Page 58 of 59
1 56 57 58 59

Monsanto no tiene más ciencia, valores o conocimientos que la guerra

Lo repite una y otra vez: en un sistema en el que los gobiernos se corrompen para ayudar a las corporaciones de transgénicos a imponerse, la mejor arma es la no cooperación, la “fuerza de la verdad”. Vandana Shiva, física, filósofa y una de las más conocidas defensoras de las semillas nativas, apuesta por la conservación de las formas tradicionales de siembra pero también por la lucha legal para detener a Monsanto, empresa a la que ubica como la más corrupta y la mayor enemiga de la ciencia.

Semillas nativas, salud y abundancia

Las semillas tradicionales son “la fuente de ganancias más importante para la industria a través del sistema de patentes”, afirma Vandana Shiva, lo que es posible sólo a través de los transgénicos . Lo contrasta con el “inteligente” diseño natural: de la cosecha de alimentos se guardan semillas, que a su vez aseguran que habrá comida en el futuro. Las semillas modificadas genéticamente, por el contrario, deben comprarse cada temporada, lo que lleva a deudas y suicidios de campesinos, relata.

La destacada activista puntualiza que los transgénicos, además de destruir la biodiversidad, no están destinados a la alimentación sino a usos industriales –como el biocombustible- y a ser forraje para animales. “La alimentación nunca fue su objetivo, más que en el discurso. En realidad se trata de ganancias, ganancias y ganancias”, afirma.

De las semillas nativas también hay que apreciar que están adaptadas no sólo a cada clima, sino a cada comunidad ecológica, y pueden crecer juntas como en la milpa. Los cultivos industriales, al competir entre ellos, significan que en la siembra “pierdes tu fuente de proteína, hierro o de vitaminas”; a partir de ello vienen las deficiencias en la alimentación, que la industria pretender suplir con plantas genéticamente modificadas “y entonces llega el plátano con hierro para ‘solucionarlo’. Es un ciclo de beneficios, que para la tierra es un círculo de envenenamiento; para la gente, de muerte y desnutrición”, afirma la científica.

Las semillas nativas, al contrario que las transgénicas, significan abundancia, sistemas de cultivo respetuosos con la tierra, salud y ahorro, contrasta Shiva.

El sistema que permite a Monsanto imponer su ley está basado en colusión entre la industria agroquímica y el Estado, “que abandona su compromiso con la democracia y las Constituciones”.

Los primeros responsables de la destrucción de la tierra y el genocidio que significa el suicidio de campesinos (agobiados por las deudas traídas por estar obligados a comprar transgénicos ), son los agroquímicos y la industria de la guerra. “Los fertilizantes químicos se producen en las mismas fábricas que los explosivos”.

La industria transgénica tiene como principales aliados a los gobiernos corruptos (“en Estados Unidos se llama lobbying”, apunta Shiva con una sonrisa). Monsanto no puede fingir que produce vida y patentar ‘su’ semilla sin el apoyo de las autoridades estadunidenses, que deciden no sólo permitirlo sino convertirlo en ley internacional a través de la Organización Mundial de Comercio (OMC), ejemplifica.

Avances judiciales contra Monsanto

La científica afirma que hoy día, de lo que se hace ganancias es de la vida, lo que sólo puede ser detenido si la gente conserva su capacidad de reproducción de la misma y de producción de comida.

La activista se refiere que Monsanto necesita de científicos para validar de manera legal sus “mentiras” (que produce más cantidad de comida y acaba con las malas hierbas y plagas), por lo que es necesario que los activistas se impliquen de forma creativa en batallas legales. “En muchas partes, el avance de los transgénicos  se ha logrado detener cuando los parlamentos trabajan de forma ajena al gobierno y a través de las Cortes; ya que todo esto se trata de patentar, de adueñarse de la vida y de decir que los conocimientos indígenas son su invento –todo esto se llama biopiratería- hay que dar la batalla legal”.

“Todo instrumento y toda institución debe ser puesto al servicio de los derechos de la gente”, remata.

Sin embargo, la mejor respuesta a los transgénicos es rescatar las semillas y las formas tradicionales de cultivo y elaboración de alimentos, así como construir movimientos en torno a ello, valora. “Puedes estar diciendo No a Monsanto mientras ellos destruyen todo. ¿Y qué habrá para salvar? Cada semilla salvada nos da más poder, confianza y conocimiento contra los transgénicos”, señala.

Viniendo de la India, Vandana Shiva resalta la influencia que en ella tiene Gandhi y la no cooperación o “fuerza de la verdad”, que es básicamente no acatar las leyes injustas, que violan los derechos humanos fundamentales de justicia, igualdad y paz. Por eso, su movimiento está basado en la libertad de las semillas y la no cooperación como dos manos de un mismo cuerpo. “En 2004, trataron de hacer ilegal plantar semillas propias; hicimos grandes acciones de desobediencia civil y logramos detener esa ley”, ejemplifica. Para Shiva, la no cooperación con leyes injustas significa al mismo tiempo, solidaridad con las comunidades y reconstrucción del valor para luchar contra los transgénicos .

Comparte este contenido:

Entrevista:»Cuando el poder brutaliza el cuerpo, la resistencia asume una forma visceral»

Entrevista pensada y realizada por Amarela Varela, Pablo Lapuente Tiana y Amador Fernández-Savater, con la ayuda de Ned Ediciones. Pablo Lapuente transcribió y tradujo del francés.

ENTREVISTA A ACHILLE MBEMBE

«Crítica de la razón negra. Ensayo sobre el racismo contemporáneo» de Achille Mbembe, publicado por Ned Ediciones y Futuro Anterior, es un tratado de la envergadura de «Orientalismo» de Edward Said. En primer lugar, se trata de una arqueología del texto eurocéntrico que construyó una idea de África como continente caníbal y bárbaro, como aquel territorio que sólo podía proveer (aún lo hace) hombres-cosa-mercancía al capitalismo, su cara oscura.

En segundo lugar, el libro es un ejercicio (ético, estético, poético) que plantea, en la misma tradición de Said y los estudios culturales, pensarse, conocerse y des-conocerse “al margen” de esta mirada imperial europea. Es decir, re-construir una memoria “de abajo” sanadora y desvictimizadora -es lo mismo- capaz de proyectar un futuro común. Mbembe rescata aquí la literatura de la otra razón negra, poetas y novelistas, Fanon y Cesaire, en un trabajo serio y delicioso, potente y extremo, doloroso y esperanzador.

Finalmente, este libro analiza la vigencia de las prácticas coloniales/imperiales que “ensalvajan” hoy en día el globo. Lo que el autor llama y anima a pensar como “el devenir negro del mundo”. Ese momento histórico en que, como dice en esta misma entrevista, «la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer y borrarse, sin que nadie –negros, blancos, mujeres, hombres- pueda escapar de ello».

Habla usted de “cambio epocal”, ¿cómo se justifica eso? ¿Qué factores lo indican?

En efecto, creo que vivimos un cambio de época. Por un lado, el mundo ha empequeñecido, se ha contraído espacialmente, hemos, de algún modo, tocado sus límites físicos, hasta el punto de que probablemente ningún rincón de la tierra sea desconocido, esté deshabitado o sin explotar. Al mismo tiempo, la historia humana atraviesa una fase caracterizada por lo que llamo la repoblación del planeta, que demográficamente se traduce en un envejecimiento de las sociedades del norte y un rejuvenecimiento del continente africano y asiático en particular.

En cuanto a la estructura de las poblaciones, estamos viendo el crecimiento de una gran segregación social, una suerte de gigantesco apartheid, junto a enormes olas migratorias a escala planetaria que recuerdan a los primeros tiempos de la colonización. Y con respecto a las transformaciones tecnológicas, una de sus principales consecuencias es la transformación de nuestras antiguas nociones de tiempo y de velocidad.

Políticamente, estamos entrando en un mundo nuevo, caracterizado desgraciadamente por la proliferación de fronteras y de zonas exclusivamente militares. Este mundo se afianza gracias al “fantasma del enemigo”, del que hablo en mi último libro, y la emergencia de un Estado global securitario que busca normalizar un estado de excepción a escala mundial, donde las nociones de Derecho y de libertad que eran inseparables del proyecto de la modernidad quedan suspendidas.

Hay, por lo tanto, muchos factores que indican que estamos entrando en un mundo diferente, altamente digitalizado y financiarizado, donde la violencia económica ya no se expresa en la explotación del trabajador, sino en hacer superflua una parte importante de la población mundial. Un mundo que cuestiona radicalmente el proyecto democrático heredado de la Ilustración.

Necropolítica: políticas de muerte

¿Cómo describiría la violencia del capital en este cambio epocal? En su último libro, usted ha definido al neoliberalismo como un “devenir negro del mundo”, ¿podría abundar en ello?

Digamos que en mis libros quiero hacer converger dos tradiciones del pensamiento crítico que desde hacía un tiempo parecían divergir: por un lado, la tradición del pensamiento crítico concerniente a la formación y lucha de clases; por otro lado, la tradición del pensamiento crítico que intenta comprender la formación de las razas. Estas dos tradiciones han sido a menudo contrapuestas, cuando esto, ya sólo en términos históricos, es insostenible.

Si estudiamos atentamente la historia del capitalismo, nos damos cuenta enseguida de que para funcionar tuvo, desde sus inicios, la necesidad de producir lo que llamo “subsidios raciales”. El capitalismo tiene como función genética la producción de razas, que son clases al mismo tiempo. La raza no es solamente un suplemento del capitalismo, sino algo inscrito en su desarrollo genético. En el periodo primitivo del capitalismo, que va desde el siglo XV hasta la Revolución Industrial, la esclavización de negros constituyó el mayor ejemplo de la trabazón entre la clase y la raza. Mis trabajos se han centrado particularmente sobre ese momento histórico y sus figuras.

El argumento que desarrollo en mi nuevo libro es que, en las condiciones contemporáneas, la forma en que los negros fueron tratados en ese primer periodo se ha extendido más allá de los negros mismos. El “devenir negro del mundo” es ese momento en que la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer y borrarse, sin que nadie –negros, blancos, mujeres, hombres- pueda escapar a ello.

Esto nos lleva a su concepto de “necropolítica” (o política de la muerte), ¿cómo lo explicaría?

Son dos cosas. La “necropolítica” está en conexión con el concepto de “necroeconomía”. Hablamos de necroeconomía en el sentido de que una de las funciones del capitalismo actual es producir a gran escala una población superflua. Una población que el capitalismo ya no tiene necesidad de explotar, pero hay que gestionar de algún modo. Una manera de disponer de estos excedentes de población es exponerlos a todo tipo de peligros y riesgos, a menudo mortales. Otra técnica consistiría en aislarlos y encerrarlos en zonas de control. Es la práctica de la “zonificación”.

Es significativo constatar que la población de las cárceles no ha cesado de crecer a lo largo de los 25 últimos años en EEUU, China, Francia, etc. En ciertos países del norte, la combinación de técnicas de encarcelamiento y la búsqueda del beneficio ha llegado a un enorme desarrollo. Hay toda una economía del encierro, una economía a escala mundial, que se nutre de la securización, ese orden que exige que haya una parte del mundo confinada. La necropolítica sería, pues, el trasunto político de esta forma de violencia del capitalismo contemporáneo.

Queríamos preguntarle, a propósito de esto, su opinión sobre la actual “crisis de refugiados”: ¿cuál ha sido a su juicio el papel de los gobiernos? ¿Qué opinión le merece la respuesta de la ciudadanía europea?

Es justamente a partir de la necropolítica y la necroeconomía que podemos comprender la “crisis de los refugiados”. Esta crisis es el resultado directo de dos formas de catástrofes: las guerras y las devastaciones ecológicas, que se afirman recíprocamente. Las guerras son factores de crisis ecológicas y una de las consecuencias de las crisis ecológicas es fomentar guerras.

La crisis de los refugiados tiene también que ver con lo que antes llamé la «repoblación del mundo», en la medida en que las sociedades del norte envejecen, aumenta su necesidad de repoblarse, y la migración ilegal es una parte esencial de ese proceso, que seguramente se acentuará en el curso de los próximos años. A este respecto, la reacción de Europa está siendo esquizofrénica: levanta muros en torno al continente, pero necesita la inmigración para no envejecer.

Otro de los conceptos importantes que aparece en sus trabajos, asociado al de “necropolítica”, es el de “gobierno privado indirecto. ¿Qué puede decirnos al respecto?

Ese concepto fue elaborado en los años 90, en una época en la que el continente africano estaba enteramente bajo el poder del FMI y el Banco Mundial. Era un periodo de grandes ajustes estructurales que golpearon duramente la economía africana, de un modo similar al actual caso griego: endeudamiento fuera de cualquier norma, suspensión de la soberanía nacional, delegación de todo el poder soberano a instancias no-democráticas, privatización de todo, especialmente del sector público, etc. La idea de gobierno privado indirecto apunta a esa forma de gobierno de la deuda, que desarrolla por fuera de todo marco institucional una tecnología de la expropiación en países dependientes económicamente, privatizando lo común y descargando la responsabilidad de todo mal en los individuos (“ha sido vuestra culpa”).

Este concepto, elaborado en el contexto del continente africano en los años 90, ¿puede explicar tendencias globales actuales, aplicarse en otras partes del planeta? En México, por ejemplo, mucha gente sigue atentamente sus trabajos por las poderosos resonancias de sus análisis con lo que allí sucede.

Creo que es posible seguir pensando este concepto hoy en día a escala global. El gobierno privado indirecto a nivel mundial es un movimiento histórico de las élites que aspira, en última instancia, a abolir lo político. Destruir todo espacio y todo recurso -simbólico y material- donde sea posible pensar e imaginar qué hacer con el vínculo que nos une a los otros y a las generaciones que vienen después. Para ello, se procede a través de lógicas de aislamiento -separación entre países, clases, individuos entre sí- y de concentraciones de capital allí donde se puede escapar a todo control democrático –expatriación de riquezas y capitales a paraísos fiscales desregulados, etc. Este movimiento no puede prescindir del poder militar para asegurar su éxito: la protección de la propiedad privada y la militarización son correlativos hoy en día, hay que entenderlos como dos ámbitos de un mismo fenómeno.

La transformación del capitalismo desde los años 70 ha favorecido cada vez más la aparición de un Estado privado, donde el poder público en el sentido clásico, que no pertenece a nadie porque pertenece a todos, ha sido progresivamente secuestrado para el beneficio de poderes privados. Hoy resulta posible comprar un Estado sin que haya gran escándalo y EEUU es un buen ejemplo: las leyes se compran inyectando capitales en el mecanismo legislativo, los puestos en el congreso se venden, etc. Esa legitimación de la corrupción al interior de los Estados occidentales vacía el sentido del Estado de Derecho y legitima el crimen al interior mismo de las instituciones. Ya no hablamos de corrupción como una enfermedad del Estado: la corrupción es el Estado mismo y, en ese sentido, ya no hay un afuera de la ley. El deterioro del Estado de Derecho produce políticas exclusivamente depredadoras, que invalidan toda distinción entre el crimen y las instituciones.

Resistencia visceral

Desde la idea foucaultiana del poder como “relación”, echamos de menos en su ensayo sobre la necropolítica más referencias a las resistencias, a las prácticas de vida de la gente de abajo. ¿Podemos describir el poder sin describir las resistencias?

No, por supuesto. No se puede hacer ese tipo de descripción sin pensar en las formas de resistencia que son correlativas a cualquier poder. Mis primeros trabajos, que desgraciadamente no han sido todavía traducidos, se habían centrado precisamente en las resistencias al poder y en sus límites también.

¿Qué decir de las formas contemporáneas de resistencia a la necropolítica y a la necroeconomía? Desde luego son muy variadas, dependen de las situaciones locales y los contextos. Tomaré el caso sudafricano como un ejemplo. Me interesa mucho la manera en la que en ese país las resistencias se organizan a partir de la ocupación de los espacios, en una búsqueda de la visibilidad ahí donde el poder quiere relegarnos y apartarnos. Las formas de resistencia que se están desarrollando en ese país tienen que ver con la lucha de los cuerpos por hacerse presentes (corporal, física, visiblemente) frente a la producción de ausencia y silencio del poder. Son formas ejemplares de resistencias porque el poder hoy funciona produciendo ausencia: invisibilidad, silencio, olvido.

Durante los últimos años hemos asistido en Sudáfrica a un gran movimiento llamado la descolonización, una descolonización simbólica que ha operado, por ejemplo, llamando a destruir las estatuas del colonialismo, pero también luchando por transformar el contenido del saber y de las formas de producción del saber; reactivando la memoria y resistiendo al olvido, etc. Las resistencias en Sudáfrica pasan por una rehabilitación de la voz, por la expresión artística y simbólica, desafían la tentativa del poder de reducir al silencio las voces que no quiere escuchar. En esa región del mundo estamos viviendo un ciclo de luchas de lo que yo llamo las políticas de la visceralidad.

¿En qué consisten esas “luchas de la visceralidad”?

Hay un surgimiento de pequeñas insurrecciones. Esas micro-insurrecciones toman una forma visceral, en respuesta a la brutalización del sistema nervioso típica del capitalismo contemporáneo. Una de las formas de violencia del capitalismo contemporáneo consiste en brutalizar los nervios. Y como respuesta, emergen nuevas formas de resistencia ligadas a la rehabilitación de los afectos, las emociones, las pasiones y que convergen en todo eso que yo llamo la “política de la visceralidad”.

Es interesante ver cómo en muchos lugares, tanto en las luchas de la población negra en Sudáfrica como en EEUU, los nuevos imaginarios de lucha buscan principalmente la rehabilitación del cuerpo. En EEUU, el cuerpo negro está en el centro de los ataques del poder, desde lo simbólico -su deshonra, su animalidad- hasta la normalización del asesinato. El cuerpo negro es un cuerpo de bestia, no un cuerpo de ser humano. Allí la policía mata negros casi todas las semanas, sin que existan apenas estadísticas que den cuenta de esto. La generalización del asesinato está inscrita en las prácticas policiales. La administración de la pena de muerte se ha desligado del ámbito del Derecho para volverse una práctica puramente policial. Esos cuerpos negros son cuerpos sin jurisprudencia, algo más próximo a objetos que el poder tiene que gestionar.

Usted analiza cómo el trabajo de la memoria ha sido para muchos pueblos un ejercicio de cura y autocuidado para nombrarse autónomamente. Pero, ¿hasta qué punto estas memorias son elaboradas o escritas desde “los vencidos”?

La memoria popular nunca cuenta historias limpias, no hay memorias puras y diáfanas. No hay memoria propia. La memoria siempre es sucia, siempre es impura, siempre es un collage. En la memoria de los pueblos colonizados encontramos numerosos fragmentos de lo que en un determinado momento fue roto y que ya no puede ser reconstituido en su unidad originaria. Así pues, la clave de toda memoria al servicio de la emancipación está en saber cómo vivir lo perdido, con qué nivel de pérdida podemos vivir.

Hay pérdidas radicales de las que nada se puede recuperar y, sin embargo, la vida continua y debemos encontrar mecanismos para hacer presente de algún modo esa pérdida. Podemos recuperar algunos objetos de una casa incendiada, incluso reconstruir la casa, pero hay cosas que no podremos jamás remplazar porque son únicas, porque manteníamos con ellas una relación única. Y hay que vivir con esa pérdida, con esa deuda que ya no podemos pagar. La memoria colectiva de los pueblos colonizados busca maneras de señalar y vivir aquello que no sobrevivió al incendio.

¿Cómo reconstruir la desgarradora historia de despojo y violencia en clave de potencia y evitar la autorepresentación como víctimas perpetuas?

Es una cuestión central. La conciencia victimista es una conciencia peligrosa, porque es una conciencia enmudecida por el resentimiento y el deseo de venganza, que busca siempre infligir al otro –un otro generalmente más débil, no necesariamente el culpable real- la cantidad de violencia que se ha sufrido. Creo que hay un peligro en esa forma victimista de conciencia. La cuestión es cómo la gente que ha sufrido un traumatismo histórico y real, como una guerra o un genocidio, puede recordar lo que le ha ocurrido y utilizar la reserva simbólica de la catástrofe histórica para proyectar un futuro que rompa con la repetición de las violencias sufridas. Es un camino, casi diríamos, de áscesis. Una búsqueda de “purificación”, de identificación de los elementos de la tragedia con el fin de no repetirla.

Hay quien habla de un “uso estratégico del esencialismo”, de un uso táctico de la identidad como palanca en la construcción de un sujeto político. ¿Cómo se sitúa usted en esos debates sobre la identidad?

Digamos que, si repasamos la historia de las luchas contra la discriminación racial, suele darse un momento en que la resistencia se construye a través de una cierta esencialización de la raza. Lo hemos visto, por ejemplo, en los EEUU con Marcus Garvey o en el “movimiento de la negritud” en Francia, donde se trataba precisamente de revalorizar la condición negra. Son movimientos que buscan emanciparse de la condición de objeto, retraduciendo positivamente esos atributos que nos condenaban a ser objetos -la negritud- en un signo humano. Esta es la función estratégica de la función esencialista.

El problema es cuando el esencialismo nos impide continuar el camino que gente como Fanon consideraba el horizonte de nuestras luchas. ¿Cuál es ese horizonte? El que abre el camino a una nueva condición, donde la raza ya no importa, donde la diferencia ya no cuenta, porque todos nos hemos vuelto simplemente seres humanos: el pasaje de la indiferencia a la diferencia. En este sentido, me considero “fanonista”, aunque comprendo que, en circunstancias determinadas, haya movimientos que utilicen estratégicamente el esencialismo como manera de fortalecer una identidad colectiva.

Por último, el capitalismo se ha renovado, actualizando y sofisticando las violencias necropolíticas del colonialismo. ¿Lo han hecho quienes se le resisten? ¿Hemos renovado nuestra imaginación política para responder con formas de acción efectivas la necropolítica del capitalismo contemporáneo?

Si reflexionamos sobre el ejemplo africano, el siglo XX podría estar dividido en dos ciclos de lucha. Desde el comienzo del siglo XX hasta los años 30, hemos vivido una forma de lucha que llamaré acéfala, ligada a lo local, a las condiciones de reproducción de la vida cotidiana. Tras la segunda guerra mundial entramos en un ciclo de lucha vertical, representada por sindicatos y partidos políticos. Ahora parece que hemos regresado a las formas acéfalas de lucha, luchas locales, luchas más o menos horizontales, que insisten sobre la recuperación de la capacidad de interrupción de la normalidad, del relato que ordena la normalidad, que nos hace pensar que lo pasa es normal cuando no lo es.

En el caso del sur de África, la pregunta ahora es cómo transformar esa ruptura de la normalidad, esa des-normalización, en una nueva forma de institucionalización. Tengo la impresión de que las nuevas luchas acéfalas no acaban de aportar respuestas plausibles y eficaces a esa pregunta: cómo dar forma a una nueva institucionalidad, abierta y democrática, que haya aprendido de los problemas que acarrea el verticalismo. No creo que pueda haber democracia sin institucionalización ni representación. Sabemos que hay una crisis de representación en todas partes, pero no creo que la respuesta sea disolverla en cuanto tal, disolver toda idea de representación.

En definitiva, nuestras viejas recetas (los partidos políticos, por ejemplo) están mostrando dificultades estructurales para preservar y defender lo común dentro de las actuales instituciones y seguirá siendo así mientras no haya comunidades fuertes que puedan democratizar la política desde abajo. Los movimientos de los últimos años van en ese sentido, aunque todavía estén frágilmente vinculados entre sí. Creo que de estas distintas resistencias acéfalas surgirán nuevas propuestas de instituciones, quizás no para derribar el Estado, sino para forzarlo a mutar nuevamente en un órgano de defensa del bien común.

http://www.eldiario.es/interferenci…

*Achille Mbembe nació en Camerún en 1957. Es profesor de Historia y Política de la Universidad Witwaterstand de Johannesburgo (Sudáfrica). Su primer libro publicado en castellano fue Necropolítica, donde analiza las políticas de ajuste y expulsión que primero se ensayaron en el continente africano en los años 90 y hoy se extienden por todas partes.

*Articulo tomado de: http://www.vientosur.info/spip.php?article11395

 

Comparte este contenido:

Pie con Bola: Meditaciones desde un partido de fútbol

Por Fernando Buen Abad

El mundo y las patadas. Hay mucho dinero en juego. Esa fascinación estrambótica que ejerce el fútbol sobre las sociedades contemporáneas rebasa voluntariosamente todas las intentonas que creímos suficientes para explicarnos los cómo, los por qué y los cuándo de ciertos magnetismos cancheros.

Sociólogos, antropólogos o politólogos (entre otros muchos interesados) se devanan los sesos pretendiendo establecer límites, categorías, definiciones y estadísticas, capaces de poner en claro el conjunto de factores combinatorios que dan por resultado uno de los fenómenos colectivos más inextricables. Los monopolios mass media se relamen los bigotes. Nadie da pie con bola.

Deporte, espectáculo y arte preñados con performance popular, rito de congregación masiva, manipulación de masas… todo junto amontonado y revuelto. Catarsis de presiones históricas y parafernalia de fe, dogmatismo o fanatismo, que alcanzan extremos entre lo erótico y lo tanático. No hay psicoanálisis de las sociedades modernas, incluso con sus reduccionismos racionalistas, que sea capaz de valorar y redimensionar, en su conjunto, el papel del fútbol en el espíritu de la humanidad contemporánea. Con sus bondades y necedades. ¿Será que es tan complejo?

Cuando una trama de movimientos, estrategias, accidentes o absurdos desencadena en el espectador ese chicotazo emocional que lo castiga o gratifica, por él, para él, y hasta él, se confirman potencias, esperanzas, alegrías, desencantos o ritos profundísimos que habitan ya en el ser de las culturas como condición delirante para muchas de sus expresiones. Alienación al canto. Hay quienes lo ven sólo como negocio.

El fútbol es, también, una coreografía lúdica que se funda en el agón, el azar, el vértigo y la mimesis. Los jugadores danzan un rito del estallido y de la expansión que tiene como pretexto el control del cuerpo humano, del cuerpo esférico y del cuerpo colectivo, asociados para que toda su energía pase por una puerta arquetípica que casi siempre significa renovación donde se reinicia el ciclo. Quien inventó el fútbol, (persona, sociedad o secta) consciente o inconscientemente, puso sobre la rectangularidad del terreno un conjunto de piezas estremecedoramente parecidas a las que contiene la existencia toda. Eso seduce a los pueblos desde siempre. El fútbol pone en juego inteligencias geométricas, que sintetizan fuerza, aceleración, masa, probabilidades y curvas en un ejercicio estético cuyo arte, ritmo, armonía, y composición, manejan repertorios de imágenes abstractas, fijas en la mente del público y el jugador. Potencias resucitadas cíclicamente en la fantasía y maravilla del gol. Y a cobrar se ha dicho.

Por más que la palabra “gol” signifique meta, el fin último del fútbol no es el “gol”. Como en todo fenómeno lúdico siempre es más importante el proceso que el producto, aunque el producto sirva, o no, para cobrar sueldos, entradas, regalías y prestigios de comentaristas, cronistas, futbolistas, sucedáneos y conexos. Quien disfruta el «balón pie» afina su percepción sobre movimientos, acomodos, condición física, logísticas y destrezas de cada jugador y del conjunto. Pero, además, disfruta carismas, desafíos, heroicidades, suerte y destino individual o grupal, divisa-religión que magnetiza a sociedades enteras. Magia inefable que oculta sus secretos en las gavetas culturales más íntimas de los pueblos. Sirve para ocultar muchas cosas.

Los estadios exaltan con su circularidad y concentricidad tradiciones sagradas ancestrales del espacio y el tiempo. El público sobreexcita las redes emocionales de todo su ser, particular o colectivo, y se entrega a una contemplación, no pasiva, (contra lo que afirman algunos) que apetece desatar su lirismo sobre épicas renovadas en dramas conmocionantes. Desde la tragedia griega hasta el campeonato mundial del fútbol. Poco favor hacen, con su mediocridad, las crónicas masmedieras en transmisiones televisivo-radiales o impresas, que preñan con su ideología mercantil y su pobreza estética, el disfrute de aficionados y jugadores que, de cuerpo presente, siguen las acciones futboleras.

Es imposible explicar de dónde surgió esa estética grotesca del alarido artificial y de las voces ampulosas de locutor, narradores o cronistas que pretenden dar cuenta sobre los hechos en la cancha. La sobresaturación prefabricada con que se ponderan o critican los movimientos, el grito frecuentemente falso que canta goles, (grito medido para que alcance hasta la repetición de la jugada) y la moda del “tono solemne” con que se habla de la estupidez más intrascendente para analizar un partido, vuelve fastidiosa hasta el hartazgo la envoltura que manosea lo que a nivel del césped tiene otro sabor. Nadie puede objetar o prohibir las acometidas pasionales, lo reprochable es que mientan con el pretexto de que «así debe ser para que al público le guste». ¿Quién inventaría esos clichés? Y ocurre igual por todas partes.

Incluso esa moda de la exaltación sobreexcitada hace pirámides humanas, rasga vestiduras, produce carreras apocalípticas ante las tribunas y catarsis escénicas desmedidas, teatralizan o farandulizan algo que naturalmente no necesita performances vodevilescos. Payasada histérica. Es verdad que los rituales colectivos no necesitan recetarios ni reglamentos de nadie. Lo ofensivo es que se les tergiverse para que aparezcan como show de vanidades mediocres. El grotesco en pleno.

Ganar o perder son accidentes de una expectativa que siempre tiene imponderables. El fútbol posee variables muy amplias, como juego o como “arte”. Hay designios donde el azar impone sus caprichos. Especulen lo que especulen empresarios, anunciantes, funcionarios y apostadores. ¿Quién es el dueño del fútbol? ¿Quién es el dueño de los goles? Mafias a diestra y siniestra. Nunca la historia de la cultura imaginó que fuese posible concentrar el interés de tantos millones de almas en torno a un juego de pelota. En vivo o a distancia.

¿Avanzamos? ¿Retrocedimos? ¿Las dos cosas? Nunca se reunió bajo el pretexto de un espectáculo deportivo inversiones financieras, tecnológicas, políticas e ideológicas tan descomunales como las que hemos conocido en tiempos recientes. Jamás un acontecimiento cultural derivado del juego entre equipos futboleros ocupó tan desmedidamente espacios en televisión, radio o prensa, todos los días de todas las semanas en todos los meses. No parece haber límite. ¿Cuánto nos cuesta? ¿No hay otra cosa mejor en qué invertir?

El “Poder” del fútbol, de su ser industrial farandulero, que también es extra-futbolístico, ha llegado a conmover la “seguridad nacional”, ha logrado esconder la represión y el asesinato en varios países. Por las afluencias y por las violencias. Poder farandulero de clase que expresa también la degradación de su propia definición y que seduce desde la cancha a la mercadotecnia, de las porterías a las ideologías, de las tribunas a las urnas. Cuentan con un “público” mayoritariamente ignorante, indefenso, acrílico, fanatizado y secuestrado. Poder enamorado en las concentraciones humanas sólo si pagan boletos y transmisores, siempre amenazantes o promisorias, (según la etapa. Los móviles… el programa) concentraciones para dispersar la conciencia, canalizar la violencia… muchos piensa que pueden conquistar al mundo sólo porque juntan a muchas personas. Poder real que vive lujosamente[3] gracias a esa pasión futbolera descomunal e inmarcesible, violenta, salvaje y tragicómica ante la cual, virtualmente ninguna explicación da pie con bola. Porque no es fácil.

Vuelan a Diestra y siniestra los gargajos, los salivazos y los mocos. 90 minutos, más lo que agregue el árbitro. Un “espectáculo” que presenta como “glamour deportivo” la estética de la asquerosidad. Y nadie se lo traga.

No hay cifras exactas, no hay cálculos precisos pero en términos de litros por partido deben ser muchos los que se expiden multiplicado por 22 jugadores, tres árbitros y todo lo que alcance a sumar el público más próximo a las acciones futboleras. No se omitan los periodistas, locutores y camarógrafos que también, de tanto en tanto, avientan su óvolo de gargajos, infecciosos o no, al sacrosanto terreno de las patadas mercantilizadas.

El escupitajo futbolero es, para algunos, una especie de placer de “machos”. Especie de rúbrica babosa para cerrar jugadas intensas. No se ve en otros deportes. Una carrerita tras un balón comprometido, una barrida furibunda para dejar sentir la presencia, un choque de hombros a la altura de las circunstancias y un inefable gargajo. Unas veces acompañado de una peinadita de una miradita de reojo por si las cámaras para confirmar que las cámaras estén atentas. Un gargajo más… en público, en vivo y en directo, con transmisión internacional.

Sobre las camisetas que portan los colores de las identidades más fanatizadas suelen terminar estampados los gargajos de los contrincantes. No sólo porque muchos futbolistas gustan de convertir en gargajo lo que no pueden o quieren decir con palabras, sino porque al pasar muchos minutos tirándose al césped, revolcándose en él, levantan los escupitajos que generosamente lanzan propios y extraños. Es un mar de mocos ensalivados donde se humedece el glamour de las “estrellas” financiadas por monopolios y marcas multimillonarias. Y se les ve tan felices de revolcarse en esa porquería. Se parece tanto al capitalismo…

Parecería que todo el espectáculo de las patadas está pensado para diversión exclusiva de los árbitros. Ellos deciden todo, nos guste o no. El juego depende, no poco, de ellos. La historia del fútbol está inundada con lágrimas de jugadores que arrodillados o enfurecidos, reclaman al árbitro por una jugada mal apreciada o mal sancionada. También hay sonrisas de otros beneficiaros de las pifias arbitrales. Tiros directos e indirectos, saques de banda… y desde luego “penaltis” que jamás existieron o que jamás se marcaron… no hay poder humano que cambie lo que el árbitro pita. Con razón o sin ella.

El personaje del árbitro, algunos de ellos trabajadores honestos, comporta una contradicción añeja que se agrava con el tiempo. Son ejecutores de un esquema autoritario e intransigente. Todo el fútbol se ha modernizado, las técnicas atléticas de los jugadores, las tácticas de ataque y defensa, los sistemas de transmisión radio-televisiva, los uniformes, los estadios… pero los árbitros siguen siendo es institución añeja, autoritaria y desvencijada que deja en la responsabilidad de un criterio único el esfuerzo de un conjunto, la lucha de muchos colgada del hilo frágil de una apreciación particular. Y muchos árbitros corren peligros muy serios por aplicar leyes que ellos (y casi nadie) no pueden modificar bajo las condiciones actuales. Como el capitalismo. Y no hay discusión que valga.

En otros deportes la tarea de juzgar acciones o supervisar reglamentos, ha derivado en cuerpos de evaluación y sanción, que suelen o pueden consensuar decisiones para evitar que sus dudas, o sus certezas, pasen por encima de las de millones de personas. El árbitro del fútbol, joven o no tanto, cumple órdenes de corte fascista puestas ahí para representar, incluso aunque no les guste, uno de los perfiles ideológicos más intolerantes de toda la industria futbolera, al lado de la publicística, claro. Muchos son sospechosos.

Si el fútbol, como tantas cosas, impone leyes, vigilancia y castigos, bien pudieran idear un sistema democrático para que los aficionados, que sostienen con su dinero la industria de las patadas, pudieran elegir a los árbitros, las leyes que supervisan y las sanciones que aplican. Bien pudiera abrirse un espacio al pensamiento y participación para los millones de personas que siguen el fútbol y donde sus criterios tuviesen un lugar consensuado a la hora del partido. Intervención democrática que rompiera el cerco privilegiado de un sector envejecido y autoritario que puede torcer los resultados de cada encuentro al antojo de sus errores, (humanos y todo) o de sus intereses políticos y/o económicos, de equipos, de marcas o de de clase. Ya se ha visto muchas veces. ¿O el público sólo importa a la hora en que paga sus boletos?

Gritan unos y gritan otros, para bien o para mal, en contra o a favor. Alienados. La cosa es gritar hasta ensordecerse, la cosa es gritar hasta enmudecerse. Gritan los aficionados y las aficionadas, gritan los árbitros, los ayudantes, los entrenadores… gritan las luces, los flashes y las imágenes, grita la historia, grita el tiempo, gritan en Wall Street, grita el horror. ¿Quién escucha? La muchedumbre sale sedada, grito hipnótico.

La cantidad de los gritos no implica la calidad del griterío. ¿Da lo mismo? Veamos: un locutor grita a sueldo emociones programadas para la t.v. o la radio. ¿Hay en su grito alguna noción, así sea lejana, de dignidad histórica referida a los pueblos que financian la podofilia? ¿Hay en su grito algún remanente de la lucha de clases o sólo se trata de “adornar” con alaridos la ya sobre-saturada estética de la estridencia mercantil, a fuerza de “pasiones” ocasionales que lo mismo se exaltan con un equipo que con otro, es decir, por una marca que por otra…? ¿no será que a fuerza de gritos entramos al reino de los himnos mercenarios donde da lo mismo cualquier cosa, mientras se pague bien, mientras se venda todo? ¿No será que a fuerza de gritos nos embrutecemos, esmeriladamente, para la pachanga degenerada del capitalismo que acumula riquezas y acumula zombis rentables? ¿Quién escucha el grito de los torturados, de los muertos en las guerras comerciales, de los desaparecidos, de los perseguidos políticos de los encarcelados por pensar libremente?

Griterío sospechoso para que acaso no se escuchen los gritos de rebeldía, los gritos organizados para cambiar al mundo, los gritos del hartazgo, los gritos de la alegría revolucionaria. Que no se escuchen los gritos campesinos y obreros, los gritos de las masas que gritan su futuro con alma de rebeldes hastiados de la esclavitud y de la alienación. Eso no se escucha tan fácilmente. No hagamos simplismos. Eso gusta y gusta por algo, eso no lo hace intocable.

¿Para qué gritar tanto si la gracia es no escuchar? ¿Quién aprecia el griterío de las tribunas, quién dijo que eso es entusiasmo, quién amaestró a las “masas” para hacer la “ola”, para la alharaca circense, para el estruendo vocinglero? El show bussines llena sus pantallas y sus micrófonos con las escenografías acústicas de los aficionados. El show degenerado, que levanta dinero a mansalva, necesita el ruido de las tribunas para que no se escuchen las paladas de dólares y euros depositadas en los bancos suizos. Grita la muchedumbre, grita su alienación, grita y se desgañita para celebrar el triunfo de las marcas cerveceras, deportivas, mass mediáticas… grita el vulgo, grita la oligarquía parecen felices ambos, reconciliados en el fútbol, sólo si deja ganancias para los dueños. Y los pueblos ni se enteran ¿O sí? La miseria y la barbarie… a grito pelado.

Dicen que el campeonato mundial de fútbol es una “fiesta”. Dicen algunos que los aficionados tienen derecho a una “distracción” a un “entretenimiento”… que a nadie se hace daño cuando se mira un partido… que es un “desahogo”… una “fuga”. Ojalá haya partidos magníficos, ojalá que, al menos una, vez se juegue con inspiración y entrega, que participen las mejores habilidades y que luzca lo mejor de un juego colectivo que logra tener destellos maravillosos y registros estéticos extraordinarios. Que se juegue sin especulación mercantil, sin manoseo mafioso, sin lógica de mercado. Que se logre, al menos, un enfrentamiento intenso y creativo. Ojalá que se logre ver la mejor parte del fútbol, porque lo peor está a la vista… y nos cuesta muy caro. ¿Y si gritáramos los goles y eso no impidiera que nos organizáramos para acabar, de una vez por todas, con el capitalismo?

Fuente: http://www.portalalba.org/index.php?option=com_content&view=article&id=9345:pie-con-bola-meditaciones-desde-un-partido-de-futbol&catid=151&Itemid=195

Imagen tomada de: http://www.reasonwhy.es/sites/default/files/styles/noticia_principal/public/futbol-dinero-industria-negocio-ReasonWhy.es_.jpg?itok=pNybFJoI

Comparte este contenido:

Hacerse la América

Por Asociación Italianisudamericani

Un fantasma recorre América Latina.  Es el fantasma de la restauración conservadora.
Macri 480

En su primer semana de “gobierno”, el golpista blando Michel Temer, en Brasil, decretó el fin de la gratuidad de la universidad pública, la desaparición del Ministerio de Cultura, el arancelamiento de la salud pública, una reforma previsional que reducirá los beneficios y prestaciones a millones, la anulación de contratos para la construcción de viviendas populares, la revisión de la diplomacia preferencial hacia Latinoamérica y recortes en el plan Bolsa Familia.

Un poco más al sur, su “colega” argentino Mauricio Macri dedicó sus primeros 5 meses a provocar una monumental redistribución de la riqueza a favor de los sectores económicamente más poderosos en su país al eliminar tributos que rendían tanto la explotación minera como las ventas externas de productos agropecuarios, devaluar un 50% la moneda local y desatar una suba indiscriminada de los precios, acompañada de aumentos del 400%, del 500% y hasta del 1000% en las tarifas de los servicios públicos, el transporte  y el combustible. Al mismo tiempo desactivó centenares de programas sociales; desfinanció la educación pública, la ciencia y la investigación; se desentendió de la atención sanitaria y la prevención; abrió la importación de miles de bienes que compiten con la producción local y está tratando de poner en venta empresas y emprendimientos estatales.

Llegó al gobierno prometiendo “pobreza cero”, pero paradójicamente en lo que va del año las estadísticas
(no las oficiales, que desde diciembre último no se difunden) miden que 1.400.000 nuevas personas cayeron bajo la línea de pobreza. Este número aumenta día a día, a medida que fábricas o negocios cierran sus puertas o reducen sus planteles, o el Estado despide a quienes llevaban adelante los programas discontinuados.A Temer hay que darle aún un poco de tiempo para obtener los logros de su amigo Macri. Los pilares en que se asientan ambos mandatos, por lo menos, son parecidos: buena parte de la dirigencia política corrupta (en su mayoría procesados los parlamentarios que suspendieron a Dilma; Macri por su parte arrastrando él mismo viejos procesos por contrabando y con un rol protagónico en los Panamá Papers), jueces corruptos y la prensa hegemónica en cada uno de sus países han sentado las bases para sus respectivos desembarcos en el poder.

Il Figlio

Hijo pródigo de una familia calabresa que en la Argentina hizo fortuna negociando con la dictadura militar y con el gobierno privatista y corrupto de Carlos Menem, el actual presidente argentino no se destaca por su interés por la cuestión social, ni en la cuestión moral o en la defensa de la producción nacional.

Una frase del mismo Macri lo pinta con claridad: al querer diferenciar a la Argentina de su viejo papel de “granero del mundo”, afirma que la quiere transformar en “el supermercado del mundo”. Nótese que el supermercado no produce lo que vende, es solo el último escalón en la cadena de comercialización, no agrega valor al producto y el empleo que crea es ínfimo (tanto en cuanto al volumen de sus ventas como en relación al proceso total de producción y comercio del bien en cuestión).

Es en este marco que a mediados de mayo llegaron a Buenos Aires más de cien empresarios y representantes de grandes grupos industriales italianos (Pirelli, Rosgan, Tenaris Dalmine, Sustech, Soimar Group, Thales Alenia y Petreven, entre otros), junto al viceministro de Desarrollo Económico, Ivan Scalfarotto, y autoridades de la Agencia para el Comercio Exterior, del Ente Nacional para el Turismo y de la Asociación de los Bancos Italianos.

El Gobierno argentino anunció que esta delegación vino a definir inversiones que sostendrán el desarrollo del país, y puso de ejemplo 500 millones de dólares que FIAT piensa invertir en Córdoba. La realidad es otra: esta operación de la FIAT ya había sido decidida y anunciada durante el Gobierno de Cristina Kirchner.

Pero por otro lado, las medidas que ha tomado Macri hasta ahora con compañías como Aerolíneas Argentinas, la empresa satelital ARSAT, la central de energía nuclear Atucha o la misma petrolera estatal YPF demuestran su intención de ir ahogándolas para quitarles contenido y terminar vendiéndolas, tarde o temprano, a precio de saldo, y ese podría ser un buen objetivo para capitales ociosos. Ya lo hizo en los años ’90 Menem con capitales españoles, que terminaron vaciando las empresas estatales, no reinvirtiendo y cobrando tarifas siderales por los servicios que prestaban o por el combustible, desfinanciando así al país y contribuyendo a la debacle de fines del siglo XX. De todos modos, por ahora las prioridades de los empresarios italianos parecen ser otras.

En sus declaraciones a los medios argentinos (La Nación, 18 de mayo), el viceministro Scalfarotto pone las cosas en su lugar cuando llama a los potenciales partners argentinos no “socios” precisamente,  sino “nuestros clientes”, mencionando a las barreras aduaneras argentinas (las pocas que aún quedan) como un obstáculo a resolver para mejorar la relación bilateral.

En la misma nota, el viceministro afirma que “todos los sectores (el automotor, la industria, el agro y la infraestructura italiana) tienen una gran calidad y estamos dispuestos a competir lealmente con todos aquí y en otros lugares del mundo“.

Con esto se confirma que la delegación italiana no viene, como dice Macri, a traer trabajo, sino productos para vender acá.
Muy buen negocio para el “Made in Italy”: podrá ser “Sold in Argentina” en un momento en que a nivel mundial escasean los mercados donde colocar la producción. Pero no tan bueno para los productores (y los trabajadores) argentinos, con cuyos productos (y sus empleos) vienen a competir.

A 11.000 kilómetros de Buenos Aires, hace unos días la SACE (la Sociedad para el Seguro de Crédito a la Exportación italiana) definía así la movida: “la política de Macri podría incrementar en 300 millones de euro nuestras exportaciones hacia ese país, hoy estancadas en alrededor de 1.000 millones de euro” (Il Sole 24 ore, 13 de mayo de 2016). Más claro, echémosle agua. Nada de inversiones, nada de desarrollo, nada de la cultura del trabajo que trajeron nuestros padres o abuelos cuando vinieron a “fare l’America”. Solo negocios para una parte. La Argentina como mercado, los argentinos (y los italoargentinos) como consumidores y el Gobierno argentino como facilitador y socio de esos negocios.

Imagen tomada de: https://enriquezelena.files.wordpress.com/2015/08/neoliberalismo-1.jpg
Comparte este contenido:

Chiloé y formas de conocimiento en pugna

José Joaquín Brunner

Hemos aprendido que la abundancia del conocimiento -en esta sociedad intelectualizada, cientifizada y tecnológica que a sí misma se llama “del conocimiento”- no nos pone a salvo de los riesgos que entraña nuestra propia civilización, así como no nos evita vivir las contradicciones culturales del capitalismo.

I

Una de las lecciones que dejan las protestas de Chiloé es sobre el valor y el uso del conocimiento, su aplicación a los procesos productivos de la isla, la relación de las ciencias con la política, los riegos creados por la acción humana, las decisiones humanas basadas en el saber provisto por las disciplinas académicas y, ¡oh paradoja!, sobre el campo en continua expansión de la ignorancia dentro de las llamadas “sociedades del conocimiento”.

Darwin avistó el fenómeno de la marea roja hace 180 años, primero frente a la Costa de Brasil y luego en el sur chileno. En su diario escribió: “observé que el mar había adquirido un tinte pardo rojizo. Vista con lente de aumento, toda la superficie del agua parecía cubierta de briznas de heno picado y cuyas extremidades estuviesen deshilachadas. […] Mr. Berkeley me advierte que pertenecen a la misma especie que las encontradas en una gran extensión del Mar Rojo, y las cuales han dado este nombre a ese mar”. La ciencia llegaba entonces a nuestras costas y servía para reconocer un mar de antiguas resonancias bíblicas; el mare rubrum de Tácito y los latinos.

Son múltiples las formas de conocimiento que ahora giran en torno a la marea roja y sus devastadoras consecuencias para la población de la isla. Particularmente para los pescadores artesanales del archipiélago, entre los paralelos 41 y 43 de latitud sur.

Uno es el conocimiento científico-técnico, empresarial y de gestión, de mercados e inversiones, que hizo posible hace ya un tiempo la creación de una industria salmonera, cuya presencia en esas latitudes y más al sur ha sido un proceso verdadero schumpeteriano de creación y destrucción; una historia de empleos y desarraigos; un choque de extracción y medio ambientes, entre modernidad y tradiciones.

Es la historia misma del proceso de modernización industrial capitalista que, cabalgando sobre el conocimiento provisto por las ciencias y armado con siempre renovadas tecnologías, transforma la naturaleza en fuente de energías y riquezas, en un pacto faustiano de progreso sin fin. A su paso, el poder transformador de las empresas aumenta sin cesar, creando una vorágine de cambios y dejando tras de sí un estela de beneficios y daños, de ventajas y menoscabos, de progresos y estragos como intuyó J.W. Goethe en los albores de la época industrial moderna y luego explicó Marshall Berman en su famoso libro sobre la modernidad.

Es el conocimiento productivo, transformador, del Fausto que nunca cesa de crear nuevas obras y de destruir a cambio las obras del pasado y el medio ambiente que nos contiene. Al comenzar la obra reflexiona por eso así: “¿Y aún te preguntas por qué tu corazón se para, temeroso, en el pecho? ¿Por qué un dolor inexplicable inhibe tus impulsos vitales? En lugar de la naturaleza viva, en medio de la que Dios puso al hombre, lo que te rodea son osamentas de animales y esqueletos humanos humeantes y mohosos”.

II

Al lado opuesto del conocimiento científico-técnico con sus expertos y lenguajes esotéricos se despliega el conocimiento nacido de la experiencia de los pescadores. Un conocimiento tácito, escasamente codificado, comunicado de manera práctica, que sirve para vivir y sobrevivir. Este conocimiento, que podemos llamar étnico o popular, desde el primer día entró en conflicto con el conocimiento de los expertos. Por dos motivos.

Por un lado, los pescadores reclamaban a los hombres del saber y los laboratorios, de la academia y la razón científica, que explicaran por qué en esta ocasión la marea roja los había golpeado de manera tan extensa e intensa, arrancándoles sus trabajos y medios de subsistencia. ¿Acaso la ciencia no lo sabe todo? Sin embargo, los científicos apenas tenían hipótesis, hablaban en “quizás” y en “no es evidente ni seguro”. Usaban frases tentativas, anunciaban nuevos estudios, consultas con otros expertos y, al final del día, atribuían la causa de los males al calentamiento global, ese fenómeno moderno, natural e industrial a la vez, que hoy constituye un misterioso demarcador de nuestra ignorancia.

Por ahí se dice que a medida que avanza la luz del conocimiento, desde Darwin hasta nuestros días, más amplias son también las zonas que quedan a la sombra de nuestra ignorancia. Incluso un fenómeno tan antiguo como la marea roja no tiene un diagnóstico completo ni un remedio seguro. Es, más bien, otro de esos riesgos que nacen de la naturaleza y la manufactura abriendo un signo de interrogación sobre el futuro. Riesgo e incertidumbre. Forma parte por eso mismo del catálogo de amenazas y catástrofes biológicas, químicas, ingenieriles, farmacológicas o ecológicas que han pasado a ser un rasgo consustancial a nuestra civilización y cultura.

Por otro lado, ante el vacío que crea la ignorancia, los pescadores -recurriendo a su propio conocimiento tácito, de ancestrales navegaciones y saberes prácticos, también de mitos y prejuicios (al igual que las ciencias), buscan explicaciones al alcance de la mano y de la desconfianza aprendida respecto de las industrias que amenazan su hábitat. Así, uno de sus dirigentes señalaba en los días más álgidos del conflicto: “Se vertieron 5 mil toneladas de desechos salmoneros al mar y luego aparece la marea roja más fuerte de la historia de Chiloé”. ¿Acaso existe una relación, directa o indirecta, entre ambos hechos? ¿Es uno causa del otro? ¿O existe entre ambos, al menos, un cierto parentesco común? De esta manera, el conocimiento vivido, tácito, sedimentado a lo largo de las generaciones, se manifestaba y cuestionaba el conocimiento de los expertos y las empresas.

III

Tales interrogantes se alimentaban además de otro fenómeno propio del mundo del conocimiento contemporáneo. Se trata del conflicto entre expertos, donde científicos reputados discrepan entre sí respecto de causas y consecuencias, o de las explicaciones plausibles, o de las responsabilidades y la evaluación de impactos. Este tipo de desacuerdos son cada vez más habituales -piénsese en los cisnes de cuello negro del río Cruces en Valdivia, del Transantiago, los pueblos inundados del lodo en el norte, del puente Cau Cau, de los desbordes del río Mapocho, etc.- e inquietante, pues anuncian el fin de la conciencia ingenua que creyó en el poder total de las ciencias y la técnica.

En efecto, esa conciencia imaginó que la ciencia, al secularizar y desencantar al mundo, y someterlo a la razón esclarecida, proporcionaría verdades únicas, indiscutibles, sólidas como rocas, autoritativas como los dogmas, y resolvería por fin los misterios que tanto perturban al Fausto de Goethe. Sin embargo, igual como ocurre con otros personajes que anhelan tener la capacidad de conocer y transformarlo todo, Fausto concluye la inutilidad de sus saberes y la impotencia de su acción: “Ay, he estudiado ya Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología, todo ello en profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber más que al principio. Tengo los títulos de Licenciado y de Doctor y hará diez años que arrastro mis discípulos de arriba abajo, en dirección recta o curva, y veo que no sabemos nada”. Tendrá pues que firmar un pacto con Mefistófeles -representativo de las fuerzas creativo-destructivas de la empresa y del capitalismo- para alcanzar el dominio transformador del mundo. ¿Se puede salvar el alma individual en medio de esa empresa colectiva? De eso se trata el Fausto, precisamente.

Mientras tanto, hemos aprendido que la abundancia del conocimiento -en esta sociedad intelectualizada, cientifizada y tecnológica que a sí misma se llama “del conocimiento”- no nos pone a salvo de los riesgos que entraña nuestra propia civilización, así como no nos evita vivir las contradicciones culturales del capitalismo. Las ciencias coexisten con otras formas de conocimiento que ahora -como acaba de ocurrir con los pescadores de Chiloé- demandan ser escuchadas, tomadas en serio y participar en la elaboración de las soluciones a los problemas que los afectan. Los científicos no son -como imaginan algunos positivistas ingenuos o tediosos empiristas- una nueva casta sacerdotal encargada de la fe verdadera. También sus saberes son limitados, igual que los demás saberes nacidos de las diversas formas de conocimiento. Y por eso sus opiniones suelen contradecirse y, a ratos, enmudecer, al ingresar en la zona de sombras de la ignorancia.

En cuanto al capitalismo global, volvemos a confirmar que es una máquina de conocimientos transformadores de las actividades humanas, los equilibrios naturales, los paisajes, las relaciones tradicionales, los valores ancestrales, las comunidades fraternas y los relatos sagrados. Como escribió Marx, a su paso todo lo sólido se desvanece en el aire. ¿Podrá algún día crear él mismo, o la democracia que lucha por conducirlo, un balance tolerable entre creación y destrucción que no arruine el entorno, al propio trabajo y salve el alma del Fausto del poder corrosivo de Mefistófeles?

Chiloé nos obliga a pensar en ese tipo de posibilidades y riesgos y a abordarlos con todas las formas de conocimiento a nuestro alcance. O llegará el día que terminaremos desapareciendo cubiertos por la marea roja.

Comparte este contenido:

Monopolio o competencia capitalistas: ¿qué es peor?

Por Michael Roberts

En un artículo reciente, Joseph Stiglitz, ex economista jefe del Banco Mundial, ganador del premio Nobel de Economía y ahora asesor del Partido Laborista británico, considera que estamos en una nueva era de monopolio y que esta es una de la principales causas de la desigualdad extrema del ingreso y la riqueza, la ineficiencia y […]

the_protectors_of_our_industries

En un artículo reciente, Joseph Stiglitz, ex economista jefe del Banco Mundial, ganador del premio Nobel de Economía y ahora asesor del Partido Laborista británico, considera que estamos en una nueva era de monopolio y que esta es una de la principales causas de la desigualdad extrema del ingreso y la riqueza, la ineficiencia y el bajo crecimiento de la productividad y el estancamiento general de las principales economías.

Stiglitz sostiene que las escuelas clásica y neoclásica de economía asumen que  en los ”mercados competitivos” todas las empresas están al mismo nivel a la hora de competir. Esto significa que los propietarios del capital ganan beneficios según  su contribución al aumento de la producción, su “producto marginal”.

Esta visión optimista es descartada por Stiglitz. En realidad, lo que determina quién recibe qué en la sociedad depende del “poder”. Las grandes empresas pueden imponer los precios en los mercados a las empresas pequeñas y pueden dictar los salarios de la mano de obra cuando esta no tiene poder de negociación colectiva (los sindicatos). Este “monopolio” (sobre los mercados de las materias primas y la mano de obra) es lo que está arruinando el capitalismo, sostiene Stiglitz.

Evidentemente, hay más de un elemento de verdad en esta perspectiva del capitalismo. La correlación de fuerzas en la lucha entre el capital y el trabajo determina la proporción del ingreso que recibe el trabajo entre beneficios y salarios. Y también es cierto que las grandes empresas a menudo pueden fijar los precios y el acceso al mercado para ganar la parte del león de las ventas y los beneficios.

De hecho, Marx predijo hace más de 160 años que la lucha competitiva por los beneficios entre los capitales y las crisis recurrentes en la producción conducirían a una mayor concentración del capital en manos de unos pocos y a la centralización del capital en los sectores financieros, íntimamente conectados con el estado.

Stiglitz cita un informe muy reciente de la concentración del mercado en los EE.UU. realizado por el gobierno de Estados Unidos. El informe encontró que en la mayoría de las industrias, de acuerdo con la CEA, los datos muestran grandes – y en algunos casos, dramáticos – aumentos en la concentración del mercado. La cuota de mercado de los depósitos de los 10 grandes bancos, por ejemplo, aumentó del 20% al 50% en tan sólo 30 años, de 1980 y 2010.

Stiglitz concluye que “los mercados actuales se caracterizan por la persistencia de elevadas ganancias monopolistas“. En consecuencia, Stiglitz hace un llamamiento a la “intervención del gobierno” para reducir el poder de los monopolios y, presumiblemente, crear un entorno de mayor competencia para que haya “más eficiencia y prosperidad compartida”. Pero esto plantea la pregunta: ¿es el “capitalismo competitivo” más propensos a ofrecer un mejor crecimiento económico, una mayor productividad de la fuerza de trabajo (eficiencia) y una menor desigualdad que el “capitalismo monopolista”?

La respuesta a la pregunta está parcialmente resuelta señalando el espejismo de que alguna hubiera un gran ‘capitalismo competitivo” que creciese rápidamente y sin crisis y  distribuyese los ingresos y la riqueza de una “manera más justa”. El capitalismo se convirtió en el modo de producción dominante a nivel mundial llevando consigo las “imperfecciones” de los monopolios, el apoyo del Estado y la represión de la fuerza de los trabajadores. Nunca hubo una igualdad de condiciones y, a nivel mundial, a pesar de la lucha competitiva por los mercados, continua habiendo diferentes niveles de monopolio o poder imperialista.

Pero el otro lado contradictorio de la respuesta a la pregunta es que la competencia no ha desaparecido. Stiglitz rechaza la opinión de Joseph Schumpeter de que los monopolios son finalmente socavados por nuevos competidores con nuevas tecnologías o nuevos productos y mercados. Sin embargo, como demostró Marx, el desarrollo de las plusvalías “monopolistas” son un incentivo para atraer la inversión de nuevos capitales (si se puede superar las tarifas, la escala y otras barreras del monopolista). Y esto sucede todo el tiempo: desde los editores hasta Amazon; desde  la industria británica en el siglo XIX hasta la industria alemana y estadounidense en el XX; pasando por la fabricación industrial en China en el siglo XXI.

Después de todo, el poder monopolista es en realidad oligopólico (unas pocas grandes empresas) y los oligopolios pueden desarrollar una fuerte competencia entre si, nacional e internacionalmente. La verdadera causa de la desigualdad no es monopolio, sino el aumento de la explotación del trabajo por el gran capital desde los años 1980 para intentar revertir la caída y baja rentabilidad experimentada en la década de 1970. Y la causa real del ‘estancamiento’ y el bajo crecimiento de la productividad no son los monopolios, sino la falta de inversión, no sólo por los “grandes monopolios”,  sino también por las capitales más pequeños que sufren la baja rentabilidad y acumulan grandes deudas. En otras palabras, los monopolios no son un problema en sí, sino la debilidad del modo de producción capitalista, en la que la inversión y la creación de empleo tienen lugar únicamente con fines de lucro.

Stiglitz ignora este hecho. Como resultado, su solución es la intervención del gobierno para reducir la desigualdad y crear una situación de “igualdad de oportunidades” que favorezca la “competencia” entre las empresas capitalistas. Pero es utópica (no se puede dar marcha atrás en la historia del capitalismo) e inviable (No lograría una mayor igualdad ni mejor crecimiento).

Irónicamente, hay otro estudio que Stiglitz no recoge que demuestra que el aumento de la desigualdad en Estados Unidos coincide con el declive de las grandes empresas que solían emplear a cientos de miles o incluso millones de trabajadores y su sustitución por empresas mucho más pequeñas. La parte de los grandes empleadores en el empleo total se ha reducido de forma inversa al aumento de la desigualdad en el ingreso en Estados Unidos. Este estudio demuestra que ha sido la disminución del poder de la mano de obra a través de la subcontratación y la globalización la que ha hecho crecer la desigualdad en los ingresos.

La división “interna” del empleo de la gran empresa (fordista) en pequeños contratistas es la característica clave del mundo “monopolista” de Stiglitz. En otras palabras, lo que los trabajadores necesitan en América no es la ruptura de los monopolios para crear pequeñas empresas que compitan entre si, sino sindicatos. El poder de monopolio que de verdad importa es el del capital sobre el trabajo.

Un nuevo informe esta semana del Centro de Estudios Laborales de la Universidad de California en Berkeley, señala que un tercio de los trabajadores de producción –  los que trabajan en las cadenas de producción y en ocupaciones afines – ganan tan poco que sus familias reciben algún tipo de asistencia pública, como cupones de alimentos o subvenciones de inserción social. Muchos de esos trabajadoresson temporales, y representan una parte creciente del empleo en las fábricas. El salario medio de un trabajador industrial, de acuerdo con datos de la Oficina de Estadísticas Laborales, era 16.14 dólares a la hora en 2015, por debajo de los 17.40 a la hora promedio de todos los trabajadores

El trabajador promedio de la producción manufacturera en Michigan gana 20.80 dólares la hora, frente a los 18,86 en Carolina del Sur, de acuerdo con datos de la Oficina de Estadísticas Laborales. ¿Por qué los trabajadores de las fábricas de Michigan ganan más? En una palabra: sindicatos. El medio oeste era, al menos hasta hace poco, un bastión de los sindicatos. Los estados del sur, por el contrario, no reconocen en su mayoría la obligatoriedad de la “negociación colectiva”, y los sindicatos nunca han desarrollado una base de apoyo fuerte. Los sindicatos del sector privado han perdido fuerza en general, pero siguen siendo más fuertes en la región central que en la mayoría de las otras partes de EE UU. En Michigan, el 23 por ciento de los trabajadores industriales de producción eran miembros de sindicatos en 2015; en Carolina del Sur, menos del 2 por ciento.

Los sindicatos también ayudan a explicar por qué la clase media goza de mejor salud en el medio oeste que en el sureste, donde los trabajos industriales han crecido rápidamente en las últimas décadas. Un nuevo análisis del Centro de Investigación Pew esta semana exploró el estado de la clase media en diferentes partes del país, examinado la proporción de hogares que ganan entre dos tercios y el doble de la renta media nacional, después de igualar el coste de vida local . En muchas ciudades del medio oeste, el 60 por ciento o más de los hogares son considerados de ” ingresos medios” según esta definición; en algunas ciudades del sur, incluso las que tienen grandes industrias, los hogares de ingresos medios son una minoría.

El poder del capital sobre el trabajo ha hecho que tras la Gran Recesión millones de hogares en EE UU estén en peligro de caer en la pobreza absoluta. Una encuesta de la Reserva Federal señala que el 47% de los estadounidenses no sería capaz de hacer frente a gastos inesperados de más de 400 dólares sin pedir prestado o vender algo. El índice del Empleo Decente de Gallup mide el porcentaje de la población adulta que trabaja 30 horas a la semana por un sueldo fijo. Se situó en el 45,1%. En los EE.UU., el 62,8% de la población civil fuera del sector público participa en la fuerza de trabajo, y el 5% está en paro, mientras que Gallup nos dice que solamente el 45,1% tiene lo que se considera un “buen trabajo”. No se trata de bases de datos directamente comparables, sino de una estimación aproximada que sugiere que tal vez una quinta parte de la población activa está desempleada o tienen empleos menos-que-buenos.

Las personas que pierden sus puestos de trabajo en una recesión experimentan una variedad de efectos a largo plazo. Sus nuevos puestos de trabajo a menudo a menudo suponen sueldos más bajos y tardan años hasta que recuperan el nivel de los salarios más altos anteriores. Estas personas tienen menos probabilidades de poseer una casa; experimentan más problemas psicológicos; y sus hijos tienen peores resultados en la escuela. Es lo que se llama las ‘cicatrices salariales’.

Cerca de 40 millones de estadounidenses perdieron sus empleos en la recesión de 2007-2009. Sólo uno de cada cuatro trabajadores despedidos consiguen volver a los niveles previos de sueldo anteriores después de cinco años, según  el economista Till von Wachter, de la Universidad de California en Los Ángeles. La brecha salarial persiste, incluso décadas más tarde, entre los trabajadores que experimentaron un período de desempleo y trabajadores similares que no fueron despedidos. Las personas que han perdido un empleo durante las recesiones ganan un 15-20% menos que sus pares no despedidos después de 10 o 20 años. Y esas personas llegan a la edad de jubilación con pocos o ningún ahorro. Tienen que seguir trabajando o se ven obligados a vivir frugalmente.

El informe de empleo de abril mostró una tasa de desempleo del 16% entre los adolescentes de 16-19 años de edad. Esta muestra incluye sólo a aquellos que estaban buscando activamente empleo, que no son estudiantes a tiempo completo. Han abandonado la enseñanza, o quieren trabajar mientras estudian. Y está la tasa de mortalidad sorprendentemente mayor entre los blancos de mediana edad en EE UU. Esa tasa es el resultado directo del aumento de los suicidios y el abuso de drogas y alcohol – todo ello parte del proceso de depresión psicológica. Durante la última década, los hispanos mueren a un ritmo más lento. Las personas negras, también; incluso los blancos en otros países.

(Cuadro Las tasas de mortalidad, 45-54 años)

Sí, el poder de los monopolios (con más precisión, de los oligopolios) se ha incrementado en los últimos 150 años desde que Marx pronosticara que el modo de producción capitalista conduciría a un aumento de la concentración y centralización del capital. Y eso demuestra que el capitalismo se encuentra en su última etapa de desarrollo y que, por lo tanto, debe ser sustituido por un “monopolio social”. Pero eso también significa que la vuelta atrás a una competencia regulada por el gobierno, como sugiere Stiglitz, no funcionaría; tanto para relanzar la capacidad de crecimiento capitalista como para reducir la desigualdad.

Este daño permanente a la vida de millones de personas en Estados Unidos, una de las economías capitalistas más ricas del mundo y la “tierra de la libertad” no es consecuencia de los monopolios, sino del fracaso del capitalismo para producir suficientes productos y servicios que la gente necesitan , de forma asequible. Sí, una élite de ricachones preside sus enormes empresas y bancos y ‘ganan’ enormes salarios y primas y los gestores de los fondos buitres y los banqueros cosechan grandes ganancias de capital. Pero la gran mayoría de los estadounidenses no llega a fin de mes, a causa del “capitalismo competitivo” y su fracaso.

Fuente: https://thenextrecession.wordpress.com/2016/05/17/monopoly-or-competition-which-is-worse/

Traducción: G. Buster

Fuente de la imagen: http://www.periodicodelbiencomun.com/wp-content/uploads/2015/10/capitalismo-y-patentes.jpg

Fecha de Publicación  en OVE: 23 Mayo 2016

Comparte este contenido:

El capitalismo será derrotado por la Naturaleza

Por: Leonardo Boff

Lo que no hemos conseguido históricamente por procesos alternativos (era el propósito del socialismo), lo conseguirían la naturaleza y la Tierra.

Hay un hecho indiscutible y desolador: el capitalismo como modo de producción y su ideología política, el neoliberalismo, se han sedimentado globalmente de forma tan consistente que parecen hacer inviable cualquier alternativa real. De hecho, ha ocupado todos los espacios y alineado casi todos los países a sus intereses globales.

Desde que la sociedad pasó a ser de mercado y todo se volvió oportunidad de ganancia, hasta las cosas más sagradas como los órganos humanos, el agua y la capacidad de polinización de las flores, los estados, en su mayoría, se ven obligados a gestionar la macroeconomía globalmente integrada y mucho menos a servir al bien común de su pueblo.

El socialismo democrático en su versión avanzada de eco-socialismo es una opción teórica importante, pero con poca base social mundial de implementación. La tesis de Rosa Luxemburgo en su libro Reforma o Revolución de que «la teoría del colapso capitalista está en el corazón del socialismo científico» no se ha hecho realidad. Y el socialismo se ha derrumbado.

La furia de la acumulación capitalista ha alcanzado los niveles más altos de su historia. Prácticamente el 1% de la población rica mundial controla cerca del 90% de toda la riqueza. 85 opulentos, según la seria ONG Oxfam Intermón, tenían en 2014 el mismo dinero que 3,5 mil millones de pobres en el mundo. El grado de irracionalidad y también de inhumanidad hablan por sí mismos. Vivimos tiempos de barbarie explícita.

Las crisis coyunturales del sistema ocurrían hasta ahora en las economías periféricas, pero a partir de la crisis de 2007/2008 la crisis explotó en el corazón de los países centrales, en Estados Unidos y Europa. Todo parece indicar que esta no es una crisis coyuntural, siempre superable, sino que esta vez se trata de una crisis sistémica, que pone fin a la capacidad de reproducción del capitalismo. Las salidas que encuentran los países que hegemonizan el proceso global son siempre de la misma naturaleza: más de lo mismo. O sea, continuar con la explotación ilimitada de bienes y servicios naturales, orientándose por una medida claramente material (y materialista) como es el PIB. Y ay de aquellos países cuyo PIB disminuye.

Este crecimiento empeora aún más el estado de la Tierra. El precio de los intentos de reproducción del sistema es lo que sus corifeos llaman «externalidades» (lo que no entra en la contabilidad de los negocios). Estas son principalmente dos: una injusticia social degradante con altos niveles de desempleo y creciente desigualdad; y una amenazadora injusticia ecológica con la degradación de ecosistemas completos, erosión de la biodiversidad (con la desaparición de entre 30-100 mil especies de seres vivos cada año, según datos del biólogo E. Wilson), el calentamiento global creciente, la escasez de agua potable y la insostenibilidad general del sistema-vida y del sistema-Tierra.

Estos dos aspectos están poniendo de rodillas al sistema capitalista. Si se quisiese universalizar el bienestar que ofrece a los países ricos, necesitaríamos por lo menos tres Tierras iguales a la que tenemos, lo que evidentemente es imposible. El nivel de explotación de las «bondades de la naturaleza», como llaman los andinos a los bienes y servicios naturales, es tal que en septiembre de este año ocurrió «el día de la sobrecarga de la Tierra» (the Earth overshoot Day). En otras palabras, la Tierra ya no tiene la capacidad, por sí misma, para satisfacer las demandas humanas. Necesita año y medio para reemplazar lo que se le quita en un año. Se ha vuelto peligrosamente insostenible. O refrenamos la voracidad de acumulación de riqueza, para permitir que ella descanse y se rehaga, o debemos prepararnos para lo peor.

Como se trata de un super-Ente vivo (Gaia), limitado, con escasez de bienes y servicios y ahora enfermo, pero combinando siempre todos los factores que garantizan las bases físicas, químicas y ecológicas para la reproducción de la vida, este proceso de degradación desmesurada puede generar un colapso ecológico-social de proporciones dantescas.

La consecuencia sería que la Tierra derrotaría definitivamente al sistema del capital, incapaz de reproducirse con su cultura materialista de consumo ilimitado e individualista. Lo que no hemos conseguido históricamente por procesos alternativos (era el propósito del socialismo), lo conseguirían la naturaleza y la Tierra. Esta, en realidad, se libraría de una célula cancerígena que amenaza con metástasis en todo el organismo de Gaia.

Entre tanto, nuestra tarea está dentro del sistema, ampliando las brechas, explorando todas sus contradicciones para garantizar especialmente a los más humildes de la Tierra lo esencial para su subsistencia: alimentación, trabajo, vivienda, educación, servicios básicos y un poco de tiempo libre. Es lo que se está haciendo en Brasil y en muchos otros países. Del mal sacar el mínimo necesario para la continuidad de la vida y de la civilización.

Y , además, rezar y prepararse para lo peor.

Ecoportal.net

Comparte este contenido:
Page 58 of 59
1 56 57 58 59