Por: Guadalupe Jover
La segregación escolar va por barrios y por titularidad de los centros, confirman recientes estudios. Pero no solo. Las políticas educativas están llevando la lógica del mercado también a los centros públicos, alentando en ellos la competitividad y la segregación.
“Mamá, ¿esto es un colegio?”. Un buen termómetro para calibrar la magnitud de la desigualdad educativa en España son las instalaciones deportivas de sus centros. La pregunta reproduce el asombro de uno de mis hijos – 6 o 7 años entonces- al llegar con su equipo de fútbol a un colegio concertado de la ciudad de Alicante. Campos y campos de fútbol, canchas de baloncesto, una piscina cubierta… El colegio era, sí, religioso, y a mi cabeza vinieron unas palabras del Evangelio: “Ay del que escandalizare a uno de estos pequeños…”. Porque había escándalo en las palabras del niño: una perplejidad a la que no supe dar respuesta.
Imaginaba, además, el asombro inverso: el de los niños y niñas crecidos en ese entorno, el del colegio aquel, en sus visitas a centros públicos como el de mis hijos, con unas instalaciones más bien modestas. ¿Cómo evitar la cristalización del clasismo, de una mirada que naturaliza las diferencias sociales y de derechos? En la escuela, lo ha dicho muchas veces Pedro Uruñuela, no solo aprendemos contenidos de esta o aquella materia, sino también y, sobre, todo modelos de convivencia.
En cuanto a las causas, de nuevo los informes ponen cifras a nuestro conocimiento empírico: la residencial, la doble red privada-pública, y las políticas educativas de cuasi-mercado que apuestan por la mal llamada “libertad de elección” y la competitividad entre centros. Las tres variables, inevitablemente, se entrelazan. Son muchos los barrios de Madrid con unas diferencias insoportables en la composición del alumnado en centros que apenas distan un puñado de metros.
¿Y los centros públicos? ¿Seleccionan también a su alumnado? ¿Compiten entre ellos? ¿Segregan, incluso, de puertas adentro? Resuenan en mi cabeza las palabras de mi amiga Mila. Andaban ella y su pareja conociendo los coles del barrio para escolarizar a la mayor de sus hijas, cuando la directora de uno de ellos esgrimió como argumento de calidad que en su colegio no había niños inmigrantes. Clasismo y racismo, sí, también en el corazón de la escuela pública.
“Hay que votar a favor del bilingüismo, porque, si no, nos vamos a quedar con el peor alumnado”. Aquel fue el pistoletazo de salida. La Comunidad de Madrid impulsaba el mal llamado programa bilingüe, que lejos de alentar una educación plurilingüe que partiera del reconocimiento del bilingüismo real de gran parte de su alumnado (cerca de una cuarta parte de mis estudiantes de este curso domina, además del castellano, otra lengua: árabe, rumano, búlgaro, etc.), se limitaba a utilizar el inglés como filtro de selección de las especies escolares. Aquellos que supieran más inglés recibirían algunas asignaturas en esta lengua -Historia, Biología, Música, Educación Física- y constituirían grupos especiales. ¿Y quiénes sabían más inglés? Naturalmente, y salvo contadas excepciones, aquellos que provenían de entornos socioeconómicos favorecidos y que habían tenido la oportunidad de acceder desde bien pequeños a academias, campamentos en inglés, viajes al extranjero o clases de conversación.
De entonces acá, la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid no ha dejado de sacar conejos de su chistera: los institutos de excelencia, los institutos tecnológicos, los institutos STEM. La apuesta de la LOMCE por “la especialización de los centros” ha hecho mella en los claustros, que compiten entre sí por colocar una placa nueva en la fachada del centro y atraerse el favor de las familias. Las reglas del mercado han alcanzado el corazón mismo de la educación pública, espoleadas por las políticas educativas de la Administración madrileña. Y así, en un mismo barrio, hay coles públicos de primera o de segunda, institutos de primera o de segunda, en función de los distintivos que ostenten (distintivos que han acabado por suplantar el proyecto educativo del centro, pues al fin da igual lo que en realidad se haga). Si además el criterio de asignación prescinde de zonificación alguna, la polarización no hace sino aumentar.
Capítulo aparte merecería la atención al alumnado con necesidades educativas especiales, víctima primera de nuestras prácticas segregadoras como consecuencia de la infradotación de recursos y de la dejación por parte de la Administración. Mucho ha de cambiar también la escuela pública para ser realmente inclusiva. Pero este -subrayémoslo- es un horizonte irrenunciable.
Todo esto sobreviene, no lo olvidemos, en un contexto de recortes, de sobrecarga lectiva del profesorado, de masificación de las aulas, de desmantelamiento de los equipos de Orientación. Ante esta realidad, algunos equipos directivos optan, y muchos de buena fe, por conformar grupos reducidos de “perfiles específicos” para atender con “metodología específica” al alumnado más vulnerable. Pero no es esta -a mi manera de ver- la solución. No puede serlo.
Un último apunte. Nunca entendí que la optatividad en la ESO lejos de ser una palanca de cohesión social y escolar fuera también un nuevo factor de segregación: ¿por qué imponer “Refuerzo de Lengua” a quienes suspendieron Lengua o “Refuerzo de Matemáticas” a quienes suspendieron Matemáticas, en vez de proponer grupos abiertos de “Taller de radio” o “Juegos de estrategia”- por poner dos ejemplos entre muchos posibles-, que podrían contribuir a solventar dificultades ayudando, además, a reducir la ansiedad o el tedio? La realidad es que, en la Comunidad en la que trabajo, las optativas acaban confinando de nuevo en los mismos grupos a determinado tipo de estudiantes de perfil homogéneo. Por no hablar del hecho de que las creencias religiosas del alumnado o sus familias puedan erigirse en criterio para separar a los estudiantes en unos grupos de otros. Hora es ya de sacar la religión confesional del currículo escolar.
Así las cosas, y por muy buena voluntad que el equipo directivo tenga para intentar preservar la heterogeneidad de los grupos, son demasiadas las variables que lo dificultan y aun lo impiden, abocando a una creciente e inadmisible segregación también a la escuela pública: segregación por género -el mal llamado fracaso escolar es predominantemente masculino, y hay por tanto muchos más chicos que chicas en los grupos de determinados perfiles-; segregación por origen geográfico y cultural; segregación por entorno socioeconómico.
Es nuestra escuela la que está fracasando. Y en este fracaso es a la Administración educativa a la que le cabe una responsabilidad capital.
Fuente e Imagen: https://eldiariodelaeducacion.com/blog/2019/10/29/la-escuela-publica-tambien-segrega/