Carmelo Marcén
Los elementos sencillos, menudos, pueden marcar la diferencia dentro de las aulas. Más allá de brillos tecnológicos o modas educativas, cualquier pequeño detalle resulta importante.
En la escuela abundan escenas sutiles que configuran el mundo de las relaciones, pero no se explicitan en la teoría educativa. Da la impresión de que cada día se lleva menos aquello de que “lo pequeño es hermoso” que escuchamos a E.F. Schumacher. Y, sin embargo, en lo sencillo y menudo -un esfuerzo en un momento concreto, un afecto a tiempo, una simple mirada, una explicación particular, una duda compartida- puede encontrarse implícita la grandeza de la educación.
Sucede lo mismo con algunas herramientas escolares. Nos servimos de ellas para enseñar y el alumnado las utiliza para aprender; nada más, no reciben ni una mirada de admiración o agradecimiento. El bolígrafo es una de estas. En tiempos difíciles del siglo XX fue parte activa del mundo escolar pues facilitó la conexión entre el cerebro y las manos para recoger físicamente lo aprendido, y dejarlo escrito para el recuerdo. Ahora sigue prestando sus servicios con humildad, arrinconado por los ordenadores y tabletas. No está de más recordar que fue el húngaro László Bíró quien lo patentó en 1938. La persecución nazi lo llevó de su país a Argentina, desde donde “los lapicitos a tinta Birome” llegaron a EE.UU. y ayudaron a las personas a relacionarse, pues permitían una escritura ágil, limpia y continua. El impulso de las marcas americanas (Reynolds y Parker) y, sobre todo, la francesa Bic, fue trascendental en su difusión escolar. Este progreso llegaba más tarde, en los años 60 del siglo pasado, a las escuelas españolas y aún compite con los imprescindibles lápices en algunas de Latinoamérica.
Con el tiempo se fabricaron con diseños elegantes y modernos, anatómicos, con diversos componentes plásticos y metálicos; un compendio de tecnología que deja fluir la tinta sin derramarse obedeciendo a leyes físicas. Aunque, tras utilizarlos, se comprueba que no son perfectos; se gasta la carga. La mayoría van directamente a la basura, no se pueden recargar o deberíamos visitar muchas papelerías y grandes almacenes si quisiésemos reponerla. La acelerada “sociedad del ahora mismo” desdeña lo todavía útil, aunque sustituirlo suponga un aumento considerable de materia y energía, además de provocar efectos contaminantes.
¿Acaso la escuela también? ¡Pobres bolígrafos, fuisteis sobrepasados por el consumo y solamente os valoran quienes sienten la hermosura de lo pequeño y no se ven deslumbrados por pantallas, que también acabarán yendo a la basura! En todas las aulas de España o América podríamos dedicar un rato a hablar de ti, de lo pequeño, a pensar por qué decimos aquí que fuiste una metáfora del progreso educativo. Este se escribe con pausada reflexión y con perseverancia, siempre con el mimo pedagógico de maestras y maestros que no se deslumbran por los brillos tecnológicos o las modas educativas y utilizan prácticas metodológicas adecuadas al alumnado que tienen delante; en donde cualquier pequeño detalle resulta importante, y nada es de usar y tirar.
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