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La lógica capitalista de la academia o unas humanidades deshumanizadas

El sistema de generación y transmisión de conocimiento de la universidad está plenamente integrado en la forma neoliberal de producción. Esto deriva en que haya gente que estudie un asunto invisibilizado da prestigio, es rentabilizable a escala académica, y eso los sitúa en una posición de dominio.

Cuando hace un par de años expliqué una breve noción de capacitismo y cuerdismo en una clase de máster, algunas alumnas parecieron darse cuenta de golpe de algo que no habían pensado hasta entonces: todas nos podemos volver crip, nadie es la encarnación de la norma, nadie es un cuerpo completamente capaz y, a medida que pase el tiempo, todas acabaremos siendo cuerpos que, de una vez, muestren la interdependencia con otros cuerpos.

Vivir sabiendo en primera persona que la vida debería ser otra (tener otros tiempos, producir otros modos) es algo incompatible con dedicarse a la academia. Me doy cuenta ahora. No solo porque apenas hay alumnado discapacitado que llegue a la universidad (solo el 1,5 por ciento del alumnado universitario es discapacitado) y, sobre todo, porque no se encuentran personas discapacitadas entre su profesorado (solo el 0,6 por ciento del Personal Docente e Investigador tiene alguna discapacidad). Y no se trata de eso, aunque lo parezca. Sino de que ser académica significa haber aceptado un grado de disciplinamiento que resuena con individualización y autoexplotación y mercantilización de los conocimientos.

Me doy cuenta ahora, pero me di cuenta por primera vez a los seis meses de tener mi primer “contrato” en la universidad (las comillas significan que el contrato solo nos lo hicieron después de denunciar a través de una inspección de trabajo). Epifanía académica de una en la treintena: por fin estoy dentro y para seguir dentro tengo que patalear como un hámster. Si paro, la fuerza centrífuga me expulsa.

Me produce tristeza y alivio comprobar cómo en las Humanidades se empiezan a trabajar cuestiones desatendidas hasta ahora. En los últimos diez años, aunque hubiera andado siempre en los bordes de la academia, me he dado cuenta de algunos cambios: cada vez hay más congresos sobre transfeminismos, antropoceno o decolonialidad; más proyectos financiados, más clases de grado o de máster hacen palpable el desvelamiento de las jerarquías humanas, de los sujetos que habitan el margen y cuyos saberes se ignoran o se cooptan y de cómo aquellos que están en el centro han construido todas las nociones que nos son cotidianas: la ciencia, la heterosexualidad, la civilización, la economía de mercado, la objetividad.

El sistema de generación y transmisión de conocimiento de la universidad está plenamente integrado en el sistema neoliberal de producción

Y he dicho bien: me produce tristeza. La razón es que el sistema de generación y transmisión de conocimiento de la universidad está plenamente integrado en el sistema neoliberal de producción. Esto deriva, específicamente en las Humanidades y las Ciencias Sociales, en que haya gente que se preocupe por determinadas cuestiones no porque tenga un interés real por esas comunidades o incluso porque forme parte de ellas, sino porque, de pronto, estudiar ese asunto invisibilizado da prestigio, es rentabilizable a escala académica y los sitúa en una posición de dominio. Luego no nos debería sorprender que pase lo que pasa.

He visto a profes impartir lecciones maravillosas sobre justicia social, desigualdad de género, racismo e interseccionalidad, que, sin embargo, reproducen sin despeinarse los mandatos capitalistas en cuanto salen de su tarima. Que amañan, que perpetran violencias, que transigen a las injusticias, que protegen a sus candidatos porque eso les asegura su supervivencia, que defienden a la universidad como un ser desvalido frente a las demandas del frágil profesorado asociado o a la falta de perspectivas de sus jóvenes investigadores, que no conceden ni un segundo de sus reflexiones a entender los tiempos porosos, dilatados, resquebrajados, de los demás. De sus iguales.

¿Cómo puede alguien ponerse en pie en una tribuna para abogar por la diversidad humana, por incluir a sujetos silenciados en su discurso y luego ser connivente con el sistema, no dudar de él, hacer lo que le pide, sabiendo (me niego a pensar en la ignorancia aquí) que esa actitud va a dejar fuera a todos esos sujetos diversos sobre los que clama derechos y discursos nuevos?

He visto tantísima fluidez y tantísima poca contradicción entre aceptar como buenas las reglas capacitistas de la universidad y defenderlas frente a quienes las cuestionan y, al mismo tiempo, tener como biblia académica el realismo capitalista de Mark Fisher. ¿Cómo vamos a conjugar que, cada vez más, el alumnado tienda a analizar el mundo desde un prisma más encarnado, desde sus preocupaciones vitales, desde el mundo que les gustaría construir, mientras la universidad a la que aspiran a pertenecer se desvela como un lugar que promueve la inestabilidad en sus contratos laborales, la precariedad de sus vidas, la falta de apoyo mutuo, un gigantesco agujero negro para la estabilidad emocional llamado elaborar una tesis doctoral?

El sistema de méritos que se pone encima de la mesa cada vez que hay algún cambio en la normativa (el último porque se han eliminado de súbito ciertos criterios para conseguir los contratos predoctorales más prestigiosos, los programas FPU), se basa, en teoría, en una objetividad cuantitativa: quien más méritos acumule, más alto escala, más contratos consigue, más tiempo puede permanecer en la academia. Y, al concurrir por plazas de PAD (Profesorado Ayudante Doctor), el primer escalón en la carrera académica después del doctorado, el número de méritos de la primera persona de la lista se convierte en la vara de medir del resto de candidaturas. No hay, por lo tanto, un máximo con el que quedarte tranquila, sino que el techo de méritos lo dictamina quien más consiga, quien más acumule; en definitiva, quien más haga y quien más esté dispuesto a hacer. Esta competitividad no solo nos hastía, nos consume y nos enfrenta, sino que nos moldea y nos disciplina.

Este modelo que cada vez quiere más y lo quiere antes está sostenido en sus cimientos por gente agotada y autoexplotada

A mí coronar la cumbre me recuerda peligrosamente a haber comprendido muy rápido los códigos invisibles y cumplirlos a la perfección, de manera pulcra, intachable. Las universidades operan como empresas, como advertía el bueno de Fisher, por lo que sus resultados científicos deben ser vendibles y medibles. Pero, además, este modelo que cada vez quiere más y lo quiere antes está sostenido en sus cimientos por gente agotada y autoexplotada, que experimenta cómo sus posibilidades de supervivencia son incompatibles con la continuidad de sus compañeros o compañeras. Nunca entran diez personas a la vez en el mismo concurso público. Es decir, si te toca a ti, no me toca a mí. Si yo entro, tú te quedas fuera.

Esas alumnas de máster de las que hablaba arriba me dicen alarmadas que ya van tarde. Y la que se alarma soy yo. Creo que he envejecido de golpe. No quiero cumplir con los estándares normativizantes en mi trabajo, no quiero aguantar frente a esos estándares, porque la resistencia agota los cuerpos. Pero no quiero dejarlas solas. No quiero que el sistema depredador las domestique y se olviden de sus luchas, de la incomodidad que produce la estrechez de la norma, de cuál es ese mundo que podríamos de verdad construir.

No sé, quizá porque yo estoy muy conectada con mi propia vulnerabilidad y mi vida no deja de girar en torno a ella, tiendo a pensar que nadie está a gusto adaptándose al sistema, pero luego veo a tanta gente sorprendentemente cómoda con sus dinámicas, sabiéndose ganadora, pensando que lo está haciendo bien, en fin, jugando y ganando en una lógica del sálvese quien pueda, que me hace dudar.

¿Querremos seguir construyendo universidad sin ellas? ¿Se nos olvidarán sus rostros, sus luchas, sus discapacidades?

La estructura normativa y normativizante de la universidad y de las personas que la integran solo permite el paso, precisamente, a quienes sean capaces de “aguantar” y de cumplir con unos estándares cien por cien normativos. ¿No será ese querer aguantar una marca de haber entendido ya las lógicas del sistema y aceptar competir bajo sus reglas en lugar de ponerlas en cuestión? ¿Será que, por mucho que las pongamos en cuestión en nuestros círculos de confianza, hacer como que la aceptamos (es decir, participar de la illusio bourdiana) es lo que nos salva, al menos en apariencia?

Estoy empezando a sospechar que quien es plenamente funcional dentro del sistema, independiente de la negritud y la diversidad de sus discursos, es connivente con él y se beneficia de sus márgenes. Para proclamar hay que encarnar. La teoría es una práctica, lo dice bell hooks. Plantarse, ponerse límites, es decir, volvernos porosas, volvernos crip. Perderemos y yo sé que no podemos permitirnos perder. Pero ¿ganar?, ¿a cuántas dejaremos atrás si ganamos?, ¿cuánto de nosotras perdemos si ganamos? ¿Querremos seguir construyendo universidad sin ellas? ¿Se nos olvidarán sus rostros, sus luchas, sus discapacidades? ¿Haremos como que nunca existieron hasta que el tiempo o la vida misma nos coloquen delante de nuestra propia vulnerabilidad? ¿Y después qué?

Fuente de la información:  https://www.pikaramagazine.com

Fotografía: Pikara magazine

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¿La única forma de eliminar la pobreza?

Por: Jorge Majfud 

Según el presidente argentino Javier Milei, “la única forma que descubrió la humanidad de terminar con la pobreza es el crecimiento económico”. La máxima fue anunciada en una entrevista televisada desde la Casa Rosada el 11 de julio de 2024. La importancia de la idea no radica en su genialidad, sino en su simplismo y en sus trágicas consecuencias.

Se trata de un conocido dogma inoculado por el sistema capitalista y fosilizado por los verdaderos capitalistas, es decir, por aquellos que viven de sus capitales y no de un salario (Un capitalista asalariado es un oxímoron.) Un conocido absurdo similar, reza: “no puede haber redistribución sin crecimiento”. En 2012, el biólogo e historiador británico David Attenborough reflexionó: “alguien que piense que es posible sostener un crecimiento infinito en un medio finito o es un loco o es un economista”. O las dos cosas.

El crecimiento de la economía ni es la única forma de eliminar la pobreza ni su efecto contrario es infrecuente. La historia modera (los últimos 300 años) lo desmiente a cada paso. Como vimos en Moscas en la telaraña, por siglos, muchas sociedades indígenas tenían menos pobres, eran más altos por su mejor alimentación y vivían más que los europeos de la Revolución industrial. Su seguridad social estaba mejor organizada. No conocían la miseria, ni las deudas, ni la propiedad privada ni la codicia, motor del progreso, según palabras de los colonos expertos en desarrollo, con o sin dinero, como lo reportó en 1885 el senador Henry Dawes de Massachusetts (ver La frontera salvaje. 200 años de fanatismo); tenían menos guerras, sufrían menos enfermedades y eran más higiénicos. Las películas (como The Missionuna recomendable) que representan a los indios sin dientes y a los europeos con una sonrisa blanca no solo consolidan una idea falsa, sino que la realidad era la opuesta. Todo terminó con la llegada del fanatismo europeo a este continente y a otros.

En las colonias (en menor grado en los imperios, ya que es más difícil tener pobres vampirizando el resto del mundo) cuando creció la economía creció también la pobreza. Los llamados “milagros económicos” como el brasileño de Médici o el chileno de Pinochet, milagros del capitalismo tutelado y financiado por el gobierno de Estados Unidos en América latina lo confirman.

Esta obsesión por el PIB de la economía capitalista surgió en los años 30 durante la Gran Depresión y, desde entonces, suma tanto la producción de bienes necesarios, innecesarios, constructivos, destructivos y contaminantes en un mismo número. En 1937, su inventor, el economista y luego premio Nobel Simon Kuznets, llegó a advertir ante el Congreso del peligro de un uso simplificado de su invento, pero los acuerdos de Bretton Woods lo canonizaron en 1944 como la única medida de éxito económico y social. En 1962, Kuznets insistió: “Es necesario distinguir entre la cantidad y la calidad del crecimiento… Las metas para un mayor crecimiento deben especificar de qué y para qué necesitamos más crecimiento”. Jason Hickel observó que “desde 1980, el PIB mundial se ha triplicado, mientras los pobres sobreviviendo con menos de cinco dólares diarios ha crecido en 1,1 mil millones; esto se debe a que, a partir de cierto punto, el crecimiento comienza a producir más efectos negativos que positivos”.

Todavía quedan por discutir otras dimensiones de los seres humanos, como la justicia social, la que no es sólo una bandera de la izquierda, sino que fue la repetida crítica (profecía) en el caso de los profetas bíblicos y de otras religiones; queda por discutir o considerar la comercialización de la existencia, la deshumanización y alienación del individuo, la destrucción de la naturaleza, entre otros problemas centrales.

El actual sistema capitalista no es capaz de resolver ninguno de los problemas existenciales que ha creado, como la acumulación surrealista de la riqueza, la destrucción de la biosfera, el agravamiento de los conflictos de forma directa por su insaciable industria de la guerra e, indirectamente, a través de exiliados y marginados de todo tipo, económicos y ecológicos.

Ahora, hasta los más férreos defensores del sistema capitalista en Europa y Estados Unidos comienzan a publicar libros, artículos y a dar entrevistas en los grandes medios proponiendo “salvar al capitalismo de sí mismo” a través de la intervención agresiva de los gobiernos en la economía y en la redistribución de la riqueza. Es decir, una vez más, desde la Depresión de los años 30 hasta las brutales crisis neoliberales en el Sur Global a finales de los 90 y la Gran Recesión en Estados Unidos diez años después, se recurre al socialismo como bombero.

Por no problematizar otras dimensiones humanas. Un estudio publicado en la British Medical Association en 2006 reveló un consistente aumento de los problemas psicológicos en los niños y jóvenes ingleses. Todo pese al incremento del PIB nacional, a la relativa estabilidad de la inflación y de la economía británica de entonces.

Crecimiento económico no es desarrollo, como la obesidad no es un signo de salud. Ambos, crecimiento y desarrollo son producto del progreso acumulado de la humanidad a lo largo de siglos, algo que no ocurrió gracias al capitalismo sino pese al capitalismo y sus primeros beneficiados: los maniáticos con síndrome de Diógenes bancario.

Como ya hemos desarrollado por años, los inventos tecnológicos, científicos y sociales más importantes que contribuyeron a este progreso y desarrollo humano se produjeron antes de que el sistema capitalista se desarrollara con la privatización de las tierras comunales de Inglaterra en el siglo XVI y, cuando ocurrieron a posteriori, casi siempre fueron autoría de científicos asalariados, inventores de talleres, activistas sociales, entre otros grupos e individuos que no invertían años en investigación y creación motivados por las ganancias futuras sino por el objetivo mismo de su vocación.

De hecho, los mayores “milagros económicos” de la historia moderna se produjeron por dos únicas vías: (1) el imperialismo capitalista (saqueando, masacrando cientos de millones de «subhumanos», y destruyendo la competencia de otras potencias de ultramar) y (2) por la intervención de los gobiernos, desde la Unión Soviética del malo de Stalin hasta la China comunista posterior a la Gran hambruna (que, con sus millones de muertos y medida por los mismos estándares, ni siquiera compite con las mayores masacres y hambrunas del capitalismo).

¿Estoy proponiendo una vuelta a un sistema comunista del estilo soviético? No, para nada. Vuelta a nada. El pasado es una obsesión del fascismo. Entiendo que no debemos dejarnos pasar por encima del sermón del dogma capitalista y neoliberal que ha hambreado, matado y saqueado a las clases trabajadoras por siglos y siempre encuentra una forma de mantener el sermón del amo, aterrorizando a los desprevenidos y a los más necesitados.

El actual terremoto ideológico y geopolítico lleva al poder hegemónico a echar mano a todos los recursos procediendo, según lo explicamos con la fórmula P = d.t por sus tres escalones principales: (1) narrativo, (2) legal y (3) bélico.

¿Hay esperanza? Claro. Afortunadamente, los seres humanos no son seres unidimensionales como Milei.

*Imagen: Niños juegan afuera de un taller de pulido de metales en Uttar Pradesh, India. Foto: UNICEF/Niklas Halle’n

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Los nazis de nuestro tiempo no usan bigote

Por Jorge Majfud

No deja de ser una trágica ironía de la historia que aquellos que desde el principio condenaron las acciones bélicas de Hamás y del Gobierno de Israel sean acusados de estar a favor del  terrorismo por aquellos que solo condenan a Hamás y justifican el terrorismo masivo, histórico y sistemático del Gobierno de Israel.

Afortunadamente, cientos de miles de judíos (sobre todo en el hemisferio norte) han tenido el coraje que no han tenido evangélicos o laicos políticamente correctos y previsibles de salir a las calles y a los centros del poder mundial a aclarar que el Estado de Israel y el judaísmo no son la misma cosa, confusión básica, estratégica y funcional que radica en el centro del conflicto y beneficia solo a unos pocos con la complicidad fanática e ignorante de muchos otros.

De hecho, decenas de miles de judíos estudiosos de libros sagrados del judaísmo como la Torá han afirmado que el judaísmo es anti sionista. Muchos dirán que es materia de opiniones, pero no veo por qué su opinión deba ser menos importante que la del resto de charlatanes belicosos.

Ha sido este pueblo judío, que sabe que su convivencia con los musulmanes ha sido, por siglos, mucho mejor que esta tragedia moderna, quienes han gritado en Washington y Nueva York “No en nuestro nombre”, “Paren el genocidio del Apartheid” y no en pocos casos han sido arrestados por ejercer su libertad de expresión, que en las democracias imperiales siempre fue la libertad de aquellos que no eran tan importantes como para desafiar el poder político, como lo demuestra, por ejemplo, la libertad de expresión en tiempos de la esclavitud. Pero a estos pertenecerá la dignidad otorgada por la historia.

Cuando vuelva la luz a Gaza y el mundo se entere qué ha hecho uno de los ejércitos nucleares más poderosos del mundo, con la complicidad de Europa y Estados Unidos, sobre un gueto sin ejército y un pueblo sin derecho a nada más que respirar, cuando puede, se enterará de que no son miles sino decenas de miles de vidas tan valiosas como las nuestras, aplastadas por el odio racista y mecánico de gente enferma, unas pocas de ellas con mucho poder político, geopolítico, mediático y financiero, que es, en definitiva, lo que gobierna el mundo. Naturalmente, la propaganda comercial tratará de negarlo. La Historia no podrá. Será implacable, como suele serlo cuando las víctimas ya no molestan más.

Muchos callarán, temblorosos de las consecuencias, de las listas negras (periodistas sin trabajo, estudiantes sin becas, políticos sin donaciones, como lo han informado hasta medios como el New York Times), del estigma social que sufren y sufrirán aquellos que se atreven a decir que no hay ni pueblos ni individuos elegidos por Dios ni por el Diablo, sino meras injusticias del poder desatado.

Que una vida vale tanto y lo mismo que cualquier otra.

Que el pueblo palestino (con una población ocho veces la de Alaska, cuatro o cinco veces la de otros estados de Estados Unidos) arrinconado en un área invivible, tiene los mismos derechos que cualquier otro pueblo sobre la superficie de la esfera planetaria.

Que los palestinos, hombres, mujeres y niños aplastados por las bombas indicriminadas, no son “animales sobre dos patas”, como afirma el Primer Ministro Netanyahu (si fueran perros al menos serían tratados mejor). Ni los israelíes son “el pueblo de la luz” luchando contra “el pueblo de las tinieblas”.

Que los palestinos no son terroristas por nacer palestinos, sino uno de los pueblos que más ha sufrido la deshumanización y el constante asedio, robo, humillación y asesinato impune por ya casi un siglo.

Pero éstos, quienes se atreven a protestar por una masacre histórica, una de las tantas, son, vaya casualidad, los acusados de apoyar el terrorismo. Nada nuevo. Así han procedido siempre los terroristas de Estado en todas partes del mundo, a lo largo de toda la historia y bajo banderas de todos los colores.

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Esclavitud Moderna

Por: Jorge Majfud

No es que el sagrado mercado no pueda pagar mejor a los trabajadores, sino que no conviene. Una persona en estado de necesidad (atado a deudas o a su pobreza) es un esclavo moderno, dócil, manipulable, funcional. Exactamente como los países endeudados―los endeudados pobres, no los endeudados ricos.

¿Por qué los campesinos en Colombia, responsables de la producción de casi el 80 por ciento del mercado mundial de cocaína, ganan mil dólares por año y solo un kilo de cocaína se vende a 150.000 dólares en Estados Unidos? La respuesta dogmática es una de las mayores estafas del mundo capitalista que se repite en otros rubros, desde el agropecuario, el industrial hasta el profesional: los salarios responden a «la Ley de la oferta y la demanda».

Si los salarios en cualquier cadena productiva estuviesen dictados únicamente por esta ley, los trabajos más duros en la base de la pirámide (donde la oferta laboral es menor que en niveles más altos) o los especialistas en las elites académicas o científicas serían, por lejos, los puestos mejor remunerados. La razón radica en la misma pirámide de poder, justificada por una plétora de excusas propagandísticas que emanan de la micro clase en el poder y se reproducen en sus eslabones funcionales, desde gerentes, subgerentes, expertos en relaciones públicas, comunicadores, propagandistas, políticos, mercenarios, mayordomos, jornaleros hasta mendicantes. Todo fosilizado en instituciones (gobiernos, congresos, medios de comunicación, escuelas, universidades, iglesias, clubes, ejércitos, policías) que garantizan la sacralidad de la propiedad privada como si la existencia de un palacio y una chabola fuesen la demostración de la universalidad de este derecho.

Aparte de la razón capitalista que presiona siempre por una reducción de costos abajo y la maximización de las ganancias arriba, existe una necesidad de mantener a los grupos marginales en estado de perpetua producción a través de la necesidad, como el endeudamiento o la misma pobreza. Este estado perpetuo de necesidad deshumaniza hasta el grado de aleccionar al esclavo para convertirse en esclavista como premio a su propio sacrificio, algo que con suerte el uno por ciento logra y luego es destacado en las tapas de revistas y en las lecciones de los padres a sus pequeños hijos―no porque todos los padres se creen esta ficción histórica, sino porque deben preparar a sus hijos para sobrevivir en un mundo deshumanizado.

Si esos trabajadores semi esclavos de Colombia tuviesen remuneraciones más altas y mejores condiciones de vida, probablemente se educarían y migrarían a otros sectores de producción y servicios―la misma ilegalidad que hace que el producto sea caro, también hace que los productores sean baratos.

Lo mismo ocurre (sólo por poner un ejemplo más) con el trabajo esclavo en diferentes regiones de Asia, África y en América Latina. En muchos casos, los esclavos sin salario del siglo XIX estaban mejor alimentados y menos envenenados que los actuales trabajadores africanos, desde las minas de cobalto del Congo a las montañas de desechos electrónicos de Gana y Tanzania, o a los madereros nativos de Mozambique, con los cuales conviví en los años 90s. Sin duda, en el siglo XIX la diferencia social entre los esclavos y sus amos, aunque obscena, no era tan grande como la que existe hoy entre los productores (llamados hombres y mujeres libres) y los amos de las corporaciones transnacionales.

Como lo expuso el profesor británico Siddharth Kara en su reciente libro Cobalt Red (2023), actualmente cientos de miles de congoleños y decenas de miles de niños son sometidos a las peores formas de esclavitud conocidas para que extraigan cobalto con una pala o con sus manos desnudas. Por un salario de siete dólares diarios cuando tienen suerte (y de dos dólares cuando es un día normal) estos hombres, mujeres y niños desarrollan diferentes enfermedades debido a que el cobalto es toxico al solo contacto con la piel. Sin considerar que esos siete dólares apenas le permite a una familia alimentarse de una forma insuficiente, al tiempo que el largo y doloroso trabajo les impide a sus niños ir a la escuela o tener una infancia digna.

El cobalto es esencial para las baterías recargables de teléfonos, computadoras y automóviles en todo el mundo y el 75 por ciento se extrae del Congo, país que no sólo posee uno de los peores récords de matanzas imperialistas sino de dictaduras brutales seguidas al asesinato del gran Patrice Lumumba por parte de los belgas en complicidad de la CIA, como no podía ser de otra forma. Todo en nombre de la noble defensa del capital, la propiedad privada (de los ricos) y el progreso de los países desarrollados.

Actualmente, los primeros beneficiados de esta nueva violación del Congo son las corporaciones como Apple, Tesla, Samsung y los inversores chinos que se dieron cuenta del gran negocio hace más de una década. Luego siguen los consumidores globales, que en su mayoría ignoran o prefieren ignorar la existencia de esclavos modernos. Los primeros perjudicados son los cientos de miles de congoleños esclavos y el ecosistema global, ya que para que esta actividad minera ocurra se han eliminado y se continúa eliminando grandes áreas de bosques naturales―las clásicas externalidades que nunca entran en la ecuación de ningún negocio exitoso.

El solo hecho de que la minería artesanal sea ilegal, como lo es la producción de cocaína, es irrelevante. A los efectos de este análisis, debemos volver a hacernos la misma pregunta del comienzo: si los esclavos congoleños son esenciales en la cadena de comercialización del cobalto y son esenciales en el funcionamiento de nuestro mundo digital, ¿por qué sus salarios están por debajo de las condiciones mínimas de sobrevivencia y sus derechos por debajo de los derechos de los esclavos de siglos pasados?

Porque la deshumanización es un negocio redondo: deshumanización de los productores y deshumanización de los consumidores. ¿Y después se asustan de que la Inteligencia Artificial llegue un día a apoderarse del mundo? ¿No es un pánico del Primer Mundo, como lo es la idea de que dejarán de ser imperios parasitarios? ¿Cuál es la diferencia para un esclavo moderno, incluso para la clase media global, entre ser dominada por los robots o continuar siendo dominadas y explotadas por las elites humanas de siempre?

Habrá que volver a la misma explicación: mantener una masa de población en estado de necesidad es esencial para mantener el poder en la cima de la pirámide. Cada tanto esta brutalidad se encuentra con algún límite legal, producto de años de activismo social, pero estos límites no son parte de la lógica que gobierna el mundo sino la razón por la cual no todos se han olvidado de que existe algo llamado dignidad humana que, no por mera casualidad, siempre tiene que luchar contra los inconmensurables poderes (económicos, políticos y mediáticos) de los de arriba―y con la complicidad, la indiferencia o la amnesia de unos cuantos de los de abajo.

rebelion.org

Fuente de la información e imagen:  https://elortiba.org

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El valor de humanizar

Antonio Piñas Mesa, profesor de Filosofía de la Universidad CEU San Pablo CEU, explica en este artículo la necesidad de «seguir apostando por el ‘valor de los valores’ pues de ello dependerá una sociedad en las que el cuidado del otro sea un cuidado humanizado, es decir, a la altura del ser humano y su valor»

La larga marcha del hombre a lo largo de la historia bien podría ser descrita como un periplo en el que hemos ido aprendiendo el arte de humanizar nuestras relaciones personales y nuestro entorno. Eso sí, hemos tenido y tenemos capítulos en los que la barbarie ha oscurecido este esperanzador proyecto de humanización.

En la actualidad tenemos algunas luces que nos hacen seguir creyendo en la voluntad del hombre por seguir construyendo una cultura de la humanización que alienta también una mejora de las prácticas del cuidado, sobre todo a los más vulnerables.

El humanismo, paradigma que parte del valor de lo humano y que se traduce en una práctica de vida consecuente con esa creencia en que el ser humano tiene un valor singular, es el pilar fundamental de la humanización. Este humanismo tiene que ser alimentado para que sea fuerte ante los vendavales de los antihumanismos y transhumanismos que nos azotan, con el potencial de los saberes humanísticos.

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Límites Y Posibilidades De La Educación

Texto del filósofo y educador brasileño Paulo Freire, publicado en el libro » Pedagogia dos sonhos possíveis»  

Por: Paulo Freire


“La deshumanización, que no se verifica sólo en aquellos que fueron despojados de su humanidad sino también, aunque de manera diferente, en los que a ellos despojan, es distorsión de la vocación de SER MÁS”  – Paulo Freire      

Cuando reflexiono sobre los límites de la educación y las posibilidades de la educación debo cuidarme de no exagerar los aspectos positivos y no exagerar los aspectos negativos. O, en otras palabras, no exagerar la imposibilidad y no exagerar la posibilidad. Es decir, la educación no lo puede todo pero puede algo, y la sociedad debería pensarlo con seriedad. Creo que la sociedad civil y todos nosotros tenemos que luchar. Luchar por la seriedad de la escuela pública, por ejemplo. No me interesa luchar contra la escuela privada, cuya historia en Brasil tiene una presencia fundamental e importante, sino luchar por que el Estado cumpla con su deber de ofrecer una escuela seria, una escuela en cantidad y una escuela en calidad. El Estado no puede llegar aquí y decir: «Usted no puede hacer una escuela; ese es mi deber y mi derecho». ¡No! Al contrario, el Estado debería colaborar con los organismos privados que hacen su aporte, con las escuelas privadas que hacen su aporte, pero sin dejar de cumplir su deber, que es ofrecer una escuela seria, una escuela democrática, una escuela abierta donde el educando experimente la posibilidad que ofrece la educación y reconozca los límites de su educación.
Esa es una de las razones de mi lucha como educador brasileño. Fue una de las razones de mi lucha —y, repito, aprendí mucho en esa lucha— cuando dirigí lo que en aquella época se llamaba División de Educación y Cultura del Sesi. Aquí aprendí la necesidad de formación interna de los educadores, el respeto por la libertad de los educandos, por el crecimiento de los educandos. ¡Pero es una libertad que sólo se refrenda cuando asume sus propios límites! ¡No hay libertad sin límites!
Creo que a veces exageramos nuestra idea de los niños carenciados. Es como si estuviéramos empapados de sentimientos de culpa, como si nos sintiéramos responsables por la presencia de esos niños en las calles. También somos responsables, es evidente, porque no tenemos el coraje de pelear para que esas cosas no ocurran. Pero no podemos caer en soluciones puramente paternalistas. Tendríamos que estudiar esta problemática a fondo.
Creo que lo mejor que podemos hacer es no caer en lo que podríamos llamar optimismo pedagógico, según el cual la pedagogía todo lo puede, pero tampoco en el pesimismo pedagógico, según el cual la pedagogía nada puede. Creo que los años sesenta en Brasil —y no sólo aquí sino en toda América Latina— revelaron algo de la primera posibilidad, la primera tendencia, que era admitir que la educación podía casi todo; pero en los años setenta caímos en el pesimismo pedagógico, y a partir de los años ochenta y noventa creo que se está buscando a nivel mundial una comprensión más crítica, más radical de la práctica educativa que desnude las dificultades y las posibilidades de la educación.
Fuente: bloghemia
Ilustración: Natalia Forcat
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Inmigrantes gaseados con un desinfectante industrial altamente tóxico

Por: Dave Lindorff

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

 

A medida que nos aproximamos al momento de la verdad del primer –y esperemos que único– mandato presidencial de Donald Trump (el 3 de noviembre, fecha de la elección), se multiplican las acusaciones de tendencias fascistas e incluso de nazis contra él y su Administración.

Pero esta última que quiero comentar es particularmente horrible: el uso de un poderoso desinfectante “exclusivamente para uso industrial” llamado HDQ Neutral contra inmigrantes detenidos en el ICE Adelanto, un centro de detención con ánimo de lucro en las afueras de Los Ángeles financiado por la Administración Trump.

Según un informe del diario británico Independent, este poderoso producto tóxico derivado del amoniaco ha sido utilizado para rociar a las personas detenidas en dichas instalaciones a pesar de que la empresa fabricante advierte de que solo puede utilizarse cerca de personas en exteriores, nunca en espacios cerrados. El caso es aún es más grave, porque según declaraciones de los afectados, el producto fue pulverizado directamente sobre los detenidos, aunque la etiqueta advierte de que “puede provocar daños permanentes a los ojos” y su inhalación puede provocar daños pulmonares, dificultad para respirar y asma.

¿Cuál es su conexión con los nazis? Tal y como señala Charles Vidich (autor de un elocuente y oportuno libro de próxima publicación sobre la historia de las cuarentenas en Estados Unidos, que abarca desde los primeros días de las colonias en el siglo XVII hasta el presente, Germs at Bay), el Zyklom B, el gas exterminador preferido por Hitler en los campos de exterminio, era en realidad un poderoso insecticida basado en el cianuro inventado a finales del siglo XIX. Este insecticida fue utilizado durante décadas, hasta bien entrado el siglo XX, para fumigar los barcos utilizados para el comercio internacional con el fin de exterminar a las ratas, ratones, pulgas y otras plagas. Los nazis utilizaron una variante del producto para eliminar judíos, gitanos, comunistas, personas con deformidades y retrasos y otros “indeseables” durante los años de la guerra.

Ahora tenemos a la Administración Trump, un individuo cuya familia posee un historial de simpatías nazis y que ha calificado de “buena gente” a los manifestantes nazis de Estados Unidos, utilizando un insecticida/desinfectante altamente tóxico y potencialmente fatal para rociar a inmigrantes detenidos que esperan la deportación.

Según informaron a Reuters una organización denominada Coalición para el Cierre de Adelanto y otra ONG llamada Earthjustice, los inmigrantes encerrados en el centro de detención de Adelanto han estado siendo rociados “cada 15 o 30 minutos”, en ocasiones directamente sobre el cuerpo, con un producto químico que según la compañía solo puede ser usado en exteriores o en zonas bien ventiladas. Los informes de las afecciones provocadas después del rociado mencionan sarpullidos, sangrados de nariz, náuseas, dolores de cabeza y dificultades para respirar entre otros síntomas.

Debo señalar que cuando supe por primera vez las maneras despiadadas en que sus propietarios trataban a los esclavos africanos en las colonias y posteriormente en Estados Unidos, me impresionó, a pesar de mi juventud, que esos propietarios blancos fueran más crueles con ellos que con sus propias bestias de carga. Cuando tuve más años comprendí que el maltrato a los esclavos –los latigazos, la mala alimentación, el trabajo excesivo– era un mecanismo de control, un proceso de deshumanización tanto del amo como del esclavo que no era necesario cuando se trataba con caballos o con el ganado. Me doy cuenta de que el mismo análisis es aplicable al modo en que el centro de detención y su personal abusan cruelmente de los inmigrantes detenidos.

Afortunadamente, el HDQ Neutral no es tan tóxico como el gas Zyklon B utilizado por los escuadrones de la muerte nazis en los campos de exterminio alemanes, pero estos hechos no dejan de ser un monstruoso ataque químico contra los estadounidenses “indeseables”, que solo se diferencia de las tácticas nazis contra sus víctimas humanas en el grado). La inhumanidad de los responsables que administran esta toxina contra sus víctimas cautivas no es muy diferente de la que fue castigada, a menudo con penas de muerte, en los Juicios de Núremberg tras la Segunda Guerra Mundial.

La única esperanza que nos queda es que cuando acabe esta pesadilla trumpiana en Estados Unidos, Donald Trump y sus esbirros criminales del Departamento de Seguridad Nacional se vean también arrastrados ante un tribunal para hacer frente a las acusaciones de crímenes contra la humanidad por su maltrato a los inmigrantes, incluidos niños pequeños, así como por sus otros crímenes monstruosos.

David Lindorff es miembro fundador de la web ThisCantBeHappening!, una publicación colectiva digital, y ha participado en el libro Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion (AK Press).

Fuente: https://www.counterpunch.org/2020/08/18/gassing-immigrants-with-a-highly-toxic-industrial-disinfectant-in-detention/

 Foto: Nathaniel St. Clair

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