mayor grado académico, por el bienestar familiar y social.

En la escuela Joaquín Rodezno, a nivel de educación básico en la materia de Sociales se imparten temas sobre la familia y el desarrollo humano, pero no tienen temas específicos sobre educación sexual como los niveles superiores.

“Aquí, el año pasado apareció una niña de 13 años embarazada, son casos que pasan en estudiantes desde tercer ciclo hasta el bachillerato. En los 14 años que tengo de trabajar aquí son a veces jóvenes de su misma edad los que las embarazan”, dice Aguirre.

El hospital de Maternidad registra 79 embarazos en niñas de 10 a 14 años de edad en el 2018.

Foto EDH / Archivo

En la Rodezno, a los alumnos de bachillerato les imparte la materia Orientación para la Vida, que tiene temas como el desarrollo del adolescente, cómo tomar decisiones. “En bachillerato siempre hay muchachas que pasan por esa experiencia (embarazo). Tenemos una psicóloga que trabaja muy de cerca con los jóvenes para orientarlos, ella va a los salones, los observa y lo que ve anormal lo clasifica y prepara un plan de atención para los estudiantes, ya sea por problemas de disciplina o en otros temas”, expone Aguirre.

Para él uno de los obstáculos que enfrentan para ayudar a que las alumnas sigan y aprueban su curso es que el sistema que registrar la asistencia de clases de los estudiantes está diseñado para bloquear cuando el alumno se ausenta.

“Hay un caso de una estudiante embarazada que solo asistió a clases como dos meses, y luego por su maternidad dejó de estudiar muchos días. El sistema, que se llama Siges y que controla la asistencia del estudiante, no permite que siga su año escolar si falta 30 días; ahora hay que gestionar en el Ministerio de Educación para que ella continúe con su grado escolar”, dice el educador.

Estadísticas del Ministerio de Educación mostraban que el año 2017 registraron al menos de 3,000 casos de alumnas embarazadas, una cifra menor a los 5,000 casos que se presentaban dos años atrás.

Cómo vamos en Salud y Educación

Una de las conclusiones en el apartado de Salud, del informe de El Salvador Cómo Vamos, menciona que es necesario hacer esfuerzos para aumentar la cobertura y calidad en atención prenatal, ya que según datos del Ministerio de Salud, muchos niños de madres adolescentes nacen con bajo peso, lo cual conlleva a muchas complicaciones para el neonato, como problemas de desarrollo cognitivo, riesgo de padecer enfermedades crónicas como diabetes o cardiovasculares en etapas posteriores de la vida.

Según datos del Ministerio de Salud, el porcentaje de nacidos con bajo peso en San Salvador y Mejicanos es del 10 %, mientras que en Santa Tecla es del 12 %, y a nivel nacional el promedio es del 9 %.

En el apartado de Educación, de El Salvador Cómo Vamos, los jóvenes en edades entre 16 y 18 años, la asistencia escolar es del 77 % en Mejicanos, 72 % en San Salvador y 83 % en Santa Tecla, lo que significa que hay un porcentaje importante entre un 15 % y 28 % de jóvenes que no están dentro del sistema educativo y que existen factores para que desistan de estudiar a medida que aumenta su edad.

Una de estas razones, en el caso de las jóvenes puede ser el embarazo en la edad adolescente.

Según datos proporcionados por el Ministerio de Educación, la tasa de deserción para San Salvador es del 3.3%, en Mejicanos es del 4.5 % y en Santa Tecla es del 2.2 %.

Estos datos concluyen que de cada 100 niños que se matricularon en algún centro escolar de San Salvador, Mejicanos y Santa Tecla, tres, cuatro o dos, respectivamente, abandonaron los estudios en el transcurso del año, donde son más niños que niñas los que abandonan la escuela, en San Salvador y Mejicanos, mientras que en Santa Tecla el porcentaje de deserción es el mismo en ambos sexos.

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Autoridades de Educación… ¡Refuercen al INTI!

Por: Pedro Roque. 

 

El ITI necesita una completa renovación de sus instalaciones y de los equipos mecánicos, automotrices, eléctricos y electrónicos y de enseñanza y aplicación de las nuevas tecnologías, ya en la entrada de cuarta revolución industrial, para que los graduados salgan bien preparados y sean apreciados en sus empleos.

Yo lo sigo llamando ITI y sintiéndome orgulloso, porque lo disfruté tres años, pues siendo hijo de un excelente mecánico, Humberto Roque, graduado del Santa Cecilia y haberme criado en su taller, nunca dudé de que mi vida se desarrollaría en la mecánica, y en el ITI encontré las explicaciones técnicas y científicas del oficio que mi padre me había enseñado.

Hace unos ocho años lo visité junto al actual director, y al ver la condición de obsolescencia de todo y lo que había moderno funcionaba a medias, me dijo: “¡Estamos en la Lipidia!”. Escribí sobre la condición de entonces y lo único que recibió el director del Ministerio fue una llamada de atención. Pero algunos exalumnos sí respondieron con ayudas… Dos años después lo visitamos nuevamente junto con un excompañero y nos dimos cuenta de que “Seguía en la Lipidia”…

Entonces convoqué a unos excompañeros de diferentes graduaciones y nos movilizamos para buscar apoyos y conseguimos donaciones de herramientas y materiales eléctricos y electrónicos y que se unieran a un proyecto, “Puentes para el Empleo” de USAID, en el que han desarrollado, carreras cortas y ya están recibiendo donaciones de aparatos para soldar y tornos… Pero el INTI no debe seguir sobreviviendo de donaciones. Hay que invertir en modernizarlo.

El ITI fue mi catapulta para a estudiar ingeniería mecánica en Alemania y recuerdo que durante mis prácticas, trabajando con un experto tornero en un gran torno vertical, una pieza de un metro y medio de diámetro para el embrague de una gran prensa, analizando el proceso de trabajo me explicó cómo lo haríamos. Le pedí el plano y le propuse otro proceso más seguro para conseguir la exactitud de centésimas… Él puso atención a mi propuesta y me dijo: “Pedro, tienes razón tu proceso es más seguro”… Tomamos la grúa y le dimos vuelta a la gran pieza… Después me preguntó: ¿Dónde aprendiste a pensar tridimensionalmente?… Orgullosamente le respondí: En el ITI en El Salvador…

Pero el ITI necesita una completa renovación de sus instalaciones y de los equipos mecánicos, automotrices, eléctricos y electrónicos y de enseñanza y aplicación de las nuevas tecnologías, ya en la entrada de cuarta revolución industrial, para que los graduados salgan bien preparados y sean apreciados en sus empleos.

Aquí está sucediendo como en otros países, que en el ánimo que los hijos sean titulados superiores, los padres se esfuerza porque sean ingenieros y menosprecian las carretas técnicas intermedias, y pronto habrá, si es que no lo hay ya, un superávit de ingenieros y un déficit de excelentes técnicos.

Lo que resuelva la vida no son las carreras superiores, sino el aprendizaje aplicado tanto en empresas, como en los propios negocios. Me conmueve cuando encuentro a ingenieros con mucha preparación teórica y casi nada de práctica, desempeñando trabajos de técnicos y aprendiendo lo que debieran haber aprendido en los institutos técnicos para los trabajos que desempeñan.

Si vamos a un salto cualitativo, en las pirámides organizacionales de las empresas hacen falta más técnicos de nivel medio que titulados superiores, y de ahí, que hay titulados superiores desempeñando trabajos de técnicos de nivel medio. Hace días al entregar mi carro para una revisión en una agencia, el empleado que lo recibió es un ingeniero, quizás frustrado por haber estudiado tanto para el trabajo que desempeña, y resulta, que nunca ha desarmado un motor, ni una caja de velocidades.

Señores del Ministerio de Educación, refuercen y apoyen al INTI para que las empresas reciban técnicos de nivel medio excelentemente preparados y si se dedican a sus propios negocios, como montar taller de mecánica, electrónica, electricidad o informática, o una empresa distribuidora en su especialidad, sean excelente emprendedores.

Fuente del artículo: https://www.elsalvador.com/opinion/editoriales/autoridades-de-educacion-refuercen-al-inti/618813/2019/

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Socializar los costos: Pensiones, deuda pública y captura del Estado en El Salvador

Por: Saira Barrera y Armando Álvarez.

Fantástica actividad interactiva para aprender a realizar debates. Haced clic en la imagen para acceder a ella.

 

Como parte de la serie de investigaciones “Élites, desigualdad y captura del Estado” impulsada por Oxfam y CLACSO, estudiamos la captura del Estado en la política de endeudamiento público en El Salvador. Donde centramos nuestra atención en la deuda pública generada por el costo de transición de la reforma previsional de 1996 en la cual se pasó de un sistema de reparto público a un sistema de capitalización individual privado.

Para comprender los principales hallazgos, es necesario contextualizar que durante el 2017 El Salvador tuvo serios problemas de deuda pública, lo que provocó que en abril de ese mismo año el Estado cayera en impago. Al igual que en muchos otros países, la principal explicación que se dio a nivel mediático fue un gasto público muy elevado, por lo que las políticas económicas recomendadas fueron los recortes de gasto generalizado.

La investigación permitió identificar los problemas de la deuda pública con los costos de transición de la reforma de pensiones de 1996 y las post-reformas que se dieron para aumentar las bajas tasas de reemplazo que el sistema privado de capitalización individual otorgaba.

Los principales beneficiarios de este proceso de endeudamiento fueron las Administradoras de los Fondos de Pensiones (AFP), que han estado vinculadas con los grandes conglomerados financieros. Por su parte, la población en general fue la principal afectada, pues al no haber una reforma tributaria que dotara de mayores ingresos al Estado, los ajustes fiscales se hicieron principalmente a través de congelamientos del gasto público en áreas tan sensibles como educación, salud e inversión. La austeridad fue (y sigue siendo) un subterfugio para mantener intactos los privilegios de las AFP y para evitar dotar de progresividad al sistema impositivo. En pocas palabras, las reformas previsionales han sido un mecanismo de redistribución regresivo en El Salvador.

¿Qué mecanismos de Captura del Estado se identificaron?

  • Mecanismo político: la puerta giratoria. En la investigación se pudo constatar que funcionarios públicos de los gobiernos del partido de Alianza República Nacionalista (ARENA), quienes estuvieron directa e indirectamente vinculados con el proceso de la reforma de pensiones, pasaron a formar parte de las juntas directivas de las AFP que ellos mismos habían promovido. Es decir, algunos de los funcionarios que promovieron la privatización del sistema de pensiones se beneficiaron de este proceso. Por otro lado, algunos de estos funcionarios también formaron parte de la Fundación Salvadoreña para el Desarrollo Económico y Social (Fusades), uno de los principales tanques de pensamiento de El Salvador que contribuyó a nivel ideológico a identificar el problema de la deuda con el despilfarro en el gasto público.
  • Mecanismo mediático: el respaldo de los principales generadores de opinión pública. Se dio seguimiento a los dos periódicos de mayor circulación en El Salvador: El Diario de Hoy y La Prensa Gráfica. Se retomaron los editoriales publicados durante las semanas cercanas de las reformas previsionales, en ellos se pudo constatar el respaldo al sistema privado de pensiones, a los recortes del gasto público, etcétera.
  • Mecanismo académico:el caso de la Fusades. Se estudió la postura de la Fusades durante las diferentes reformas previsionales, lo que permitió constatar cómo el tanque de pensamiento pasó de señalar la necesidad de una reforma fiscal para solventar los costos de transición al sistema de pensiones, a formar parte durante el 2017 de una iniciativa que promovió la idea de que la deuda pública era generada por el despilfarro del gobierno y, además, promovió la reforma de pensiones realizada durante ese mismo año que dejó intacto los intereses de las AFP y comprometió aún más las ya bajas tasas de reemplazo.

Desafíos para combatir la Captura del Estado en el sistema de pensiones

Uno de los enormes desafíos que deben enfrentar las sociedades para combatir la captura en los sistemas de pensiones, es la educación previsional. En las distintas reformas previsionales estudiadas, la clase trabajadora tenía poco conocimiento en relación al funcionamiento del sistema de pensiones y en relación a las reformas que se estaban proponiendo. Lo anterior dificulta que la clase trabajadora pueda manifestar su postura frente a las reformas que la benefician o perjudican respectivamente y, adicionalmente, facilita que subterfugios como la necesidad de las políticas de austeridad encuentren cabida en el ideario de las personas.

Un segundo desafío al momento de combatir este tipo de captura es que, al menos para el caso de El Salvador, las AFP forman parte de importantes conglomerados financieros que guardan una relación muy estrecha con el Estado (a través de la deuda pública, por ejemplo). Esto les otorga una enorme capacidad de negociación. Para realizar un contrapeso, es necesario que la clase trabajadora se encuentre organizada.

Fuente de la reseña: https://www.clacso.org/socializar-los-costos-pensiones-deuda-publica-y-captura-del-estado-en-el-salvador/

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Debilidad del Estado y violencia criminal

Por: Luis Armando González.

 

“Buda en la tradición oriental y Aristóteles en la  tradición occidental aconsejaron sabiamente sobre la tendencia innata de la humanidad a perseguir ilusiones fugaces en vez de dedicar sus mentes y sus vidas a fuentes de bienestar a largo plazo más profundas”.

  1. Sachs

 

  1. Introducción

La hipótesis central de las presentes reflexiones es que no se puede comprender a cabalidad el problema de la violencia criminal en El Salvador si no se toma en cuenta la debilidad del Estado salvadoreño –suscitada inicialmente en el marco de la guerra civil y y profundizada bajo el embate de las reformas neoliberales de los años noventa— en sus competencias exclusivas en materia coercitiva, en su potestad para someter al imperio de la ley a cuantos la vulneren y en sus capacidades para asegurar el orden social a partir de procesos democráticos y de mecanismos generadores de bienestar social.

Es casi seguro que, entre quienes lean detenidamente los razonamientos y argumentos esgrimidos para sustentarla, no faltarán los que rechacen de plano no sólo la hipótesis aludida, sino otras que se derivan de (o están relacionadas con) la misma; por ejemplo, la que sostiene que el experimento de crear una nueva policía –la Policía Nacional Civil (PNC)— resultó costoso para la sociedad, pues las condiciones sociales y culturales del país al salir de la guerra (condiciones caracterizadas por la anomia y reductos de violencia social y criminal), y las que se generaron en el marco de la reforma neoliberal de los noventa, requerían de un Estado fuerte (y por tanto, un cuerpo policial fuerte), capaz de resguardar el orden y de contener la proliferación de nuevos reductos de violencia asociados al auge privatizador de la primera postguerra y a los espacios generados en una sociedad fracturada que en sus mecanismos de integración y convivencia.

El planteamiento anterior va a contracorriente de la visión que ha sido predominante en nuestro país, según la cual en la creación de la nueva policía lo importante era que se alejara radicalmente del modelo autoritario de la antiguos cuerpos de seguridad pública. Aspiración loable como la que más, pero que involucraba aspectos que en su momento no se supieron distinguir como era debido y que, dada la herencia de la guerra, y las dinámicas sociales y criminales de la postguerra, se han revelado contraproducentes. Para el caso, se creyó que una manera de impedir que el nuevo modelo de policía estuviera en función del orden democrático –siendo una instancia regida en su quehacer policial por el respeto irrestricto de los derechos humanos— era disminuir sus capacidades coercitivas, como si  esas capacidades en sí mismas fueran la condición para la deriva autoritaria, y no el uso discrecional de las mismas o la instrumentalización de las estructuras policiales por parte de grupos de poder económicos o políticos.

Confundir poder coercitivo del Estado con autoritarismo fue un error. Lo mismo que fue un error confundir democracia con ausencia (o disminución) de la capacidad coercitiva del Estado. La experiencia salvadoreña, y la de otras naciones en situaciones históricas parecidas, es aleccionadora: el Estado salvadoreño no se hizo más democrático por haber haber visto disminuidas sus capacidades como la única instancia facultada para el ejercicio legítimo de la coerción, sino que se volvió impotente para garantizar la paz pública y una convivencia social regida por el respeto a la dignidad de los demás.

Y, por último, así como el poder coercitivo del Estado no puede identificarse mecánicamente con el autoritarismo, tampoco ese poder se traduce automáticamente en violaciones a los derechos humanos. Depende de cómo se lo use: y en una sociedad en la cual la violencia criminal y la voracidad de los ricos más ricos ponen en riesgo la vida y seguridad de las personas, el poder coercitivo del Estado debería ser usado para defender derechos humanos fundamentales de la población. Para que esto pueda darse, el poder coercitivo del Estado (su facultad para hacer un uso legítimo de la fuerza y asegurar el imperio de la ley) no debe estar disminuido o erosionado, sino todo lo contrario.

  1. El problema de la violencia criminal

Salvo contadas excepciones, nadie razonable –y que conozca la historia cotemporánea de El Salvador— podrá negar que, desde el fin de la guerra civil (1981-1992), la criminalidad organizada (y, en general, la violencia social) se ha convertido en un problema que ha desbordado la capacidad de los distintos gobiernos de posguerra para hacerle frente de manera eficaz y, por consiguiente, para reducirla a expresiones mínimas. Es un fenómeno que, además, se ha complejizado extraordinariamente y ha extendido su capacidad influencia en el tejido social y territorial. La persistencia de prácticas homicidas, que fácilmente ronda un promedio de unos 4 mil asesinatos por año desde 1994 hasta 2018 es un síntoma de la gravedad de la situación[1].

Obviamente, los homicidios son la muestra más dramática de la violencia criminal y social, pero no es la única, pues a ella se suman extorsiones, tráfico de armas y drogas, contrabando de vehículos, trata de personas, prostitución y, en fin, todas las actividades propias de redes criminales que se han consolidado, además haber regionalizado algunos de sus rubros, cuando menos de desde finales de los años noventa.

Las opiniones fáciles, orientadas a encontrar “culpables” a la medida, están a la orden del día. Los gobiernos y los presidentes suelen ocupar el primer lugar en la lista de responsables; aunque no siempre se les achacan las mismas fallas: a alguno se le reprocha haber sido excesivamente tolerante; a otro, el haber sido demasiado represivo; a uno tercero, haber hecho de la lucha en contra del crimen una bandera política; y a un cuarto por la incapacidad para conciliar debidamente la prevención con la represión.

En las argumentaciones más ligeras, el crimen ha extendido sus garras, y no ha sido contenido por los gobiernos, debido a la mala voluntad, torpeza o negligencia de los funcionarios públicos, comenzando naturalmente con los presidentes y siguiendo con los ministros de Justicia y Seguridad Pública, y Defensa, hasta terminar con los directores de la Policía Nacional Civil (PNC). O sea, desde esta lectura, se trataría de fallas personales que, aunque incluya un componente institucional, siempre estaría subordinado al primero, en el sentido de que las instituciones no habrían cumplido con el cometido de contener la violencia criminal por la incompetencia, mala voluntad, etc., de sus titulares.

Corrientes de opinión y de ideas promovidas por las empresas mediáticas tradicionales y de nuevo tipo (Internet, redes sociales, etc.) han contribuido a posicionar en el imaginario colectivo la tesis de la mala voluntad y las deficiencias (o intereses) personales en el tratamiento gubernamental del crimen. Esto facilita ciertamente la diatriba pública, pero impide explorar otras posibles explicaciones –quizás más razonables y fundamentadas— para explicar no sólo constancia de graves prácticas criminales a lo largo dos décadas y media (1992-2019), sino la expansión y complejidad de esas prácticas (por ejemplo, la territorialización del crimen, la mutación de las maras al vincularse con el crimen organizado y la regionalización de la violencia criminal[2]). En contrapartida, los sucesivos gobiernos, a partir de 1994, lejos de tenerlo más fácil, lo han tenido mucho más dificil, heredando cada uno de ellos situaciones de violencia criminal de mayor complejidad e impacto en la sociedad.

Dirigir la mirada a los yerros personales de los funcionarios –que seguramente los ha habido, como siempre sucede con los seres humanos— tiene el terrible defecto de hacer demasiado fácil la solución. O sea, si fuera por mala voluntad o por incompetencia que el crimen no ha sido contenido, bastaría con encontrar a personas de buena voluntad y competentes, y asunto resuelto.

Pero, ¿alguien puede asegurar, con evidencias firmes, que cada una de las personas que ha tenido que ver con temas de seguridad ha obrado de mala voluntad y ha sido incompetente en asuntos de combate al crimen? Si fuera el caso, tendríamos un gran problema en el país en materia de selección de funcionarios, pues en 30 años sólo habríamos tenido, en tareas de gobierno –específicamente, en las areas de seguridad— a los funcionarios indebidos. Y, si se acepta eso, no se puede menos que caer en el pesimismo, acerca de si acaso haya alguna persona competente y de buena voluntad que cambie el rumbo del país en materia de seguridad.

 

 

  1. La exploración de otras vía de explicación

 

Por lo argumentado, la “explicación” de la persistencia, complejización y auge del crimen después de 1992 por la vía de las fallas personales arroja más dudas quie certezas. Es pertinente explorar otras, que atiendan más a los cambios sociales, culurales, políticos y económicos de El Salvador durante la guerra civil y en la postguerra. Asimismo, es necesario volver la mirada hacia el Estado, y no sólo hacia los gobiernos, pues en definitiva la estabilidad del orden social, la convivencia pacífica y justa, y el bien común no son responsabilidad exclusiva de uno de los Órganos de Estado –el Ejecutivo—, sino también del Legislativo y del Judicial. Perder de vista que es el Estado salvadoreño el que ha sido desbordado por el crimen significa no caer en la cuenta de la gravedad de la situación, así como cerrarse a interpretaciones más realistas del auge de la violencia criminal.

 

3.1. Un Estado débil ante una realidad compleja

No ver el asunto como algo que atañe al Estado en su conjunto supone seguir repitiendo la tesis de que todo obedece a yerros personales o, en todo caso, al fracaso de las políticas de seguridad dictadas por los Ejecutivos y a la ineficacia de la Policía Nacional Civil, que ha terminado por asumir, casi en exclusiva, la responsabilidad de lidiar con quienes viven del crimen. El recurso de “última de instancia” del Estado para asegurar la paz pública se ha convertido en el primero y casi exclusivo; y el fracaso de la PNC para doblegar a los criminales pone de manifiesto, más que su incompetencia o la del Ejecutivo, la debilidad del Estado salvadoreño, en virtud de la cual sus funciones de proteger la vida, integridad y bienes de los habitantes de la República, a partir de sus atribuciones legales y de su facultad indelegable del uso legítimo de la fuerza, no han podido ser cumplidas a cabalidad en la postguerra.

Y la debilidad del Estado se pone de manifiesto, entre otras esferas, en la debilidad del cuerpo policial surgido de la firma de los Acuerdos de Paz. Se trató, como se reconoce positivamente en distintos ámbitos, de un experimento novedoso y encomiable, con el que se quiso poner un punto y aparte respecto de los temidos y desprestigiados, por represivos y corruptos, cuerpos de seguridad pública que tuvieron a su cargo las tareas coercitivas durante casi todo el siglo XX. Experimento novedoso y encomiable –no hay persona comprometida con los derechos humanos que no haya celebrado (y celebre) la creación de una Policía Nacional Civil y la desaparción de los cuerpos de seguridad hasta entonces presentes en el entramado coercitivo del Estado—, pero fue un experimento arriesgado.

Arriesgado no tanto por las dificultades que suponía la creación de una nueva institución policial a partir de la incorporación, como punto de arranque, de miembros de los antiguos cuerpos de seguridad y del FMLN, sino porque el país recién salía de una guerra civil de casi una década, durante la cual se incubaron y desarrollaron hábitos y odios propios de las guerras, así como comportamientos, dentro y fuera de las zonas de guerra, francamente ilegales y criminales.

La expresión “conflicto armado” y toda la imaginería pacifista que la acompañó –con canciones como “Patria querida”— no ayudaron mucho a hacerse cargo de ni de la dureza y tragedia de la guerra ni del impacto de la misma en las redes de convivencia social, en la psicología los individuos, en los miedos, en los hábitos violentos, en el rechazo de la legalidad y en los rencores y odios que se incubaron en esos diez años. El recurso a las armas y a la violencia mortal en contra de otros como alternativa a la defensa de la propia vida, o como medio para defender ideas o cobrarse agravios, fueron parte de la cotidianidad de la sociedad salvadoreña en una década si se hace el conteo desde 1981 hasta 1982, pero son casi dos décadas si se suman los años setenta, con una violencia extraordinaria, que fue creciente a partir de 1975.

Otras naciones, como España, que tuvieron una guerra civil de menor duración (1936-1939) no dejaron que se perdiera el sentido de la tragedia que golpeó a su gente, y que aún ahora sigue estando presente con el clamor de justicia por parte de victimas sobrevivientes o familiares que saben y sienten que las heridas siguen abiertas, pese al tiempo transcurrido. En El Salvador, una década de violencia, terror, bombardeos, dolor, muerte y desplazamientos masivos forzados quiso ser borrada de la memoria eliminando del discurso público la expresión “guerra civil” y reemplazándola por la expresión “conflicto armado”. La nueva expresión terminó por imponerse, incluso en los ambientes de la izquierda política e intelectual, salvo por unos cuantos necios que se mantuvieron firmes en su defensa de una formulación que recordaba la crudeza de la década de los ochenta.

La realidad, sin embargo, es terca. Sin importar las palabras que se inventen para adulcorarla u ocultar sus presencia, siempre se las arregla para recordarnos que está ahí, que tiene sus dinamismos y modos de ser, que escapan a los deseos, sueños, fantasías o voluntad humanas. Y, así, por más que en todos estos años se haya querido “suavizar” lo sucedido en los años ochenta llamándolo “conflicto armado” (y vivido con la ilusión de que las heridas se cerraron con el “perdón y el olvido”), el requebrajamiento de la convicencia social que se suscitó en esa década, la cultura de violencia y de abuso que se incubó, el irrespeto a la vida, la proliferación de armas, las prácticas ilegales e inhumanas que se hicieron normales, la erosión de la autoridad pública, etc., no dejaron de existir después de 1992, sino que eran la marca de la sociedad salvadoreña que estrenaba un marco político-institucional distinto al que había regido su vida en las décadas anteriores.

Lo novedoso era, precisamente, el nuevo marco político-institucional creado con los Acuerdos de Paz (a lo que se añadiría un nuevo esquema económico), pero la sociedad era la de la guerra y la de le década anterior a la guerra. Una sociedad caracterizada, para decirlo técnicamente, por la anomia, es decir:

“una situación de decadencia de los controles a los que los individuos estaban sometidos y con ello de los límites a que éstos debían acotar la acción individual como consecuencia de la rápida transformación social… A raíz de este debilitamiento identificado como anomia, los individuos han dejado de tener clara la diferencia entre lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo… en este contexto en el que los límites se encuentran debilitados o no existen, el individuo se encuentra en una situación complicada debido a que sus pasiones y deseos se hallan desbocados al perder todo punto de referencia. Este hecho le genera un constante sentimiento de frustración y malestar, ya que todo aquello que logra le parece poco, pues siempre quiere algo nuevo que supone le generará un mayor placer… La anomia… se caracteriza por la falta de límites a las acciones individuales, ya sea porque no hay normas que las regulen o porque no hay fuerzas colectivas que sean capaces de sostenerlas como tales y que se preocupen por garantizar su cumplimiento”[3].

 

3.2. La criminalidad en los años ochenta y su continuidad en la postguerra

 

A ese contexto no le fueron ajenas las actividades criminales. Por un lado, las vinculadas directamente a las dinámicas de la guerra (tráfico de armas, drogas, prostitución, extorsiones, secuestros) y en la que eran protagonistas principales militares y policías –mandos y miembros de rangos inferiores—;  por otro lado, las favorecidas por la situación de guerra, que involucraban a civiles, no necesariamente desligados de las actividades criminales oficiales. En su conjunto, esas actividades criminales se diluían en las dinámicas de la guerra, que eran las que ocupaban la mirada pública. Sin embargo, tenían su propia lógica, pues sus protagonistas estaban guiados por el interés de obtener beneficios materiales a expensas de otros, usando la fuerza y amparados no sólo en el clima de impunidad favorecido por la guerra, sino en el poder institucional del que estaban revestidos.

Se operaba en esos años una mezcla del uso de la fuerza institucional con fines políticos con el uso de esa misma fuerza con fines criminales de amplio calado, y no ya sólo para las prácticas criminales –como las llamadas “mordidas”— que fueron propias de los aparatos de coerción autoritarios tradicionales. La guerra civil puso en manos de estos aparatos, especialmente de la Fuerza Armada, una exorbitante cantidad de poder y recursos, a partir de lo cual fue posible la creación de rubros criminales de envergadura (como el tráfico de armas o de drogas).

Que las preocupaciones suscitadas por la guerra impidieran prestar atención a las fracturas sociales existentes, a las dinámicas que generaban esas fracturas y a la profundidad de las mismas no quiere decir que no estuvieran ahí y que no continuaran después de 1992. Visto con la mayor objetividad posible, un El Salvador resquebrajado socialmente, con una cultura de muerte y de miedo incubada y desarrollada a lo largo de una década y media, con dinámicas criminales incrustadas en su interior y cobijadas en la impunidad… Ese era El Salvador que (re) comenzaba su andadura en la posguerra.

Y con ese país, y con otro, era que tenían que lidiar las autoridades públicas, y en sus expresiones violentas y criminales la responsabilidad recaía en un cuerpo policial no sólo recién creado, sino con debilidades extraordinarias (en sus atribuciones, recursos, conformación) respecto de la ingente tarea que se depositaba sobre sus espaldas. Casi que cae por su peso, visto desde ahora, que la Policía Nacional Civil no estaba lista para asumir la extraordinaria tarea que se le estaba encomendando; la “violencia social y criminal”[4] que se había gestado en la guerra, y que en los años posteriores se desató de manera prácticamente incontenible, superaba las capacidades de este cuerpo coercitivo de nuevo tipo. Tal parece que ha sido así desde entonces, pues el crimen no ha dejado de ir siempre un paso adelante –en recursos, poder, organización e impacto en la convivencia— de la PNC.

Para haber podido enfrentar con solvencia la violencia criminal la PNC debió haber nacido con la fortaleza suficiente de cara al reto que tenía que ante sí, pero además no tenía que hacerlo sola. El sistema de justicia en su conjunto debió haberse sumado al esfuerzo, para lo cual también era preciso establecer las sinergias institucionales necesarias y orientarlas en dirección a la grave situación que ya entonces laceraba el tejido social y familiar. Naturalmente que para que ello fuera posible se requería una comprensión realista de las dinámicas de violencia social y criminal, lo mismo que de las fracturas sociales y culturales, generadas en la guerra y que seguían presentes pese a la firma de los Acuerdos de Paz. De muy poca ayuda resultaban las elaboraciones fantasiosas de un país que de la noche a la mañana borraba su pasado de dolor, tragedia y muerte, y decidía vivir en paz y armonía. Quienes se creyeron esas ilusiones, y tomaron decisiones a partir de ellas, cometieron terribles errores, que posteriormente hicieron más difícil hacer frente a los problemas de inseguridad y violencia.

 

Una visión realista de las fracturas sociales y culturales existentes entonces, de la anomia casi generalizada, de la fuerte presencia del crimen y de la impunidad, hubiera permitido caer en la cuenta de que era un Estado fortalecido el que podía (y tenía) que conducir al país en la transición de postguerra. Un Estado debilitado estaba condenado al fracaso, pues la debilidad estatal –expresada en la disminución de (o renuncia a) sus atribuciones legales y coercitivas en la conducción de la sociedad—  no hizo más que favorecer, como consecuencia querida o no querida, la proliferación de actividades, criminales o no, en manos de agentes privados fuera de control. Y los agentes criminales, sean individuales o colectivos, son agentes privados, es decir, agentes que miran exclusivamente por su propio beneficio, a partir del control de los nichos de mercado (drogas, armas, extorsiones, prostitución, tráfico de personas) en los que operan.

 

3.3. El Estado salvadoreño en la posguerra y la ofensiva neoliberal

 

El Estado salvadoreño sale de la guerra deslegitimado y debilitado, y, por ello, sin capacidad para encarar los desafíos que el “desorden social”, fraguado en la guerra y presente en la postguerra, plantea de manera ineludible. No se trataba de una experiencia inédita en el mundo. Otras naciones que vivieron situaciones parecidas, o más graves, en el siglo XX enfrentaron el mismo desafío (Guatemala, Chile, España, Japón, las naciones del ex bloque del Este, China, la ex URSS), y los resultados mejores o mejores dependieron de la fortaleza o debilidad de sus Estados. Una lección que no conviene olvidar es que cuando una sociedad ha tenido una severa crisis en su interior, por ejemplo una guerra civil o una crisis o transformación económica o política de envergadura, no es conveniente que se la deje ir a la deriva, ya que en esos escenarios se fraguan dinámicas perniciosas (violentas, criminales y anómicas; del sálvese quien pueda) que se serán un férreo obstáculo para la construcción de un orden social estable, democrático y pacífico[5].

En el caso de El Salvador, además de la pérdida de legitimidad y de una importante disminución de su poder territorial durante la guerra, el Estado se vio inserto, en la postguerra, en un clima de ideas y decisiones emanadas del paradigma neoliberal, el cual a su vez hacía parte de la trasformaciones generadas por la globalización capitalista[6]. Cuando la guerra no terminaba, los influjos neoliberales se comenzaron a sentir con el gobierno de Alfredo Cristiani (1989-1994), pero el contexto del país hacía imposible implementar las reformas económicas neoliberales emanadas del Consenso de Washington[7].

La guerra era un obstáculo para ello; los grupos de poder económico emergentes eran conscientes de que si no se le ponía fin sus posibilidades de convertirse en los “ricos más ricos” de El Salvador no se harían realidad en el corto plazo. La guerra terminó, en efecto, en 1992. La sociedad salvadoreña no había salido del shock causado por aquélla. Y una derecha (económica y política), embebida de la doctrina neoliberal, estuvo en condiciones de implementar –toda vez que continuó en el control del gobierno en los tres periodos presidenciales siguientes a la gestión de Cristiani y sin presiones sociales o políticas significativas— un conjunto de reformas orientadas al diseño de un nuevo ordenamiento económico. El Salvador se convirtió en otro ejemplo, de los muchos ofrecidos por Naomi Klein en su libro la Doctrina de Shock, de que en sociedades sacudidas por la violencia y el deterioro institucional y el inmovilismo ciudadano el neoliberalismo pudo imponerse sin mayores obstáculos.

Consecuentes con los lineamientos de la doctrina neoliberal, según los cuales el Estado es una pesada carga para la sociedad, además de ser, por sus intervenciones excesivas, pernicioso para la economía de mercado, los abanderados del neoliberalismo en El Salvador procedieron en consecuencia debilitarlo, principalmente en sus recursos y atribuciones reguladoras de la economía, pero también en sus capacidad para atender demandas y necesidades sociales de envergadura, como las vinculadas a la educación, la seguridad y el bienestar social.

La ofensiva privatizadora –por ejemplo, reprivatización de la banca, privatización de la electricidad, las telecomunicaciones y las pensiones— estuvo encaminada a fortalecer al mercado y a debilitar al Estado, en sus responsabilidades como garante último del bienestar colectivo y en sus atribuciones y capacidad de regular la esfera económica. El poder del Estado salvadoreño estuvo en juego en la postguerra. Y, con la arremetida neoliberal de los gobiernos de Cristiani, Armando Calderón Sol (1994-1999) y Francisco Flores (1999-2004), ese fue disminuido de manera significativa.

Se le llamó “reducción” o “adelgazamiento” del Estado, lo cual supuso disminuirle sus capacidades para intervenir en la esfera económica –que desde entonces quedó en manos exclusivas de agentes privados cada vez más transnacionalizados— y cederle responsabilidades en ámbitos en los cuales los capos del mercado no tuvieran interés o en las cuales sólo fuera posible la rentabilidad si se copaba una parte de esos ámbitos, dejando en manos del Estado aquellas que se mostraban poco viables de ser mercantilizadas. Fue el destino de una parte importante de la salud, la educación y la seguridad, en donde la privatización ha sido parcial, pero no despreciable en lo que se refiere a la rentabilidad que ha redituado a los agentes que controlan la parte de cada una de ellas que ha sido privatizada[8].

En cada de uno de esos rubros, la capacidad instalada, la tecnología y los recursos disponibles son abismalmente distintos a las que, en su conjunto, presenta la parte pública. La salud pública, la educación pública y la seguridad pública, desde 1992, se fueron rezagando respecto de la salud, la educación y la seguridad privadas, poniendo de manifiesto la creciente debilidad del Estado salvadoreño para hacerse cargo plenamente de las demandas y necesidades derivadas de cada uno de esos ámbitos. En la medida que el Estado se mostró impotente para atender esas y otras demandas ciudadanas, su traslado al mercado se hizo prácticamente ineludible, pues es éste el que ofrecía (y ofrece) opciones de salud, educación y seguridad a quienes se ven defraudados por los bienes y servicios públicos y están en condiciones de pagar por una oferta privatizada de los mismos. Los excluidos, los pobres, los marginados se quedan atados a lo que un Estado debilitado, mal que bien, les pueda ofrecer en salud, educación y seguridad.

El Estado salvadoreño fue “reducido” o “adelgazado” para que el mercado (y sus jerarcas) pudiera entrar en escena como el mecanismo regulador no sólo de la economía, sino de la convivencia social, dando a cada cual lo que le corresponde –en salud, educación, seguridad y bienestar— según sus propios recursos como consumidor. Esa es la utopía de los neoliberales radicales que El Salvador, como en ninguna otra nación, no se ha podido realizar plenamente, pero sí ha permitido, en la puesta en práctica del neoliberalismo salvadoreño, dejar en manos del mercado, en primer lugar, la esfera económica, en la cual el Estado no tiene una participación significativa; y, en segundo lugar, rubros sociales que, total (como las pensiones) o parcialmente (como la salud, la educación y la seguridad) ofrecen posibilidades de rentabilidad nada despreciables.

La ofensiva antiestatista de los años noventa estuvo inspirada en el discurso neoliberal fraguado en contra del Estado de bienestar. Expresiones como “inflación”, “parasitismo burocrático”, “ineficiencia del sector público”, y otras del mismo calado circularon en los ambientes empresariales, mediáticos y académicos como moneda de uso corriente para legitimar los programas de “ajuste”, así como la privatización de empresas y activos estatales.

Al término de la segunda década del siglo XXI, el antiestatismo sigue presente, convertido en un discurso antipolítica que, en lo fundamental, repite ideas de los años noventa: la carga social del sector público, el peso de la burocracia y su ineficiencia, el fracaso del Estado en los ámbitos de la salud, la educación y la seguridad, y, en fin, que el remedio para los males de la economía y la sociedad está en el mercado y sus agentes. Hay una razón que explica la pervivencia de ese antiestatismo de cuño neoliberal, y es la existencia de rubros que están a la espera de ser copados por el sector empresarial, como lo son la totalidad de la salud, la educación y la seguridad, y el agua potable.

Desde el primer desmontaje del Estado salvadoreño, iniciado con el gobierno de Cristiani y completado por Calderón Sol-Flores, han transcurrido tres décadas. En esos treinta años el Estado no sólo cedió al mercado áreas fundamentales de la vida nacional, comenzando con la economía, sino que perdió poder económico, político e institucional. Para hablar de dos rubros en los que la mercantilización es evidente, como lo son la educación y la seguridad[9], en esos treinta años ambos han sido moldeados decisivamente por el sector privado, de tal suerte que hacer del Estado –un Estado debilitado— el principal responsable del deterioro de la educación y de la seguridad sólo  tiene una correspondencia parcial  con la realidad.

Lo que ha fracasado es un esquema de desarrollo económico y social que, centrado en los grupos empresariales que controlan el mercado, ha socavado las bases económicas, jurídicas y operativas del Estado, subordinando a los intereses de aquéllos un aparato estatal disminuido en su poder, y al cual se le asignado la tarea de atender todo lo que el mercado y los empresarios consideran no rentable (por el momento o definitivamente) o peligroso para la estabilidad y buen desempeño de sus negocios.

Las reformas neoliberales de los años noventa dejaron como saldo un Estado débil, sin recursos, incompetente y estructurado a partir de nichos (casi feudos), pero con problemas graves que resolver (de convivencia social y de criminalidad) heredados de la guerra civil y con problemas nuevos que, surgidos al calor de la transformación neoliberal de la economía, la sociedad y la cultura en los noventa, comenzaron a dejar su marca propia en la realidad salvadoreña de la postguerra.  A este respecto es ilustrativo el siguiente texto de Hobsbawm:

 

“Esto nos lleva al gran enfrentamiento entre las fuerzas del capitalismo, que son favorables a la remoción de cualquier obstáculo, y las fuerzas políticas, que operan fundamentalmente a través de los estados nacionales y que están obligadas a regular –o que regulan deliberadamente— sus actividades. Las leyes del desarrollo capitalista son sencillas: maximizar el crecimiento, el beneficio, el incremento del capital. Pero las prioridades de los gobiernos y de los pueblos organizados en sociedad son, por su naturaleza diferentes. Por lo tanto, hasta cierto punto conflictivas”[10].

 

 

3.4. Estado, mercado y violencia criminal

 

Una condición imprescindible para el que un Estado pueda regular las actividades del mercado y asegure las prioridades del pueblo es que sea fuerte, es decir, que tenga el poder suficiente, por un lado, para no ser doblegado por el mercado; por otro, para no ceder a terceros sus responsabilidades en el resguardo de la paz pública, la seguridad y el bienestar de los ciudadanos; y en tercer lugar, que tenga la capacidad de hacer efectivo el imperio de la ley en todo el territorio nacional. En El Salvador, las reformas neoliberales de los noventa se aseguraron que eso no sucediera; y el daño fue mayor en tanto que esas reformas afectaron a un Estado que vio erosionados su poder y  su legitimidad durante la guerra civil que recién finalizaba en 1992.

Quizás en un contexto ideológico dominado por una visión “Estado céntrica” como la que caracterizó a la mayor parte del siglo XX, hasta los años setenta, el derrotero del Estado salvadoreño hubiera sido distinto y, aunque erosionado durante la guerra, en la postguerra a lo mejor hubiera transitado, sin perder fuerza y poder, hacia un auténtico Estado democrático de derecho.

Es oportuno anotar que la tesis de que un Estado democrático de derecho es (o debe ser) equivalente a un Estado débil –complementada por otra tesis que afirma que un Estado autoritario es (o debe ser) equivalente a un Estado fuerte— tiene suficiente evidencia en contra como para aceptarla sin reparos.  Los Estados, fuertes o débiles, pueden ser democráticos o autoritarios, dependiendo de su legitimidad y de los mecanismos y controles que regulan el ejercicio del poder que tienen en sus manos.

Son, en lo esencial, esos dos factores los que definen la naturaleza de un Estado, y no su debilidad o fortaleza. En sociedades atravesadas por fracturas profundas, deterioro de la convivencia, pobreza, crimen e inseguridad contar con Estados débiles no suele ser una buena noticia. Suele ser también una mala noticia para sociedades que, con características como las descritas, buscan transitar hacia formas de convivencia pacíficas y democráticas.

Esto fue precisamente lo que le sucedió a El Salvador en los años noventa, con el agravante de que su transición de posguerra se gestaba en un contexto de globalización neoliberal, en la cual el discurso dominante clamaba por la “reducción” del Estado, es decir, por su debilitamiento. Este discurso coincidió con el de quienes –por razones absolutamente justificadas— querían exorcizar de la manera más drástica posible el fantasma del Estado autoritario fraguado a partir del golpe de Estado de Maxiliano Hernández Martínez (1931).

Un Estado debilitado fue el que encaró los desafíos de la inmediata postguerra, momento en el cual la violencia homicida “mostraba una crisis social en gestación lenta, pero irremediable si no era abordada con determinación y visión de futuro. Los registros de homicidios de esos años reflejan la gravedad de la situación. Para quienes no lo sepan o no lo recuerden, en 1994 se tuvieron, del total de homicidios, 7, 673 que fueron intencionales; mientras que en 1995, hubo 7,877 homicidios intencionales (el total de homicidios para ambos años fue, respectivamente de 9,135 y 8,485)”[11].

Y el contexto general del país, en ese entonces, era el de una violencia social que estaba tejida, por un lado, de dinámicas heredadas de la década anterior; y por otro, de dinámicas relativamente novedosas –asociadas, por ejemplo, a los primeros brotes de las maras o pandillas— que en las siguientes dos décadas iban a poner de manifiesto toda su fuerza. También fue un Estado debilitado el que acompañó transformación económica de los años noventa (también educativa y cultural), misma que dio lugar al traslado hacia el mercado no sólo de activos y bienes estatales, sino de responsabilidades que, como la seguridad ciudadana, a lo largo del siglo XX fueron exclusivas de aquél.

En las casi tres décadas que han seguido al fin de la guerra civil se implantó un aparato económico terciarizado, diseñado, mal que bien, a partir de recetas neoliberales. En el centro de ese aparato están los complejos financieros, acompañados de los centros  comerciales, los enclaves maquileros y  las remesas. La economía del crimen ocupa un lugar no tanto en el entramado formal y legal del país, sino en la realidad social que, asimismo, ha incorporado a sus dinámicas cotidianas las actividades de grupos criminales que, organizados o no, se rigen también por las reglas del mercado que les conducen a  “maximizar el crecimiento, el beneficio, el incremento del capital”. Así como las reglas del mercado gobiernan el mundo del crimen, del mismo modo las reglas del mercado gobiernan las actividades de las empresas privadas de seguridad –y las de las compañías aseguradoras y las de las compañías que vendan armas y equipos de seguridad— que han proliferado alentadas por la debilidad del Estado y la cultura privatizadora prevaleciente. Lo dicho por J. Sachs para Estados Unidos aplica para El Salvador de postguerra:

“Cuando la economía de Estados Unidos estaba de capa caída en los setenta –dice Sachs—, la derecha política, representada por Ronald Reagan, decía que el gobierno era el culpable de todos sus cada vez mayores males. Este diagnóstico, aunque incorrecto, sonaba bien a suficientes americanos como para permitir así que la coalición de Reagan empezara un proceso de desmantelamiento efectivo de los programas del gobierno, así como para minar la capacidad del gobierno de ayudar a que la economía estuviera bajo su control. Todavía estamos viviendo las desastrosas consecuencias de ese diagnóstico fallido, y seguimos ignorando los retos reales, incluyendo las amenazas de la globalización, el cambio tecnológico y el medio ambiente”[12].

 

Al calor de la transformación económica iniciada en los noventa y sus ajustes posteriores, los influjos de la globalización económica y cultural, la proliferación de variados nichos de mercado (legales e ilegales) y las remesas han surgido en el país reductos de consumo y de bienestar –ejemplificados en los centros comerciales— que han creado segmentaciones, tensiones y exclusiones inéditas, pero que se cruzan con segmentaciones, tensiones y exclusiones tradicionales. La pobreza, sin dejar de existir, ha adquirido nuevas características, sin perder su esencia, es decir, sin dejar de ser la condición que identifica a quienes tienen dificultades para sobrevivir y, en consecuencia, para acceder a los bienes y servicios que les permitirían vivir con dignidad.

El consumismo exacerbado afecta a prácticamente todos los segmentos sociales, pero sólo algunos de ellos pueden satisfacerlo de forma cabal. La disputa por los recursos (tecnológicos, educativos, económicos, ambientales, territoriales) se ha convertido en una fuente de conflicto entre individuos y grupos, dando lugar a un deterioro de la convivencia social que se superpone a las fracturas heredadas de los años de guerra.  En la segunda década del siglo XXI estamos viviendo “las desastrosas consecuencias de [un] diagnóstico fallido, y seguimos ignorando los retos reales”.  La insatisfacción, el malestar y la frustración, por lo poco que se tiene y lo mucho que se desea, se han convertido, en el presente, en tierra fértil para la fijación en el imaginario colectivo de “chivos expiatorios” a los que se culpa de todo lo malo que sucede en el país. Los políticos, en específico y los empleados públicos, en general, se han convertido en los destinarios de ataques, descalificaciones y odios viscerales. Cualquier “noticia” –principalmente en “redes sociales”— que revela un abuso, real o presunto, de un funcionario, empleado público o político es vista, por muchos, como una confirmación de sus prejuicios y como una oportunidad para desatar su ira fuera de control. Algunos periódicos  y revistas digitales son consultados y leídos no para informarse o tener elementos de juicio para las propias valoraciones, sino como un espacio para vilipendiar a quienes se considera la escoria de la sociedad[13].

 

  1. Reflexión final: los costos sociales del “mercado centrismo” neoliberal

 

El “mercado centrismo”[14] se ha traducido en El Salvador en la privatización no sólo de las actividades económicas fundamentales o de segmentos importantes de la educación, sino también de la violencia criminal y de la seguridad para contener esa violencia. En la postguerra, el Estado salvadoreño fue disminuido en sus capacidades y recursos para que la mercantilización de la vida económica, cultural y social se hiciera efectiva. Y, paradójicamente, a ese Estado disminuido se le reclama por su impotencia ante el crimen; y, no sólo eso: se usa su impotencia como excusa para deslegitimarlo y clamar por un mayor debilitamiento del mismo.

Si no se entiende que el crimen es parte del tejido de la sociedad salvadoreña –de su tejido económico, territorial y cultural— difícilmente se caerá en la cuenta de la ingente tarea que supone librarse de él. Si no se entiende, igualmente, que es un nicho de mercado que se consolidó junto con otros nichos al compás de la ola privatizadora (y debilitadora del Estado) de carácter neoliberal, no se tendrá la disposición para entender que debilitar al Estado en su capacidad coercitiva y en su potestad de ser el garante último de la ley, así como de la paz pública y el bienestar ciudadano, fue (y es) una mala apuesta para la convivencia social.

Que el Estado haya abdicado de ejercer una regulación significativa en la esfera económica, dejándola en manos exclusivas de los sectores empresariales, ha causado un perjuicio extraordinario a la sociedad. Que el Estado haya cedido a agentes privados parte de la responsabilidad en la seguridad ciudadana lo llevó a desprenderse de una parte del poder que lo define, como lo es el uso exclusivo de la coerción, no fue bueno para la sociedad. Y ninguna las dos cosas lo ha democratizado, sino que simplemente lo han debilitado y le han impedido ser la instancia integradora y democratizadora que El Salvador ha necesitado desde 1992.

La sociedad salvadoreña tiene incorporada en su seno unas estructuras criminales que le drenan recursos, deterioran la convivencia y causan dolor a sus víctimas. Esas estructuras han consolidado sus nichos de mercado apelando a la fuerza, con lo cual no sólo vulneran derechos ciudadanos fundamentales –a la vida, a la integridad física, a la libre movilidad y al patrimonio—sino que han adquirido la potestad de disputar al Estado su capacidad para ejercer su autoridad e imponer la ley en todo el territorio nacional. Desde este punto de vista, el crimen se ha convertido en un desafío de primer orden para la gobernabilidad democrática, que excede a los gobiernos, pues atañe al Estado y a la sociedad en su conjunto.

Ciertamente, hay criterios de gobernabilidad democrática que apuntan a las exigencias que tienen los Estados de asegurar el imperio de la ley en los territorios bajo su tutela, lo mismo que a asegurar, a través del uso legítimo de la fuerza, que la vida y los bienes de los ciudadanos no sean vulnerados por individuos o grupos que operan al margen de la ley. Pues bien, en El Salvador, a lo largo de la postguerra estos individuos y grupos han prosperado, complejizado y expandido sus operaciones criminales; todo lo cual no quiere decir, si no, que han acumulado en sus manos un importante poder militar, en comunicaciones, financiero, territorial, social y cultural.

Ese poder es que les da una presencia y un peso indiscutible en la sociedad salvadoreña actual. Es ese poder, asimismo, el que explica lo difícil que es para un Estado debilitado (en sus capacidades coercitivas, en sus capacidades para regular al mercado –legal, ilegal y al que se cruza difusamente entre uno y otro—y en sus capacidades para atender las necesidades de educación, salud y bienestar de la población) hacerle frente de manera eficaz. El poder del Estado debería ser superior al poder del crimen; y superior, o cuando menos equivalente, al poder de quienes controlan el mercado, en donde se juegan también los intereses de los jerarcas del crimen.

En fin, si bien El Salvador, desde 1992 hasta 2019, ha podido sortear los peligros de la ingobernabilidad derivados de dinámicas que tradicionalmente fueron la fuente de esos peligros –disrupciones sociales debidas a demandas políticas o económicas insatisfechas—, lo cual ha permitido una estabilidad social y política a lo largo de las casi tres décadas que siguieron a los Acuerdos de Paz, la persistencia de dinámicas criminales, la erosión del tejido comunitario debido a la violencia criminal, la concentración de cuotas importantes de poder militar, logístico y financiero en manos de organizaciones delictivas, la anulación (o la disputa) en algunos territorios de la potestad legal del Estado y el desafío lanzado permanentemente a éste por acciones criminales de distinta naturaleza son señales de que la gobernabilidad democrática en el país no está consolidada o, peor aún, encuentra en las dinámicas criminales una seria amenaza para su supervivencia en el mediano y largo plazo.

En definitiva, si en El Salvador se pretende asegurar en el mediano y largo plazo la gobernabilidad democrática lo mejor es recuperar el legado de una pensamiento económico y político que ya en los años 60 y 70 del siglo XX dejó establecidos las siguientes tesis rectoras:

 

“Los mercados son instituciones razonablemente eficientes a la hora de distribuir los recursos económicos escasos de la sociedad y llevar a una alta productividad y niveles de vida medios”,

 

“La eficiencia, en cualquier caso, no garantiza la equidad (o la ‘justicia’) en la distribución de ingresos”.

 

“La  búsqueda de la equidad exige que el gobierno redistribuya la renta de los ciudadanos, especialmente de los miembros más ricos de la sociedad a los miembros más pobres o vulnerables”.

 

“Los mercados sistemáticamente proveen de ciertos ‘bienes públicos’ menos de los necesario, tales como infraestructuras, regulación ambiental, educación, e investigación científica… cuya oferta adecuada depende del gobierno”.

 

“La economía de mercado tiende a la inestabilidad financiera, que pueden reducirse con políticas activas del gobierno, incluyendo la regulación financiera y las políticas monetarias y fiscales bien dirigidas”[15].

 

San Salvador, 26 de mayo de 2019

 

 

[1] L. A. González, “Visión global de la violencia en la postguerra (1994-2018)”. https://www.alainet.org/es/articulo/199078

[2] Ambos asuntos fueron abordados en González, L. A., “Violencia social y territorialización del crimen”, ECA, Nº. 695, 2006, págs. 882-885; y González, L. A., “Centroamérica: violencia, integración regional y globalización”. http://www.uca.edu.sv/publica/eca/595art1.html

 

 

[3] López Fernández, M. del P., “El concepto de anomia de Durkheim y las aportaciones teóricas posteriores”. Sistema de Información Científica Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal. https://www.redalyc.org/html/2110/211014822005/

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[4] González, L. A., “El Salvador en la postguerra: de la violencia armada a la violencia social”. Realidad. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades. https://www.lamjol.info/index.php/REALIDAD/article/view/5016

[5] Para una planteamientos sugestivo acerca del papel del Estado en el siglo XX, y en la transición Rusa y China de los años ochenta y noventa, ver Hobsbawm, E., Entrevista sobre el siglo XXI. Barcelona, Crítica, 2016.

[6] Ver, González, L. A., “Globalización y neoliberalismo”. ECA, No. 603, 1999.

[7] Para una mirada de conjunto de los planteamientos del Consenso de Washington, ver  Mària Serrano, J. F., “El ‘Consenso de Washington’. ¿Paradigma económico del capitalismo triunfante?”. https://www.cepal.org/Mujer/proyectos/gobernabilidad/manual/mod01/13.pdf

[8] En el campo de la investigación educativa, uno de los grandes temas pendientes para los sociólogos y los economistas es el de los montos financieros (y la rentabilidad) que se juegan en el sector educativo privado en todos sus niveles. Una mirada sumamente cualitativa revela que en El Salvador se mueve mucho dinero en el sector privado educativo (y que hay segmentos de la sociedad que gastan dinero para acceder a las más variadas ofertas educativas) pero no hay ningún estudio que dé cuenta de ello ni que cruce la inversión de las familias en educación  (que es una inversión social) y la calidad de la educación obtenida. La mercantilización educativa es un hecho. También lo es el deterioro de la calidad de la educación y la pérdida de valor de los grados académicos. Se tiene que analizar críticamente y sin complacencias (o complicidades) la relación existente entre ese deterioro y la mercantilización educativa, y la relación existente entre los gastos familiares en educación y la calidad de la educación y los grados obtenidos. En un juicio más crítico, se debe valorar si la proliferación de carreras y grados de nivel superior (que es irrefrenable en El Salvador actual) se corresponde con un avance real en el conocimiento científico, filosófico y humanista, o si simplemente esa proliferación no tiene nada que ver con avance alguno en las ciencias, la filosofía y las artes.

[9] Un rubro del que prácticamente no se habla, pero en el que el dominio y competencia de los agentes privados son salvajes es el del transporte colectivo. En ese rubro impera una competencia debocada, y fuera de todo control estatal, entre los empresarios del transporte, con daños irreparables en el tejido social.

[10] Hobsbawm, E., Ibíd., p. 100.

[11] González, L. A., “Visión global de la violencia”, Ibíd.

[12] Sachs, J., El precio de la civilización. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, p. 14. El autor habla de gobierno, pues se refiere al gobierno federal. En Estados Unidos, la palabra “Estado” hace referencia a los estados que conforman la Unión.

[13] Llamarlos “periódicos” o “revistas” es un exceso, lo mismo que es falto de sentido creer son útiles para informarse u obtener juicios que valgan la pena. Se encargan, más bien, de poner a disposición de sus lectores fieles los blancos que estos andan buscando frenéticamente.

[14] Para discusión de lo que significa el “mercado centrismo”, ver González, L. A., “Estado, mercado y sociedad civil en América Latina”. ECA, octubre de 1994, pp. 1045-1056.

[15] J. Sachs, Ibíd., p. 40.

 

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Próxima ministra de Educación de El Salvador tendrá buena comunicación con docentes

Por: http://eltiempolatino.com/22-05-2019

La nueva ministra reconoció que la profesión del maestro es la más importante porque en manos de ellos está la formación de los futuros ciudadanos.

Karla Hananía de Varela, quien fungirá como ministra de Educación en el gobierno del presidente electo Nayib Bukele, manifestó este lunes en una entrevista matutina que le apostarán a brindar una educación integral, darán prioridad a la educación inicial y parvularia, y buscarán alianzas para mejorar las inversión en educación, entre otras acciones.

Su designación como titular del ahora Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología (Mineducyt) fue anunciada ayer por el presidente electo, como ya es costumbre, a través de redes sociales. De Varela es socióloga y politóloga, y cuenta con con amplia trayectoria en organismos internacionales.

De Varela señaló que no piensan eliminar de entrada los programas educativos que impulsó el gobierno saliente para beneficiar a los alumnos y docentes, pero que sí los evaluarán, preferentemente de forma externa, para saber cuál ha sido su impacto, cómo mejorarlos, y si es necesario que los siga desarrollando esa cartera de Estado o no.

“El hecho de eliminar programas, iniciativas que han beneficiado a la población y en particular en este caso a los alumnos, a los niños y a los docentes es una inmadurez política. Todo aquello que sea de beneficio a los niños, todo programa que esté impactando positivamente a los niños y a los docentes no puede eliminarse”, citó.

Sin embargo dijo que no se puede empezar atender todo al mismo tiempo pero sí hay prioridades, como la primera infancia. “Si invertimos en la educación inicial, el ciudadano de 15-18 años tendrá otras perspectivas y vamos a formar para la convivencia”, dijo.

Mejora de infraestructura y acercamiento con docentes

Según la nueva ministra de Educación, la infraestructura es el resultado de la falta de compromiso y consenso que ha existido en el pasado y que no es un tema que solo le corresponde abordar a la ministra y el presidente.

De Varela, de igual manera, destacó que si bien el incremento al presupuesto de ese ministerio no será inmediato, sostuvo que se tiene que ser creativo para atender lo que está en situación de emergencia;de hecho según expresó dentro de los primeros pasos que darán está atender a las escuelas que están en condiciones precarias.

Sostuvo también que mantendrá una política de puertas abiertas con los docentes; habló la necesidad de mejorar las condiciones de seguridad en el entorno de las escuelas con apoyo de otros ministerios, incluso mencionó la creación de una policía escolar.

La nueva ministra reconoció que la profesión del maestro es la más importante porque en manos de ellos está la formación de los futuros ciudadanos.

Karla de Varela detalló que para dignificar a los docentes es necesario identificar la deficiencias, por lo que aseguró que cada 15 días abrirá espacio en su despacho para escuchar a los maestros. “Los docentes tienen que tener la seguridad que estamos reconociendo y respetamos su trabajo”, afirmó.

Programa de becas

Entre los planes del nuevo gobierno en el campo educativo están el impulsar fuertemente un programa de becas, a fin de que se aprovechen todas las oportunidades que ofrecen otras naciones amigas, y que por el momento no se están aprovechando.

Fuente de la Información: http://eltiempolatino.com/news/2019/may/20/proxima-ministra-de-educacion-de-el-salvador-dice-/

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