Esta idea y muchas otras están presentes en Títeres en terapia, una obra de Editorial Noveduc que ofrece una propuesta original e interdisciplinaria donde se conjugan el arte de los títeres de Elena Santa Cruz, la prosa de Carlos Skliar, los análisis de Esteban Levin y Ruth Harf y la música del compositor rosarino Fabián Gallardo.
El libro se define como una experiencia sensible y única sobre el cuidado de las infancias. Y logra su cometido a través de la historia de Legado, el niño protagonista, y los pormenores de su tránsito por la escuela. En diálogo con La Capital, Rocha cuenta sobre las ideas que abraza su libro, pone en el banquillo a los test de diagnósticos que ahorran tiempo pero producen angustias y plantea la necesidad de generar redes entre docentes, médicos y familias que permitan bien mirar y bien acompañar a las infancias.
—En el libro hay un cuestionamiento a aquellos diagnósticos que ponen el foco en las conductas. ¿Estos diagnósticos han transformado a los niños en problemas?
—Sí, podemos decir que estos diagnósticos han transformado la forma de mirar a los niños y en esa transformación se corre el eje de lo que antes se miraba. En otros contextos epocales y culturales si un niño era movedizo se decía que era terrible, o era un bandido. Ahora el problema es que se impone un concepto que se traduce en un rótulo y esto tiene que ver principalmente con el discurso del saber, con estos famosos manuales de clasificación psiquiátrica. Y empiezan a aparecer nombres que nos horrorizan y que engloban a los niños en ciertos diagnósticos. Por ejemplo, antes el autismo era como algo mas puro, que generalmente no se encontraba, ahora se habla del espectro autista (TEA) y un niño que no mira, que no habla o que aletea está dentro de ese espectro. Desde la clínica vemos que eso no es así. Hay niños que aletean porque tienen ansiedad y eso no es autismo, o no miran porque tienen alguna inhibición. Lo que se juega aquí es toda esa confusión y se empieza a mirar mal a las infancias. Los niños empiezan a ser observados solo por sus conductas, por lo visible, y se va perdiendo la posibilidad de ver realmente de qué sufre ese niño, qué le pasa. Eso es lo que nos interesa.
—El libro plantea el caso de Legado, un niño supuestamente hiperactivo. En este caso el tratamiento tuvo una buena resolución. ¿Cuál es tu mirada sobre lo que sucede en las escuelas cuando llegan este tipo de diagnósticos?
—La historia de Legado tiene un final feliz, pero sabemos que hay muchas otras que no. Los contextos familiares difíciles o las pocas posibilidades educativas agudizan las problemáticas en la historia de cada niño. Lo bueno es que cuando se trabaja bien, en red entre los docentes, el médico y la familia, siempre se acrecientan los porcentajes de buenos resultados. Los fracasos o las dificultades aparecen cuando hay disrupciones o malos entendidos en esa red. Un mensaje del libro es la importancia de la interdisciplina en el trabajo. La escuela como eje, con su directivo y docentes comprometidos con lo que le pasa a ese niño, el terapeuta unido a la escuela y la familia. De modo tal que entre todos puedan construir un saber y un hacer que sostenga a ese pequeño. A veces hay niños con problemáticas graves a los que se le suman dificultades vinculares a nivel familiar, entonces ahí la escuela es un sostén, un soporte, el cuarto nudo como yo lo llamo. Es un nudo que anuda los otros nudos que están débilmente atados en el niño. Si esta red está en comunicación continua se acrecienta mucho el nivel de efectividad en mejorar la calidad de vida de un niño.
Legado es el nombre del protagonista de “Títeres en terapia”. Es la historia de un chico catalogado como hiperactivo.
—¿El diagnóstico desdibuja el nombre propio del niño? Por ejemplo, Juan deja de ser Juan y se transforma en un niño con TDA (trastorno por déficit de atención). ¿Esos diagnóstico rígidos cosifican al niño y lo privan de su subjetividad?
—Totalmente. Nos preocupa cuando una madre o padre dice “yo tengo un hijo Down”, y se pega Down a la palabra hijo. En realidad lo que tendría que decir es “yo tengo un hijo con síndrome de Down” que no es lo mismo. Nos preocupa cuando un significante, un rótulo, un diagnóstico avasalla por sobre el nombre propio, se le pega y termina parasitando al nombre. Nos encontramos en ámbitos educativos con expresiones como “yo tengo un alumno TGD”, y eso es terrible porque lo que nos nomina como seres humanos es el nombre propio.
—Hay una especie de cosificación de la infancia.
—Si, ahí dijiste algo fundamental, la cosificación, que no solo acontece en el ámbito educativo cuando se toma al niño por el síndrome. “Si el niño tiene TEA hay que actuar de tal forma”. ¿Por qué?, si el niño es una experiencia impredecible. Si vos lo tomás como TEA y generás todo un método para trabajar en función de su TEA, claramente lo estás cosificando, porque estás perdiendo la posibilidad de lo espontáneo. También esto acontece muchas veces en el ámbito familiar, cuando se trata demasiado al niño en su dificultad, se empieza a sobredimensionar esa condición y se pierde el lado de la subjetividad.
—¿Esto que estás planteando tiene que ver con esa “trampa” de la que hablás en el libro, en la que caen padres y maestros y en donde la escuela corre el riesgo de perpetuar sentencias sobre los chicos?
—Sí, claramente. Cuando se genera un diagnóstico, esos de los que yo llamo salvajes, donde en una entrevista mediante un test se diagnostica a un niño, se cae en esa trampa. Una trampa en la que todos empiezan a observar a ese niño desde lo que se les dice.
—Y ese diagnóstico finalmente se transforma en una sentencia.
—Claro, porque comienza a predestinar lo que el niño puede o no hacer. Sabemos que los niños tienen plasticidad neuronal, simbólica, y ante eso nadie puede predecir nada, porque el sistema nervioso es plástico y la subjetividad es mucho más plástica. Entonces no podemos caer en esa trampa. El problema es cuando a una familia se le dice “tu hijo tiene tal cosa”, la familia empieza a actuar en consecuencia y se va perdiendo el vínculo de naturalidad que es donde más se dona a un hijo. Un niño recibe y aprende muchas más cosas cuando se siente que es tomado más naturalmente por sus padres. Pero si se le dice a los padres “usted tiene que hacer tal y tal cosa con su hijo” se pierde ese vínculo natural. Lo bueno es que hay un gran porcentaje de docentes y directivos que hoy están teniendo una muy buena mirada. Hoy los terapeutas y docentes somos mas conscientes y ahí es donde tenemos que acompañar a los padres, armando una red donde bien acompañar y bien mirar a las infancias.
El libro publicado por Noveduc suma el aporte de Elena Santa Cruz, profesora en nivel inicial y titiritera.
—Hay una frase en el libro que dice que “cuando hay diagnósticos cerrados se pierden muchas posibilidades”. ¿Tiene que ver con esto, no?
—Exacto, porque ante un diagnóstico cerrado se cierra también hasta la forma de crianza en un “debo hacer” y ahí se van perdiendo muchas otras cuestiones. Eso lo vemos en niños que son hiperterapeutizados, que están todas las semanas con terapias y pierden el contacto mas importante que es el juego con los compañeros, ir a la plaza. Son niños agotados con tantas terapias.
—Hacés una defensa de aquellos niños llamados “hiperactivos” y decís que son los que más aprenden. ¿Por qué?
—¿Quién no ha tenido en la primaria uno de esos compañeros al que le decían que era terrible, ese que no se quedaba quieto y que actualmente sería catalogado como hiperactivo? Hoy seguramente es muy exitoso, no solo porque gane dinero sino porque ha aprendido a hacer cosas. Los niños mas inquietos son lo que mas aprenden la vida, el mundo. A mí los que más me preocupan son los niños que están muy quietos, los alumnos ideales, porque esos niños muy quietos no están haciendo uso de su cuerpo, de su fantasía, de su creatividad, y eso cuando llegamos a la edad adulta pasa factura. Si no hemos vivido esa movilidad, esa inquietud en la infancia, nos va a faltar algo en la adultez. Hay que tener mucho cuidado con rotular a un niño como hiperactivo, porque detrás de esa hiperactividad yo me he encontrado con poetas, filósofos e investigadores.
—En el libro hacés la propuesta de pasar de la observación clasificatoria a una comprensiva. ¿Qué implica este cambio de perspectiva?
—Implica pasar a un tipo de mirada más sensible, dejar de observar a los niños clasificatoriamente por lo que hacen y empezar a comprenderlos por lo que son, por su esencia, por sus subjetividades. La subjetividad es su personalidad, hay niños mas inquietos, otros más miedosos, cada quien tiene sus particularidades. Si pasamos a una observación comprensiva vamos a poder mirar mejor a los niños, porque vamos a estar comprendiendo por qué hacen lo que hacen. Ahí está el punto, no ver lo que hace sino comprender por qué hace lo que hace. Eso es un trabajo de análisis y aquí hay un trabajo para el adulto que siempre está apurado. Tenemos que poder mirar desde la propia infancia y eso es algo que hemos olvidado.
—Y que además requiere de un tiempo.
—Lógico. Fijate que eso está totalmente ligado a la forma en la que se diagnostica a un niño. Los psicoanalistas y muchos otros profesionales nos tomamos tiempo para meternos en el mundo del niño. Tenemos tiempo porque la infancia es tiempo. Lo que queremos es bucear en la angustia y el dolor de ese pequeño y para lograrlo tratamos de llegar a él de la forma que se pueda, a través de un títere, de un objeto, de la música. Cuando nos encontramos con un niño lo primero que tenemos que lograr es una relación, no podemos quedarnos quietos, tenemos que ser dinámicos para lograrlo. Hay una idea errónea de que el psicoanalista solo escucha y analiza palabras y no es así. El psicoanalista va a la escuela, dialoga con los docentes y construye un diagnóstico diferencial junto a ellos. En cambio muchos profesionales que se dedican a diagnosticar parece que no tienen tiempo y administran un tests, que claro ahorra tiempo, pero al ahorrar tiempo podés producir mucha angustia. La ansiedad la tenemos los adultos y estamos mirando a los niños desde ese lugar y eso les transmitimos, por eso hay niños más ansiosos e hiperactivos. No es que la culpa sea de los padres, pero tenemos que admitir que los niños crecen en vínculos. No se puede pensar en el malestar de un niño descontextualizadamente de los vínculos familiares. Legado, el protagonista de esta historia, estaba expresando un malestar que también tenía que ver con los otros.
Fuente e imagen: lacapital.com.ar