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54 centros educativos participan en un proyecto para mirar África en positivo

Un total de 54 centros educativos se ha inscrito para el presente curso en el proyecto “Enseñar África, una mirada en positivo”, siete centros más con respecto al periodo lectivo 2019-20, en el que participaron 47 centros, informa la Consejería de Educación.

La iniciativa pedagógica es fruto de la colaboración entre la Consejería de Educación,Universidades, Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, Casa África, la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC) y el Cabildo de Gran Canaria y tiene como fin la generación de propuestas realizadas a través de la investigación y el trabajo colectivo que difundan el conocimiento de un continente plural y diverso, ajena a los estereotipos vigentes.

Los trabajos finales serán presentados por el alumnado en un encuentro final en formato virtual que se celebrará en cada isla. Posteriormente, Casa África expondrá las mejores producciones, se indica en un comunicado.

Aunque las acciones emprendidas por cada centro participante serán de temática libre, el Servicio de Innovación educativa de la Dirección General de Ordenación, Innovación y Calidad educativa recomienda orientar los contenidos a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030, y, de manera transversal, a la Educación Ambiental y Sostenibilidad, Igualdad y Educación Afectivo-Sexual y de Género, Cooperación para el Desarrollo y la Solidaridad.

“Enseñar África. Una mirada en positivo” está dirigido al alumnado y profesorado de toda la enseñanza obligatoria.

Para Educación Primaria se entregará a los CEIP participantes que lo soliciten una Situación de Aprendizaje guía, lista para su implementación en el aula.

También dispondrán de una versión digital del material que recibieron los centros de Secundaria de Canarias durante el curso 2013-2014.

El proyecto promueve también la participación activa de las familias.

En este sentido, desde el Servicio de Innovación Educativa se ha invitado al profesorado a contar con familiares del alumnado que por su disposición, formación o profesión puedan enriquecer el proceso de producción y su exposición en el encuentro final, siempre con las precauciones que exige la pandemia.

Fuente: https://www.lavanguardia.com/vida/20201103/49199915231/54-centros-educativos-participan-en-un-proyecto-para-mirar-africa-en-positivo.html

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La responsabilidad de los intelectuales, de Noam Chomsky

En este nuevo ensayo, Noam Chomsky escribe sobre la responsabilidad que tienen los intelectuales de posicionarse en ciertos conflictos, contar la verdad, denunciar la mentira y cuestionar los discursos de poder.

Extracto del nuevo libro de Noam Chomsky ‘La responsabilidad de los intelectuales’ (Sexto Piso, 2020)
Traducción de Albino Santos Mosquera

PREFACIO

El concepto de «intelectuales» es bastante curioso. ¿A quiénes podemos considerar como tales?

He aquí una pregunta que fue abordada de un modo muy instructivo en un ensayo clásico que Dwight Macdonald escribió en 1945, titulado La responsabilidad de los intelectuales. Ese texto es una sarcástica e implacable crítica a aquellos pensadores distinguidos que pontificaban sobre la «culpa colectiva» de los refugiados alemanes cuando éstos sobrevivían a duras penas entre las ruinas catastróficas de la guerra. Macdonald comparaba allí el desprecio farisaico que tan distinguidas plumas manifestaban hacia los desdichados supervivientes con la reacción de muchos soldados del ejército vencedor, que, reconocedores de la humanidad de las víctimas, se compadecían del sufrimiento de éstas. Y, sin embargo, los primeros son los intelectuales, no los segundos.

Macdonald concluía su ensayo con unas sencillas palabras: «Qué maravillosa es la capacidad de poder ver lo que se tiene justo delante»

¿Cuál es, entonces, la responsabilidad de los intelectuales? Quienes entran en esa categoría disfrutan de ese relativo grado de privilegio que tal posición les confiere, lo que les brinda oportunidades superiores a las normales. Las oportunidades conllevan una responsabilidad, la cual, a su vez, implica tener que decidir entre opciones alternativas, algo que, a veces, puede entrañar una gran dificultad.

Así, una posible opción es seguir la senda de la integridad, lleve adonde lleve. Otra es aparcar esas preocupaciones y adoptar pasivamente las convenciones instituidas por las estructuras de autoridad. La tarea, en este segundo caso, se limita a seguir con fidelidad las instrucciones de quienes tienen las riendas del poder, a ser servidores leales y fieles, no como resultado de un juicio reflexivo, sino por una respuesta refleja de conformismo. Ésta es una forma muy sutil de eludir las complejidades morales e intelectuales inherentes a una actitud de cuestionamiento, y de rehuir las potenciales consecuencias dolorosas de esforzarse por que la bóveda del firmamento moral termine curvándose hacia la causa de la justicia.

Estamos familiarizados con esa clase de alternativas. Por eso distinguimos a los comisarios y los apparátchiki de los disidentes que asumen ese desafío y afrontan las consecuencias (unas consecuencias que varían en función de la naturaleza de la sociedad en cuestión). Muchos disidentes alcanzan la fama y un merecido reconocimiento, y el duro trato que reciben o recibieron es debidamente denunciado con fervor e indignación: ahí están Václav Havel, Ai Weiwei, Shirin Ebadi y otras figuras que componen una larga y distinguida lista. También es justo que condenemos a los apologistas de la sociedad mala, aquellos que no pasan de la ocasional crítica tibia a los «errores» de unos gobernantes cuyas intenciones califican global y sistemáticamente de benignas.

Hay otros nombres, sin embargo, que se echan en falta en la lista de los disidentes reconocidos: por ejemplo, los de los seis destacados intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, que fueron brutalmente asesinados por fuerzas salvadoreñas que acababan de recibir instrucción militar del Ejército estadounidense y actuaron siguiendo órdenes concretas de su Gobierno, satélite de Estados Unidos. De hecho, apenas si se les recuerda. Muy pocos conocen siquiera cómo se llamaban o guardan el menor recuerdo de aquellos sucesos. Las órdenes oficiales de asesinarlos no han llegado aún a aparecer en ninguno de los grandes medios de comunicación en Estados Unidos, y no porque fueran secretas: se publicaron con total visibilidad en los principales rotativos de la prensa española, por ejemplo.

No estoy hablando de algo excepcional. Se trata, más bien, de la norma. Aquellos hechos no tienen nada de inextricables. Son de sobra conocidos para los activistas que protestaron contra los horrendos crímenes promovidos por Estados Unidos en América Central, y también para los expertos que han estudiado el tema. En una de las entradas de The Cambridge History of the Cold War, John Coatsworth escribe que, desde 1960 hasta «la caída soviética en 1990, las cifras de presos políticos, de víctimas de torturas y de disidentes políticos no violentos ejecutados en América Latina superaron con mucho a las registradas en la Unión Soviética y sus satélites del este de Europa».

Sin embargo, ese mismo panorama se dibuja justamente a la inversa según aparece tratado en los medios de comunicación y en las revistas de los intelectuales. Por poner sólo un ejemplo llamativo de los muchos posibles, diré que Edward Herman y yo mismo comparamos la cobertura que The New York Times había realizado del asesinato de un sacerdote polaco –cuyos asesinos fueron prontamente localizados y castigados– con la de los asesinatos de cien mártires religiosos en El Salvador –incluyendo al arzobispo Óscar Romero y a cuatro religiosas estadounidenses–, cuyos perpetradores permanecieron mucho tiempo ocultos a la justicia mientras las autoridades de Estados Unidos negaban los crímenes y las víctimas no recibían de su Gobierno más que el desprecio oficial. La cobertura informativa del caso del sacerdote asesinado en un Estado enemigo fue inmensamente más amplia que la dispensada al centenar de mártires religiosos asesinados en un Estado satélite de Estados Unidos, y también su estilo fue radicalmente diferente, muy en sintonía con las predicciones del llamado «modelo de propaganda» de explicación del funcionamiento de los medios de comunicación. Y ésta sólo es una ilustración entre muchas posibles de lo que ha sido un patrón constante a lo largo de muchos años.

Puede que la mera servidumbre al poder no lo explique todo, desde luego. En ocasiones –muy escasas–, sí llegan a consignarse los hechos, aunque acompañados de un esfuerzo por justificarlos. En el caso de los mártires religiosos, el distinguido periodista estadounidense Nicholas Lemann, corresponsal de nacional de The Atlantic Monthly, revista de línea editorial «liberal» (de centroizquierda), aportó una explicación alternativa en una respuesta pretendidamente sarcástica a nuestro trabajo: «Esa discrepancia puede explicarse diciendo que la prensa tiende a concentrarse sólo en unas pocas cosas en cada momento concreto», escribió Lemann, y «la prensa estadounidense estaba entonces centrada sobre todo en Polonia».

La tesis de Lemann es fácil de contrastar examinando el índice de The New York Times, donde se puede ver que la duración de la cobertura informativa dispensada a los dos países fue prácticamente idéntica en ambos casos, e incluso un poco mayor en el de El Salvador. Pero, claro, en un contexto intelectual donde tienen cabida los «hechos alternativos»,* detalles como ése poco parecen importar.

En la práctica, el término honorífico «disidente» está reservado a quienes son disidentes en Estados enemigos. A los seis intelectuales latinoamericanos asesinados, al arzobispo y a los otros muchos que, como ellos, protestan contra los crímenes de Estado en países satélites de Estados Unidos y son asesinados, torturados o encarcelados por ello, no se les llama «disidentes» (si es que llegan a ser mencionados siquiera).

También dentro del propio país hay diferencias terminológicas. Hubo, por ejemplo, intelectuales que protestaron contra la guerra de Vietnam por razones diversas. Por citar un par de destacados ejemplos que ilustran lo limitado que es el espectro de visión de la élite, el periodista Joseph Alsop se quejó en su día de que la intervención estadounidense estaba siendo demasiado contenida, mientras que Arthur Schlesinger* replicó que una escalada probablemente no funcionaría y terminaría siendo demasiado costosa para nosotros. No obstante, añadió, «todos rezamos» por que Alsop tenga razón al considerar que la fuerza de Estados Unidos tal vez se imponga, y si lo hace, «puede que entonces todos reconozcamos la prudencia y el sentido de Estado del Gobierno estadounidense» para conseguir la victoria, aun a costa de dejar a aquel «desdichado país destruido y devastado por las bombas, calcinado por el napalm, convertido en un erial por los defoliantes químicos, reducido a ruinas y escombros», y con un «tejido político e institucional» reducido a cenizas.

Y, sin embargo, a Alsop y a Schlesinger no se los llama «disidentes». Más bien, se les considera un «halcón» y una «paloma», respectivamente: dos figuras que marcan los extremos opuestos del espectro de lo que se entiende que es la crítica legítima a las guerras de Estados Unidos.

Por supuesto, también hay voces que caen fuera del espectro por completo, pero a ésas tampoco se las considera «disidentes». McGeorge Bundy, consejero de Seguridad Nacional de Kennedy y de Johnson, dijo en un artículo para Foreign Affairs, una revista del establishment, que se trataba de «salvajes entre bastidores» que se oponen por principio a las agresiones estadounidenses, más allá de las cuestiones tácticas sobre su viabilidad y su coste.

Bundy escribió esas palabras en 1967, en un momento en que el implacablemente anticomunista historiador militar y especialista en Vietnam Bernard Fall, muy respetado por el Gobierno estadounidense y los círculos de opinión dominantes, temía que «Vietnam como entidad cultural e histórica […] esté corriendo peligro de extinción […] [ahora que] el campo se está muriendo literalmente bajo los impactos de la mayor maquinaria militar jamás desplegada contra un territorio de esa extensión». Pero sólo los «salvajes entre bastidores» tenían la desfachatez de cuestionar la justicia de la causa estadounidense.

Al término de la guerra en 1975, intelectuales de todo el espectro de opinión dominante dieron sus interpretaciones de lo sucedido. Abarcaban todas las franjas del espectro Alsop-Schlesinger. Desde el extremo de las «palomas», Anthony Lewis escribió que la intervención comenzó con una serie de «torpes esfuerzos bienintencionados» («torpes» porque fracasaron, y «bienintencionados» por principio doctrinal, sin necesidad de demostración), pero hacia 1969 ya era obvio que la intervención era un error porque Estados Unidos «no podía imponer una solución sino a un precio demasiado costoso para sí mismo».

Al mismo tiempo, los sondeos mostraban que en torno a un 70 % de la población no consideraba que la guerra fuera «un error», sino «intrínsecamente injusta e inmoral». Pero, claro, como aquellos soldados de 1945 que empatizaban con el sufrimiento de los desdichados refugiados alemanes, los encuestados no son intelectuales.

Los ejemplos son los típicos. La oposición a la guerra alcanzó su pico máximo en 1970, después de la invasión de Camboya orquestada por el dúo Nixon-Kissinger. Justo entonces, el politólogo Charles Kadushin llevó a cabo un extenso estudio de las actitudes de los «intelectuales de la élite». Y descubrió que, a propósito de Vietnam, éstos adoptaron una postura «pragmática» de crítica a la guerra por considerarla un error que acabó saliendo demasiado caro. Los «salvajes entre bastidores» ni siquiera contaban, perdidos entre el margen de error estadístico.

Las guerras de Washington en Indochina fueron el peor crimen de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial. El peor crimen del actual milenio es la invasión británico-estadounidense de Irak, con horrendas consecuencias en toda la región que aún distan mucho de llegar a un final. La élite intelectual también ha estado a su acostumbrada altura en esta ocasión. Barack fue muy elogiado por los intelectuales liberales de centroizquierda por posicionarse con las «palomas». Según las palabras del presidente, «durante la última década, las tropas estadounidenses han realizado extraordinarios sacrificios para brindar a los iraquíes la oportunidad de reclamar para sí su futuro», pero «la dura realidad es que todavía no hemos asistido al final del sacrificio americano en Irak». La guerra fue un «grave error», una «metedura de pata estratégica» con un coste más que excesivo para nosotros, una valoración que bien podría equipararse a la que muchos generales rusos hicieron en su día sobre la decisión soviética de intervenir en Afganistán.

Se trata de un patrón generalizado. No hace falta citar ningún ejemplo, pues hay sobrados estudios publicados al respecto, aunque éstos no parecen haber tenido el menor efecto en la doctrina de la élite intelectual.

De fronteras para dentro, no hay disidentes, ni tampoco comisarios ni apparátchiki. Sólo salvajes entre bastidores, por un lado, e intelectuales responsables –los considerados como los verdaderos expertos–, por el otro. La responsabilidad de los expertos la ha detallado uno de los más eminentes y distinguidos de todos ellos. Alguien es un «experto», según Henry Kissinger, cuando «elabora y define» el consenso de su público «a un alto nivel» (entendiéndose como «público» aquellas personas que establecen el marco de referencia dentro del que los expertos ejecutan las tareas a ellos encomendadas).

Las categorías son bastante convencionales y se remontan al uso más temprano del concepto de «intelectual» en su sentido contemporáneo, durante la polémica del caso Dreyfus en Francia. La figura más destacada de los dreyfusards, Émile Zola, fue condenado a un año de cárcel por haber cometido la infamia de pedir justicia para el acusado en falso Alfred Dreyfus, y huyó a Inglaterra para evitar una pena mayor. Fue entonces duramente reprobado por los «inmortales» de la Academia Francesa. Los dreyfusards eran auténticos «salvajes entre bastidores». Eran culpables de «una de las excentricidades más ridículas de nuestro tiempo», por decirlo con las palabras del académico Ferdinand Brunetière: «la pretensión de alzar a escritores, científicos, profesores y filólogos a la categoría de superhombres» que se atreven a «tratar de idiotas a nuestros generales, de absurdas a nuestras instituciones sociales, y de insanas a nuestras tradiciones». Osaban entrometerse en asuntos que debían dejarse a los «expertos», a «hombres responsables», «intelectuales tecnocráticos y políticamente pragmáticos», según reza la terminología contemporánea del discurso liberal de centroizquierda.

Pues bien, ¿cuál es, entonces, la responsabilidad de los intelectuales? Siempre pueden elegir. En los Estados enemigos, pueden optar por ser comisarios o por ser disidentes. En los Estados satélites de la política exterior estadounidense, en el período moderno, esa elección puede tener consecuencias indescriptiblemente trágicas para esas personas. En nuestro propio país, pueden elegir entre ser expertos responsables o ser salvajes entre bastidores.

Pero siempre existe la opción de seguir el buen consejo de Macdonald: «Qué maravillosa es la capacidad de poder ver lo que se tiene justo delante», y tener simplemente la honradez de contarlo tal como es.

Nota:

* Chomsky alude aquí a la expresión que Kellyanne Conway, asesora del presidente Trump, utilizó en una entrevista televisiva en enero de 2017 para referirse a unas declaraciones falsas del secretario de prensa de la Casa Blanca por no llamarlas «mentiras». [N. del T.]

Fuente: https://www.lamarea.com/2020/10/19/adelanto-editorial-noam-chomsky/

Fuente de réplica: https://rebelion.org/la-responsabilidad-de-los-intelectuales-de-noam-chomsky/
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Escuela digital y clase inversa: dos virus troyanos del liberalismo escolar

Por: Nico Hirtt 

Una amplia coalición de autoproclamados expertos, pedagogos aventureros y economistas biempensantes han aprovechado la crisis del coronavirus y el subsiguiente cierre de las escuelas para avanzar dos piezas maestras del liberalismo en el tablero de los debates escolares. A saber, la escuela digital y la «clase inversa”. En este artículo analizamos estas dos estrategias desde tres ángulos: el de la transmisión del saber, el de las desigualdades escolares y el del contexto económico que subyace en esta ofensiva. Este artículo es una versión ligeramente reelaborada de una videoconferencia llevada a cabo por el autor el 30 de junio de 2020, a iniciativa del Partido de la Izquierda Europea.

* * *

Sobre el terreno, el confinamiento resultante de la COVID-19 ha permitido a los profesores constatar, en su gran mayoría, lo que presentían desde hace tiempo: la enseñanza a distancia y el autoaprendizaje a domicilio, especialmente vía tecnologías digitales de comunicación, no pueden ser, en el mejor de los casos, más que un último recurso impuesto por unas circunstancias excepcionales o un complemento ocasional de la enseñanza «presencial». A la hora de la verdad, los inmensos y voluntariosos esfuerzos realizados por muchos de ellos por mantener una relación pedagógica con sus alumnos, ya sea por correo electrónico, por videoconferencia o por medio de una plataforma dedicada al e-learning, no han evitado la ruptura del vínculo social, la avalancha de abandonos ni la agudización de las desigualdades sociales.

Según los partidarios de la escuela digital, la responsabilidad de este triste balance debería buscarse en la falta de recursos informáticos a disposición de los centros y en el déficit de formación en el uso correcto de estas tecnologías por parte de los docentes. Para estos defensores de una pretendida «modernidad educativa», era necesario aprovechar al máximo la crisis para «velar por que todas las escuelas participen en un movimiento general de transformación pedagógica hacia una enseñanza a distancia de calidad» [1]. Parafraseando a Enrique IV, prometen que, Dios mediante, velarán por que no haya ni un hijo de obrero en nuestra escuela capitalista sin PC o tablet sobre su pupitre [2].

Clase inversa

El confinamiento también ha dado un estímulo a otra doctrina de moda: la de la «clase inversa» o «pedagogía inversa». ¿Otra? En realidad no, pues parece haberse desarrollado una simbiosis natural entre esta pedagogía y las estrategias de digitalización de la enseñanza.

El principio de la clase inversa se basa en la idea de que sería inútil perder el tiempo en clase transmitiendo saberes teóricos: esto podría hacerse fácilmente en casa, a través de un vídeo, un curso grabado al que acceder en línea, un curso programado, etc. Así, el tiempo de presencia en clase se utilizaría para preguntar, profundizar y movilizar los saberes que el estudiante habría estudiado previamente por su cuenta en su casa, probablemente frente a una pantalla de ordenador o de tablet. Véase la definición que el Servicio del Digital Educativo de la Federación Valonia-Bruselas:

La clase inversa o flipped learning consiste en invertir el concepto tradicional de la clase. La parte magistral del curso se imparte utilizando las TICE [3] (cápsulas de vídeo, lecturas personales, visitas virtuales, podcasts…). El descubrimiento y el aprendizaje de los saberes se hacen fuera del aula, al ritmo del alumno, mientras que el tiempo de clase se consagra a las actividades de aprendizaje activas, a los debates y a las discusiones. Puede decirse, por lo tanto, que la parte transmisora de la enseñanza se lleva a cabo a distancia, fuera de las paredes del aula, mientras que la parte “aprendizaje” basada en las actividades, interacciones e intercambios con el enseñante, los otros alumnos, se lleva a cabo presencialmente, en clase [4].

Estas pretensiones de la «pedagogía inversa» revelan un doble error —¿o una doble mentira?—. Por una parte, vehiculan una visión caricaturizada del «concepto tradicional de clase». Pero, por otra parte, pretendiendo distanciarse de este concepto tradicional, en realidad lo llevan paradójicamente a su forma más extrema.

Según el autor del texto anterior, el docente «tradicional» se limitaría, en clase, a recitar conocimientos teóricos frente a unos alumnos dedicados a escuchar y grabar pasivamente su mensaje. Sin duda, no es posible excluir que existan algunos maestros o profesores que actúen de semejante forma. Pero entre nuestros colegas —y entre los profesores que tuve el placer de sufrir hace más de medio siglo— la mayor parte no se ajusta a esta descripción despectiva. La «parte transmisora» de sus cursos, en realidad, no solo está hecha de… ¡transmisión! Incluso durante las sesiones de trabajo calificadas de «magistrales» o «ex cátedra”, introducen pausas en la «transmisión», preguntan a sus alumnos, los invitan a expresar sus dudas o su asombro, se aseguran de que hayan comprendido bien, suscitan su curiosidad a través de pequeñas digresiones reales o simuladas; alternan explicaciones con preguntas, pruebas, diálogos, pequeños problemas; fomentan intercambios con los alumnos y entre los alumnos, leen su perplejidad o su incomprensión en sus miradas.

En cambio, tanto en la clase inversa como en la escuela digital, es decir, cuando «la parte transmisora de la enseñanza se realiza a distancia», esta se reduce efectivamente a una escucha pasiva, por parte del estudiante, de un discurso pregrabado. La comunicación en sentido único, que algunos creen necesario denunciar en lo que ellos llaman «educación tradicional» se materializa, en realidad y de la manera más radical, en su propio proyecto. Bastaría, dicen, con “acotar bien los objetivos de la lección», tras lo cual no habría más que «elegir la forma de trabajo fuera del aula: videoclips, documentales, visitas virtuales a lugares o museos, audiolibros, podcasts, libros, artículos […] vídeos existentes o vídeos producidos por el enseñante” [5].

Teoría y práctica

En realidad, la pedagogía inversa, así como la pedagogía llamada de «enfoque por competencias”, comparten con la pedagogía «tradicional» —al menos en la acepción caricaturesca que ellos difunden— una misma visión reduccionista de la relación entre teoría y práctica. Según estas tres concepciones, el saber teórico sería una vulgar «información», y bastaría con oírla de boca de un profesor, leerla en la Wikipedia o descubrirla en C’est pas sorcier [6] para poder asimilarla. A continuación, no se habría más que utilizar este saber en ejercicios y problemas, que se hacen a domicilio en la visión llamada «tradicional» o en clase en la concepción «inversa». En el enfoque por competencias, se plantea primero el problema («definición del contexto»), antes de mandar a los alumnos a visionar un vídeo o buscar en la Wikipedia los elementos teóricos que les faltan para resolverlo. Tanto en un caso como en el otro, se afirma que la teoría solo toma sentido en la medida en que está al servicio de la práctica.

Ahora bien, ya sea en el plano pedagógico o en el epistemológico —es decir, en la producción y validación del saber—, la relación entre teoría y práctica es en realidad mucho más compleja. En el proceso de desarrollo de los conocimientos, la práctica está primero en el origen de conocimientos «empíricos», es decir, simplemente factuales: al andar, el senderista descubre un vado que le permite cruzar un río; al jugar, el niño descubre que el sonajero cae al suelo cuando lo suelta; al investigar o trabajar en barrios populares, Marx y Engels descubren las condiciones de vida de la clase obrera…

Pero a base de prácticas recurrentes y de acumulación de conocimientos empíricos, estos suscitarán interrogantes cuya respuesta depende de la teoría, es decir, de una representación abstracta que intente aportar una respuesta universal a preguntas específicas: ¿cómo encontrar más rápidamente un vado?; ¿qué ley general describe la caída de los cuerpos?; ¿por qué la clase obrera se empobreció en el siglo XIX, a pesar del formidable progreso técnico de la mecanización?

Las respuestas a tales preguntas son teorías. Son el producto de un proceso de construcción abstracta, que puede comportar etapas de generalización, de deducción, de conceptualización, de inducción… Por ejemplo, se puede formular la idea según la cual los vados se encontrarían allí donde los ríos se ensanchan; que los cuerpos caerán más rápido cuanto más pesan; que las máquinas, al aumentar la productividad del trabajo, deberían acabar por enriquecer a todos.

Pero la teoría se confronta entonces con la práctica, con la observación, generando choques, contradicciones que a veces requieren una revisión de las concepciones existentes: para encontrar un vado, es necesario que el río se ensanche, pero también que la corriente sea rápida, porque en caso contrario podría tratarse de un lago; en ausencia de fricción del aire, o cuando esta es insignificante, todos los cuerpos caen siguiendo el mismo movimiento uniformemente acelerado, independientemente de su masa; al remplazar el trabajo complejo por trabajo simple y repetitivo y al romper las antiguas relaciones sociales que ligaban al obrero cualificado con su patrón, la mecanización permitió a los capitalistas del siglo XIX aumentar la explotación de la clase obrera, provocando su empobrecimiento y no su enriquecimiento.

Así, la práctica no es solo la meta del conocimiento teórico. Es también la fuente de interrogantes a los cuales la teoría está llamada a responder. Origina, además, los saberes empíricos cuya acumulación acaba por engendrar saberes «teóricos», abstractos. Produce observaciones que ponen en cuestión totalmente o en parte las teorías existentes y nos obligan a revisar nuestras concepciones. Finalmente, la práctica es el criterio último y único de validez del conocimiento teórico.

Añadamos a todo esto que las teorías existentes pueden a su vez engendrar nuevas teorías. Los matemáticos hacen otras cosas desde hace siglos y siglos; la representación teórica de la acción de la fricción del aire junto con la del movimiento acelerado por la gravedad permite construir una teoría más correcta de la caída de los cuerpos; el análisis marxista de la explotación obrera en el siglo XIX, combinado con el estudio del impacto de las tecnologías de la información y de la comunicación en el trabajo en el siglo XXI, permiten aprehender mejor la naturaleza actual de esta explotación… y su efecto indirecto sobre las políticas educativas, como veremos más adelante.

Todo este proceso de construcción del saber es el que el buen enseñante va a esforzarse por reproducir con sus alumnos. Ello no implica necesariamente pedagogías llamadas «activas», y mucho menos que el enseñante se esfume y olvide su papel de maestro y de transmisor de saberes explícitos. En cambio, requiere que se asegure un vaivén incesante entre teoría y práctica, esa confrontación reiterada de las concepciones del alumno con la observación y/o con otras teorías. En pocas palabras, supone una interacción profesor-alumno que constituye el alma de la relación pedagógica. Y es justamente de esta relación, de esta interacción, de lo que la escuela digital pretende prescindir; y lo que la clase inversa pretende relegar al día siguiente, cuando dicha relación debe, precisamente, ser concomitante con la transmisión del saber: pues es la transmisión real y eficaz del saber.

Entendámonos. Existen vídeos educativos apasionantes. Existen cursos en línea admirablemente bien construidos. Y, ciertamente, no está contraindicado llevar poco a poco a los alumnos a ejercitarse en el uso autónomo de nuevas teorías. El peligro no está en el uso ocasional de herramientas digitales o de los principios de la clase inversa, sino en erigirlos en principio pedagógico, de sistema. Porque entonces ya no estamos en el aprendizaje de la autonomía, sino en el abandono de nuestra misión pedagógica o, al menos, de lo más arduo y preciado de ella: construir saber.

¿De dónde proviene la desigualdad social escolar?

Ciertas críticas a la escuela digital se focalizan en el hecho de que el acceso socialmente desigual a los ordenadores generaría desigualdad de oportunidades en el aprendizaje. Y, desde luego, no se equivocan. En las familias en que cada niño disponía de su ordenador personal, ha sido indudablemente más fácil seguir las instrucciones de aprendizaje a distancia durante el confinamiento que en las familias en las que padres e hijos debían compartir un solo equipo o, a fortiori, en aquellas que no disponían de conexión ni PC o tablet alguna.

Sin embargo, si solo se tratara de eso, bastaría con dotar a todos los niños con un ordenador ad hoc y una conexión a la red. Pero esto sería pasar por alto otros factores generadores de inequidad [7], más importantes que el acceso al hardware y cuyo efecto se ve exacerbado por la escuela digital o por la pedagogía inversa.

Para empezar, las condiciones materiales para un trabajo de estudio autónomo a domicilio son evidentemente muy desiguales. Algunos niños disponen de una habitación individual para trabajar con calma, otros tienen que instalarse en la mesa de un espacio común, compartida con hermanos, hermanas, padres.

Por otra parte, ciertos niños pueden recurrir con mayor facilidad o eficacia a un adulto para que les ayude con el estudio a domicilio. Cuando la institución escolar abandona su rol esencial, a saber, la transmisión activa de saberes mediante esa relación pedagógica de la que hablé anteriormente, entonces, más que nunca, solo salen adelante en la escuela quienes encuentran fuera de la escuela el marco individualizado, el apoyo, la atención, las respuestas a sus preguntas… que todo niño necesita para lograr salir adelante. Es un error garrafal esperar reducir las desigualdades reemplazando los deberes por el estudio individual de la teoría: la asistencia de un adulto competente es, como mínimo, igual de indispensable para guiar y acompañar al alumno en el dominio conceptual de nuevas nociones que para su puesta en práctica.

Finalmente, los niños no gozan de forma «natural» de una relación positiva con el saber escolar ni, por ende, con las exigencias de disciplina, de rigor y de esfuerzo que exige el trabajo a domicilio, así sea ante una pantalla de ordenador. Algunos han asimilado plenamente el hecho de que el éxito escolar es el camino «normal» en su entorno; la vía obligada para convertirse en ingeniero, médico, abogado, profesor… como papá o mamá. Pero entre los hijos del pueblo, que no albergan a menudo tales ambiciones profesionales, la relación con la escuela y los saberes debe construirse día a día, hora a hora, en un diálogo constante entre el profesor y los alumnos. A la eterna pregunta: «¿de qué me sirve aprender física e historia para trabajar en McDonald’s?», hay que responder multiplicando las alusiones a la actualidad, a la vida social, a los grandes problemas ambientales y sociales que les preocupan (o para que empiecen a preocuparse por ellos…). Se trata de aprovechar las oportunidades que se presentan, no antes o después de la «transmisión» del saber, sino precisamente a lo largo de este trabajo, en el momento en que emerge una cuestión interesante o en el momento en que uno observa que la atención se relaja.

Está de moda la reducción del tiempo en la escuela: jornadas de clases más cortas, periodos de 45 minutos en lugar de 50, horas de clase suprimidas en favor del «trabajo interdisciplinario», de la «coordinación pedagógica» o de formaciones de utilidad no siempre muy convincente. Esta moda puede verse aún más reforzada si las doctrinas de la «clase inversa» y de la escuela digital continúan su penetración. Sin duda, esto les viene bastante bien a los niños de clases altas y medias, que pueden así disfrutar de un ritmo de vida más confortable, mientras se benefician en casa de la ayuda, el seguimiento y el apoyo lúcido del que se les habrá privado en la escuela. Pero para los niños de las clases populares, una escolaridad ambiciosa y exitosa supone la elección contraria: ¡más escuela!, ¡más tiempo en la escuela! Y también una escuela abierta después de clase, durante el fin de semana y las vacaciones.

Al servicio de los mercados

Para comprender el éxito —a menos, mediático— de la escuela digital y de la clase inversa, no hay pues que buscar en el campo de la pedagogía. La verdad es que estas doctrinas llegan en el momento preciso para responder a las nuevas expectativas educativas del capitalismo.

Socavado por las sobrecapacidades de producción, el sistema económico mundial, jadeante, tiene dificultades para encontrar nuevas oportunidades de crecimiento. Esto genera, de entrada, un excedente de capital y, por consiguiente, una búsqueda de nuevos mercados en la cual la educación aparece como objetivo privilegiado. De ahí una primera explicación, muy elemental, del discurso sobre el «indispensable viraje digital» de la escuela anhelada por las empresas Gafam [8].

Por otra parte, la exacerbación de la competición económica y la tensión permanente que el contexto económico impone a las finanzas públicas se conjugan para crear un entorno en el que la escuela es conminada a reducir sus costes —o, al menos, a detener su crecimiento— y a concentrarse en sus «prioridades», a saber, sus misiones al servicio de la economía. Ahora bien, las expectativas educativas del mundo económico también han cambiado, especialmente bajo la presión de las mutaciones en el mundo laboral.

Desarrollemos este punto.

La inestabilidad económica junto con el ritmo acelerado de la innovación tecnológica reduce cada vez más el horizonte de previsibilidad de los mercados, de las relaciones técnicas de producción y, por lo tanto, de las necesidades de mano de obra y de capacitaciones. Por ello la adaptabilidad y la flexibilidad de los trabajadores son consideradas, ahora ya, más importantes que sus cualificaciones. Es necesario, dice el Consejo de Ministros europeos, «preparar a los ciudadanos para que sean aprendices motivados y autónomos […] capaces de interpretar las exigencias de un mercado laboral precario, en el que los empleos ya no duran toda una vida». Deben «hacerse cargo de su formación a fin de mantener sus competencias al día y de preservar su valor en el mercado laboral» [9].

Otra consecuencia: la ampliación, o sea, la polarización de los niveles de formación requeridos por el mercado de trabajo. Para los muchos empleos denominados «poco cualificados», cuyo volumen crece explosivamente en los sectores de servicios —venta en mostrador, recepción de clientes, trabajadores de fast food, operadores de call centers, repartidores, empaquetadores…—, el bagaje intelectual esperado se reduce a una exigencia de adaptabilidad y a algunas «competencias básicas»: comprensión lectora, comunicación elemental en una o dos lenguas extranjeras, algunas nociones de matemáticas, de ciencias y de tecnología, una buena dosis de fluidez para desenvolverse en el ámbito digital, así como algunas habilidades relacionales y sociales. La OCDE es clara: “No todos proseguirán una carrera en el dinámico sector de la ‘nueva economía’. De hecho, la mayoría no lo hará, de modo que los planes de estudios escolares no pueden concebirse como si todos debieran llegar lejos” [10].

Las «escuelas», concluye el servicio europeo Eurydice, se ven, pues, «obligadas a limitarse a dotar a los alumnos de las bases que les permitirán desarrollar sus conocimientos por sí mismos» [11].

Las facciones más poderosas del capital —las empresas tecnológicas punteras y las multinacionales del sector servicios— exigen que la escuela común se concentre en esta doble misión: flexibilidad y competencias básicas universales. Que lo haga bien pero que no intente ir más lejos. Hay que garantizar que cada cual alcance un nivel conveniente en las bases comunes a todos los empleos, que cada cual haya aprendido a apañárselas por sí mismo frente a informaciones o conocimientos nuevos. Pues a partir del momento en que son compartidas por todo el mundo, estas competencias ya no tienen que ser reconocidas como cualificaciones en el mercado de trabajo y pueden, pues, ser exigidas a los trabajadores pagados como «no cualificados». Por el contrario, es inútil, desde el punto de vista este capital, apuntar a una escolaridad común más ambiciosa. No son necesarias ni grandes teorías ni literatura clásica, no es necesario profundizar en la historia o las ciencias, no es necesaria una amplia formación politécnica o humanista: todo eso se enseñará escasamente, en función de las exigencias necesarias para los empleos que requieran un nivel más alto de cualificación.

Al promover la individualización de los aprendizajes y al atribuir más tiempo e importancia a la capacidad de usar los saberes (competencias) que a su dominio conceptual (teoría), la terna escuela digital, pedagogía inversa y enfoque por competencias responde perfectamente a estas exigencias de reducción de costes, de flexibilidad y de reorientación hacia las necesidades de la economía.

Contradicciones

Hoy, esta visión de la enseñanza es promovida por grandes instancias internacionales, como la OCDE, el Banco Mundial o la Comisión Europea, pero también por consultoras poderosas como el grupo McKinsey. Frecuentemente se justifica en nombre de una pretendida «modernidad» y de un simulacro de «equidad». Sus promotores se declaran generalmente favorables a la organización de un tronco común de enseñanza hasta los 15 o 16 años, centrado en las competencias básicas y el aprendizaje autónomo. Ello permite conciliar la consecución de sus objetivos educativos mínimos, requeridos para todos los ciudadanos, trabajadores y consumidores, con la voluntad de limitar su coste. Los años de estudio siguientes se dedicarán a itinerarios diferenciados y claramente jerarquizados. Esta concepción ya está ampliamente implementada en la mayoría de los países más avanzados. En la Bélgica francófona, se corresponde bastante bien con los propósitos del Pacte d’excellence.

Sin embargo, esta visión tropieza con contradicciones internas, incluso en el seno de las clases sociales dominantes.

Una parte de la patronal nutre, en realidad, expectativas algo diferentes en materia de formación inicial de la mano de obra. Los empresarios de sectores más tradicionales, como el de la construcción o el de las construcciones metálicas, se quejan desde hace tiempo de que no encuentran suficientes trabajadores cualificados: albañiles, electricistas, soldadores… Frecuentemente, sus recriminaciones reflejan menos una escasez real que un hándicap competitivo en relación a los sectores que pueden contentarse con reclutar trabajadores «no cualificados» (es decir, flexibles y con «multicompetencias básicas»). Pero la contradicción entre estas expectativas minoritarias y el discurso dominante es muy real; unos abogan por una orientación rápida de los alumnos más «motivados» hacia sectores técnicos o profesionales, los otros preconizan un tronco común más largo para garantizar el acceso universal a las competencias básicas.

Otra contradicción, más sutil todavía, opone los intereses colectivos de la burguesía a las expectativas particulares de las familias burguesas. En tanto que poseedoras de carteras de acciones, estas están objetivamente interesadas en respaldar la política educativa dominante, descrita anteriormente: un tronco común minimalista, con miras a la adquisición por todos de las competencias básicas y de una buena adaptabilidad, preferiblemente al menor coste, y por tanto sin repeticiones, recurriendo a lo digital, reduciendo el volumen de horas de clase, etc. Pero en tanto que familias, en tanto que padres de hijos que serán mañana competidores en el mercado laboral, intentan también privilegiar a su propia descendencia y, por lo tanto, respaldan sistemas educativos que favorecen la segregación social (y académica) en beneficio de las élites, en particular mediante una ramificación precoz y un libre mercado escolar.

Esta oposición se traduce en políticas que parecen a veces poco coherentes por parte de los partidos políticos. Se observa que, grosso modo, las formaciones socialdemócratas defienden más bien las posiciones colectivas del gran capital, mientras que los partidos tradicionales de derechas, que cuentan con más electores entre las familias burguesas y los pequeños empresarios, más bien le tienen apego a la selección y a la «libertad» de enseñanza. Igualmente se puede observar una alianza objetiva entre el capital y ciertas capas de la pequeña burguesía intelectual de izquierdas —base importante de reclutamiento de los partidos socialdemócratas—, que tienden a veces a asimilar las exigencias de «rigor», de «disciplina» o de «esfuerzo» en la educación a formas de opresión o a factores generadores de desigualdades. La verdadera naturaleza de clase de tales posturas radica, evidentemente, en que los propios hijos de las familias de intelectuales pequeñoburguesas necesitan menos que el resto a la escuela para instruirse y desarrollarse. Para ellos, la escuela inversa, la escuela digital, todo eso bien podría funcionar. Y, desgraciadamente, resulta que los enseñantes y los pedagogos también forman parte de esa clase social y, de este modo, padecen a menudo de la misma ceguera…

¿Y el pueblo, a todo esto?

Para los hijos del pueblo y sus padres, el problema se plantea de manera completamente diferente. Ciertamente, desde un punto de vista individual, lo que esperan de la escuela es que les asegure el acceso al empleo, que les aporte una formación que optimice su competitividad en el mercado de trabajo. Así, se podría ver en ello cierta convergencia con las expectativas del capital.

Sin embargo, los intereses objetivos y colectivos de las clases populares son diametralmente opuestos. La crisis COVID ha mostrado hasta qué punto las relaciones de producción actuales, de las que dichas clases son las primeras víctimas, son superadas por la amplitud de los desafíos sanitarios, ambientales, culturales, económicos y sociales de las sociedades modernas. Mal utilizado, sin planificación, pues se encuentra enmarcado en el capitalismo, el progreso técnico genera más problemas de los que puede resolver. Como miembros de una clase social explotada, que nada tiene que ganar con la salvaguardia del capitalismo, los hijos del pueblo deberían ser los portadores de los intereses a medio y largo plazo de una humanidad que debe deshacerse urgentemente de relaciones económicas y sociales colectivamente suicidas.

Conducir las clases populares a hacer pasar esta tarea histórica, estos intereses colectivos, por delante de sus intereses particulares, cortoplacistas, en la competición por el empleo, requiere un enorme trabajo de educación. Y además, sobre todo, en el combate por cambiar el mundo, el conocimiento es un arma cada vez más importante. Comprender la economía, comprender la historia, comprender las ciencias y las técnicas, dominar múltiples formas de expresión y lenguajes, de la forma escrita literaria a las matemáticas, del discurso oral a la expresión corporal… Eso es lo que necesitan hoy las clases explotadas, objetivamente, para comprender el mundo y para cambiarlo. Porque nadie más lo hará por ellas.

Ahora bien, resulta que los hijos del pueblo no disponen hoy más que de un único medio y un único lugar para aprender todo esto: la relación privilegiada y viva con un enseñante debidamente formado, en el seno de esa instancia pública, dispensadora de instrucción, formación y educación, que llamamos “escuela”.

Notas

[1] Jean Hhindriks y John Rizzo, miembros del Institut Itinera, La Libre Belgique, 20 de marzo de 2020.

[2] Se atribuye a Enrique IV esta promesa: “Si Dios me da vida, haré que a ningún labrador de mi reino le falte los medios para poner una gallina en su cocido los domingos”.

[3] Acrónimo de Tecnologías de la Información y la Comunicación para la Educación.

[4] Hedwige D’Hoine, dossier TICE, “La classe inversée : historique, principe et possibilités”, enseignement.be, 2017.

[5] Ibíd.

[6] “No es brujería”. Se trata de un conocido programa de divulgación científica para niños de la televisión francesa. (N de la t.)

[7] Aquí me limito a evocar la dimensión pedagógica de las desigualdades sociales. Estos factores son los que producen desigualdad durante los aprendizajes. Además, los factores estructurales —orientación, mercado escolar— vienen a multiplicar estas desigualdades mediante segregaciones sociales y académicas que hemos descrito ampliamente en otros lugares.

[8] Acrónimo de los gigantes de internet: Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft.

[9] Consejo Europeo (2012b), “Conclusiones del Consejo del 26 de noviembre de 2012 sobre la educación y la formación en el contexto de la estrategia Europa 2020. La contribución a la educación y la formación a la recuperación económica, al crecimiento y al empleo”.

[10] OCDE (2001), L’école de demain. Quel avenir pour nos écoles?

[11] Unidad Eurydice de la Comisión Europea (1997).

Nico Hirtt es un profesor y sindicalista belga, fundador del movimiento Appel pour une École Démocratique. Su última publicación es el libro El menosprecio del conocimiento, con R. Cañadell y A. Corominas, Icaria, 2020. Traducción de Vera Sacristán.

Fuente: https://rebelion.org/escuela-digital-y-clase-inversa-dos-virus-troyanos-del-liberalismo-escolar/

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Dos químicas ganaron el Nobel: debates sobre las mujeres en las ciencias

El comité Nobel decidió otorgar el premio a las creadoras de la herramienta para leer las tijeras genéticas CRISPR-Cas9. Son la sexta y séptima ganadoras de un Nobel de Química. Nuevamente entra en escena el debate de las desigualdades, la brecha salarial y los límites de las mujeres en el sistema científico.

Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna, basándose en la investigación del español Francisco Martínez Mojica sobre las bacterias de las salinas de Santa Pola, publicaron su herramienta en el año 2012 en la revista Science. La francesa Charpentier es actualmente directora de la Unidad Max Planck de Ciencia de los Patógenos en Berlín. La estadounidense Doudna es profesora en Berkeley e investigadora en el Howard Hughes Medical Institute. Charpentier realizó estudios sobre la bacteria Streptococcus pyogenes en la que halló una molécula que se desconocía llamada ARNtracr, parte del antiguo sistema inmunológico de las bacterias.

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A través de las tijeras genéticas y de la técnica CRISPR-Cas9, el trabajo que ambas llevan adelante se trata de un método para la edición del genoma. De esta manera las y los investigadores pueden modificar el ADN de animales, plantas y microorganismos con mucha precisión. Esta tecnología ha tenido un impacto revolucionario y controversial en las ciencias de la vida, trayendo nuevas promesas prometeicas de curar enfermedades hereditarias (genéticas) en un futuro cercano. En ese sentido se desarrolló en el libro Genes, células y cerebros una crítica al determinismo genético, las concepciones reduccionistas en relación al ADN y la perspectiva epigenética.

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Las tijeras genéticas y la dualidad de poder modificar el código de la vida

Dentro de cada célula del cuerpo humano se encuentra material genético conocido como ADN, que contiene las instrucciones genéticas para el desarrollo y el funcionamiento de todos los organismos vivos y algunos virus. El ADN transmite los rasgos hereditarios a futuras generaciones, un componente esencial para la vida. Una célula tiene información para formar tejidos, otra para manejar la energía del cuerpo, construir defensas, y sobre todo mantener las funciones vitales. El ADN puede ser alterado por un sinfín de razones, como enfermedades, radiación, lesiones o sustancias químicas. Los cambios en el material genético es lo que conocemos como mutaciones, una alteración en la información genética de un ser vivo en su secuencia de ADN.

Una secuencia del ADN en términos sencillos se puede explicar como dos cadenas entrelazadas entre sí compartiendo información y combinaciones esenciales. Una alteración en esta secuencia puede generar desde simples cambios estéticos a enfermedades genéticas, que son muy difíciles de tratar y eliminar porque están situadas en el código genético de cada célula. Una manera de curar estas enfermedades es modificando la secuencia, aunque los primeros intentos de modificar genes humanos no tuvieron los resultados esperados.

Aunque suene a ciencia ficción, el método CRISPR (Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Interespaciadas) es entonces un “Editor” de ese material genético dentro de las células. Cuando una bacteria sobrevive el ataque de un virus inmediatamente incorpora un pedazo de ADN del virus que la atacó para agregarlo a su genoma de forma aislada. Cuando esa información se replica la bacteria genera inmunidad contra ese virus y esta información se hereda a futuras generaciones. De esta colección de ADN se genera ARN, que es “guardado” en una proteína llamada Cas9, que se encarga de buscar, identificar y desactivar el virus en caso de que vuelva a atacar.

Las ciencias duras, ese terreno donde el “techo de cristal” sigue lejos de romperse

“1. Tomen papel y lápiz.
2. Escriban todos los nombres de
científicas que se les ocurran.
3. Ahora borren el de Marie Curie”
Valeria Edelsztein

Las mujeres ingresan a las universidades desde fines del siglo XIX a principios del XX pero recién desde la mitad del siglo XX se registra un salto en la presencia de mujeres en las academias de ciencias y, en la Argentina, recién desde los años noventa.

El premio Nobel es entregado por la Real Academia Sueca de Ciencias, el Instituto Karolinska y el Comité Noruego del Nobel. Desde que se empezaron a entregar en el año 1901 a la edición de 2019, el premio ha sido otorgado a 866 hombres, 53 mujeres. Pero dentro de las ciencias son menos, apenas 15. Ahora Charpentier y Doudna se suman a la lista.

Por categorías, el Nobel de la Paz es en el que hasta la fecha más se han destacado las mujeres: un 15,9% de los galardonados son mujeres, seguido del de Literatura, con 12,9%. En Física solo hay 1,9% de mujeres, 3,8% en el de Química, en Medicina son 5,4% y en Economía un 2,4%. Esta edición es la segunda solamente, desde 2009, en la que tres mujeres obtienen los Nobel científicos: Medicina, Física y Química. Y en cuanto a los comités de los Nobel, las mujeres representan solo una cuarta parte de los miembros.

Si bien se habla de un mayor acceso de las mujeres a la ciencia, es materia de debate hace unos años la desigualdad que atraviesan dentro del ámbito científico. La paridad parece estar lejos cuando todavía los números evidencian el problema del acceso de las mujeres, particularmente a las ciencias duras.

Fuentes: a)Nobel, b)Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, c) CONICET.

La doctora en Química, Valeria Edelsztein en su libro “Científicas: cocinan, limpian y ganan el Premio Nobel (y nadie se entera)” sostiene que el porcentaje de mujeres galardonadas en los premios Nobel en ciencias fue del 5% hasta el año 2012. Actualmente la escasa cosecha entre 931 laureados, es del 6,1% según una base de datos de la AFP.

Los cálculos de la ONU arrojan que menos del 30% de los investigadores científicos en todo el mundo son mujeres. La brecha es pronunciada en la carrera investigadora, donde el ‘techo de cristal’ parece no romperse nunca. Hay muchos estudios y estadísticas que dan cuenta de que no hay igualdad en el acceso y la permanencia en puestos relevantes y en la remuneración económica entre varones y mujeres. Las trayectorias y reconocimientos de las mujeres en ámbitos científicos y tecnológicos continúan muy por detrás de las peleas que desde hace años viene llevando el movimiento de mujeres en las calles y dentro del mundo de la ciencia.

Si bien se ha dado mucho más aire a hacer públicos los “números de la desigualdad” lejos estamos de alcanzar esa igualdad ante la vida y la posibilidad de desarrollarnos en el ámbito científico. Hay trabajos que muestran que las mujeres autoras de artículos científicos ocupan las posiciones intermedias (menos importantes), además que la tasa de producción es menor en las mujeres que tienen hijos que las que no.

En 2019, más de 250 investigadores firmaron una carta publicada en Science en la que instaban a «científicos e instituciones de toda Latinoamérica a ser conscientes del daño que el machismo y su negación inflige a las mujeres y a la misión de la ciencia en general».

Actualmente en Argentina hay una mayoría de mujeres en la carrera de investigador del CONICET, las mismas se encuentran en las categorías más bajas. Los hombres siguen siendo mayoría en las categorías Superior y Principal. La editorial Elsevier indicó que hay 104 autoras de trabajos científicos por cada 100 hombres. Sin embargo, la precarización laboral y la brecha salarial están presentes y hay casos en los que los varones cobran hasta el doble que las mujeres.

La brecha salarial en el campo científico impacta en la realidad de las investigadoras en Argentina, donde en medio de una crisis, organismos de renombre como el CONICET, vienen de sufrir recortes bajo el anterior gobierno, ingresos al organismo restringidos, ajustes presupuestarios (50% del presupuesto anterior) y becarias y becarios trabajando en condiciones de precarización laboral al día de hoy.

La feminización de algunas ramas de la ciencia puede tener relación con los bajos salarios del sector. En nuestro país los salarios de las y los investigadores son los más bajos de los últimos 15 años y las becas están por debajo de los $46.000. Según los propios datos del CONICET, en julio último los salarios de los investigadores eran un 40% menos en términos reales que los de fines de 2015. Y actualmente el salario es similar al que cobraron en el peor momento de la crisis de 2002.

Lo que llaman “brecha salarial” es la precarización intrínseca al patriarcado y el capitalismo

Hablar de brecha salarial es parte importante de lo que ocurre en la desigual y jerárquica relación entre varones y mujeres en ciencia. Es un ayuda memoria para dar por tierra aquellas ilusiones de que la conquista en materia de derechos en las democracias capitalistas es la conquista de una igualdad ante la vida. La feminización de la pobreza en momentos de crisis es una realidad que golpea de lleno todas esas ilusiones de que con algunas concesiones podremos alcanzar la igualdad en un sistema irracional, que se basa en la apropiación de la riqueza y la explotación de una clase social que produce esa riqueza.

El término no es nuevo, pero viene al caso recordar qué significa. Se toman los índices de la desigualdad salarial entre varones y mujeres, teniendo en cuenta el nivel educativo, las calificaciones, la experiencia laboral, la categoría ocupacional y las horas trabajadas. La desigualdad salarial en función del género ocurre en todo el mundo y no tiene una explicación legal de por qué en iguales condiciones de trabajo (estudios, categorías, etc.) simplemente las mujeres ganamos menos. Puede sonar redundante pero lo objetivo es que no hay una explicación que no sea la discriminación hacia las mujeres en una sociedad capitalista y patriarcal.

La economista Mercedes D´Alessandro señala en su libro Economía Feminista Cómo construir una sociedad igualitaria (sin perder el glamour) que para todos los estudios y en diferentes mediciones las mujeres ganan menos que los varones, las que tienen hijos ganan menos que las que no; las mujeres negras, indígenas y campesinas ganan menos que las blancas. El Informe Mundial sobre Salarios 2018/2019 publicado por la Organización Internacional de Trabajo indica que las estimaciones mundiales de la brecha salarial oscilan entre el 16% y el 22 %, dependiendo de la medida utilizada.

Es dialéctica: ciencia para el marxismo, marxismo para la ciencia

El capitalismo no sólo incorporó a las mujeres como fuerza de trabajo en las fábricas, talleres y empresas, sino que en el ámbito de la ciencia también profundizó esas relaciones desiguales entre la apropiación del conocimiento y el acceso al desarrollo del pensamiento científico entre hombres y mujeres.

La ciencia no puede ser abordada ajena a sus circunstancias sociales e históricas ni como una mera construcción social. Su comprensión y formas de uso para los marxistas son muy simples en un punto: el capitalismo y sus prioridades no pueden ir de la mano del desarrollo del pensamiento científico liberado de su forma alienada, sometida al capital y sus intereses. No puede haber una ciencia liberada puesta al servicio del avance científico en todas sus ramas en los marcos del sistema. Muy por el contrario la mercantilización de la ciencia lleva a que estos desarrollos terminen puestos al servicio de un puñado de laboratorios y no de las grandes mayorías. Como los test desarrollados en nuestro país, en manos de privados en lugar de un plan de testeos masivos llevado adelante por un sistema de salud centralizado bajo órbita estatal de la mano de becarios, técnicos y profesionales de las universidades públicas. Resulta difícil pensar en mayores avances productivos y un desarrollo científico, técnico y cultural al servicio de las grandes mayorías populares, la clase trabajadora y los pobres urbanos.

Un trabajo publicado por la investigadora Julia Ategiano muestra que existe una brecha de productividad de género dada por una producción científica mayor atribuida a los hombres. Sin embargo, las tasas de éxito son similares cuando el trabajo de los investigadores se evalúa directamente (artículos) y sólo es mayor para los hombres cuando implican el reconocimiento de los compañeros. En todo el mundo la subrepresentación histórica de las mujeres en ciencia es la misma, los factores socio-culturales que sustentan el sesgo de género pueden modular diferencias en la productividad y perpetuar la desigualdad. Las mismas no disminuyen con el tiempo incluso en campos en donde se ha alcanzado la igualdad numérica.

Si las diferencias en la productividad están vinculadas al tiempo que las y los investigadores pueden dedicar a hacer ciencia y al reconocimiento de los pares en un paisaje dominado por los hombres, y si el impacto de la ciencia tiene un componente importante de autorreconocimiento, entonces el sesgo sociocultural de género contra las mujeres e identidades disidentes aún puede ser un factor fuerte que promueva tal desigualdad. Parafraseando a Hilary Rose “la tarea de las mujeres nunca termina”.

Fuente: http://www.laizquierdadiario.com/Dos-quimicas-ganaron-el-Nobel-debates-sobre-las-mujeres-en-las-ciencias

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Universidad: digitalizar o retroceder

Considerada tradicionalmente como una modalidad menor, la enseñanza en línea ya había alcanzado carta de naturaleza y marchamo de calidad antes de la pandemia. Sus cifras, sin embargo, eran (son) todavía pequeñas: de los 251 millones de estudiantes universitarios solo un 2% recibe formación exclusivamente on line (poco más de 5 millones). En España los datos son algo mejores, pero igualmente bajos frente a la enseñanza presencial con el 85% de los alumnos de grado y el 76% de los de máster.

Y de repente, como un cisne negro, tan inesperado como demoledor, aparece la COVID-19, que está actuando como catalizador de un cambio educativo esencial. Ante la dificultad de mantener las clases presenciales, las universidades han vuelto sus ojos a la enseñanza en línea y la semipresencial que han adquirido carta de ciudadanía y van a experimentar un aumento exponencial de la demanda.

La cantidad de alumnos de educación terciaria pasará de 100 millones en el año 2000 a 377 en 2030 y 594 en 2040. El continente asiatico, América Latina o el África subsahariana experimentarán aumentos espectaculares de una formación que no podrá ser atendida por los proveedores tradicionales de enseñanza. Es posible que dentro de 20 años tengamos más de 100 millones de estudiantes en línea y una cifra superior cursando enseñanzas híbridas.

Y algo parecido va a pasar en España en un contexto de crecimiento general del alumnado hasta 2030-35 debido al desembarco de las generaciones nacidas en la etapa de recuperación de la natalidad (1998-2008).

El imparable proceso de digitalización

Según una proyección reciente, las universidades no presenciales van a ganar alrededor de 50.000 alumnos que probablemente serán más si el número de estas instituciones aumenta. A este factor se sumará el imparable proceso de digitalización.

Toda la cadena de valor de la actividad educativa necesita ser digitalizada. Las instituciones que lo consigan sobrevivirán; las que no lo hagan estarán condenadas a la irrelevancia.

El aumento de la demanda, la revolución tecnológica y también la posibilidad de atender aspiraciones que no cubre la formación presencial: las de aquellas personas que por razones de tiempo, localización geográfica, motivos laborales o compromisos familiares no pueden acudir cada día a las aulas.

Competencias de amplio espectro

Todas las enseñanzas son susceptibles de una formación en línea: grados, máster, programas cortos y formación continua. Ciertamente algunas materias y formaciones concretas se prestan más que otras a la formación virtual, pero todas, en su totalidad o en parte, se pueden beneficiar de esta forma de trasmitir conocimientos, competencias y destrezas.

Ya hay programas para casi todo. Muchas de las empresas listadas en Hiring 20.com ofrecen prácticas virtuales. Prestigiosos aprenticeships o bootcamps tienen versiones on line. Para realizar exámenes no presenciales hay tecnologías de reconocimiento facial como la Proctor U. Y podrían multiplicarse los ejemplos.

Es preciso reconocer que algunos títulos, particularmente de ciencias de la salud, demandan para ciertas formaciones una mayor presencialidad. Para ellas (y para otras) existen las modalidades híbridas o semipresenciales por las que van a discurrir muchos de los caminos formativos del futuro.

Como reza el lema obaniano (“Yes. We can”), la formación on line puede con todo y con la misma calidad y eficacia que el formato presencial. La vieja acusación de ser un instrumento educativo menor, de alcance limitado y resultados insatisfactorios, ya no se sostiene. Así lo prueban los resultados y así lo reconoce el mercado.

Retos del paso de lo presencial a lo virtual

El paso de lo presencial a lo virtual plantea algunos desafíos importantes. Cito tres:

  • Evitar desigualdades entre los estudiantes por las dificultades que algunos puedan tener en el acceso (por recursos o conectividad) a la formación digital. Así lo recordaba un comunicado del comité de los objetivos para el desarrollo sostenible 2030 en el que se hace un llamamiento a todos los gobiernos “para no dejar a ningún alumno atrás”.
  • Dificultades para afrontar las fuertes inversiones que exige la digitalización y el acceso a recursos esenciales como, por ejemplo, la Inteligencia Artificial. La transformación requerida exigirá más financiación pública, alianzas entre instituciones para abaratar los costes de adquisición o el recurso a proveedores externos.
  • Formación adecuada de los profesores para desarrollar con eficacia las nuevas modalidades de enseñanza virtual. Es un proceso que no solo exige el aprendizaje de nuevas tecnologías y el uso de recursos pedagógicos, sino un verdadero cambio de mentalidad que no todos están en condiciones de asumir, sobre todo aquellos que “no hacen pie” en modalidades de enseñanza que nunca han tenido que utilizar.

La transición digital, un mandato de la UE

No es discutible la importancia que tiene la enseñanza presencial. Las universidades españolas, particularmente las públicas, siguen apostando decididamente por esta modalidad de enseñanza, aunque ya ofrecen algunos títulos virtuales. No obstante, solo las nativas digitales alcanzan el nivel de digitalización que exigen los tiempos.

La COVID-19 ha planteado un problema de adaptación, pero también ha generado una posible solución para resolverlo. Me refiero a la oportunidad que ofrecen los fondos europeos de reconstrucción que han centrado el tiro en tres tipos de sectores: el pacto verde, la reindustrialización y precisamente la transición digital.

Existe una ocasión única para que, con cargo a esos fondos, se lleve a cabo una transformación digital integral en las universidades españolas para modernizar sus estructuras y funcionamiento y para convertirlas en referente internacional de la integración de tecnologías emergentes y en ejemplo de buenas prácticas para otros sistemas educativos, especialmente de América latina.

Esa transformación podría incluir cuatro grandes actuaciones: una digitalización de la infraestructura administrativa; una digitalización de la docencia (profesores y alumnos); el desarrollo de entornos de investigación digitalizados; y la digitalización de la transferencia del conocimiento.

El impulso inicial debe corresponder al Ministerio de Universidades. Los beneficiados prioritarios serán las universidades públicas presenciales. Y como elementos coadyuvantes estarían las universidades nativas digitales que podrían jugar un papel esencial en la formación de los recursos humanos de las no digitales. Algunas ya lo vienen haciendo así. Es el caso de UNIR, que está llevando a cabo múltiples acciones formativas en España y Latinoamérica.

Y es que estamos convencidos, como he escuchado a diferentes líderes políticos y académicos, que no vivimos en una era de cambios, sino en un cambio de era definido por la digitalización de todo lo que nos rodea.

Fuente: https://theconversation.com/universidad-digitalizar-o-retroceder-147579

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Qué es la Medicina Traslacional y por qué es clave para innovar en salud

Al escuchar la palabra “traslación”, todos pensamos inmediatamente en el movimiento de la Tierra alrededor del Sol que estudiábamos en los libros de texto escolares. Si consultamos el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, la define como la “acción y efecto de trasladar de lugar a alguien o algo”. Pero cuando se utiliza aplicada a la Medicina, ¿qué significa exactamente?

La Medicina Traslacional nace para resolver los problemas que surgen en la clínica para el diagnóstico, pronóstico, tratamiento y prevención de enfermedades humanas. La investigación básica biomédica realizada en centros de investigación, genera conocimiento dirigido al desarrollo de nuevas herramientas farmacológicas, biológicas, quirúrgicas o de otros tipos. Busca nuevas respuestas a nuevos (o viejos) problemas para “trasladarlas” a la práctica clínica.

La unión hace la fuerza

La necesidad de aunar esfuerzos en la lucha contra las enfermedades es un hecho indiscutible. Un ejemplo claro es la actual pandemia. Frente a este y otros problemas de salud, resulta clave que la investigación básica aporte conocimientos que respondan a las necesidades de la práctica clínica.

La Medicina Traslacional tiene como objetivo potenciar la interacción entre disciplinas. Áreas como bioestadística, bioética, bioinformática, biología celular y molecular, epidemiología, farmacología, genómica, proteómica o nanotecnología entre otros, se unen a la clínica en un entramado con un objetivo común: compartir necesidades y soluciones para avanzar en salud.

Todo comienza cuando en un paciente se presenta un problema clínico no resuelto: síntomas sin explicación, malformaciones de origen desconocido, carencia de tratamientos, reacciones adversas… En estos casos, investigar en el laboratorio con células, tejidos, modelos animales, técnicas moleculares o de imagen ayuda a dilucidar lo que está ocurriendo y qué causa la enfermedad. Ese conocimiento permite identificar los mecanismos responsables de una patología y descubrir “dianas” sobre las que intervenir. En base a ello, se diseñan nuevos fármacos y se aplican nuevas técnicas para tratar, prevenir y curar enfermedades.

Los descubrimientos e inventos obtenidos en el laboratorio deben ser validados para ser utilizados en la población. Y en ello participa la industria, tercera “pata” junto a la ciencia básica biomédica y la clínica. Al final, todo debe acabar traduciéndose en una solución práctica al problema. Es el caso de los ensayos clínicos, por ejemplo.

El intercambio no acaba ahí. La clínica debe devolver información a la investigación básica acerca de la eficacia de los nuevos tratamientos. Y plantearle a su vez nuevas preguntas, que supondrán nuevos retos a resolver en los centros de investigación con una mirada creativa e innovadora. Esta interacción bidireccional es, sin duda, la base de los avances biomédicos.

Para llevar a cabo su cometido, la Medicina Traslacional apuesta por agrupar equipos de investigación y equipos clínicos, aunando trabajo y recursos. Con este objetivo, en España se crearon estructuras vinculadas a grandes hospitales y universidades, que reciben financiación estatal. Es esencial la formación de profesionales con esta visión multidisciplinar, principalmente a través de los Títulos de Máster y Programas de Doctorado de las Universidades.

Qué tenemos gracias a la Medicina Traslacional y qué esperamos tener

Aunque todos los campos de la salud pueden avanzar gracias a la Medicina Traslacional, uno de los grandes hitos ha sido sin duda el Proyecto Genoma Humano. Entre otras cosas, porque ha transformado la manera en que abordamos la salud (y su ausencia). Conociéndolo hemos avanzado en el diagnóstico de enfermedades genéticas, pero no solo eso. Cada vez sabemos más sobre cómo se asocian ciertos perfiles genéticos al riesgo de padecer enfermedades como la diabetes o la obesidad.

La aplicación de ese conocimiento llega también a otros campos como la farmacogenética, cuya finalidad es predecir la eficacia o los posibles daños derivados de determinados tratamientos según las características genéticas de cada individuo. No hubiera sido posible este avance sin la invención de una técnica creativa, la PCR, cuyo valor fue reconocido a su creador Kary Mullis con el premio Nobel de Química en 1993. El potencial de la técnica ha sobrepasado el genoma humano, y actualmente las PCR son una herramienta de indudable valor en el diagnóstico de la COVID-19.

Otro ejemplo claro de conocimiento trasladado de los laboratorios a la clínica son las pruebas diagnósticas con anticuerpos. Su valor es indudable, y se debe a su selectividad en el reconocimiento de moléculas. Son la base, por ejemplo, de los test de embarazo embarazo (detecta la hormona hCG), de los test de consumo de drogas de abuso o de los muy actuales test rápidos de antígeno, que detectan proteínas virales del SARS-Cov-2. Por su parte, los propios test serológicos que detectan anticuerpos en individuos que han estado en contacto con el virus, se han diseñado con igual propósito diagnóstico.

Recientemente, los anticuerpos se han incorporado como fármacos de enorme valor. Un ejemplo claro es su utilización en cáncer de mama. Como resultado de la investigación básica, se identificó la sobreexpresión de la proteína HER-2 en algunas células tumorales. Eso permitió que pacientes con cáncer de mama positivo para HER-2 pudieran ser considerados candidatos al tratamiento con anticuerpos que actúan sobre esta proteína, disminuyendo el crecimiento de los tumores. Este avance ha supuesto un cambio radical en el pronóstico, curación y supervivencia de las pacientes y la base de nuevas terapias.

No acaban aquí los ejemplos. La inmunoterapia ha mejorado la vida de algunos pacientes con artritis reumatoide o enfermedades dermatológicas que no respondían a otros tratamientos. Hace unos días, un grupo de investigadores anunciaban, fruto de su trabajo básico, la identificación de una parte pequeña (pero muy específica) de anticuerpos frente a una proteína del virus SARS-Cov-2 que lo neutralizan impidiendo su entrada en las células. Podríamos estar ante una prometedora estrategia para la generación de un fármaco de aplicación clínica.

La investigación básica ha sido también fundamental en el desarrollo de tratamientos que disminuyen el colesterol-LDL plasmático y la mortalidad asociada a éste. A lo que se suma que los conocimientos adquiridos en biología neuronal hacen prever que, en unos años, podrían diseñarse nuevos tratamientos para enfermedades psiquiátricas y neurodegenerativas.

Son muchos los progresos de la Medicina Traslacional que aún quedan por nombrar. Sin ir más lejos, las técnicas de imagen biomédica que permiten un diagnóstico poco invasivo para el paciente, y cuya aplicación en quirófano ha supuesto un avance en cirugía, siendo aún un área en activo desarrollo. Cabe destacar también la nanomedicina, cuyo potencial en la administración dirigida de fármacos de una forma más segura y eficaz es enorme; la medicina regenerativa; o las técnicas de terapia génica y celular para curar, en un futuro, algunas leucemias o enfermedades como la fibrosis quística.

No podemos olvidar el impacto de la medicina traslacional sobre las enfermedades infecciosas. La búsqueda de nuevos antibióticos es un reto mundial en el estudio y desarrollo de nuevos fármacos que actúen en estas situaciones. Y de vacunas, destacando en el momento actual aquellas dirigidas a prevenir la COVID-19 en las que la investigación básica está realizando un intenso esfuerzo utilizando diferentes aproximaciones.

Parece indiscutible que las palabras Medicina Traslacional representan una vocación de progreso en la salud de enorme envergadura que ya está dando resultados. Los descubrimientos biomédicos serán el motor de su avance a nivel global.

María Dolores Gutierrez López. Profesora del Departamento de Farmacología y Toxicología y Coordinadora del Máster en Investigación en Medicina Traslacional, Universidad Complutense de Madrid

Fuente: https://theconversation.com/que-es-la-medicina-traslacional-y-por-que-es-clave-para-innovar-en-salud-145739

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Signos vitales

Mientras tengamos las cabezas humanas convertidas en millones de campos de batalla, necesitamos un cuerpo científico, de nuevo género, para intervenir críticamente en la producción de los signos y solucionar, de raíz, muchos problemas semióticos impuestos a nuestros pueblos. Eso implica una tarea dialéctica que mientras desactiva la maquinaria sígnica hegemónica, contribuya a gestar un “nuevo orden mundial” en la producción de sentido. Necesitamos un instrumental científico capaz de impulsarse con la vanguardia del pensamiento descolonizado y descolonizador; que tenga el “don” de la ubicuidad y de la velocidad; que interpele todo y se interpele, a sí mismo, en la praxis que moviliza la nueva producción social del conocimiento. Ciencia contra la dictadura del mercado y contra los vicios más odiosos en los campos de la investigación. Ciencia del movimiento general de los procesos de significación y sus metabolismos. Ciencia semiótica emancipadora al servicio de las luchas sociales. Estamos bajo peligro si permanecemos como un archipiélago inmenso de semiósferas inconexas. Basta de ilusionismo.

“Semiótica” aquí, significa: ciencia para la praxis que interviene en los procesos de producción, distribución y consumo de “sentido”, en sus causas y en sus fines, en las redes de signos y los procesos dialécticos de significación, decodificación y transmisión. Que evidencie los fondos y trasfondos de toda significación, de sus raíces económicas y de los mecanismos sígnicos que las expresan. Que analice y denuncie las técnicas de la “manipulación simbólica” y produzca, críticamente, hipótesis, tesis y movilizaciones con modelos para un “nuevo orden mundial” de la semántica, la sintaxis y la dialógica emancipadoras contra el contexto de hegemonía económica e ideología opresora.

Es una trampa separar la economía de la ideología, la infraestructura y la superestructura. Entre la infraestructura y la superestructura existe una relación dialéctica, desigual y combinada, caracterizada por tensiones y luchas complejas que no admiten simplismos ni linealidades bobas ante el amasijo de intereses, objetivos y subjetivos. Esas tensiones y contradicciones -de la lucha de clases- producen también “signos” que son productos sociales determinados históricamente para “representar” intereses, hechos, fenómenos o acciones concretas. Muy pocos objetos, naturales o culturales, (y sus mezclas) han quedado, en su desarrollo histórico, exentos de significados (directos o indirectos).

Quizá el ejemplo más acabado de nuestro tiempo, donde se ejemplifica mejor la convergencia sígnica de todas las tensiones de clase en disputa, sea la mercancía. En toda mercancía habita un corpus de “sentido” ideológico que ha sido convertido en mercancía, incluso el Trabajo ha sido convertido en mercancía y en signo. Y también las materias primas que se han convertido en mercancía, han sido tocadas por la producción hegemónica de sentido que, a u vez, también se ha convertido en mercancía. “La devaluación del mundo de los hombres”, pensaba Marx “está en proporción directa con el creciente valor del mundo de las cosas”.

Que la Semiótica no se reduzca a mercancía ella misma porque la necesitamos “emancipada” y capaz de revelar la trama ideológica que es nervadura de las mercancías bajo el capitalismo. No una semiótica para la ocultación. Si la ideología de la clase dominante se basa en adoctrinar al mundo bajo el dogma de “acumular” mucho, a bajo costo y con poca ética, acumular con base en el trabajo de otros y hacer que crean que es por su bien; nuestra Semiótica debiera ser ciencia de la producción de sentido emancipador, de sus medios y de sus modos. Semiótica que desmonte los comunes denominadores ideológicos (falsa consciencia) de las máquinas hegemónicas de producción de sentido: religión, familia, estado, derecho,  educación, moral, filosofía, ciencia, arte, etcétera… impuestos por el capitalismo, porque no son más que modos especiales de la producción y reproducción del sistema sujetos a la ley general de producir plusvalía para unos pocos, cada vez más pocos y más poderosos. “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio” Einstein

Sabemos bien que “las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante”. Sabemos que no existe una ciencia inmune a las ideologías que la rodean. Que no hay ciencia “inmaculada”. Por eso aquí preferimos que identifique y declare sus marcos filosóficos, esta vez humanistas de nuevo género y emancipadores, en oposición al viejo método de traficar ideologías “bajo la mesa”. Necesitamos una Semiótica emancipadora que asuma su responsabilidad de dirección y de fuerza social para intervenir en el modo de producción y en las relaciones de producción del conocimiento científico, también, porque en el presente el modo de producción dominante del conocimiento científico ha sido reducido a símbolo del conocimiento-mercancía.

Es un error creer que para superar al capitalismo es suficiente con desactivar sus resortes económicos y es falso que sólo combatiendo las ideas de la clase dominante se debilita la estructura de la contradicción capital-trabajo. Necesitamos una instrumental científico que no sólo sirva para analizar sino que, también, sirva para transformar. Ciencia incubada por la praxis dialéctica del pensamiento y la acción críticos. Ciencia emancipadora y emancipada de la dictadura del mercado. Ciencia interdisciplinaria, multidisciplinaria, trans-disciplinaria capaz de nutrirse con los problemas objetivos y producir soluciones para el corto, mediano y largo plazo. Desmontar los anti-valores del consumismo, del individualismo, de la moral burguesa basada en la hipocresía que hace pasar por filantrópica su pulsión alevosa por la plusvalía y la alienación.

Ciencia, además, que desactive la historia, el desarrollo y las consecuencias de la guerra psicológica desatada para intoxicar la mente de los pueblos con dispositivos ideológicos esclavizantes. Miedos, anti-política, odios, banalidades, vulgaridades, mentiras, complejos, adicciones…Ciencia parida por la Filosofía de la Praxis (Sánchez Vázquez). Explicación objetiva del universo, sus formas y procesos, sus enlaces internos y sus conexiones, sus acciones recíprocas y la intervención humana posible en las condiciones y medios necesarios. (Eli de Gortari). Necesitamos una Semiótica emancipada y para la emancipación, que entienda que la base económica no determina mecánicamente a la superestructura pero que son indisociables y eso importa mucho porque la vida simbólica de la sociedad, sometida a los procesos acelerados de monopolización de “medios” y de discursos, ha convertido las cabezas humanas en millones de campos de batalla. La Guerra Simbólica.

Fuente: https://rebelion.org/signos-vitales-2/

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