Page 2391 of 2732
1 2.389 2.390 2.391 2.392 2.393 2.732

Teorías de la reproduccion y la resistencia en la nueva sociologia de la educacion: un analisis critico

América del Norte/ EEUU/ Septiembre 2016/http://www.pedagogica.edu.co

Teorías de la reproduccion y la resistencia en la nueva sociologia de la educacion: un analisis critico  parte III. por Henry A. Giroux

Hacia una teoría de la resistencia “Resistencia” es un valioso constructo (concepto) teórico e ideológico que provee un foco importante para analizar la relación entre la escuela y la sociedad más amplia y más importante aun, provee un nuevo medio para comprender las complejas maneras en que los grupos subordinados experimentan el fracaso escolar, señalando nuevas maneras de pensar y reestructurar modos (posturas) de pedagogía crítica. Como he notado, el uso corriente del concepto de resistencia por parte de los educadores radicales sugiere una falta de rigor intelectual y una sobredosis de “sloppines” teórica.

Es imperativo que los educadores sean más precisos sobre lo que “resistencia” realmente es y lo que no es, y sean más específicos sobre cómo el concepto puede usarse para desarrollar una pedagogía crítica. También es claro que es necesario considerar más extensamente la racionalidad del empleo del concepto. Discutiré ahora estas ideas y delinearé brevemente algunos conceptos teóricos básicos para desarrollar un fundamento más riguroso intelectualmente y útil políticamente para realizar tal tarea. En el sentido más general, la resistencia debe ubicarse en una racionalidad teórica que provee un nuevo contexto para examinar las escuelas como sitios sociales que estructuran la experiencia de los grupos subordinados.

El concepto de resistencia, en otras palabras, representa más que un nuevo hallazgo (catchword) heurístico en el lenguaje de la pedagogía radical, describe un modo de discurso que rechaza las explicaciones tradicionales del fracaso escolar y las conductas de oposición y lleva el 84 Jean Cohen, review of Theory and Need in Marx, by Agnes Heller, Telos, 33 (1977), 170-184. 85 Para un excelente análisis de las relaciones entre marxismo y psicoanálisis, véase las diferentes Interpretaciones de Richard Lichtman, The production of Desire (New York: Free Press, 1982; and Russell Jacoby, Social Amnesia (Boston: Beacon Press. 1973). análisis de la conducta de oposición del terreno teórico del funcionalismo y las principales corrientes en psicología educacional, al terreno de la ciencia política y sociología. “Resistencia” en este caso, redefine las causas y significado de la conducta de oposición sosteniendo que tiene poco que ver con la desviación y la “Helplessness” aprendida pero que tiene mucho que ver con la indignación política y moral.

Además de cambiar la base teórica para analizar la conducta de oposición, el concepto de resistencia señala un número de supuestos (assumtions) y expresiones (ideasconcerns) sobre la escolarización que son generalmente descuidadas en las visiones tradicionales de la escuela y las teorías radicales de la reproducción. Primero, celebra una noción dialéctica del agenciamiento humano que describe correctamente a la dominación como un proceso ni estático ni completo. Concomitantemente, no se ve a los oprimidos como simplemente pasivos frente a la dominación.

La noción de resistencia señaló la necesidad de comprender más profundamente las complejas maneras en que la gente mediatiza y responde a la conexión entre sus propias experiencias y las estructuras de dominación y limitaciones (constraint). Las categorías centrales que emergen en una teoría de la resistencia son intencionalidad, conciencia, el significado del sentido común y la naturaleza y valor de la conducta no discursiva.

Segundo, la resistencia agrega nueva profundidad a la noción de que el poder es ejercido sobre y por la gente dentro de diferentes contextos que estructuran las relaciones interactuantes de dominación y autonomía. Entonces, el poder no es nunca unidimensional, es ejercido no sólo como un modo de dominación sino también como un acto de resistencia.

Por último, es inherente a una noción radical de resistencia, un deseo manifiesto de una transformación radical, un elemento de trascendencia que parece estar faltando en las teorías radicales de la educación, que parecen estar atrapadas en el cementerio teórico del pesimismo Orwelliano. En adición al desarrollo de una racionalidad para la noción de resistencia, hay una necesidad de formular criterios contra los cuales el término pueda ser definido como una categoría central de análisis en las teorías de escolarización.

En el sentido más general, pienso que la resistencia debe situarse en una perspectiva que tome a la noción de emancipación como un interés-guía. Esto es, la naturaleza y significado de un acto de resistencia deben ser definidos por el grado en el cual contiene posibilidades de desarrollar lo que Herbert Marcuse denomino “un contenido de emancipación de la sensibilidad, imaginación y razón en todas las esferas de la subjetividad y objetividad”86.

Entonces, el elemento central para analizar cualquier acto de resistencia debe concernir con el descubrimiento del grado en que este ilumina, implícita y explícitamente, la necesidad de luchar contra la dominación y la sumisión. En otras palabras, el concepto de resistencia debe tener una función reveladora que contenga una crítica de la dominación y provea oportunidades teóricas para la auto-reflexión (self-reflection) y lucha en el interés de la emancipación propia y social con el grado en que la conducta de oposición suprima las contradicciones sociales mientras simultáneamente “emergíng with”, en lugar de criticar, la lógica de la dominación ideológica, no cae en la categoría de resistencia sino en su opuesto: acomodación y conformismo.

El valor del concepto de resistencia reside en su función crítica y en su potencial para utilizar las posibilidades radicales incluidas en su propia lógica y los intereses contenidos en el objeto de su expresión.

En otras palabras, el concepto de resistencia representa un elemento de diferencia, de 86 Marcuse, The Aesthetic Dimension (Boston: Beacon Press, 1977). contra lógica que debe ser analizado para revelar su interés subyacente en la libertad y su rechazo de esas formas de dominación inherentes en las relaciones sociales contra los que reacciona.

Por supuesto, este es un conjunto más bien general de stándares sobre los cuales apoyar la noción de resistencia, pero provee una noción de interés y un “scaffold” teórico sobre el cual hacer una distinción entre formas de conducta de oposición que pueden ser usadas o bien para el mejoramiento de la vida humana o para la destrucción y la denigración de valores humanos básicos. Algunos actos de resistencia revelan bastante visiblemente su potencial radical, mientras otros son más bien ambiguos, otros aún pueden revelar nada más que una afinidad por la lógica de la dominación y destrucción.

Es el área ambigua que yo quiero analizar brevemente ya que las otras dos se explican por sí mismas. Recientemente, oía un educador radical sostener que los maestros que corren a casa temprano después de la escuela están, efectivamente, cometiendo actos de resistencia. Ella también sostenía que los maestros que no se preparan adecuadamente para sus lecciones de clase participan en una forma de resistencia también.

Por supuesto, es igualmente sostenible (debatible) que los maestros en cuestión son simplemente holgazanes, que se preocupan muy poco por enseñar y que lo que en efecto se muestra no es resistencia sino conducta no profesional y no ética. En estos casos, no hay una respuesta lógica y convincente a ningún argumento. Las conductas descritas no hablan por sí mismas.

Llamarlas resistencia es transformar el concepto en un término que no tiene precisión analítica. En casos como estos, uno debe ligar la conducta bajo análisis con una interpretación provista por los sujetos mismos o hurgar profundamente las condiciones históricas y relacionadas desde la cual se desarrollan las conductas. Sólo entonces se revelará el interés incluido en tales conductas. Se sigue de mi argumento que los intereses subyacentes de una forma específica de conducta pueden hacerse claros una vez que la naturaleza de tal conducta es interpretada por la persona que lo exhibe.

Pero no quiero decir que tales intereses serán revelados automáticamente. Los individuos pueden no ser capaces de explicar las nociones de sus conductas, o la interpretación puede estar distorsionada. En este caso, el interés subyacente en tal conducta puede ser iluminado contrastando con el fondo de prácticas y valores sociales del cual emerge esa conducta.

Tal referencia debe encontrarse en las condiciones históricas que promovieron la conducta, los valores colectivos del grupo de pares, o las prácticas incluidas en otros sitios sociales tales como la familia, el lugar de trabajo o la iglesia. Quiero acentuar que el concepto de resistencia no debe transformarse en una categoría colgada indiscriminadamente sobre cada expresión de conducta de oposición”. Por el contrario, debe devenir un constructo analítico y un modo de averiguar (inquiry) que es autocrítico (self-critical) y sensible a sus propios intereses, conciencia radical en aumento y una acción colectiva crítica.

Volvamos a la cuestión de cómo definimos resistencia y cómo vemos las conductas de oposición, y a las implicaciones para hacer tales distinciones. En un nivel, es importante ser preciso teóricamente sobre cuáles formas de conducta de oposición constituyen la resistencia y cuáles no. En otro nivel, es igualmente importante sostener que todas las formas de conducta de oposición representan un punto focal para el análisis crítico y deben ser analizadas para ver si representan una forma de resistencia, descubriendo sus intereses emancipatorios.

Es una cuestión de precisión y definición teórica y por otro lado, como una cuestión de estrategia radical, todas las formas de conductas de oposición, realmente de resistencia o no, deben ser examinadas para su posible uso como base para un análisis crítico. Entonces, la conducta de oposición deviene el objeto de clarificación teórica y el sujeto de consideraciones pedagógicas.

En un nivel más filosófico, quiero acentuar que el constructo teórico de la resistencia rechaza la noción positivista de que el significado de conducta es sinónimo de una lectura literal basada en la acción inmediata. En cambio, se debe ver a la resistencia desde un punto de partida teórico que liga la manifestación de la conducta con el interés que ella encierra, yendo más allá de la inmediatez de la conducta al interés que subyace a su lógica frecuentemente oculta, una lógica que también debe ser interpretada a través de las mediaciones histórica y culturales que la conforman. Finalmente, quiero enfatizar que el valor último de la noción de resistencia debe ser medido no sólo por el grado en que promueve pensamiento crítico y acción reflexiva sino, más importante aún, por el grado en que contiene la posibilidad de galvanizar la lucha política colectiva entre padres, maestros y estudiantes alrededor de las ideas de poder y determinación social.

Discutiré ahora brevemente el valor de una noción dialéctica de resistencia para una teoría crítica de escolarización. El valor pedagógico de la resistencia se apoya, en parte, en las conexiones que hace entre estructura y agenciamiento humano por un lado y la cultura y el proceso de autoformación por el otro. La teoría de la resistencia rechaza la idea de que las escuelas son sitios simplemente instruccionales, no sólo politizando la noción de cultura sino analizando también las culturas escolares dentro del convulsionado terreno de la lucha y la protesta.

En efecto, esto representa un nuevo contexto teórico para comprender el proceso de escolarización que ubica el conocimiento, valores y relaciones sociales educativas dentro del contexto de relaciones antagónicas y las examina dentro del interjuego de las culturas escolares dominante y subordinado. Cuando se incorpora una teoría de la resistencia a la pedagogía radical, los elementos de la conducta de oposición en las escuelas devienen el punto focal para analizar relaciones sociales y experiencias diferentes, frecuentemente antagónicas, entre los estudiantes de la cultura dominante y subordinado.

Dentro de este modelo de análisis crítico se vuelve posible iluminar cómo los estudiantes pueden con los limitados recursos a su disposición reafirmar las dimensiones positivas de sus propias culturas e historias. La teoría de la resistencia ilumina la complejidad de respuestas de los estudiantes a la lógica de la escolarización.

En consecuencia, ilumina la necesidad de los educadores radicales de develar cómo la conducta de oposición frecuentemente emerge dentro de formas de conciencia contradictorias que no están nunca libres de la racionalidad reproductiva incluida en las relaciones sociales del capitalismo.

Una pedagogía radical, entonces debe reconocer que la resistencia estudiantil en todas sus formas representa en sus manifestaciones de lucha y solidaridad que en su incompletitud (incompleteness), a la vez critican (challenge) y confirman la hegemonía capitalista. Lo que es más importante es la voluntad de los educadores radicales de buscar los intereses emancipatorios que subyacen a tal resistencia y hacerlos visibles a los estudiantes y a otros como para que puedan ser objeto de debate y análisis político.

Una teoría de la resistencia es central para el desarrollo de una pedagogía radical por otras razones también. Ayuda a traer al foco aquellas prácticas sociales en las escuelas cuyo objetivo final es el control del proceso de aprendizaje y la capacidad para el pensamiento crítico y la acción. Por ejemplo, señala a la ideología subyacente del currículum hegemónico, a sus cuerpos de conocimiento jerárquicamente organizados, y particularmente a la manera en que este curriculum margina o descalifica el conocimiento de la clase trabajadora tanto como el conocimiento sobre la mujer y las minorías.

Más aún, la teoría de la resistencia revela la ideología que subyace en tal curriculum, con sus énfasis en la apropiación del conocimiento individual más que grupal (colectivo) y cómo este énfasis conduce a un “wedge” entre los estudiantes de las diferentes clases sociales. Esto es particularmente evidente en las diferentes aproximaciones al conocimiento llevadas a cabo en muchas familias de clase trabajadora y clase media.

El conocimiento en la cultura de la clase trabajadora es frecuentemente construido sobre los principios de la solidaridad y el compartir, mientras que dentro de la cultura de clase media, el conocimiento se forja en competencia individual y visto como una barrera de separación. En resumen, la teoría de la resistencia llama la atención sobre la necesidad que tienen los educadores radicales de descubrir (develar) los intereses ideológicos incluidos en los variados sistemas de mensajes de la escuela, particularmente aquellos encerrados en el curriculum, sistema de instrucción y modos de evaluación.

Lo que es más importante es que la teoría de la resistencia refuerza la necesidad de los educadores radicales de descifrar cómo las formas de producción cultural mostradas por los grupos subordinados, pueden ser analizados para revelar sus limitaciones y sus posibilidades para permitir un pensamiento crítico, discurso analítico y aprendizaje a través de la práctica colectiva, Finalmente, la teoría de la resistencia sugiere que los educadores radicales deben desarrollar una relación crítica más que pragmática con los estudiantes.

Esto significa que cualquier forma viable de pedagogía radical debe analizar cómo las relaciones de dominación en las escuelas se originan, cómo se sostienen y cómo los estudiantes, en particular se relacionan con ellos. Esto implica mirar más allá de las escuelas. Esto sugiere tomar seriamente la contra-lógica que empuja a los estudiantes fuera de las escuelas, hacia las calles, los bares y la cultura subterránea (shopfloor)87. Para muchos estudiantes de clase trabajadora, estos campos (realms) son “tiempo real” como opuesto al “tiempo muerto” que frecuentemente experimentan en las escuelas.

Las esferas sociales que forman esta contra-lógica pueden representar unos pocos terrenos restantes que proveen a los oprimidos la posibilidad de agenciarniento humano y autonomía. Todavrn estos terrenos parecen representar menos una forma de resistencia que una expresión de solidaridad y autoafirmación. El empuje de esta contra-lógica debe ser críticamente tornado (engaged) y construido dentro del contexto de una pedagogía radical.

Esto no sugiere que debe ser absorbido dentro de una teoría de la escolarización. Por el contrario, debe ser apoyado por educadores radicales y otros desde adentro y fuera de las escuelas. Pero como objeto de análisis pedagógico, esta contra-lógica debe ser visto corno un terreno teórico importante en el cual uno encuentra imágenes de libertad que señalan fundamentalmente nuevas estructuras en la organización pública de la experiencia, inherentes a las esferas públicas de oposición, que constituyen la contralógica, son las condiciones alrededor de las cuales los oprimidos organizan importantes necesidades y relaciones.

Entonces, representa un terreno importante en la batalla ideológica por la apropiación de significado y experiencia. Por esta razón provee a los educadores una oportunidad para ligar lo político con lo personal para comprender cómo el poder es mediado, resistido, y reproducido en la vida cotidiana. Más aún, sitúa la relación entre las escuelas y la sociedad más amplia dentro de un contexto teórico informado fundamentalmente por una pregunta política: ¿cómo desarrollamos una pedagógica radical que haga significativas a Las escuelas para hacerlas críticas, y cómo las hacemos críticas para hacerlas emancipatorias? 87

Debo a una conversación con Stanley Aronowitz el llamarme la atención sobre la idea de contrasentido. Para una mayor elaboración al respecto véase su Crisis in Historial Metarialism (New York: Preager. 1981). En resumen, las bases para una nueva pedagogía radical deben ser extraídas de una comprensión teóricamente sofisticada de cómo el poder, la resistencia y el agenciarniento humano pueden devenir elementos centrales en la lucha por el pensamiento y aprendizaje críticos. Las escuelas no cambiarán la sociedad, pero podemos crear en ellas bolsas de resistencia que provean módulos pedagógicos para nuevas formas de aprendizaje y relaciones sociales, formas que pueden ser usadas en otras esferas más directamente involucradas en la lucha por una nueva moralidad y visión de la justicia social. Para aquellos que sostienen que este es un objetivo político, replicaría que tienen razón, ya que es un objetivo que apunta a lo que debería ser la base de todo aprendizaje, la lucha por una vida cualitativamente mejor para todos.

 

Fuente:

http://www.pedagogica.edu.co/storage/rce/articulos/17_07pole.pdf

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/mf0vJAejynDPjne6nbIKBy0FqVBmQvLOKf07KxW1Ks9EIRcrl1Hei3TxAU5UfoK1xt0ctQ=s152

 

https://lh3.googleusercontent.com/lyOsAdPjjMuLSc0Sx_CmVdWu42K8G3LFB3WJjvJ7iGQYOvyqTL-h75__RCyLw4uU1vt5xQ=s85

Comparte este contenido:

Estudios culturales, acción intelectual y recuperación de lo político

América del Sur/Uruguay/ Septiembre 2016/Mabel Moraña/http://revista-iberoamericana.pitt.edu/

Resulta casi imposible no ver en la reciente clausura del Departamento de Estudios Culturales de la Universidad de Birmingham un alegórico signo de los tiempos que corren. Ese espacio académico, que fuera cuna de los Cultural Studies a mediados de los años sesenta, se cierra “en su forma presente”, según la información provista por el Guardian el 27 de junio de 2002, derivando sus componentes de sociología, comunicación, cultura y sociedad hacia otros institutos de estudios sociales aplicados.1 La medida responde, al parecer, a la baja clasificación que el departamento obtuviera, pese a su excelencia educativa, en los rankings anuales que estiman sobre todo el nivel de investigación realizada por los miembros del departamento en cuestión. Los rigores y restricciones de la institucionalización, que en tantos otros planos habría atentado ya, según muchos practicantes de los cultural studies, contra el espíritu mismo de esta orientación en la que convergen esfuerzos renovadores de distintas vertientes de la izquierda académica, pone punto si no final al menos suspensivo a las casi cuatro décadas de desarrollo institucional, en el ámbito británico, de esta modalidad de análisis e interpretación cultural que resiste aún el ser calificada como escuela, método o disciplina. El futuro de los cultural studies británicos enfrenta ahora, por lo menos en Birmingham, la realidad de una desterritorialización académica que exigirá nuevas formas de supervivencia y diseminación del conocimiento, nuevas estrategias y articulaciones transdisciplinarias —interdepartamentales—, nuevas políticas educativas dentro del campo de poder institucional.

No es la tarea de difusión académica ni el expansionismo transnacional de la buena nueva de los estudios culturales lo que estaría fallando, según algunos —y no sólo en el caso británico— sino quizá, podría especularse, su grado de exploración y productividad epistemológica, su rendimiento concreto y profundo en la aplicación misma de los principios del análisis, su cualidad revulsiva (o habría que decir, simplemente, política o —usando un arcaísmo— revolucionaria?). En otros contextos —en Estados Unidos.

Australia, América Latina— variantes de la versión británica continúan desarrollándose con un vitalismo en que la cantidad abrumadora de aportes parece exceder en mucho a su profundidad e innovación . En muchos casos, podría afirmarse que algunos de los mejores artículos producidos en el campo de los estudios culturales son aquellos en los que esa práctica reflexiona, en un gesto pesadamente autoreferencial, sobre sí misma: sus fundamentos epistemológicos, sus principios anti, pos o transdisciplinarios, su carencia de restricciones y definiciones metodológicas.

En un texto de 1997 Néstor García Canclini caracterizaba ya entonces el estado de los estudios culturales en el campo de las Humanidades con un término usado para describir crisis económicas: estanflación (“estancamiento con inflación”), indicando que

 

En los últimos años se multiplican los congresos, libros y revistas dedicados a estudios culturales, pero el torrente de artículos y ponencias casi nunca ofrece más audacias que ejercicios de aplicación de las preguntas habituales de un poeta del siglo XVII, un texto ajeno al canon o un movimiento de resistencia marginal que aún no habían sido reorganizados bajo este estilo indagatorio (45)

 

Citaba, sin embargo, algunos logros que habrían permitido, a su juicio, en el ámbito estadounidense, “pensar de otro modo los vínculos con la cultura y la sociedad” (46) modificando sustancialmente el análisis de los discursos dentro del espacio de las Humanidades, campo que acusó más ampliamente incluso que el de las ciencias sociales, el impacto renovador de los estudios culturales.2 Y resaltaba la importancia de esos estudios sobre todo para el asedio de los problemas vinculados con el multiculturalismo tanto dentro de América Latina como en las relaciones de contacto y flujo cultural que ésta mantiene con Estados Unidos.

En todo caso, es obvio que a pesar de las múltiples debilidades que muestra hoy en día la práctica culturalista, su rendimiento teórico frente a problemas como los que presenta la globalización, su propuesta ya no inter sino decididamente transdisciplinaria, su trabajo de erosión del proyecto ilustrado y modernizador, su crítica de las identidades entendidas ontológicamente como esencias ahistóricas y administradas a partir de las ideologías e instituciones dominantes, para citar sólo algunos de los planos a que se aboca el análisis cultural, resulta insoslayable.

Quizá la gran popularidad alcanzada por los estudios culturales —popularidad que en gran medida contribuye a que el balance resulte a veces desalentador— haya sido el signo más claro de que la apertura de las Humanidades hacia la orientación originada en Birmingham responde no solamente a un agotamiento de los recursos disciplinarios ante nuevos desafíos presentados por la cultura, entendida ahora más que nunca, en tiempos de globalización, como un campo de poder, sino asimismo a una transformación radical .

El espacio social transnacionalizado. Esta transformación requeriría instrumentos inéditos, o al menos innovadoramente combinados, de análisis e interpretación. Al hablar de esas transformaciones radicales me refiero no solamente a los cambios económicos profundos del tardocapitalismo y el diseño global empresarial, sino asimismo a la cancelación de muchas de las vías que permitieron durante la vigencia plena de los proyectos modernizadores organizar respuestas orgánicas a estrategias de poder e ideologías hegemónicas a diversos niveles. Abarco, asimismo, las modificaciones profundas del sistema educativo y su articulación cada vez más estrecha al mercado cultural, desde los niveles más básicos de instrucción hasta las capacitaciones técnico-profesionales y el desarrollo de espacios de competencia (expertise) que superan en mucho lo que podía ser abarcado desde las formas más establecidas de las ciencias sociales, la hermenéutica, la semiótica y las ciencias políticas.

En este sentido, los estudios culturales parecieron ofrecer una plataforma de acción intelectual, un espacio de convergencia y debate que enfocaba prioritariamente, como espacio de análisis, los campos de fuerza que tensan y atraviesan el espacio dialógico de la cultura y los actores, agendas y estrategias que los ponen en funcionamiento. Para lograrlo, gran parte de los esfuerzos teóricos se orientó hacia una crítica profunda de la modernidad como proyecto hegemónico de las burguesías nacionales, que trasladaron al campo de la cultura las luchas por la monopolización de los discursos que ordenaban el mapa cultural y social a todos los niveles: político, educativo, histórico, recreativo.

La noción de diferencia, que plantea en diversos niveles la contracara de los discursos identitarios, nacionalistas y liberales, pasa así a un primer plano, permitiendo dar cuenta de la diversidad y conflictividad (heterogeneidad, hibridez) de formaciones sociales que no responden a los principios de conciliación y consenso que auspiciaran los proyectos republicanos desde la Independencia, sino que manifiestan, en su constitución y funcionamiento, la tensión irresuelta derivada de su condición neocolonial. El rebasamiento de los modelos que dieron base a la historiografía liberal no sólo pone en abismo las bases conceptuales de las disciplinas que se consolidan con el positivismo, sino que al mismo tiempo potencia el campo cultural como el lugar en el que se dirimen las luchas representacionales entre fuerzas políticas y sociales que se asientan no ya en raíces de territorialidad inmediata y administrada por los proyectos nacionales, sino en dinámicas reales y virtuales que rebasan la noción misma de realidad (la temporalidad, la espacialidad) promovida por la razón ilustrada y por la lógica modernizadora. La subjetividad, a nivel individual y colectivo, sufre transformaciones que alteran los procesos de (re)conocimiento, interacción y proyección social, al ser interpelada desde lugares no previstos de producción y reproducción simbólica. Los sujetos que plantean programas alternativos antihegemónicos, activados como actores sociales ya no articulados desde las plataformas de la izquierda, el sindicato, el partido, etc., elaboran agendas sectoriales que permiten movilizaciones acotadas, más reivindicativas que políticas (para utilizar una distinción setentista que va cayendo en desuso) que responden a problemáticas puntuales, que desplazan lo político a lo social, lo ideológico a lo cultural, creando flujos e intercambios entre niveles que la modernidad había creado el hábito de separar asépticamente. Lo político aparece en muchos casos apenas como un excedente (un residuo, un resabio, un epifenómeno) de lo cultural y no como la trama misma de sus interacciones.

En este panorama, los estudios culturales se mueven no sólo efectuando un diagnóstico —analítico e interpretativo— de lo social, sino como un síntoma, ellos mismos, del “nuevo orden” político, económico y cultural globalizado. El problema es, entonces, cómo recapturar lo político, desde qué plataformas, con qué propuestas, a partir de qué bases filosóficas, éticas, conceptuales, y de acuerdo a qué objetivos. Cómo relocalizar, entonces, el lugar de la cultura, para evitar su reificación. Sin que esto haga necesaria una base consensual ni una recuperación de los universales que marcaron los proyectos de la modernidad, es evidente que el problema llama a una reagrupación, aunque sea estratégica, del pensamiento crítico y de las políticas alternativas a la globalización, y a una redefinición del lugar del intelectual en las escenas locales, regionales, nacionales y transnacionales.

En este sentido, los estudios culturales han ayudado, por un lado, a vislumbrar plataformas posibles para la reubicación del intelectual, tanto a nivel académico como en las instancias de actuación pública e independiente que abrirían lugares inéditos de acción y reflexión, desde las funciones educativas a las posiciones vinculadas a la administración del mercado de los bienes simbólicos, desde los puestos de trabajo de las ONGs hasta las capacitaciones tecnológicas avanzadas, desde el advisement en el terreno de las políticas culturales alternativas hasta las cercanías más peligrosas de asesoramiento al poder estatal.

Es evidente, en todo caso, que la función del intelectual moderno como vocero del nacionalismo o como humanista/político programáticamente “situado”, articulado o contrapuesto al Estado y sus instituciones, va dejando lugar —y esto varía según los contextos culturales— al intelectual como figura de negociación o mediación que existe en los intersticios entre disciplinas, espacios de poder, ideologías, territorios, cuyo valor se establece no sólo en gran parte en la medida en que los productos —saberes— que es capaz de colocar en el mercado de bienes simbólicos capturan las necesidades y la imaginación de un mercado omnipotente y omnipresente, local y al mismo tiempo globalizado.4

Por otro lado, los estudios culturales impulsaron también otras modalidades de acción intelectual que, marcadas por la voluntad de conquistar una “vanguardia” políticoideológico-cultural ante el vacío de propuestas antihegemónicas orgánicas, convirtieron la reflexión sobre la diferencia en una escena de autoreconocimiento, en la que el intelectual explora nuevas formas posibles para afirmar su centralidad y mesianismo frente a una otredad que sirve primariamente como confirmación del yo que piensa. En el artículo antes citado, García Canclini, llama la atención sobre la necesidad de “pasar del énfasis sobre la identidad a una política de reconocimiento” y sobre la conveniencia de distinguir, entonces, en la elaboración de políticas antihegemónicas, “entre conocimiento, acción y actuación; o sea entre ciencia, política y teatro”:

Un conocimiento descentrado de la propia perspectiva, que no quede subordinado a las posibilidades de actuar transformadoramente o de dramatizar la propia posición en los conflictos, puede ayudar a comprender mejor las múltiples perspectivas en cuya interacción se forma cada estructura intercultural. Los estudios culturales, entendidos como estudios científicos, puede ser ese modo de renunciar a la parcialidad del propio punto de vista para reivindicarlo como sujeto no delirante de la acción política. (60)

Creo que la tentación por reafirmar el protagonismo intelectual desde posiciones de centralidad y privilegio atenta principalmente contra una verdadera recuperación de lo político, entendido ya no sólo como el teatro en que se escenifican y dirimen las luchas de poder a nivel simbólico y representacional, sino como un espacio participativo y creativo de resistencia y movilización social.

En esta economía de acciones y principios, plataformas y parámetros conceptuales, los estudios culturales siguen constituyendo una arena importante y al mismo tiempo movediza e inestable de intercambio y elaboración, cuyo principal desafío quizá sea el de resistir los peligros de la cooptación institucional y aprender a desarrollar estrategias ya no sólo de supervivencia sino de autocuestionamiento y control de calidad .

Hasta ahora, el desmontaje de la ilustración y la modernidad ha sido mucho más efectivo que el del neoliberalismo y la globalización, y la crítica a la institucionalidad académica, la restricción disciplinaria y el exclusivismo humanístico mucho más productivos que las estrategias para reemplazarlos con proyectos verdaderamente democráticos en el interior de los cuales sobrevivan la independencia intelectual y las políticas de inclusión tanto como las posibilidades de conflicto, intercambio y pluralización. Si bien ya es evidente que los estudios culturales han triunfado en la tarea de colonizar el estatuto de las humanidades y las ciencias sociales, queda aún por probarse su verdadera capacidad de intervención y de interpelación política. Esto permitiría saber, una vez desmontada la modernidad, qué hacer con sus fantasmas.

BIBLIOGRAFÍA

Curtis, Polly. “Birmingham’ Cultural Studies Department Given the Chop”. http:// education.guardian.co.uk (7/16/2002)

García Canclini, Néstor. “El malestar en los estudios culturales”. Fractal 6 (otoño 1997): 45-60.

Moraña, Mabel. “Revistas culturales y mediación letrada en América Latina”. (en prensa).

Yúdice, George. “Estudios culturales y sociedad civil”. Revista de Crítica Cultural 8 (Mayo 1994): 43-53.

_____ “La reconfiguración de políticas culturales y mercados culturales en los noventa y siglo XXI en América Latina”. Número especial: Mercado, editoriales y difusión de discursos culturales en América Latina.

María Julia Daroqui y Eleonora Cróquer, eds. Revista Iberoamericana LXVII/197 (Octubre-Diciembre 2001): 639-60.

Fuente :

http://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/viewFile/5668/5815

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/WcbPlGLmCw0f-pSurmWbPC4KOHS3Cq7JCvrxrNey4k81GeO_Wj-FOic-zfeI5ZPhOvZLvnA=s85

 

Comparte este contenido:

América latina, más allá de la filosofía de la historia

América del Sur / Colombia/ Septiembre 2016/ Santiago Castro Goméz/http://www.ensayistas.org

«La historia, genealógicamente dirigida, no tiene
por meta encontrar las raíces de nuestra identidad,
sino, al contrario, empeñarse en disiparla»
M. Foucault

En un estudio reciente, el filósofo e historiador de las ideas José Luis Gómez-Martínez ha resaltado el lugar primordial que ocupa la figura de Ortega y Gasset en el desarrollo de la filosofía latinoamericana del siglo XX. Dos fueron, en opinión de Gómez-Martínez, las tesis del maestro español que se convirtieron en baluartes fundamentales para la reflexión latinoamericana: en primer lugar el circunstancialismo o teoría de las circunstancias, que postulaba la necesidad de asumir el propio contexto socio-cultural como problema filosófico; y en segundo lugar el generacionalismo o teoría de las generaciones, que pretendía ofrecer un modelo de análisis para explicar la evolución histórica. Estas dos tesis fueron sometidas a un desarrollo creador por sus discípulos José Gaos y Leopoldo Zea, quienes a través de una reinterpretación del pasado filosófico hispanoamericano colocarían las bases sobre las que se construiría el actual pensamiento de la liberación (Gómez-Martínez, 9-18

A continuación quisiera explorar la conexión que señala Gómez-Martínez entre las figuras de la «circunstancia», la «generación» y la «liberación». Mostraré de qué manera se inscriben estas figuras en la narrativa orteguiana, y la forma en que son resemantizadas posteriormente en el discurso de José Gaos. En un segundo momento, examinaré su tránsito hacia el registro «filosofía de la historia» en el pensamiento de Leopoldo Zea y Arturo Roig. Finalmente, y aprovechando las posibilidades heurísticas que brinda el concepto foucaultiano de episteme, intentaré mostrar en qué tipo de red arqueológica se generan las tres figuras mencionadas, y cuáles son los mecanismos de exclusión a ellas vinculados. Mi propósito es examinar en qué consiste la «violencia epistémica» (G. Spivak) que lleva consigo el metarrelato de una «filosofía de la historia» aplicada al ámbito latinoamericano.

  1. La «razón histórica» en Ortega y Gaos

El punto de partida del historicismo orteguiano es su oposición a la fe en la razón objetiva, que dominó el panorama intelectual europeo desde el siglo XVII. A partir de Descartes, el hombre europeo creyó haber descubierto que el mundo posee una estructura racional coincidente con la forma más pura del intelecto humano, que es la razón matemática. Orgulloso de tal descubrimiento, el racionalismo proclamó el comienzo de una época en la que ya no existiría secreto alguno para los hombres. Bastaría con no dejarse obnubilar la mente por las pasiones y con usar serenamente la facultad universal del pensamiento, para que el sujeto pensante, independientemente de sus circunstancias históricas, pudiera tranquilamente hundirse en los fondos abisales del universo, seguro de extraer consigo la esencia última de la verdad (Ortega y Gasset 33-37). Pero, según Ortega, esta visión racionalista conllevaba en el fondo una renuncia total a la vida. Al poner su fe en las capacidades de un sujeto abstracto que se basta a sí mismo, el racionalismo se convirtió en una visión ahistórica, opuesta a todo lo espontáneo y natural de la existencia. Bajo la máscara de la objetividad y la verdad, el racionalismo dejó la propia vida humana sin cimientos y sin encaje profundo. Frente a los problemas más urgentes y subjetivos del hombre, la «razón pura», orientada hacia el análisis de estructuras objetivas, nada podía ni tenía que decir (Ortega y Gasset 46, 49). Pues, en opinión de Ortega, la «realidad radical», aquel ámbito al cual se refieren necesariamente todas las demás realidades, no es el cogito cartesiano sino la vida humana (63 ss).

En efecto, para el filósofo español la razón humana es siempre «razón práctica», pues se orienta a resolver problemas que afectan directamente la vida del sujeto que piensa. Vivir consiste fundamentalmente en tener que vérselas con el mundo que nos circunda, con lascircunstancias. Como la vida no está hecha, sino por hacer, el hombre tiene que elegir constantemente entre las posibilidades que el mundo le ofrece. Pero elegir significa pensar, y pensar es, a su vez, la capacidad de inventar proyectos que respondan satisfactoriamente a las dificultades impuestas por la circunstancia (Ortega y Gasset 66). El pensamiento funciona, entonces, como un órgano de comprensión de la realidad que le indica al hombre cuáles posibilidades le conviene más elegir y qué proyectos debe inventar, en orden a conservar y perpetuar su vida. Tales proyectos se articulan alrededor de lo que Ortega llama «creencias fundamentales», que son el repertorio de ideas básicas sobre las que el individuo y la sociedad fundamentan su existencia (29-32). Se trata de un conjunto de creencias de orden técnico, filosófico, moral o político, que no son derivadas a priori de una razón metahistórica, sino que emergen a posteriori como fruto de la relación dinámica entre el sujeto y su mundo. Es, por ello, una razón vital e histórica.

Para Ortega, la misión de esta «razón histórica» es diagnosticar el presente de la sociedad mediante una comprensión de lo que ella ha sidoen el pasado, con el fin de darle herramientas para la proyección de su futuro. «El hombre —escribe— es lo que le ha pasado, lo que ha hecho. Pudieron pasarle, pudo hacer otras cosas, pero he aquí que lo que efectivamente le ha pasado y ha hecho constituye una inexorable trayectoria de experiencias que lleva a su espalda, como el vagabundo el hatillo de su haber… Las experiencias de vida estrechan el futuro del hombre. Si no sabemos lo que va a ser, sabemos lo que no va a ser. Se vive en vista del pasado» (77). La comprensión del pasado es, entonces, la clave para la salvación del presente. Ya no es posible apelar más a ideales construidos a priori que le digan al hombre lo que debe o no debe hacer, sino que debemos mirar hacia lo único que tenemos, nuestra propia historia, para aprender a evitar los errores del pasado. Es necesario mirar qué tipo de creencias fundamentales hemos ido construyendo en el pasado y entender cuál ha sido la función de las ideas filosóficas en este proceso. Aquí, en la aclaración de la función social del pensamiento, radica justamente el papel de la razón histórica. «La idea —escribe Ortega en otro lugar— no tiene su auténtico contenido, su propio y preciso ‘sentido’, sino cumpliendo el papel activo o función para que fue pensada, y ese papel o función es lo que tiene de acción frente a una circunstancia. No hay, pues, ‘ideas eternas’. Toda idea está adscrita irremediablemente a la situación o circunstancia frente a la cual representa su activo papel y ejerce su función» (128).

En realidad, Ortega está convencido de que los cambios históricos obedecen a la debilitación o intensificación de las «creencias fundamentales» de una sociedad. Y si la vida social es sostenida por un repertorio de creencias, entonces es claro que los cambios históricos son influenciados directamente por aquel grupo de personas que se ocupan de elaborar y redefinir esas ideas: las élites intelectuales. Ellos son el verdadero motor de la historia, pues son los encargados de generar aquellas ideas que sustituyen los usos vigentes ya debilitados con el paso de los años. Al transformar el sistema vigente de creencias mediante el ejercisio crítico del pensamiento y la meditación filosófica, los intelectuales ejercen una misión salvífica en el seno de la colectividad.

Estas ideas de Ortega tuvieron gran aceptación en América Latina durante los años veinte y treinta, especialmente en la obra de pensadores como Haya de la Torre, Antenor Orrego y Samuel Ramos (Medin 46-72). Pero fue indudablemente José Gaos quien, desde su llegada a México en 1939, consolidó definitivamente esta recepción y señaló el camino por donde habría luego de marchar el pensamiento historicista de Roig y de Zea. De hecho, el mérito de Gaos consiste en haber «latinoamericanizado» la filosofía de Ortega, en especial la tesis de que los cambios históricos obedecen a la manera como, en un momento dado, se percibe intelectualmente la realidad circundante. Esto abría las puertas al entendimiento de la filosofía como «filosofía de las circunstancias», y consecuentemente, a la postulación de una filosofía auténticamente hispano-americana. Tal invitación a recuperar la circunstancia venía muy bien en una época de fuerte reivindicación autoctonista en México, donde la creación de una cultura nacional se encontraba bien arriba en el orden de las prioridades políticas (Gómez-Martínez 66-100, Villegas 145 ss.).

Recuperar filosóficamente la circunstancia significaba, de acuerdo al programa de Gaos, examinar cómo ciertas ideas se han convertido en agentes de transformación socio-política en la historia de América Latina. Tal programa podría entenderse, utilizando la terminología orteguiana, como el intento de aclarar por qué razón algunas ideas lograron imponerse en una determinada época como «creencias fundamentales», transformando la manera como la sociedad entera reacciona frente a ciertas circunstancias. Ello suponía necesariamente la elaboración de una «Historia de las ideas» que mostrara la forma en que el pensamiento se ha ido manifestando a diferentes niveles: sociológico, económico, religioso, estético, político. Lo que se buscaba era saltar al escenario de la historia para ver de qué manera los pensadores latinoamericanos habían dado cuenta de su propia circunstancia (Gómez-Martínez: 1991). El programa de una «filosofía latinoamericana» derivó así en la reconstrucción del pasado hecha desde una «sensibilidad vital» (Ortega) anclada firmemente en el presente. Para el filósofo hispano-mexicano, la reflexión histórica se convertía en una manera de salvarse a sí mismo, salvando también las circunstancias iberoamericanas en las que discurría su propia vida. Esto representaba naturalmente una ruptura con el paradigma universalista que concebía al filósofo como vocero de un pensamiento que se piensa a sí mismo, y a la filosofía como un saber desarraigado que nada tiene que ver con la «sensibilidad vital» de una cultura. Lo que Gaos consigue mostrar es que la filosofía no se articula solamente en ciertas circunstancias, sino que es siempre filosofía de esas circunstancias. La realidad histórica desde donde se filosofa determina no solo la forma como se piensa, sino también los contenidos del filosofar. Hablamos así de una filosofía griega, alemana, francesa, anglosajona, que se diferencian entre sí tanto por el talante en que se expresan, como por el tipo de problemas que atraen su interés.

Con estos argumentos, Gaos creía haber despejado el camino para elaborar una caracterología de la filosofía hispanoamericana, programa que inició en 1945 con la publicación de su libro Pensamiento de lengua española. Ahí expresó Gaos su convicción de que el talante específico del pensamiento hispanoamericano se halla vinculado a los procesos históricos de conformación de los estados nacionales, tanto en España como en América Latina. En lo referente a sus contenidos, se trata de un pensamiento que otorga prioridad a los temas socio-políticos, y de manera especial a la problemática de la identidad cultural. Esto se explica por el hecho de que, a raíz de la independencia política en el siglo XIX, las jóvenes naciones se inclinaron a definir su identidad frente al legado cultural recibido de España y, posteriormente, frente al tipo de cultura difundida por el imperialismo norteamericano (Gaos 37-44). No es extraño, entonces, que los pensadores latinoamericanos hayan adoptado siempre una actitud «inmanentista», ajena por completo a preocupaciones metafísicas, y orientada más bien a la meditación crítica sobre la propia circunstancia. En lo referente a la forma, se trata de un pensamiento estético y asistemático, que prefiere el ensayo, el artículo, la conferencia y el discurso como vehículos de expresión. Esto, según Gaos, debido a las características especiales de la lengua española, tan favorable a los registros poéticos y literarios (58-69). Definido en estos términos, el pensamiento hispanoamericano se halla plenamente incrustado en la tradición inmanentista y crítica de la modernidad occidental (Gaos 50-55); aquella que, siguiendo los postulados definidos por la ilustración, se propone tomar la «realidad radical», la vida del hombre concreto, como punto de partida del filosofar (Gaos 47 ss). Como veremos posteriormente, tal visión de la filosofía latinoamericana como un «pensamiento de salvación» tributario de la modernidad europea se encuentra en el centro mismo de la filosofía de la historia latinoamericana desarrollada por el mexicano Leopoldo Zea y por el argentino Arturo Andrés

. Zea, Roig y la filosofía de la historia latinoamericana

Antes de considerar los contenidos específicos de la filosofía de la historia en Zea y Roig, convendría examinar primero cuáles son loselementos formales que estos dos pensadores adoptan del concepto de «razón histórica» elaborado por Ortega y Gaos. Se trata, a nuestro juicio, de tres elementos centrales. El primero —y más importante de ellos— es la tesis de que los discursos tienen su origen en lasintenciones de un sujeto cognoscente. Tanto Ortega como Gaos consideran que las ideas son «respuestas» del sujeto viviente a los desafíos que le plantea la circunstancia. En caso de tratarse de un sujeto colectivo, tenemos entonces el concepto de «generación», que en Ortega se refiere a la actividad cognoscitiva de las élites intelectuales en un momento histórico determinado. En ambos pensadores, la vinculación de las ideas a las intenciones del sujeto encuentra su mejor expresión en el tema de la «salvación» de las circunstancias. El segundo elemento —derivado del anterior— es la tesis de que la historia se articula como un proceso continuo, dotado de una «lógica» inmanente a las relaciones sujeto-circunstancia, y que es, por tanto, susceptible de ser reconstruido a través del pensamiento. Ortega y Gaos piensan que las «creencias fundamentales» de una sociedad son como el hilo de Ariadna que le permite al filósofo reconstruir paso por paso, y sin dejar vacíos en el medio, el pasado histórico de esa sociedad. Lo que se ha pensado es fiel reflejo de lo que se ha hecho, por lo cual bastará con adentrarse en el mundo de los antecedentes cronológicos, las influencias intelectuales y las crisis ideológicas, para saber cuál ha sido la lógica del devenir histórico, e identificar la «sensibilidad vital» que informa a la sociedad en un momento dado. El tercer elemento —que se desprende de los dos anteriores— es la postulación del saber historiográfico como un instrumento de autopercepción. Para los dos filósofos españoles, mirar al pasado equivale a saber cómo hemos sido y, por ello, a reconocer los elementos que definen nuestra identidadcultural.

Es precisamente este motivo de la identidad cultural el que explica la gran recepción que gozó el historicismo de Ortega y Gaos en toda Latinoamérica. Pues lo que más atrajo a Zea, Ramos, Roig, Ardao y tantos otros, fue la desmitificación hecha por los dos filósofos españoles del pensamiento europeo, al ligarlo a circunstancias históricas concretas. La filosofía aparecía como un saber histórico y no como producto de una «razón pura» que trasciende las coordenadas del tiempo y el espacio, lo cual permitía la superación del servilismo acrítico que los filósofos latinoamericanos habían guardado tradicionalmente frente al pensamiento europeo. De este modo quedaba abierta la puerta para una reflexión filosófica sobre la propia historia y, consecuentemente, para la elaboración de una filosofía auténticamente universal. La misión de esa filosofía sería traer a la conciencia aquello que hace del latinoamericano un ser diferente del europeo, propiciando así una recuperación y valorización de su propia cultura.(1) Veamos primero cómo aparecen estos motivos en el pensamiento de Leopoldo Zea.

En el espíritu de Gaos y Ortega, el filósofo mexicano se propone realizar una interpretación filosófica de la historia latinoamericana que fuera capaz de colocar las bases ideológicas para una recuperación del pasado, así como para la formulación de un programa político orientado hacia el futuro. Para ello toma como hipótesis de trabajo dos premisas fundamentales. Una es el célebre dictum hegeliano de que la filosofía es la «época puesta en conceptos», en donde tanto «filosofía» como «época» son expresiones entendidas en el sentido definido por Gaos y Ortega: meditación sobre la propia circunstancia. La segunda premisa, también de corte hegeliano, es que la «salvación» de esa circunstancia es un movimiento de apropiación y cancelación (Aufhebung) que tiene lugar en la «conciencia» y se articula como una asimilación crítica del propio pasado, con el fin de no volverlo a repetir. Apoyado en estas dos premisas, Leopoldo Zea inicia una reconstrucción de la historia tendiente a descubrir —análogamente a lo realizado por Hegel en la Fenomenología del Espíritu— el tortuoso camino seguido por el pensamiento latinoamericano hacia la conciencia de su propia universalidad.(2)

Este camino se inició, según Zea, a mediados del siglo XVII con la generación de ilustrados criollos que se rebelaron frente al señorío del colonialismo español en sus territorios americanos (Zea, 1976: 65-66). Los ideales de la ilustración sirvieron entonces como instrumento para una primera «toma de conciencia» de la propia circunstancia. Este despertar del largo sueño colonial enseñó a los hispanoamericanos a conocer y amar su realidad natural y a sentirse hondamente ligados con ella. Aprendieron que la América española tenía una personalidad propia y que los problemas de esa circunstancia podían ser entendidos exclusivamente por sus propios hijos, los criollos. Se comenzó a pensar, entonces, en la autonomía política, pero la incomprensión de España obligó a la formulación de un «proyecto libertario» que desembocaría en el gran movimiento independentista. Pensadores como Bolívar, Miranda y Rodríguez formularon la utopía de la nación americana, la Gran Colombia que reuniría a todos los pueblos de origen hispánico e ibérico en una comunidad de hombres libres (Zea, 1987: 188 ss). Pero una vez lograda la independencia, se hicieron evidentes las limitaciones inherentes al primer momento dialéctico de la «conciencia americana». Los ilustrados criollos pensaron ingenuamente que bastaría con imitar las constituciones vigentes en Europa y los Estados Unidos para que las naciones hispanoamericanas alcanzaran milagrosamente la libertad. Pero esa libertad que prometían las arengas revolucionarias no parecía corresponder a la realidad de las jóvenes repúblicas, sumidas ahora en sangrientas y dolorosas guerras civiles. El optimismo que había antecedido al movimiento de independencia se tornó muy pronto en hondo pesimismo. A mediados del siglo XIX, había llegado ya la hora en que el pensamiento latinoamericano debía avanzar hacia un segundo momento de autoconciencia.

Descubrir cuál era el obstáculo que impedía a Hispanoamérica ingresar al camino de la libertad es la tarea que, de acuerdo a la narrativa de Zea, se impuso la generación que siguió a las guerras de independencia. Pensadores como Lastarria, Sarmiento, Alberdi, Echeverría, Samper y Bilbao, se dieron cuenta de que la libertad política no había sido acompañada por una «emancipación mental» con respecto al pasado colonial (Zea, 1976: 68 ss). Sin haber logrado la autonomía del intelecto, los hábitos mentales adquiridos durante la colonia seguirían acompañando al hombre latinoamericano, sin importar qué tan racionales e ilustradas fuesen sus constituciones políticas. Por eso, de lo que se trataba ahora era de formar un hombre nuevo, semejante al que había hecho posible una cultura como la europea o la estadounidense. Mediante una reforma de las instituciones políticas y educativas debería lograrse la completa desespañolización de la cultura. Había que redimir a Hispanoamérica de los hábitos y costumbres sembrados por España para inscribirla en el movimiento de la historia universal, en el flujo de todas las naciones hacia el reino de la libertad. Se empezó a hablar de la nación, pero no como si se tratara de un retorno a las raíces culturales del pasado, sino, todo lo contrario, como una tarea orientada hacia el futuro. La construcción de la nación debería fundarse solamente en los ideales a realizar, sin amarres directos con el pasado realizado. Su unidad no reposaba en una cultura ya decantada, sino en una cultura que estaba toda por hacer. Era necesario crear, como de la nada, una gramática, una literatura y una filosofía nacionales (Zea, 1976: 70). Y el instrumento ideológico para lograr este objetivo era el positivismo. Así lo entendió la generación que asumió la jefatura espiritual de Hispanoamérica hacia el último tercio del siglo XIX. Quienes enarbolaron esta doctrina trataron de realizar el «proyecto civilizador» esbozado por Sarmiento, Alberdi, Echeverría y todos los demás pensadores de la generación anterior: establecer el «orden» mediante una reforma de los hábitos y costumbres heredados de la colonia (Zea, 1976: 77; 1987: 244).

Pero —continúa el relato de Zea— no pasaría mucho tiempo antes de que comenzaran a revelarse las limitaciones de este segundo momento dialéctico de la conciencia americana. Las promesas de cambio mental, político y social anunciadas por el positivismo no se cumplieron en absoluto y la gran mayoría de la población se encontraba en una situación que en poco o nada se diferenciaba de la establecida durante la colonia. De otro lado, la burguesía emergente comenzaba a ser consciente de estar sujeta a la subordinación económica con respecto a una nueva potencia imperialista, los Estados Unidos, que encarnaba justamente aquellos valores exaltados por el positivismo. El «proyecto civilizador» fracasó, en opinión de Zea, por las mismas razones que había fracasado el «proyecto libertario»: ambos se habían empeñado en salvar las circunstancias, pero sin atreverse a asumir dialécticamente la herencia del pasado. Buscando asimilar los logros de la modernidad, los latinoamericanos del siglo XIX quisieron ser semejantes a Inglaterra, Francia y los Estados Unidos. Quisieron, en otras palabras, ser otros para llegar a ser sí mismos. Pero de esta paradoja se hizo consciente la generación que empezaba a tomar el relevo de la anterior hacia finales de siglo. Al reparar que el ingreso en la modernidad pasaba necesariamente por una recuperación de la propia historia, aquella generación puso en marcha el tercer momento de la conciencia latinoamericana en su recorrido hacia sí misma.

Este tercer momento, denominado por Zea el «proyecto asuntivo» —y que corresponde a la última figura de la tríada definida por Hegel en la Fenomenología—, es obra conjunta de tres generaciones. La primera de ellas está representada por pensadores como Martí, Rodó, Ugarte, Torres, Vasconcelos y García Calderón, entre otros muchos, quienes combatieron el positivismo de las generaciones anteriores tomando como punto de partida el espíritu latino de «Nuestra América» (Zea, 1976: 424 ss). Para todos estos pensadores, Latinoamérica debía volver los ojos hacia sí misma y buscar en ella no sólo la solución a sus problemas, sino el elemento que le permitiera incorporarse, sin complejo de inferioridad alguno, a una tarea de alcance universal. Este es el programa de Aufhebung que hizo suyo la generación posterior, la de pensadores como Arciniegas, Ramos, Orrego, Paz, Francovich, Martínez Estrada, Reyes, Ardao, Romero y Buharque de Holanda, quienes hacia la década del cuarenta se dieron a la tarea de «salvar» los valores no solo de la cultura latinoamericana en particular, sino de la civilización occidental en su totalidad, amenazados por los embates del fascismo en Europa (para su repercusión en Zea véase Gómez-Martínez 1995). Es así como, de acuerdo a la interpretación de Zea, tomó cuerpo un «nuevo humanismo» en la conciencia filosófica latinoamericana. No se trataba ya del humanismo ilustrado, que había convertido una manifestación concreta de lo humano, la de la cultura europea, en arquetipo universal frente al cual tenían que justificarse todos los pueblos de la tierra. La verdad tan penosamente alcanzada por la conciencia latinoamericana es que se es hombre únicamente al interior de una determinada circunstancia histórica, y en la medida en que las posibilidades ofrecidas por ésta son libremente utilizadas. Y esta verdad es el aporte más genuino de Latinoamérica al concierto de la cultura universal. Así lo entendieron también los pensadores de la generación que empieza a irrumpir hacia mediados de los años sesenta (Zea, 1976). Gentes como Fanon, Cesaire, Ribeiro, Gutiérrez, Salazar Bondy, Cardoso, Freire, Dussel, Roig, Miró Quesada y tantos otros pensadores de esta época, fueron conscientes de que la verdadera libertad humana es no solamente la del colonizado, sino también la del colonizador. Con ellos, el pensamiento latinoamericano consiguió elevarse finalmente —y después de recorrer un largo camino— hasta la esfera de la universalidad.

Como puede observarse, la recepción del circunstancialismo orteguiano está mediada en Leopoldo Zea por la filosofía de la historia de Hegel, a partir de la cual busca descubrir el camino de América Latina hacia su verdadera humanización. También este será el propósito de Arturo Roig, si bien aquí ya no es primeramente Hegel sino Kant —concretamente el Kant de los opúsculos tardíos— quien le permite al argentino organizar los materiales de la «historia de las ideas» en una filosofía latinoamericana de la historia.(3) Como se sabe, la filosofía de la historia no fue objeto de estudio sistemático por parte de Kant, sino que apareció diseminada en breves opúsculos que tienen su centro de gravedad en el concepto de «Razón práctica» desarrollado en la segunda crítica. En esos opúsculos, y principalmente en Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita, Kant define su tarea como el intento de concebir una historia según la idea de la marcha que el mundo tendría que seguir para adecuarse a ciertos fines racionales. Es decir que el sentido de la historia no es para Kant una realidad que brote de la observación empírica de los hechos, sino un ideal orientador a priori que debería guiar la marcha de los sucesos humanos. La meta ideal de la historia no debe ser otra que la realización plena y absoluta de todas las potencias racionales del hombre, la humanización plena de la humanidad. No se trata de saber si esta humanización completa es posible o no, sino de actuar como si este supuesto, que tal vez nunca se realice, debiera, no obstante, realizarse. Se trata, entonces, de un imperativo moral.

Precisamente esta idea kantiana de localizar un hilo conductor de la historia latinoamericana a partir de principios a priori, será el punto de partida del pensamiento de Roig. Sólo que, para el filósofo argentino, estos principios no se encuentran anclados en las estructuras cognoscitivas de un sujeto ubicado más allá del tiempo y del espacio, sino en el devenir histórico de un sujeto empírico. Las luchas concretas libradas por ese sujeto para convertirse en autor de su propia historia, libre de todas las coerciones exteriores, se organizan, según Roig, en una normatividad fundamental llamada el «a priori antropológico» (Roig, 1981: 9-23). Estamos frente a un acto originario de autoafirmación a partir del cual un sujeto empírico se «pone a sí mismo como valioso», es decir, se constituye como sujeto. Pero no se trata, como en Descartes, de un proceso que se opera a nivel de la conciencia solipsista, ni tampoco, como en Kant, de un despliegue anclado en las disposiciones racionales de la «especie humana», sino de una lucha por el reconocimiento a nivel de la praxis social. En este punto es donde Roig echa mano del pensamiento de Hegel, concretamente de la famosa figura del amo y el esclavo diseñada por el filósofo alemán en la Fenomenología (Roig, 1981: 79 ss). El hombre se autoconstituye como sujeto —y, por tanto, se «humaniza»—, sólo en la medida en que se enfrenta directamente contra los poderes heterónomos, los que le imponen un dominio desde afuera. Y estos poderes se expresan sobre todo a nivel de las relaciones sociales, específicamente en el ámbito de las relaciones económicas de trabajo. «Ponerse a sí mismo como valioso» es ejercer un acto originario de rebeldía, en el cual el esclavo se niega a contemplarse a sí mismo bajo la mirada del amo, es decir, deja de verse como un medio, para empezar a valorarse como un fin (Roig, 1981: 50, 73, 79). Este acto fundamentalmente axiológico requiere, en un segundo momento, avanzar hacia una «toma de conciencia» de la propia situación dependiente, esto es, hacia la articulación de un pensamiento que haga posible desenmascarar los mecanismos ideológicos de la opresión. La autoconstituición del sujeto conlleva, entonces, una batalla por la des-alienación, por la transformación de todas aquellas estructuras sociales que impiden al hombre humanizarse. Batalla en la cual la filosofía, en tanto pensamiento crítico, jugará un papel fundamental.

Con estos elementos teóricos, Roig emprende una reconstrucción de la historia de las ideas latinoamericanas que le conducirá finalmente a la formulación de una filosofía de la historia. El propósito de esta filosofía puede reducirse a tres elementos centrales: primero, indicar en qué momentos de la historia se han dado procesos de autoconstitución de un «sujeto latinoamericano»; segundo, examinar el papel jugado por el «pensamiento» en todos estos procesos; y tercero, investigar cuáles son aquellas utopías decantadas en la tradición filosófica latinoamericana que pudieran servir como «ideales regulativos» para orientar la historia del continente según fines racionales. Veamos brevemente cómo desarrolla Roig estos tres aspectos fundamentales.

Al igual que en Zea, Gaos y Ortega, el leitmotiv de la filosofía de Roig es la idea de la «salvación de las circunstancias» mediante la «toma de conciencia» que un sujeto hace de su propia historia (Roig, 1981: 310).(4) Ya vimos cómo en Zea el conocimiento de las circunstancias es también una forma de autoconciencia, que en el caso latinoamericano ha pasado por tres etapas diferentes comenzando por el proyecto libertario de los criollos ilustrados en el siglo XVIII. Roig reconoce que ya antes de esta época se habían configurado subjetividades que se afirmaron como un «nosotros», frente a imperativos de fuerza que pretendieron someterlos. Pero coincide con Zea en que fueron los criollos los primeros que se identificaron como un «nosotros los americanos», inaugurando de este modo la autoafirmación del «sujeto latinoamericano». Aquí se empezó a operar el proceso de «transmutación axiológica» que caracteriza, según Roig, al momento dialéctico de la autoconciencia: el esclavo asume como propio el lenguaje del amo y lo pone a su servicio, cambiándole de signo valorativo (Roig, 1981: 51). La cultura española, que durante todo el período colonial había servido para oprimir a los habitantes de América, fue asimilada por los criollos y utilizada como arma para luchar contra el dominio de los españoles. El habla de dominación, que había servido para reducir a los criollos a la condición de medios, es utilizada por éstos como habla de liberación para valorarse a sí mismos como fines. Lo mismo ocurrió a mediados del siglo XIX, cuando otros sujetos sociales empezaron a reivindicar la necesidad de un «discurso propio», anclado en la realidad americana. Fue la «generación argentina del 37», la del joven Alberdi, Sarmiento y Echeverría, quien pidió la elaboración de un discurso vinculado a una estructura axiológica que lo pudiera constituir como «palabra nuestra». No se trataba, según Roig, de crear una filosofía de la nada, sino de apropiarse del legado de la cultura europea, y especialmente del pensamiento francés, para construir un discurso de «nuestras cosas» (Roig, 1981: 284-312). Luego vino la «generación del 900» (Rodó, Ugarte), que reaccionó contra las agresiones del imperialismo estadounidense y reivindicó el «espíritu latino» propio de las naciones hispanoamericanas (Roig, 1981: 64, 69). En todos estos casos —afirma Roig— estamos frente a diferentes grupos sociales que, en un determinado momento de la historia, reconfiguraron axiológicamente el discurso del dominador para «ponerse a sí mismos como valiosos».

Claro que, por tratarse de un proceso dialéctico —nos dice Roig—, las afirmaciones de todos estos sujetos conllevaron un «ocultamiento» de otros sujetos. Así por ejemplo, los criollos ilustrados se pusieron a sí mismos como valiosos, pero a costa de los indios, los negros y los mestizos. Algo similar ocurrió con la generación argentina del 37 y con la generación arielista del 900. Tan sólo unos pocos pensadores, como Francisco Bilbao y José Martí, lograron formular un concepto más universal del «nosotros los latinoamericanos» (Roig, 1981: 32-37). No obstante, Roig piensa que esta universalidad se encontraba ya implícitamente contenida en todos los proyectos de autoafirmación, ya que el «a priori antropológico» demanda (como en el imperativo categórico de Kant) que ese «nosotros» incluya también a todos los demás sujetos latinoamericanos por el solo hecho de ser hombres. Por eso, aunque la enunciación del «nosotros» se dio, en los tres casos mencionados, desde diferentes horizontes de comprensión, había en ellos un elemento común: la postulación de América Latina como idea regulativa. La unidad política y moral de América Latina, aparece en todos ellos como un «deber-ser», como el interés conductor en función del cual transcurre nuestra historia (Roig, 1981: 19). Y fue Bolívar quien formuló con mayor precisión esta idea en la Carta de Jamaica, proyecto que sería recogido posteriormente por Alberdi, Bilbao, Martí, Rodó, Ugarte, Vasconcelos y otros tantos (Roig, 1981: 56-59, 70). América Latina convertida en fin en sí misma, y no en medio para lograr fines ajenos: esta es la idea regulativa que, de ser algún día realizada, deberá incorporar al continente en el «largo y doloroso proceso de humanización» por el que atraviesa toda la humanidad (Roig, 1981: 75, 50).

  1. Hacia una genealogía del «pensamiento latinoamericano»

Resulta fácil advertir que el historicismo filosófico de Zea y Roig expresa legítimamente el «malestar en la cultura» generado en Latinoamérica —y en todo el «tercer mundo» en general— por la experiencia periférica de la occidentalización. Ya en Ortega mismo, el pensamiento historicista es, ante todo, una señal de alarma frente a la crisis de la modernidad europea. Ortega era consciente de estar viviendo un momento histórico (comienzos del siglo XX, primera guerra mundial) en el que la sensibilidad europea daba un viraje radical con respecto a los ideales humanistas que habían sostenido a Occidente durante más de cuatro siglos. En esto, el filósofo español coincidía con pensadores como Nietzsche, Dilthey, Simmel, Weber y Heidegger, para quienes el racionalismo había dado a luz una maquinaria técnica, política y burocrática, que amenazaba con ahogar completamente la vida individual. Por su parte, Gaos entendió que este viraje histórico representaba la crisis definitiva de un discurso filosófico que, aunque asociado vitalmente a circunstancias específicas (la ilustración europea), insistía en presentarse a sí mismo como portador de un saber universal y necesario. Consecuentes con esta reacción, Leopoldo Zea y Arturo Roig se dan a la tarea de elaborar una crítica filosófica a la modernidad europea mediante una latinoamericanización de sus contenidos humanísticos. Al igual que en el drama de Shakespeare, donde el esclavo Calibán utiliza el lenguaje de su amo Próspero para maldecirle, los dos filósofos articulan su crítica en el mismo lenguaje filosófico de la modernidad —y concretamente, a través del registro «filosofía de la historia»—, para criticar a la modernidad misma y superar sus manifestaciones patológicas. Pero, —nos preguntamos— ¿qué pasaría si las «patologías» de la modernidad se encontrasen vinculadas justamente a ese tipo de lenguaje? ¿Qué ocurriría si el colonialismo, la racionalización, el autoritarismo, la tecnificación de la vida cotidiana, en suma, todos los elementos «deshumanizantes» de la modernidad, estuviesen relacionados directamente con los ideales humanistas? ¿En dónde quedarían las críticas de Roig y de Zea si lo que se considera el remedio para la enfermedad, fuese en realidad la causa de la enfermedad misma?

Tanto Ortega y Gaos como Roig y Zea organizan su filosofía sobre la base que sustenta todo el pensamiento de la modernidad europea: la idea del hombre como un ser dotado de capacidades susceptibles de ser racionalmente dirigidas, ora en el plano de la organización social y política, ora en el plano de la cultura. El hombre como «centro» de la realidad y como dueño absoluto de su propia historia. El hombre como «sujeto», es decir, como realidad fundamental que está «debajo» y garantiza la unidad de todos los procesos de cambio. El sujeto concebido humanísticamente como «autoconciencia», esto es, como sede y origen del lenguaje y el sentido. Así, por ejemplo, Ortega estaba convencido de que los cambios políticos y económicos son fenómenos de superficie, que dependen en realidad de las ideas y de las preferencias estéticas y morales predominantes. Esto le llevó a plantear la tesis —aceptada en su totalidad por Zea y Roig— de que la historia es un proceso anclado en la intencionalidad de sujetos agrupados generacionalmente. Ya no es el Espíritu absoluto de Hegel, ni el héroe solitario de Carlyle quienes funcionan como sujetos de la historia, sino el «nosotros» que se sabe perteneciente a una tradición y que adquiere conciencia de sí mismo a través de las élites intelectuales. La generación de los letrados se convierte así, como diría Ortega mismo, en el «gozne sobre el cual la historia ejecuta sus movimientos». Ellos, los letrados, tienen la misión —y la responsabilidad moral— de salvar la circunstancia mediante el pensamiento; de elaborar «proyectos» tendientes a humanizar su propio mundo.

No obstante, a finales del siglo XX han comenzado a elaborarse otro tipo de lecturas sobre la historia latinoamericana. Lecturas que en lugar de ver los discursos como reacciones vitales de un sujeto autónomo, los entienden más bien como fenómenos históricos sin relación alguna con la «naturaleza humana». Teóricos como Angel Rama y Walter Mignolo, para colocar sólo dos ejemplos, han creado narrativas en las que los discursos aparecen como reverberaciones que ya no se configuran al interior de las «conciencias», sino de marcos epistemológicos y relaciones de fuerzas que generan sus propias normas de verdad. Se crea, de este modo, un escenario en el que la letraha sido despojada de su misión salvífica, y en donde ya no queda lugar alguno para una «filosofía de la historia» en el estilo de Leopoldo Zea y Arturo Roig.

Concentrémonos, por el momento, en el soberbio enfoque genealógico del pensamiento latinoamericano que nos ofrece Angel Rama. La tesis central de Rama es que la letra ha funcionado tradicionalmente en las sociedades latinoamericanas como un instrumento de control. Ya desde la época colonial, pero especialmente a raíz de los procesos de urbanización iniciados en Latinoamérica desde finales del siglo XIX, se puso en marcha una dinámica social en la que los lenguajes simbólicos, y concretamente la escritura, empezaron a adquirir una existencia autónoma (Rama 32 ss). Se configuró una élite urbana de letrados, estrechamente vinculados con el poder político, cuya función era controlar la producción y circulación de las ideas en medio de una sociedad analfabeta. Abogados, escribanos, burócratas de la administración e intelectuales tomaron en sus manos el manejo de aquellos lenguajes simbólicos que legitimaban la institucionalidad del poder (ideales políticos, documentos, leyes, edictos, constituciones, etc.) (Rama 57). Se fue instaurando de este modo un profundo divorcio entre la «ciudad real», donde predomina la comunicación oral, y la «ciudad letrada» en donde lo único que vale es la palabra escrita (Rama 41). Los letrados —y en el caso que más nos interesa, los pensadores—, convertidos ahora en directores espirituales de la sociedad, asumieron la «misión» de producir ideologías y políticas culturales destinadas a reglamentar la vida pública. Modelos que, al absorber el mundo pluriforme de las identidades empíricas en los esquemas monolíticos de la escritura ilustrada, conllevaban de por sí una fuerte tendencia a la homogeneización de la vida colectiva.(5)

Como ya puede adivinarse, la lectura que hace Rama de la «conciencia latinoamericana» choca frontalmente con los metarrelatos creados por Arturo Roig y Leopoldo Zea. Tomemos, por ejemplo, el caso del siglo XIX, y concretamente el período de la llamada «emancipación mental», cuando, en opinión de ambos filósofos, pensadores como Alberdi, Bello, Echeverría, Bilbao y Lastarria habrían inaugurado el «para-sí» de la conciencia americana. Si seguimos la interpretación de Rama, lo que estos letrados hicieron no fue otra cosa que consolidar un tipo de legalidad tendiente a unificar racionalmente el tejido entero de la sociedad. Había que «construir la nación» y dotarla de una «identidad» perfectamente definida. Para ello se hacía imprescindible crear una «idiosincrasia» que debería ser reflejada fielmente por la lengua, la historia y la literatura. Nacieron así los proyectos de una reforma de la gramática española (Bello) y de una «historiografía nacional» —con su culto a los héroes y a las acciones patrióticas— que deberían ser institucionalizados a nivel de la escuela. Y, por supuesto, nació también el proyecto de una «filosofía americana» expresado en el famoso manifiesto de Alberdi. Estos proyectos no obedecieron a la necesidad de «salvar la circunstancia» (Gaos / Zea) ni de elevar al «sujeto americano» como «valioso en sí mismo» (Roig), sino de crear una sociedad que pudiera ser administrada desde instancias políticas claramente definidas, y en las que los letrados mismos tendrían participación activa. Una sociedad organizada sobre la idea moderna de la «nación», en donde no había lugar alguno para las «pequeñas historias», aquellas articuladas desde la oralidad y la diferencia. La pluralidad heterogénea de sujetos sociales debería quedar integrada en las «grandes Historias» creadas por los letrados y enseñadas en las escuelas. Desde la interpretación de Rama queda, entonces, mal parada la idea de una «conciencia latinoamericana» libre de las rapiñas, los disfraces y las astucias del poder. Pues lo que el pensador uruguayo muestra es, justamente, que el conocimiento de «lo propio» ha estado ligado siempre a la pasión de los letrados, a sus odios recíprocos, sus discusiones fanáticas y sus ambiciones políticas.

En Rama encontramos ciertamente una ruptura frente al paradigma moderno que atribuye a la «conciencia» la creación de nobles ideales humanísticos tendientes a «salvar las circunstancias». Detrás de los discursos latinoamericanistas ya no se ubica un «sujeto», entendido como origen de los mismos, sino un conjunto de relaciones de fuerzas, intereses de clase y luchas de poder, que «generan» tanto a los sujetos como a los discursos. Por eso, al mostrar las discontinuidades inherentes a la conciencia latinoamericanista, Rama dio un paso importante hacia una genealogía del pensamiento latinoamericano. Pues como bien lo afirma Foucault, «la genealogía no pretende remontar el tiempo para reestablecer una gran continuidad más allá de la dispersión del olvido… Nada que se asemeje a la evolución de una especie, al destino de un pueblo. [Su tarea] es, al contrario,… localizar los accidentes, las mínimas desviaciones, los errores, las faltas de apreciación, los malos cálculos que han dado nacimiento a lo que existe y es válido para nosotros» (Foucault 1992: 27). Es decir que, en lugar de crear narrativamente una serie de continuidades que harían posible reconstruir la evolución del pensamiento latinoamericano, tal como nos propone Zea, la genealogía se ocupa de mostrar las rupturas, los vacíos, las fisuras y las líneas de fuga presentes en la historia. Y esto no lo hace impulsada por algún malvado placer destructivo, sino porque sospecha que es justamente ahí, en el espacio de las discontinuidades, donde se articulan las voces (que no los textos) de aquellos que habitan la «ciudad real» de la que nos habla Rama.(6)Detrás de las máscaras totalizantes del «sujeto latinoamericano» (Roig) y del «proyecto asuntivo» (Zea), elaboradas por la filosofía de la historia, se encuentran preocupaciones muchísimo menos heroicas y profanas: las de una multiplicidad de sujetos híbridos que elaboranestrategias orales de resistencia para transitar las contingencias del presente. Mostrar esos espacios de heterogeneidad es, por tanto, la tarea de la genealogía, en contraposición a los grandes metarrelatos elaborados por la filosofía latinoamericana de la historia.(7)

Pero este primer paso hacia la genealogía debe ser complementado con una reflexión que nos muestre en qué tipo de orden del saber se inscriben los discursos historicistas de la filosofía latinoamericana.(8) Si miramos la descripción que hace Foucault de la episteme moderna en su libro Las palabras y las cosas, nos daremos cuenta de que el registro «filosofía de la historia» pertenece al sistema de discursos científicos que logró imponerse en los medios académicos europeos a mediados del siglo XIX (Foucault 1984: 217 ss). En ese sistema de signos, el saber ya no podía desplegarse sobre el fondo unificado y unificador de la mathesis universalis, tal como había sucedido en laepisteme clásica, sino que requería necesariamente de un fundamento infundamentado que diese coherencia y unidad a los contenidos. Este fundamento será buscado, desde Kant, en las condiciones a priori del conocimiento establecidas por un sujeto capaz de darse representaciones objetivas de sí mismo. Aparece de este modo la figura de la reflexión, que en Hegel se convierte ya en el retorno histórico de la conciencia a sí misma para buscar allí los fundamentos últimos de su propia esencia. Retorno que atribuye al pensamiento una función liberadora, a la manera de una promesa que se va revelando lentamente a los hombres, y cuya concreción histórica tiene lugar en el ámbito de la política. El registro «filosofía de la historia» se comporta, entonces, como la representación que un sujeto preexistente hace de su devenir en la historia, y en la que ésta aparece como el lugar en donde se va cumpliendo poco a poco, a través de revoluciones y contrarrevoluciones, la promesa de su propia liberación. De este modo, la historia es narrada como un proceso dialéctico de autoconstitución de la «conciencia» mediante la reflexión crítica. A través de la crítica, el «sujeto de la historia» avanza hacia la configuración de nuevas formas de autoconciencia que recogen los contenidos de la época anterior y los asume en un movimiento de síntesis.

Foucault mismo ha señalado cuáles son los problemas del ordenamiento moderno del saber en general, y de la filosofía de la historia en particular. En un marco epistemológico en el que la verdad del conocimiento es sostenida por las representaciones de un sujeto único, resulta evidente que las «pequeñas historias» carecen de significación. Las reivindicaciones de sexo, raza, edad y condición social, o bien los simples avatares afectivos de los sujetos empíricos, son integrados en un espacio omnicomprensivo de carácter trascendental, en donde deberá buscarse el «sentido mayor» de nuestras vidas. La mirada se aparta de lo más próximo y se dirige hacia donde siempre quisieron mirar los letrados: hacia las formas más puras y abstractas, hacia los ideales más nobles, hacia los pensamientos más elevados. Allá, en esa lejanía, deberá buscarse el secreto del encadenamiento entre las palabras y las cosas. Conocerlo será la clave para saber quiénes somos, para descubrir nuestra «identidad», para romper las cadenas que nos atan a la «minoría de edad». Las diferencias son subsumidas de este modo en un orden discursivo que señala a cada uno su papel en el escenario de la historia y le prescribe metas a realizar.

Pues bien, precisamente a este orden discursivo pertenecen las narrativas historicistas de Leopoldo Zea y Arturo Roig. Su «filosofía de la historia» funciona utilizando todos los motivos y figuras definidos por aquella red arqueológica del saber que Foucault llama la episteme moderna. Existe una «lógica» de la historia, un sujeto trascendental, unos ideales a priori, unas «objetivaciones» de la conciencia, y unos intelectuales críticos que descubren el secreto de «lo nuestro». Para Zea, la lógica de la historia es la yuxtaposición de proyectos a través de los cuales la «conciencia americana» ha logrado elevarse penosamente hasta el reconocimiento de sí misma. Las guerras de independencia en el siglo XIX, la revolución mexicana, los nacionalismos y populismos del siglo XX, las revoluciones en Cuba y Nicaragua, son vistos por él como «momentos» de lo que llama la «Dialéctica de la conciencia americana» (Zea 1976b). Todo ha sido un proceso histórico de aprendizaje, de «toma de conciencia» y de afirmación de lo «propio» frente a las injerencias del colonialismo; la lenta pero efectiva emergencia de un concepto más amplio y universal de humanidad. Pero de las víctimas humanas y del sufrimiento causado por este «aprendizaje», así como de las estructuras homogeneizantes que de él han resultado, nada nos dice el pensador mexicano. Tampoco nos explica por qué ciertos pensadores o corrientes ideológicas son seleccionados en su reconstrucción de la «historia de las ideas» latinoamericanas, mientras que otros son misteriosamente excluidos.(9) No es extraño: para la «filosofía de la historia», las palabras guardan siempre su sentido, los deseos su dirección y las ideas su lógica. En ella no queda lugar alguno para la disonancia, la hibridez y la discontinuidad.

Por su parte, Arturo Roig presenta la historia latinoamericana como un proyecto asentado en ideales regulativos de carácter antropológico y que tiene, por ello, unas metas específicas: la realización de una «América para nosotros», tal como la pensó Bolívar. El deber serkantiano se mezcla con la dialéctica histórica de Hegel para construir un metarrelato en el que la utopía bolivariana juega como eje central sobre el que se ordena toda la historia del pensamiento latinoamericano. Nada se dice de los mecanismos de exclusión que acompañaron el surgimiento de esa utopía, como tampoco de la existencia de otro tipo de representaciones utópicas, quizás menos fáusticas y diferenciadas, pero que también cumplen una función autovalorativa. La «unidad moral y política» de América Latina es el gran imperativo humanístico al que deberán someterse todas las fuerzas sociales del continente. Y el ámbito burocratizado, corrupto y autorreferencial de la gran política —¿cuál otro podría realizar semejantes metas?— es presentado como el lugar donde se cumplirá la promesa de liberación. Al igual que Kant, y en concordancia con los ideales de la modernidad, Roig parece estar convencido de que el problema político es el problema crucial de la especie humana, ya que de su resolución dependen la felicidad y la «paz perpetua». La aproximación lenta pero segura hacia una «liga de naciones» kantiana —en donde la unidad latinoamericana sería tan sólo un momento previo y necesario—, adquiere las características de un imperativo moral.

Al activar el registro moderno de la «filosofía de la historia», los dos pensadores latinoamericanos reproducen un tipo de discurso que le señala un curso normativo a la vida y a la historia. Un discurso que, además, otorga a los letrados el papel de legisladores e intérpretes de esa vida y de esa historia. La oralidad de la «ciudad real», en donde priman los accidentes, las rupturas y las desviaciones, es «fijada» en los discursos de la «ciudad letrada», que acentúan las unidades, las continuidades y las totalizaciones. Quizás podríamos hablar, con Foucault, de una «historia efectiva» que se contrapone al mito de la «filosofía de la historia». Mientras que ésta aparece como una totalidad en la que la economía, la sociedad y la cultura se encuentran engarzadas «dialécticamente», como si entre ellas existiese una especie de «armonía preestablecida», aquella se presenta como el ámbito propio de la diferencia. O, como bien lo dice Foucault:

«La historia «efectiva» se distingue de la de los historiadores en que no se apoya en ninguna constancia: nada en el hombre es lo suficientemente fijo como para comprender a los demás hombres y reconocerse en ellos… Saber, incluso en el orden histórico, no significa «reconocer» y mucho menos «reconocernos». La historia será «efectiva» en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser» (Foucault 1992: 46-47).

Notas

  1. José Luis Gómez-Martínez describe esta idea como el «proyecto fundamental» de la filosofía latinoamericana. cf. Pensamiento de la liberación., pp. 107-201.
  2. La lectura que haré de Zea se basa fundamentalmente en su libro El pensamiento latinoamericano, Barcelona, Ariel, 1976.
  3. El estudio de la presencia de Kant en pensadores como Roig, Hinkelammert y el último Dussel, es un capítulo que, por desgracia, permanece todavía inédito en la historiografía filosófica latinoamericana.
  4. Roig se apartará, sin embargo, del circunstancialismo de Ortega por considerarle una posición «no dialéctica». cf. id., «La Historia de las ideas cinco lustros después», en: id., Historia de las ideas, Teoría del discurso y Pensamiento latinoamericano, Santafé de Bogotá, USTA, 1993, pp. 63-64.
  5. Por supuesto no todos los «letrados» del siglo XIX y hasta mediados del XX pueden ser leídos desde este esquema. El mismo Rama menciona el caso de Simón Rodríguez como un intelectual alejado de la tentación del poder y cercano, por ello, a los afanes más profanos de la «ciudad real». cf. Ibid., pp. 62-67.
  6. La genealogía no pretende en ningún momento «representar» esas voces. Todo lo contrario, ella busca excavar bajo el suelo de aquellos discursos que sí han pretendido hablar en nombre del «pueblo» y mostrar cuales son las capas heterogéneas sobre las que se construyen.
  7. Sobre este problema, véase: R. Salazar Ramos, «Los grandes meta-relatos en la interpretación de la historia latinoamericana», enReflexión histórica en América Latina. Ponencias VII Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana, Santafé de Bogota, Universidad Santo Tomás, 1993, pp. 63-108.
  8. Este tema lo he desarrollado ampliamente en mi tesis de maestría Die Philosophie der Kalibane. Das Projekt zur «Überwindung Hegels» in der lateinamerikanischen Geschichts-philosophie, Universidad de Tubinga (Alemania), Facultad de Filosofía, 1996. Aquí presento un resumen muy esquemático de algunos argumentos allí trabajados.

No han pensado acaso las mujeres —para quedarnos sólo con el ejemplo más evidente— durante los últimos quinientos años en América Latina? Pero atrapada en los cánones panópticos de la episteme moderna, la filosofía de Zea es incapaz de ver otro pensamiento distinto al de los «letrados»

Bibliografía de obras citadas

  • Foucault, M. Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-textos, 1992.
  • Foucault, M. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Barcelona: Planeta-Agostini, 1984.
  • Gaos, José. Pensamiento de lengua española. En Obras Completas. Tomo VI, pp. 31-328. México: UNAM, 1990.
  • Gómez-Martínez, José Luis. Pensamiento de la liberación. Proyección de Ortega y Gasset en Iberoamérica. Madrid: Ediciones EGE, 1995.
  • Gómez-Martínez, José Luis. «Una influencia decisiva: El legado de José Gaos al pensamiento iberoamericano.» Cuadernos Americanos 25 (1991): 49-86.
  • Medin, Tzvi. Ortega y Gasset en la cultura hispanoamericana. México: F.C.E., 1994.
  • Ortega y Gasset, José. «La historia como sistema». En Historia como sistema y otros ensayos filosóficos. Madrid: Sarpe, 1984, pp. 29-95.
  • Rama, Angel. La ciudad letrada: Hanover: Ediciones del Norte, 1984.
  • Roig, Arturo Andrés. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. México: F.C.E., 1981.
  • Roig, Arturo Andrés. Historia de las ideas, Teoría del discurso y Pensamiento latinoamericano, Santafé de Bogotá: USTA, 1993.
  • Villegas, Abelardo. El pensamiento mexicano en el siglo XX. México: F.C.E., 1993.
  • Zea, Leopoldo. El pensamiento latinoamericano. Barcelona: Ariel, 1976.
  • Zea, Leopoldo. Dialéctica de la conciencia americana. México: Alianza Editorial, 1976b.

Zea, Leopoldo. Filosofía de la historia americana. México: F.C.E., 1987

Fuente:

http://www.ensayistas.org/critica/generales/castro4.htm

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/0SN6Was0qf-1zajqh0-KDBAzpny3pwedMIWYTCkkPBmIg4Gl3dLWha5uZKC-lsq62rdO7qI=s85

 

Comparte este contenido:

Jesús Salinas: EL rol docente en los escenarios futuros de aprendizaje

Europa/España/Septiembre 2016/Jesús salinas/http://ticenfid.org/

Los alumnos que se encuentran en nuestro sistema escolar pertenecen a la llamada net-generación (o nativos digitales, etc..), una generación que inicia su existencia con recursos o medios para comunicarse de manera electrónica a través de la red, que viven en una sociedad conectada a Internet, que son consumados internautas y que usan la red con más frecuencia que los adultos, pero eso no quiere decir que nos encontremos ante una generación que incorpora ya competencias de manejo de la comunicación digital.

En general, son usuarios formales de los ordenadores, trabajan con las TIC  en la escuela  y en el hogar, y, sobre todo, las utilizan como fuente de entretenimiento y medio de comunicación. Pero, los datos que periódicamente vamos conociendo apuntan a la necesidad de estudiar, generar pautas  e intervenir  en este ámbito tan complejo como es el de la comunicación e interacción mediante sistemas digitales. Abordar este tema requiere ocuparse de  un conjunto de competencias  asociadas al tratamiento de la información y del mundo digital y que, entre otras cosas, supone:

  • Utilizar las nuevas fuentes de información  (para adquirir nuevos conocimientos y resolver problemas): navegar por hipertextos e Internet sin perderse, buscar, seleccionar, valorar de manera reflexiva y crítica (contrastar), recopilar, organizar, relacionar…, y procesar información de manera inteligente con medios TIC.
  • Dominar los lenguajes básicos (textual, sonoro, icónico) y manejar los nuevos códigos expresivos y las nuevas posibilidades comunicativas (muy diferentes de la lectura y escritura en papel): presentaciones multimedia, hipertextos, simulaciones, mundos virtuales, gráficos 3D, mensajes por Internet y teléfonos móviles, videoconferencia…
  • Comunicarse con otros y  trabajar colaborativamente en la red
  • Respetar las normas y uso responsable de Internet,  al mismo tiempo que conocer los riesgos.

Todo ello tiene  importantes implicaciones en la formación de los docentes actuales –y futuros. Estos con sus modos, medios y técnicas necesitan nuevas competencias para enfrentarse a estas demandas. Trabajar con la competencia digital docente resulta, entonces, imprescindible… pero no es suficiente. Los continuados avances de las tecnologías suponen la aparición –mejor, la construcción- de nuevos espacios de comunicación que  traen consigo nuevas posibilidades en una gran variedad de situaciones comunicativas en las que deben desenvolverse: entornos institucionales –campus virtuales, entornos virtuales,…-, informales –redes sociales,…- y personales. Entornos que tanto los usuarios de la formación como formadores y, sobre todo, los docentes en formación deben acomodar, apropiarse, dominar, para que se produzca el aprendizaje, para lograr la consolidación de diversas competencias, la construcción personal del conocimiento, la realidad del conocimiento compartido desde los valores, creencias y experiencias personales.

El desarrollo de estas competencias pedagógicas para el mundo digital se enfrenta a distintos desafíos que provienen de una nueva forma de entender el aprendizaje a lo largo de la vida, a lo largo del trabajo, y con los otros  (en un mundo digital). Es decir, el futuro próximo se está caracterizando, en nuna nueva configuración de los escenarios, por un aprendizaje embebido (cada vez toma mayor importancia el aprendizaje en las otras actividades vitales  y dentro del trabajo sin solución de continuidad), continuo (asociado a una gestión personal del aprendizaje, sin solución de continuidad en el tiempo y en el espacio, disminuyendo la diferencia entre vivir, trabajar  y aprender) y basado en el aprendizaje social (desde el momento que existe una organización colectiva y contributiva del aprendizaje, con valorización de los aportes y del apoyo entre pares).

Estos desafíos requieren, sin duda, un perfil en permanente cambio de los docentes. Se trata de manejarse en ambientes que al mismo tiempo que incorporan estos tipos de aprendizaje van a requerir nuevas competencias para manejarse en los nuevos escenarios.  Se trata de un docente caracterizado por la conectividad que facilita el manejo adecuado de la ‘affordance’ pedagógica (ya sea desde la perspectiva tecnológica como puede ser la usabilidad, desde la social  en relación a la facilidad para realizar actividades, promover la interacción, percepción de la acción, etc.., o  educativa que compromete la correspondencia real con el modelo educativo utilizad), un nuevo manejo del conocimiento y la participación en redes o entornos de aprendizaje (enriquecimiento del entorno personal junto a una potente red de aprendizaje).

En definitiva hablamos de un perfil docente que viene definido por el dominio de los procesos de curación de contenido (filtro, manejo, organización del conocimiento), la colaboración, el co-aprendizaje, la facilitación, el apoyo a todo el proceso de aprendizaje  y la inspiración (conectada con la creatividad y el cultivo de la misma).

Estos nuevos escenarios vendrán proyectados  en espacios  de aprendizaje cada vez más experienciales, y para ello se requiere que dichos espacios promueva y fomenten la colaboración, la creatividad  y el aprendizaje interdisciplinario. Es decir, el escenario donde el nuevo docente tendrá que desenvolverse va a ser un espacio creativo, colaborativo y de aprendizaje interdisciplinar. Y desarrollar la competencia para explotarlo pedagógicamente, se nos presenta como un atractivo desafío.

Jesús Salinassalinas
Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. Universidad Islas Baleares 1988 Tesis Doctoral: El vídeo como instrumento didáctico. Consideraciones sobre el diseño, producción y evaluación de programas didácticos en vídeo. (Dirección: Dr. Antoni J. Colom Cañellas).
Licenciado en Filosofía y Letras (Sec. CC Educación) Universitat de les Illes Balears 1981.
Diplomado en Profesorado de EGB Universidad de Zaragoza 1976

Fuente :

http://ticenfid.org/el-rol-docente-en-los-escenarios-futuros-de-aprendizaje/#prettyPhoto

Fuente imagen :

https://lh3.googleusercontent.com/ClA18_Dttv4IBP0C8ZMKIFpEuaH1HTae21EEha3NK8pRCiMVmW_t0siHZdclyFsmcD-1jg=s114

Comparte este contenido:

Geopolítica de la sensibilidad y del conocimiento Sobre (de) colonialidad, pensamiento fronterizo y desobediencia epistémico por Walter Mignolo

Europa/Italia/Septiembre 2016/Walter Mignolo/http://eipcp.net/

Traducción de Marcelo Expósito

Walter Mignolo

 

(De)colonialidad[1] es un concepto cuyo punto de origen fue el Tercer Mundo. Para ser más precisos, surgió en el mismo momento en que la división en tres mundos se desmoronaba y se celebraba el fin de la historia y de un nuevo orden mundial. La aparición de este concepto tuvo un impacto de naturaleza semejante al que produjo el concepto ‘biopolítica’, cuyo punto de origen fue Europa. Al igual que su homólogo europeo, ‘colonialidad’ se situó en el centro de los debates internacionales; en su caso, en el mundo no-europeo y en la ‘antigua Europa del Este’. Mientras que ‘biopolítica’ ocupó un papel central en la ‘antigua Europa occidental’ (es decir, la Unión Europea) y Estados Unidos, así como entre algunas minorías intelectuales conformadas por seguidores no-europeos de las ideas originadas en Europa –quienes no obstante las adaptaron a las circunstancias locales–, ‘colonialidad’ hacía sentirse cómodas principalmente a personas de color en países desarrollados, a migrantes y, en general, a una gran mayoría de aquellas personas cuyas experiencias de vida, memorias lejanas e inmediatas, lenguas y categorías de pensamiento fueron alienadas por parte de aquellas otras experiencias de vida, memorias lejanas e inmediatas, lenguas y categorías de pensamiento que dieron lugar al concepto ‘biopolítica’ para dar cuenta de los mecanismos de control y las regulaciones estatales[2].

Las bases históricas de la modernidad, la posmodernidad y la altermodernidad (donde ¨biopolítica¨ tiene su hogar) se encuentran en la Ilustración y la Revolución Francesa. Las bases históricas de la decolonialidad se encuentran en la Conferencia de Bandung de 1955, en la cual se reunieron 29 países de Asia y África. El principal objetivo de la conferencia era encontrar las bases y la visión común de un futuro que no fuera ni capitalista ni comunista. El camino que hallaron fue la ‘descolonización’. No se trataba de una ‘tercera vía’ à la Giddens, sino de desprenderse de las dos principales macronarrativas occidentales. Fue imitada por la conferencia de los Países No Alineados que tuvo lugar en Belgrado en 1961, en la cual varios países latinoamericanos sumaron sus fuerzas a los asiáticos y africanos. Los condenados de la tierra de Franz Fanon fue publicado también en 1961. Hace por tanto 55 años que se establecieron los fundamentos políticos y epistémicos de la decolonialidad. La decolonialidad no consiste en un nuevo universal que se presenta como el verdadero, superando todos los previamente existentes; se trata más bien de otra opción. Presentándose como una opción, lo decolonial abre un nuevo modo de pensar que se desvincula de las cronologías establecidas por las nuevas epistemes o paradigmas (moderno, posmoderno, altermoderno, ciencia newtoniana, teoría cuántica, teoría de la  relatividad, etc.). No es que las epistemes y los paradigmas resulten ajenos al pensamiento decolonial. No podrían serlo; pero han dejado de ser la referencia de legitimidad epistémica. La Conferencia de Bandung, en el terreno político, declaraba no ser capitalista ni comunista, sino descolonizadora; el pensamiento decolonial está hoy comprometido con la igualdad global y la justicia económica, pero afirmando que la democracia occidental y el socialismo no son los únicos dos modelos con los que orientar nuestro pensamiento y nuestro hacer. Los argumentos decoloniales promueven lo comunal como otra opción junto al capitalismo y al comunismo. En el espíritu de Bandung, el intelectual aymara Simon Yampara aclara que los aymara no son ni capitalistas ni comunistas. Promueven el pensamiento decolonial y el hacer comunal[3].

Dado que el punto de origen de la decolonialidad fue el Tercer Mundo con su diversidad de historias y tiempos locales, y siendo diferentes países imperiales de Occidente los que interfirieron por vez primera en esas historias locales –ya fuera en el Tawantinsuyu en el siglo XVI, China en el XIX o Irak desde principios del XIX (Francia y Gran Bretaña) hasta principios del XXI (Estados Unidos) –, el pensamiento fronterizo es la singularidad epistémica de cualquier proyecto decolonial. ¿Por qué? Porque la epistemología fronteriza es la epistemología del anthropos que no quiere someterse a la humanitas, aunque al mismo tiempo no pueda evitarla. La decolonialidad y el pensamiento/sensibilidad/hacer fronterizos están por consiguiente estrictamente interconectados, dado que la decolonialidad no puede ser ni cartesiana ni marxiana. En otras palabras, el origen tercermundista de la decolonialidad se conecta con la ‘conciencia inmigrante’ de hoy en Europa occidental y Estados Unidos. La ‘conciencia inmigrante’ se localiza en las rutas de dispersión del pensamiento decolonial y fronterizo.

II

Puntos de origen y rutas de dispersión son conceptos clave para trazar la geo-política del conocimiento/sensibilidad/creencia, tanto como la corpo-política del conocimiento/sensibilidad/entendimiento. Cuando Franz Fanon cierra su Piel negra, máscaras blancascon una plegaria:

¡Oh cuerpo mío, haz de mí, siempre, un hombre que se interrogue!

expresó, en una sola frase, las categorías básicas de la epistemología fronteriza: la percepción bio-gráfica del cuerpo Negro en el Tercer Mundo, anclando así una política del conocimiento que está arraigada al mismo tiempo en el cuerpo racializado y en las historias locales marcadas por la colonialidad. Es decir, un pensamiento que hace visible la geo-política y corpo-política de todo pensamiento que la teología cristiana y la egología (e.g. Cartesianismo) oculta. Por tanto, si el punto de origen del pensamiento/sensibilidad y el hacer fronterizos es el Tercer Mundo, y si sus rutas de dispersión se realizaron a través de quienes migraron del Tercer al Primer Mundo[4], entonces el ser y el hacer habitando las fronteras creó las condiciones para ligar la epistemología fronteriza con la conciencia inmigrante y, en consecuencia, desvincularla de la epistemología territorial e imperial basada en las políticas de conocimiento teológicas (Renacimiento) y egológicas (Ilustración). Como es bien sabido, las políticas teo- y ego-lógicas del conocimiento se basaron en la supresión tanto de la sensibilidad como de la localización geo-histórica del cuerpo. Fue precisamente esa supresión lo que hizo posible que la teo-política y la geo-política del conocimiento se proclamaran universales.

La epistemología fronteriza y la decolonialidad van de la mano. ¿Por qué? Porque la decolonialidad se dedica a cambiar los términos de la conversación y no sólo su contenido. ¿Cómo funciona la epistemología fronteriza? La herencia más perdurable de la Conferencia de Bandung es el ‘desprendimiento’: desprenderse del capitalismo y del comunismo, es decir, de la teoría política ilustrada (del liberalismo y del republicanismo: Locke, Montesquieu) y de la economía política (Smith), así como de su opositor, el socialismo-comunismo. Pero, una vez que nos hemos desprendido, ¿adónde vamos? Hay que dirigirse al reservorio de formas de vida y modos de pensamiento que han sido descalificados por la teología cristiana, la cual, desde el Renacimiento, continuó expandiéndose a través de la filosofía y las ciencias seculares, puesto que no podemos encontrar el camino de salida en el reservorio de la modernidad (Grecia, Roma, Renacimiento, Ilustración). Si nos dirigimos allí, permaneceremos encadenados a la ilusión de que no hay otra manera de pensar, hacer y vivir. El racismo moderno/colonial, es decir, la lógica de racialización que surgió en el siglo XVI, tiene dos dimensiones (ontológica y epistémica) y un solo propósito: clasificar como inferiores y ajenas al dominio del conocimiento sistemático todas las lenguas que no sean el griego, el latín y las seis lenguas europeas modernas, para mantener así el privilegio enunciativo de las instituciones, los hombres y las categorías de pensamiento del Renacimiento y la Ilustración europeos. Las lenguas que no eran aptas para el pensamiento racional (sea teológico o secular) se consideraron lenguas que revelaban la inferioridad de los seres humanos que las hablaban. ¿Qué podía hacer una persona cuya lengua materna no  era una de las lenguas privilegiadas y que no había sido educada en instituciones privilegiadas? O bien debía  aceptar su inferioridad, o bien debía hacer el esfuerzo de demostrar que era un ser humano igual a quienes lo situaban en segunda clase. Es decir, en ambos casos se trataba de aceptar la humillación de ser inferior a quienes decidían que debías, o bien mantenerte como inferior, o bien asimilarte. Y asimilarte significa aceptar tu inferioridad y resignarte a jugar un juego que no es tuyo, sino que te ha sido impuesto. La tercera opción es el pensamiento y la epistemología fronterizos.

¿Cómo funcionan? Supongamos que perteneces a la categoría de anthropos, es decir, lo que en la mayoría de los debates contemporáneos sobre la alteridad se corresponde con la categoría de ‘otro’. El ‘otro’, sin embargo, no existe ontológicamente. Es una invención discursiva. ¿Quién inventó al ‘otro’ sino el ‘mismo’ en el proceso de construirse a sí mismo? Tal invención es el resultado de un enunciado. Un enunciado que no nombra una entidad existente, sino que la inventa. El enunciado necesita un (agente) enunciador y una institución (no cualquiera puede inventar el anthropos); pero para imponer elanthropos como ‘el otro’ en el imaginario colectivo se necesita estar en posición de gestionar el discurso (verbal o visual) por el cual se nombra y se describe una entidad (el anthropos o ‘el otro’) y lograr hacer creer que ésta existe. Hoy, la categoría de anthropos (‘el otro’) vulnera las vidas de hombres y mujeres de color, gays y lesbianas, gentes y lenguas del mundo no-europeo y no-estadounidense desde China hasta Oriente Medio y desde Bolivia hasta Ghana. Las personas de Bolivia, Ghana, Oriente Medio o China no son ontológicamente inferiores, puesto que no hay una manera de determinar empíricamente tal clasificación. Existe una epistemología territorial e imperial que inventó y estableció tales categorías y clasificaciones. De tal forma, una vez que caes en la cuenta de que tu inferioridad es una ficción creada para dominarte, y si no quieres ni asimilarte ni aceptar con resignación la mala suerte de haber nacido donde has nacido, entonces te desprendes. Desprenderse significa que no aceptas las opciones que se te brindan. Éste es el legado de la Conferencia de Bandung. Quienes participaron en la conferencia optaron por desprenderse: ni capitalismo ni comunismo. Optaron por descolonizar. La grandeza de la Conferencia de Bandung consistió precisamente en haber mostrado que otra manera es posible. Su límite estriba en haberse mantenido en el dominio del desprendimiento político y económico. No planteó la cuestión epistémica. Sin embargo, las condiciones para plantearla estaban allí dadas. Lo hizo unos 35 años más tarde el sociólogo colombiano Orlando Fals Borda, quien había estado muy implicado en los debates en torno a la teoría de la dependencia. La teoría de la dependencia, en la América hispana y lusa, así como en el pensamiento caribeño sobre la descolonización del Grupo Nuevo Mundo[5], surgió en el clima general de la Conferencia de Bandung y la invención del Tercer Mundo. El Tercer Mundo no fue inventado por la gente que habita en el Tercer Mundo, sino por hombres e instituciones, lenguas y categorías de pensamiento del Primer Mundo. La teoría de la dependencia fue una respuesta al hecho de que el mito del desarrollo y la modernización ocultaba que los países del Tercer Mundo no podían desarrollarse ni modernizarse bajo condiciones imperiales. Los economistas y sociólogos caribeños del Grupo Nuevo Mundo plantearon argumentos muy semejantes en ese mismo periodo. Las líneas maestras de su investigación eran el pensamiento independiente y la libertad caribeña. El pensamiento independiente necesita del pensamiento fronterizo, por la simple razón de que no se puede lograr si nos mantenemos dentro de las categorías del pensamiento y la experiencia occidentales.

Se podría objetar a los teóricos de la dependencia y el Grupo Nuevo Mundo que escribieron respectivamente en español/portugués y en inglés. ¿Puede uno desprenderse si permanece atrapado en las categorías de las lenguas occidentales modernas e imperiales? Sí puede, puesto que el desprendimiento y el pensamiento fronterizo suceden cuando se dan las condiciones apropiadas y cuando se origina la conciencia de la colonialidad (incluso si no se utiliza esta palabra). Al escribir en español, portugués e inglés, los teóricos de la dependencia y el Grupo Nuevo Mundo eran sujetos coloniales, es decir, sujetos que habitaban en las historias locales y en las experiencias de las historias coloniales. Porque el español y el portugués de Sudamérica tienen la misma gramática que en España y Portugal respectivamente; pero aquellas lenguas habitan en cuerpos, sensibilidades y memorias diferentes, y sobre todo en una diferente sensibilidad del mundo. Utilizo la expresión ‘sensibilidad del mundo’ en lugar de ‘visión del mundo’ porque ésta, restringida y privilegiada por la epistemología occidental, bloqueó los afectos y los campos sensoriales que están más allá de la vista. Los cuerpos que pensaron ideas independientes y que se independizaron de la dependencia económica eran cuerpos que escribieron en lenguas modernas/coloniales. Por esa razón, necesitaban crear categorías de pensamiento que no se derivaran de la teoría política y de la economía europeas. Necesitaban desprenderse y pensar dentro de las fronteras que habitaban: no las fronteras de los estados-nación, sino las fronteras del mundo moderno/colonial, fronteras epistémicas y ontológicas. El Grupo Nuevo Mundo escribió en inglés, pero habitaba las memorias de la ruta y la historia de la esclavitud, de los esclavos fugitivos y de la economía de la plantación. No es esa experiencia la que alentó el pensamiento liberal de Adam Smith ni el pensamiento socialista de Marx. Lo que nutren la experiencia de la plantación y el legado de la esclavitud es el pensamiento fronterizo.

Nosotros y nosotras, anthropos, quienes habitamos y pensamos en las fronteras con conciencia decolonial, estamos en camino de desprendernos; y con el fin de desprendernos necesitamos ser epistemológicamente desobedientes. Pagaremos el precio, puesto que los periódicos y revistas, las disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades, así como las escuelas profesionales, son territoriales. En otras palabras, el pensamiento fronterizo es la condición necesaria para pensar decolonialmente. Y cuando nosotras y nosotros, anthropos, escribimos en lenguas occidentales modernas e imperiales (español, inglés, francés, alemán, portugués o italiano), lo hacemos con nuestros cuerpos en la frontera. Nuestros sentidos han sido entrenados por la vida para percibir nuestra diferencia, para sentir que hemos sido hechos anthropos, que no formamos parte –o no por completo– de la esfera de quienes nos miran con sus ojos como anthropos, como ‘otros’. El pensamiento fronterizo es, dicho de otra forma, el pensamiento de nosotros y nosotras, anthropos, quienes no aspiramos a convertirnos en humanitas, porque fue la enunciación de la humanitas lo que nos hizo anthropos. Nos desprendemos de la humanitas, nos volvemos epistemológicamente desobedientes, y pensamos y hacemos decolonialmente, habitando y pensando en las fronteras y las historias locales, confrontándonos a los designios globales.

La genealogía del pensamiento fronterizo, del pensar y el hacer decolonialmente, se ha construido en varios frentes[6]. Rememoremos aquí el bien conocido legado de Franz Fanon, y releamos algunos de sus puntos de vista en el contexto de mi argumentación. Ya he mencionado la última línea de Piel negra, máscaras blancas, un libro que precede en tres años a la Conferencia de Bandung, si bien no resulta ajeno a las condiciones globales que impulsaron Bandung. Quizá el concepto teórico más radical que introdujo Fanon es ‘sociogénesis’. La sociogénesis lo incorpora todo: desprendimiento, pensamiento fronterizo y desobediencia epistémica;  desprendimiento de las opciones filogenéticas y ontogenéticas, de la dicotomía del pensamiento territorial moderno. La sociogénesis es, en la esfera de la corpo-política, semejante a la lógica de la Conferencia de Bandung en la esfera de la geopolítica: no es un concepto híbrido, sino la apertura de una gramática de la decolonialidad[7]. ¿Cómo funciona esa gramática? Recordemos que la sociogénesis es un concepto que no se basa en la lógica de la de-notación (al contrario que la filo- y la ontogénesis), sino en la lógica del ser clasificado, en el racismo epistémico y ontológico: eres ontológicamente inferior y por tanto también lo eres epistémicamente; eres inferior epistémicamente, y por tanto también lo eres ontológicamente[8]. El concepto de sociogénesis surge en el momento mismo en que se toma conciencia de ser ‘negro’, no por el color de la piel, sino a causa del imaginario racial del mundo colonial moderno: has sido hecho ‘negro’ por un discurso cuyas reglas no puedes controlar y que no deja lugar para la queja, como sucede a Josef K. en El proceso de Kafka. La sociogénesis surgió del pensar y habitar en las fronteras y del pensar decolonialmente, ya que proviene de lo que Lewis Gordon llamaría existentia Africana[9], si bien podría haber provenido de cualquier otra experiencia similar de individuos racializados. Resulta poco probable que el concepto ‘sociogénesis’ se hubiera originado a partir de la experiencia europea, excepción hecha de los inmigrantes de hoy. Y, en efecto, Fanon era un inmigrante del Tercer Mundo en Francia; fue esta experiencia la que sacó a la luz el hecho de que la filogénesis y la ontogénesis quizá no pudieran dar cuenta de la experiencia del sujeto colonial y racializado. Esa experiencia puede ser presentada en su ‘contenido’ (la experiencia como objeto) por parte de las disciplinas existentes (sociología, psicología, historia, etc.) capaces de hablar ‘sobre’ el ‘negro’ y ‘describir’ la experiencia de éste, pero no pueden suplantar el pensamiento del ‘negro’ (la experiencia constitutiva del sujeto) en el momento en que caes en la cuenta de que has sido hecho ‘negro’ por parte del imaginario imperial del mundo occidental. Ciertamente, la imagen del negro como un ser humano inferior descendiente de Canaán estaba ya impresa en el imaginario cristiano[10]. Pero a lo que me estoy refiriendo aquí es a cómo ese imaginario fue resemantizado en el siglo XVI con el comercio masivo de esclavos en el mundo atlántico. En ese momento, los africanos y el esclavismo eran uno y el mismo. No era así antes del año 1500.

La sociogénesis se sostiene dentro de la epistemología fronteriza. Sostiene a la epistemología fronteriza y no a la epistemología territorial sobre la que se apoyan las diversas disciplinas existentes. Sociogénesis es un concepto que nos permite desprendernos precisamente del pensamiento occidental, aunque Fanon escriba en francés imperial/colonial y no en francés criollo. Al desprenderse, Fanon se compromete con la desobediencia epistémica. No hay otra manera de saber, hacer y ser decolonialmente, si no es mediante un compromiso con el pensamiento fronterizo, el desprendimiento y la desobediencia epistémica. Bandung nos mostró el camino para desprendernos geopolíticamente del capitalismo y del comunismo; Fanon hizo lo propio para desprendernos corpo-políticamente; dos maneras de desprendernos de la matriz colonial del poder y de habitar el pensamiento fronterizo. ¿Por qué mencionar aquí el pensamiento fronterizo? Porque la sociogénesis lo presupone, en la medida en que está relacionada con un desprendimiento de la filogénesis y la ontogénesis. Al mismo tiempo, si la sociogénesis se desplaza a otro territorio, entonces ya no responde a la lógica, la experiencia y las necesidades que dieron lugar al concepto de filogénesis en Darwin y de ontogénesis en Freud. La sociogénesis ya no puede ser subsumida en el paradigma lineal de las rupturas epistémicas de Foucault.

III

Poner entre interrogantes la enunciación (cuándo, por qué, dónde, para qué) nos dota del conocimiento necesario para crear y transformar, y que resulta necesario para imaginar y construir futuros globales;  ello constituye el corazón de cualquier investigación decolonial. ¿Por qué? Porque el conocimiento se crea y transforma de acuerdo con deseos y necesidades particulares, así como en respuesta a exigencias institucionales. El conocimiento está anclado en proyectos con una orientación histórica, económica y política. Lo que desveló la ‘colonialidad’ es la dimensión imperial del conocimiento occidental que ha sido construida, transformada y diseminada durante los últimos 500 años. Es la colonialidad del conocimiento y del ser lo que se esconde tras la celebración de las rupturas epistémicas y de los cambios paradigmáticos. Tanto aquéllas como éstos forman parte de, y suceden en una concepción del conocimiento que se originó en el Renacimiento europeo (es decir, en ese espacio y tiempo) y llegó al corazón de Europa (Alemania, Inglaterra y Francia) a través de la Ilustración.

A diferencia de la decolonialidad, el punto de origen de conceptos tales como ‘modernidad’ y ‘posmodernidad’, de las rupturas epistémicas y los cambios paradigmáticos, fue Europa y su historia interna. Estos conceptos no son universales; ni siquiera son globales. Son regionales y, como tales, tienen el mismo valor que cualquier otra configuración y transformación regional del conocimiento. La única diferencia estriba en que las historias locales de los conceptos europeos se convirtieron en designios globales. Eso significa que conceptos como los arriba citados fueron necesarios para dotar de sentido a los deseos particulares y a las exigencias institucionales. Cuando la posmodernidad o los cambios paradigmáticos se convierten en conceptos viajeros que, siguiendo las rutas de la dispersión, llegan a Argentina o Irán, China o Argelia, lo hacen formando parte de la expansión de la civilización occidental. Los sujetos de la periferia cayeron en la cuenta de que la posmodernidad no significa lo mismo en Francia, Alemania o Inglaterra que en Argentina o China. Sólo se puede decir que la posmodernidad no es lo mismo en Francia que en China si asumimos que existe algo definible como ‘posmodernidad’, sea lo que sea. En última instancia no importa tanto qué es, sino más bien lo que las personas que dialogan a favor o en contra entienden que es. Lo que importa es la enunciación, no tanto lo enunciado. Cuando estuvo ya establecido el concepto ‘posmodernidad’, una serie de conceptos complementarios salieron a la luz, aplicados a las historias coloniales locales: modernidades periféricas, alternativas o subalternas, rupturas epistémicas y cambios paradigmáticos. En primer lugar, la modernidad no es un despliegue ontológico de la historia, sino la narrativa hegemónica de la civilización occidental. Así que no hay necesidad alguna de ser moderno. Mejor dicho, resulta urgente desprenderse de la ensoñación según la cual se está fuera de la historia si no se es moderno. Las modernidades alternativas o subalternas que reclaman su derecho a existir reafirman el imperialismo de la modernidad occidental disfrazado de modernidad universal. En segundo lugar, si se acepta que la modernidad es una narrativa y no una ontología, una posible respuesta consiste en reclamar “nuestra modernidad”, como hace el politólogo indio Partha Chatterjee al reformular el pasado y el papel de India en la historia global. Resulta necesario eliminar el concepto de ‘pre-moderno’, que hace un buen servicio a la modernidad imperial, para hablar en su lugar con orgullo de lo ‘no-moderno’. Argumentar lo ‘no-moderno’ requiere una práctica del desprendimiento y del pensar fronterizo, para legitimar así que otros futuros más justos e igualitarios puedan ser pensados y construidos más allá de la lógica de la colonialidad constitutiva de la retórica de la modernidad.

Tales conceptos son la materialización de un punto de origen y de las rutas de dispersión que mantienen la dependencia epistémica. La respuesta decolonial ha sido sencillamente decir: “existe una modernidad nuestra”, como ha argumentado contundente y convincentemente Chatterjee[11]. Cuando surgió la sensibilidad/pensamiento fronteriza, cobró existencia la opción decolonial; y al aparecer como opción, reveló que la modernidad (la modernidad periférica, subalterna o alternativa, o sencillamente la modernidad) es tan sólo otra opción y no el desarrollo ‘natural’ del tiempo. La modernidad y la posmodernidad son opciones, no momentos ontológicos de la historia universal, al igual que son opciones las modernidades subalternas, alternativas o periféricas. Todas ellas son opciones que niegan e intentan impedir el desarrollo del pensamiento fronterizo y de la opción decolonial.

La posmodernidad no siguió el mismo camino que la modernidad. No ha habido, hasta donde yo sé, conceptos complementarios como posmodernidades periféricas, alternativas o subalternas. Pero ese vacío fue rápidamente llenado al materializarse el concepto de ‘poscolonialismo’. Resulta interesante observar que el punto de origen del poscolonialismo fue Inglaterra y Estados Unidos, es decir, se originó en el mundo euro-estadounidense y angloparlante y no en el Tercer Mundo. Sin embargo, quienes lo plantearon provenían del mundo no-europeo. En realidad, hubiera resultado difícil que el concepto ‘poscolonialidad’ se le ocurriera a un intelectual británico, alemán o francés. No imposible, pero sí poco probable. Una de las razones principales es que el legado colonial tal y como se experimentó en las colonias no forma parte de las vidas y las muertes de los teóricos posmodernos y posestructuralistas. Recíprocamente, la posmodernidad y el posestructuralismo no están en el corazón de los intelectuales de India o África subsahariana (el segundo punto de referencia del poscolonialismo). Los trabajos de Ashis Nandy o Vandana Shiva en India son una manifestación del pensamiento decolonial más que de la teoría poscolonial. Los africanos Paulin J. Hountondji y Kwasi Wiredu se encuentran más cerca del legado de la descolonización que del poscolonialismo. El aymara Patzi Paco en Bolivia o Lewis Gordon en Jamaica/Estados Unidos argumentan en términos decoloniales antes que poscoloniales. Dado que el punto de origen del poscolonialismo fue principalmente Inglaterra y Estados Unidos, y sus principales impulsores fueron intelectuales del Tercer Mundo (como diría Arif Dirlik), resulta más fácil para los intelectuales europeos aceptar el pensamiento poscolonial que el decolonial. Como ya dije, el pensamiento decolonial es más semejante a la piel y a las ubicaciones geo-históricas de los migrantes del Tercer Mundo, que a la piel de los ‘nativos europeos’ en el Primer Mundo. Nada impide que un cuerpo blanco en Europa occidental pueda sentir cómo la colonialidad opera en los cuerpos no-europeos. Comprenderlo consiste en una tarea racional e intelectual, no experiencial. Para que un cuerpo europeo llegue a pensar decolonialmente tiene que ceder algo, de la misma forma que un cuerpo de color formado en las historias coloniales tiene que ceder algo si quiere habitar las teorías posmodernas y posestructuralistas.

IV

Observemos cuáles son los tres escenarios en los que hoy se despliegan futuros globales:

· La reoccidentalización mediante la continuidad del proyecto incompleto de la modernidad occidental.

· La desoccidentalización dentro de los límites de la modernidad occidental.

· La decolonialidad en el surgimiento de una sociedad política global que se desprende de la reoccidentalización y de la desoccidentalización.

La reoccidentalización y la desoccidentalización son luchas que tienen lugar en las esferas controladas por la autoridad y la economía. La primera es el proyecto del presidente Barack Obama, que busca reparar los daños que han causado George W. Bush y Dick Cheney al liderazgo estadounidense y occidental. La desoccidentalización es la política de las poderosas economías emergentes (China, Singapur, Indonesia, Brasil y Turquía, a quienes ahora se suma Japón). La decolonialidad es el proyecto que define y motiva el surgimiento de una sociedad política global que se desprende tanto de la reoccidentalización como de la desoccidentalización. A pesar de la complejidad, ambigüedad, heterogeneidad e imprevisibilidad de la ‘realidad’, resulta posible distinguir cómo se orientan los tres principales proyectos que construyen futuros globales.

El pensamiento fronterizo es la condición necesaria para que existan los proyectos desoccidentalizador y decolonial. Sin embargo, éstos difieren radicalmente en sus objetivos respectivos. Es condición necesaria porque afirmar la desoccidentalización implica pensar y argumentar en situación de exterioridad con respecto a la propia occidentalización moderna. La exterioridad no es un afuera del capitalismo y de la civilización occidental, sino el afuera que se crea en el proceso de crear el adentro. El adentro de la modernidad occidental ha sido construido desde el Renacimiento, basado en la doble, simultánea y continua colonización del espacio y del tiempo. El antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot lo explica de esta manera:

“Si la modernización tiene que ver con la creación del lugar –como una relación dentro de un espacio definido–, la modernidad tiene que ver con la proyección de ese lugar –lo local– sobre un fondo espacial teóricamente ilimitado. La modernidad tiene que ver tanto con la relación entre el lugar y el espacio, como con la relación entre el espacio y el tiempo. Para poder prefigurar el espacio teóricamente ilimitado –en oposición al espacio dentro del cual el mando ocurre– se necesita poner el espacio en relación con el tiempo o remitirse a una temporalidad única, que es la posición del sujeto ubicado en ese lugar. La modernidad tiene que ver con estos aspectos y momentos en el desarrollo del capitalismo mundial que requieren la proyección del sujeto individual o colectivo tanto sobre el espacio como sobre el tiempo. Tiene que ver con la historicidad”[12].

No sólo a la gente se la ha hecho caer fuera de la historia, en la exterioridad, sino también a las formas de gobierno y de organización económica no-modernas. ‘No-modernos’ son los incas en el Tawantinsuyu, la China de la dinastía Ming y la revolución maoísta, África en general, Rusia y Japón, por nombrar unos pocos casos. Algunos estados y economías no-modernas (como China y Brasil) no sólo están creciendo económicamente, sino que también se están enfrentando a las directrices que recibieron en el pasado por parte de las instituciones occidentales. El marxismo no nos facilita las herramientas para poder pensar en exterioridad. El marxismo es una invención moderna europea que surgió para enfrentarse, en el seno de la propia Europa, tanto a la teología cristiana como a la economía liberal, es decir, al capitalismo. El marxismo resulta limitado tanto en las colonias como en el mundo no-moderno en general, porque se mantiene dentro de la matriz colonial del poder que crea exterioridades en el espacio y en el tiempo (bárbaros, primitivos y subdesarrollados). Por la misma razón, el marxismo sólo sirve de ayuda limitada a quienes migran del mundo no-europeo a Europa y Estados Unidos. Pensar en exterioridad exige una epistemología fronteriza. Actualmente, la epistemología fronteriza sirve tanto a los propósitos de la desoccidentalización como a los de la decolonialidad; pero la desoccidentalización no llega tan lejos como la decolonialidad.

El pensamiento fronterizo que conduce a la opción decolonial se está convirtiendo en una forma de ser, pensar y hacer de la sociedad política global. Ésta se define en sus procesos de pensar y de hacer decolonialmente. Sus impulsores y sus instituciones ponen en conexión la sociedad política del mundo no-europeo/estadounidense con quienes migran de ese mundo a la ‘antigua Europa occidental’ (es decir, la Unión Europea) y Estados Unidos. La sociedad política global transforma la organización y las regulaciones establecidas por las autoridades políticas (las monarquías occidentales y los estados burgueses seculares), las prácticas económicas y la economía política (es decir, el capitalismo) y la sociedad civil que resulta necesaria para que exista el estado y la economía.

La sociedad política que emerge mundialmente, que incluye las luchas de los migrantes que rechazan ser asimilados y promueven la descolonización[13], continúa el legado de la Conferencia de Bandung. Si la descolonización, durante la Guerra Fría, no fue ni comunista ni capitalista, a principios del siglo XXI no es ni reoccidentalización ni desoccidentalización, sino decolonialidad. La decolonidad requiere una desobediencia epistémica, porque el pensamiento fronterizo es por definición pensar en exterioridad, en los espacios y tiempos que la autonarrativa de la modernidad inventó como su exterior para legitimar su propia lógica de colonialidad.

Ahora bien, la decolonialidad no es un proyecto que tenga por objetivo imponerse como un nuevo universal abstracto que reemplace y ‘mejore’ la reoccidentalización y la desoccidentalización. Es una tercera fuerza que, por una parte, se desprende de ambos proyectos; y por otra, reclama su papel a la hora de construir futuros que no pueden ser abandonados ni en manos de la reoccidentalización, ni a los diseños desoccidentalizadores. Desconozco si en este momento la reoccidentalización aspira a mantener las ficciones del norte atlántico universal, lo que significaría mantener la modernización y la modernidad. Para quienes no quieren ser asimilados ni a la reoccidentalización ni a la desoccidentalización, el pensamiento fronterizo y la decolonialidad son el camino para impulsar las exigencias y la influencia creciente de la sociedad política global. Es demasiado pronto para afirmar qué sucederá próximamente. Lo que haya que hacer de antemano está siendo definido por las formas que adopta la confrontación entre reoccidentalización y desoccidentalización.

 



[1] Este escrito desarrolla mi presentación en la Akademie der Bildenden Kunste, Viena, 5 de octubre de 2010, en el seminario Decolonial Aesthetics organizado por Marina Gržinić y Therese Kaufmann, con la participación de Madina Tlostanova, del Departamento de Filosofía Comparada de la Friendship University de Rusia. Agradezco especialmente a Therese Kaufmann la oportunidad de publicar esta versión escrita en el webzine del eipcp (european institute for cultural progressive policies). El artículo reciente de Therese Kaufmann, “Art and Knowledge: Towards a Decolonial Perspective” (http://eipcp.net/transversal/0311/kaufmann/es) es un brillante ejemplo de cómo pensar decolonialmente en Europa.

[2] Para una crítica de los puntos débiles de la argumentación de Giorgio Agamben desde el punto de vista de las experiencias, memorias y sensibilidades de las historias coloniales y desde un razonamiento decolonial, véase Alejandro de Oto y Marta María Quintana, “Biopolítica y colonialidad”, en Tabula Rasa, nº 12, 2010, págs. 47-72.

[3] Sobre la opción decolonial tal y como la describe Simon Yampara y la refrendan muchos intelectuales y activistas aymara y quechua, véase Jaime E. Flores Pinto, “Sociología del Ayllu” (http://rcci.net/globalizacion/2009/fg919.htm). Véase también mi artículo “The Communal and the Decolonial” (http://turbulence.org.uk/turbulence-5/decolonial/).

[4] Les Indigènes de la République, en Francia, es un sobresaliente ejemplo de pensamiento fronterizo y conciencia migrante. Véase “The Decolonizing Struggle in France. An Interview with Houria Bouteldja”, en Monthly Review, 2 de noviembre de 2009 (http://www.indigenes-republique.fr/article.php3?id_article=763).

[5] Brian Meeks & Norman Girvan (eds.), The Thought of the New World: The Quest for Decolonization, Ian Randle Publishing, Kingston, 2010.

[6] No solo es un problema de los nativos americanos, como a veces escucho decir después de mis conferencias. Intelectuales críticos de todo el mundo son conscientes de los límites de los archivos occidentales. En el caso de China, véase los cuatro volúmenes de Wang Hui, The Rise of the Modern Chinese Thought. Para un análisis de este título, véase Zhang Yongle, “The Future of the Past: On Wang Hui’s Rise of Modern Chinese Thought”, en New Left Review, nº 62, marzo/abril de 2010, págs. 47-83. Para el mundo musulmán, véase Mohammed al-Jabri, Introduction a la Critique de la Raison Arabe, Editions de La Découverte, París, 1995. En un espíritu similar escribí mi The Darker Side of the Renaissance. Literacy, Territoriality and Colonization, The University of Michigan Press, Ann Arbor, 1995. Véase también el trabajo realizado por la Caribbean Philosophical Association (http://www.caribbeanphilosophicalassociation.org/). No se trataría de convertirnos en post-post permaneciendo atentos al último mensaje de la izquierda europea, sino de desplazarnos hacia el sur del Atlántico norte.

[7] Véase Walter Mignolo, Desobediencia epistémica. Retórica de la modernidad, lógica de la colonialidad y gramática de la descolonialidad, Ediciones del Signo, Buenos Aires, 2010.

[8] Nelson Maldonado-Torres, “The Coloniality of Being”, en Cultural Studies, nº 21:2, 2007, págs. 240-270.

[9] Lewis R. Gordon, Existentia Africana: Understanding African Existential Thought, Routledge, Nueva York, 2000.

[10] Como bien se sabe, Noé maldijo al hijo menor de Ham, Canaán, por un gesto irrespetuoso hacia su padre. Como Canaán es supuestamente ancestro del pueblo africano, la maldición justificó su esclavización por parte de los cristianos occidentales de acuerdo con la tradición eclesiástica.

[11] Partha Chatterjee, “Modernity in Two Languages”, en A Possible India: Essays in Political Criticism, Oxford University Press, Delhi, 1997, págs. 185-205. Véase mi “Epistemic Disobedience, Independent Thought and Decolonial Freedom”, en Theory, Culture and Society, nº 26/7-8, 2009, págs. 159-181.

[12] Michel-Rolph Trouillot, “North Atlantic Universals: Analytical Fictions, 1492-1945”, en South Atlantic Quarteerly, nº 101:4, 2002, pág. 849.

[13] Véase nota 4, sobre Les Indigènes de la Rèpublique.

Fuente:

http://eipcp.net/transversal/0112/mignolo/es

Fuente imagen:

 

https://lh3.googleusercontent.com/dkgV_9CY1sdDI1w1F_jjLwGszuvu5eq4i-zmZUQBVEVshlQo33cmRLD4PjOidIXkVoogKQ=s114

Comparte este contenido:

Lo que debes hacer y lo que no en la vuelta al cole de tus hijos

Por:  Laura Peraita

Los educadores ofrecen las claves para que no sea un momento angustioso.

Es inevitable sentir nerviosismo por la llegada del primer día de colegio de los niños, más aún si es la primera vez que padres e hijos se separan y van a estar unas horas sin saber uno del otro. Para afrontarlo con mayor tranquilidad, María de Andrés, coordinadora de Educación Infantil del Colegio Aldeafuente, explica que el primer día de colegio hay que trabajarlo con antelación. Es decir, varias semanas antes hay que hablarle de lo bonito que es su centro escolar, de lo divertido que va a ser conocer a otros compañeros que van a aprender muchas cosas interesantes gracias a una profesora que les va a cuidar mucho. La decisión de ocultarles que van a ir al colegio con la intención de que no sufran los niños, no tiene sentido, según los expertos, y hará que el momento de la separación sea un verdadero trauma porque no entenderán qué está pasando.

Tampoco es aconsejable que escuchen a sus padres conversaciones con otros familiares o amigos en las que se pronuncien frases como «pobrecito, ya al cole, con lo pequeñito que es», «creo que yo lo voy a pasar peor que él», «espero que no llore mucho porque sino yo también voy a llorar»…

Mensajes positivos

 Por su experiencia, María de Andrés aconseja transmitir a los pequeños mensajes siempre positivos y explicarles que se quedarán en una clase con más niños, pero sin papá y mamá. «Hay que huir de decirle que se irá buscarle por la tarde o a una hora determinada. Ellos no entienden el tiempo como nosotros. Es mejor decirles que será después de que coman, se echen la siesta y merienden. De esta forma tendrán referencias más exactas de cuando verán de nuevo a sus padres».

En algunos casos, la coordinadora de Aldeafuente también aconseja que los niños lleven algún muñequito u objeto al que tengan mucho apego para que sientan mayor seguridad. Aún así, advierte que las despedidas deben ser muy cortas. «Alargar este momento abrazándose fuertemente al niño, hacer intentos de hablar con la profesora más de un simple saludo, etc., ayudará a incrementar la ansiedad del pequeño que a buen seguro, se verá rodeado numerosos llantos de sus nuevos compañeros».

Los educadores recomiendan que al menos sea uno de los dos padres el que acuda al colegio el primer día, y si pueden ir los dos mejor aún. «Respecto a que vayan o no los abuelos dependerá de la decisión de cada familia y del apego que tengan, pero deben tener claro que no pueden alargar la despedida ni vivirlo como un trauma. A los cinco minutos de atravesar la puerta de la clase, la mayoría de los niños dejan de llorar». Ya queda menos para ver de nuevo a papá y mamá.

Fuente: http://www.abc.es/familia/educacion/abci-debes-hacer-y-no-vuelta-cole-hijos-201609100150_noticia.html

Comparte este contenido:

Es necesario definir qué se espera de los maestros

Por: El Clarín

La escuela y el maestro hace tiempo que no están más allá de toda sospecha, como solían estarlo en otras épocas históricas. Hoy todos quieren reformar la educación y la formación docente. Si nos atenemos a lo que se espera de los enseñantes desde diversos ámbitos (periodístico, técnico, pedagógico, político, etcétera) podríamos imaginar que el maestro debería ser una especie de «mezcla» un tanto improbable y hasta «monstruosa» de apóstol, sacerdote, sabio, científico, profesional, mago, héroe, funcionario y trabajador, entre otras cosas.

Debe ser un apóstol y santo, porque para muchos es una verdadera vocación, en la medida que se asocia con una función social trascendente que exige mucho compromiso emocional y afectivo, entrega muchas veces incondicional, desinterés personal e interés en el bien general y la felicidad de las nuevas generaciones; un mago, porque muchas veces se le exige hacer mucho con poco, multiplicando los pocos recursos de que dispone; un héroe, pues muchas veces debe luchar contra obstáculos y peligros varios. También debe ser un profesional y científico, pues se le exige dominar conocimientos cada vez más complejos, pero no solo eso, se espera de él que sea un investigador y que «construya conocimientos» (cosa que no se les exige a los médicos o los ingenieros, por ejemplo).

Para cualquier sistema de formación resulta una misión imposible producir docentes que satisfagan estas expectativas tan irrealistas y hasta contradictorias. El trabajo real que realizan los docentes se aleja considerablemente de estas prescripciones. Por otra parte, las condiciones en que lo realizan distan mucho de ser las ideales.

Antes de ponerse a prescribir cómo debe ser formado un docente, es preciso preguntarse qué es lo que la sociedad puede y debe esperar de la escuela y los maestros. No basta con un listado de contenidos o con especificar competencias, conocimientos y valores. Es preciso establecer prioridades y no pedirle todo a la educación general básica. En la sociedad actual hay que discutir y establecer una nueva división del trabajo de socialización de las nuevas generaciones entre familia, maestros, medios masivos de comunicación, iglesias, aparatos de producción y difusión de bienes culturales y otras instituciones que acompañan el desarrollo de la infancia y la adolescencia.

Habrá que pedirle a la escuela que haga lo que es importante y lo que solo ella puede hacer en mejores condiciones y en forma masiva. Solo a partir de esta definición se podrán diseñar políticas de formación docente realistas, efectivas y pertinentes.

Fuentes: http://www.entornointeligente.com/articulo/8917077/Es-necesario-definir-queacute;-se-espera-de-los-maestros-09092016

Fuente de la Imagen: https://www.google.co.ve/search?q=el+clarin&hl=es-419&biw=1024&bih=445&site=webhp&source=lnms&tbm=isch&sa=X&sqi=2&ved=0ahUKEwi2kon56YPPAhWDWh4KHUsOBNsQ_AUIBygC#hl=es-419&tbm=isch&q=Es+necesario+definir+qu%C3%A9+se+espera+de+los+maestros+&imgrc=ve5f8qCfihfJlM%3A

Comparte este contenido:
Page 2391 of 2732
1 2.389 2.390 2.391 2.392 2.393 2.732