¿Es realmente el feminismo el movimiento social más exitoso del siglo XX? Para pensar esta pregunta, las mujeres indígenas y afrodescendientes de la región han puesto puntos sobre las íes de la cuestión, empezando por dejar claro que no existe un feminismo, porque no existe un solo mundo. De la mano de ellas, en las últimas décadas el discurso feminista ha introducido riquísimos debates acerca de la urgencia de pensar nuestra emancipación como mujeres, pero en clave decolonial, abrazando un esencialismo estratégico. Este libro está dedicado al análisis de los sentidos de los derechos de las mujeres indígenas y afrodescendientes en el debate contemporáneo. El volumen aborda las distintas miradas con las que ellas interpelan el discurso del derecho moderno y la manera en la que éste interpreta y reformula sus reivindicaciones. Las luchas de resistencia de las mujeres indígenas y afrodescendientes tienen una fuerza fundamental, porque interrogan desde otra mirada el discurso colonial depredatorio. Sus aportes al entendimiento de nuestro presente nos invitan a construir un mundo que ponga en el centro de la reproducción social, no la dictadura del valor, sino la reproducción de la vida.
Autoría: Alma Guadalupe Melgarito Rocha. [Coordinadora] Ingrid Adriana Álvarez Osses. María José Balderrama Trenti. Diana Patricia Bonilla Rey. Solange Bonilla Valencia. Luísa Brandão Bárrios. Mirna Alejandra Bustamante Corona. Rafaella Sandoval Coxini Karajá. Magali V. Copa Pabón. Marina Correa de Almeida. Gloria Isabel Figueroa Gómez. Alejandra Marlene Gómez Barrera. Luisa Fernanda García Lozano. Alma Guadalupe Melgarito Rocha. Silvia Mendoza Mendoza. Luz Elena Mejía Romero. Karen Jeanette Reyes Badillo. Paulina Rodríguez Iglesias. Martha Isabel Rosas Guevara. Christianne Silva Vasconcellos. Adriana Antonio Segundo. Elsa del Valle Núñez. Rosa María Valles Ruiz. Maria Cristina Vidotte Blanco Tarrega. Laura Guadalupe Zaragoza Contreras. [Autoras de Capítulo]
Huetosachi, Chihuahua / Desinformémonos.Reunidas en una paraje de Huetosachi, donde los rarámuri defienden su territorio, mujeres de distintos pueblos indígenas hablan de sus dolores, de la defensa de la tierra, de su nuevo rol dentro de las comunidades, de los obstáculos que enfrentan, del racismo, machismo, de las violencias internas y externas, y también de sus esperanzas, su fuerza y sus desafíos.
Las anfitrionas son las mujeres rarámuri que tienen a su cargo el comedor y tienda turística dentro del concepto “Experiencias rarámuri”, en el que el turista se incorpora de manera respetuosa al conocimiento de su y las artesanías de su pueblo. Un proyecto que une a un grupo de diez mujeres entorno a no sólo a la generación de recursos, sino a la puesta en marcha de otro futuro posible, en el que ellas, al menos en ese lúdico espacio de sabores, colores y juegos, son las que ponen las reglas.
Primero defendieron la tierra que les corresponde, y después todo lo demás. Habla la gobernadora de Huetosachi:
En la comunidad soy gobernadora. La gente me eligió para ayudarle. Lo hago por la comunidad, por las personas. Tengo que ir a reuniones, dicen que porque me pagan, pero no.
Cuando teníamos 18 años, éramos unas niñas, no sabíamos nada ni cómo. María, mi prima hermana, salió a buscar a quién nos asesorara. Ellos nos dieron palabras, porque nosotros no sabíamos hablar ni entendíamos. Fuimos aprendiendo a defender el territorio. Llevamos 15 años peleando. Antes nos cerraban el camino, nos ponían un candado para que no entraran los carros.
Vivíamos muy tristes. Ahora ya ganamos la mitad. Fuimos a varias partes, fuimos a México en caravana. Platicamos con compañeros que viven en otras comunidades. Defendemos la tierra que nos dejaron nuestros abuelos y por los hijos que están creciendo. Si no defendemos, a los hijos les va a tocar sentir ese golpe que nos tocó a nosotros.
Antes aquí era un rancho, vivían 18 personas. Ahorita los jóvenes ya hicieron sus casas y somos 40 personas ya, pero viven muy retirado porque buscan dónde sembrar, dónde hay agua de manantiales. Nos gusta vivir así, escondidos. Muchos de los que visitan dicen que no hay gente, pero más adentro del camino hay muchas casas, porque a los rarámuri nos gusta vivir en los bosques, donde no nos pega el aire.
Cuando ganamos el territorio llegó el proyecto de la cocina. De ahí vino el salón comunitario. Tenemos una escuela y kínder también. Ya tenemos cuatro años trabajando.
Recibimos pocas personas porque a veces andamos ocupadas y salimos. Somos diez mujeres organizadas en una cooperativa. Los que estudiaron salieron a trabajar, pero regresan”.
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Las diferencias con los hombres, sus esposos y padres, no son pocas, como no lo son en ninguna parte. Pero aquí ellas han ido al frente de la defensa de estas tierras. Desde febrero de 2014, de acuerdo a información de Consultoría Técnica Comunitaria AC (CONTEC), que las ha acompañado en el camino legal, “se declaró a los integrantes de la comunidad indígena como legítimos propietarios de 253 hectáreas, identificadas con medidas y colindancias. También se otorgó a la comunidad una servidumbre de paso”.
Del proceso de recuperación y de su organización, habla otra de sus compañeras:
Como los señores de la casa no quieren defender esto, tenemos que hacerlo nosotras las mujeres. Empezamos tres, cuatro mujeres, y después conformamos el grupo de diez. Buscamos capacitaciones para poder capacitar a la comunidad, no solamente a las mujeres, sino también a los jóvenes, a los niños, y a la comunidad en general.
Es mucho arriesgarse cuando tienes que ir a hacer un trámite a Chihuahua o a otro lugar porque es también enfrentarte sola con muchos problemas, como el racismo y la discriminación. En las oficinas vas a encontrar no a mujeres que te atiendan, sino a hombres, y sientes ese peso. Y si va alguna compañera que no conoce el caso y te ve entrando a una oficina con puros hombres va con el chisme a la comunidad y te enfrentas con otros problemas.
Hay veces en las que se pregunta una si le sigue o no le sigue, pero sientes el respaldo de las otras compañeras y de la comunidad y dices «si me van a estar apoyando, tenemos que continuar». Hemos trabajado mucho la violencia de género, porque a algunas compañeras les ha tocado recibir golpes de los hombres porque no llegan a tiempo a casa, porque se tardaron dos o tres días. Tenemos que empezar desde ahí, que entiendan que no es ir a una fiesta, sino a buscar maneras de que se nos reconozca y se nos respete.
También nos han tocado casos de que nos preguntan para qué queremos todos esos pinos si tenemos muchos, si cuando nos muramos no nos los vamos a llevar. No nos los vamos a llevar pero son los que nos ayudan a mantener buenas nuestras tierras, a tener agua, ahí seguirán nuestros hijos y nuestros nietos, no es para nosotros. Nos hemos fijado que muchas veces desde fuera a todo le ponen precio, hasta a una piedra.
Estamos defendiendo el territorio porque nos talaron todo. Llevamos cuatro años en la lucha y estamos recuperando esa parte y haciendo trabajos comunitarios, plantando árboles. No se nos paga el trabajo, pero el trabajo es para la comunidad.
Es complicado y no todas las mujeres nos animamos a esa lucha, muchas veces dicen que es cosa que tienen que hacer los hombres, pero no. Muchas veces somos las mujeres las que tenemos que enfrentar esas cosas. Ellos están apoyándonos, pero no dicen que irán a tomar las capacitaciones. Nosotras lo compartimos.
Muchas veces para el transporte batallamos, las que tenemos hijos los tenemos que dejar solos en las comunidades, a veces hasta una semana. Es la preocupación de saber qué está pasando en la comunidad, y son cosas que también desaniman a otras. Pero ver a las mujeres que hay en otros lugares nos da fuerza, y decimos que si ellas pueden nosotras también. Compartimos conocimientos y las luchas que han seguido muchas mujeres decimos que si ellas pueden nosotras ráramuri por qué no podemos hacerlo también.
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La potente voz de las anfitrionas da paso a una cadena de testimonios sobre la vida de la mujer indígena en otras geografías. El encuentro se convierte en un espejo que las fortalece.
De la tribu yaqui, procedente de la comunidad Loma de Bácum, se escucha esta historia de violencia, amenazas y fortalezas:
Para nosotras como mujeres de la tribu yaqui, cuando decidimos tomar acción en la defensa del territorio implicó compromiso pero también la responsabilidad de no dejar la lucha tirada. Si iniciamos algo no podíamos dejarlo. Hubo violencia, hubo desprestigio, tuvimos amenazas y los hombres nos señalaban. Decían a los medios que éramos cinco mujeres argüenderas y que no pasaba nada, que sólo queríamos llamar la atención. Pero nada de lo que queríamos decir como mujeres en la lucha ni tampoco de nuestra autoridad tradicional salía en los medios.
Decidimos usar toda la información que ellos pusieron en los medios de comunicación contra nosotras, y con las herramientas de Marabunta Filmadora hicimos un pequeño video. Así pudimos parar de alguna manera el desprestigio y lo que estaban diciendo. Hicieron ellos videos en contra nuestra diciendo que teníamos nexos con el narco y que por eso no queríamos que pasaran el gasoducto por ahí.
Teníamos un poco de temor porque algunos hombres nos habían enviado mensajes de que si no salíamos de la lucha nos iban a violar. Pero algunas mujeres empezaron a decir «ah, pero yo quiero que me viole ese», y los hombres dejaron de decirnos eso. Nos querían amedrentar. Había cinco mujeres principales, pero habías más atrás de nosotras y ellas fueron las que dijeron «si las quieren violar, a mí también, y quiero que sea este», y pararon con eso ellos.
Fue usar todo lo que decían ellos y convertirlo de alguna manera en positivo. Tuvimos que demostrar con pruebas y videos a los que apoyaban que pasara el gasoducto por nuestro territorio, que eran la mayoría, lo que ellos nomás rechazaban con palabras. Lo hicimos en apoyo a nuestra autoridad. Antes ya estábamos en las asambleas, pero no nos preguntaban nuestra opinión. Eso lo logramos.
Y aquí la voz de la mujer nahua de Tlaola, Puebla, defensora de sus derechos y constructora de alternativas. El racismo y el machismo versus el trabajo comunitario.
A mí me daba muchísima vergüenza asumirme indígena, yo decía que no lo era. Sufrí violencia por mi color de piel, por mi tamaño, por la manera en la que hablaba. Pero tuve el privilegio de que gracias a todo lo que hizo mi mamá pude estudiar una carrera universitaria y me fui a la ciudad, y ahí me sentí perdida, porque no sabía quién era. En ese momento dignifiqué a mi mamá y su lucha, abracé todo ese dolor.
Hemos trabajado a nivel familiar todos esos dolores que nos tocó vivir como mujeres indígenas y como mujeres que hacen cosas diferentes y a que al pueblo le enoja muchísimo. Los hace sentir mucha furia que unas mujeres indígenas, una «indias ignorantes», estén trabajando un montón de cosas en la comunidad. Es una violencia para la que muchas veces las mujeres indígenas no estamos preparadas. Por eso tenemos que sanar, porque esa violencia es avasalladora y por eso muchas mujeres abandonan la lucha.
Entendí que el hecho de que yo estuviera en la universidad era gracias a que mi mamá me dejó unos días para irse a su taller y a sus pláticas sobre derechos. Ella siempre decía que estaba abriendo camino para las que venían atrás de ella, y yo iba atrás de ella. Ella tiene claro que hay muchas cosas de las que ha soñado que ya no va a ver ni a disfrutar, pero siente mucha paz consigo misma de que lo que hizo en la comunidad en el futuro valdrá la pena.
Para todas las mujeres que defendemos y trabajamos de manera comunitaria esto no es algo que hagamos para nosotras mismas. Aprendimos que es nuestra responsabilidad el cuidado, y llevamos ese cuidado no sólo a la familia, sino también a la comunidad. Es un cuidado colectivo. Hemos creado muchos procesos que van liderados por mujeres, pero no es que ahora queramos ser las nuevas caciques de Tlaola o ser las nuevas ricas o las que decimos «muerte a los machos». No queremos mandar, sólo queremos un poco de justicia y que ellos tengan un poco de conciencia.
Las mujeres mayas de la Península de Yucatán hablan de la vida y su defensa, de la discriminación, del autocuidado y de la identidad
Para nosotras es importante reforzar los derechos porque da a paso a entender por qué necesitamos defender el territorio. En el caso de nosotras, somos puras mujeres indígenas, algunas somos neurodivergentes y hemos sufrido algún tipo de violencia, discriminación, abuso y violación. Todo esto nos une y nos hace discutir si el feminismo o la sororidad va con nuestro contexto y nuestra forma de ver la vida.
Nos dimos cuenta de que teníamos reconocer que nos faltaba muchísimo por sanar para defender a otras mujeres. Porque si vamos a defender a otras mujeres y no hemos sanado ni analizado lo nuestro, terminamos muchísimo peor emocional y físicamente. No podemos maternar a todas las mujeres ni salvarlas. Es importante poner límites en nuestro trabajo y en el autocuidado en el sentido político. Hemos tenido reuniones con el gobierno y a veces tardan un montón de horas, y comprendimos que nos quieren cansadas para que ya no sigamos luchan ni participando en espacios políticos.
Nosotras también usamos nuestra vestimenta, que es el hipil, y lo hacemos en el sentido político, porque eso nos visibiliza en una forma en la que reconocemos nuestra identidad y la herencia de nuestras ancestras. Eso hace que las niñas y las juventudes nos vean como un referente de que también se puede ser profesional, indígena y luchar por algo vistiendo tu vestimenta, reforzando tu identidad y tu lengua.
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Del pueblo maya quiché, se escucha la voz de la mujer que lucha, no sin dolores, y que asume que hay que cambiar, aprender y transformar.
Defender el territorio como mujer implica muchas emociones y necesidades. Ser una mujer maya quiché, asumir espacios de organización o de esto que le dicen liderazgo, ser cabeza a veces para abrir brechas y empezar procesos, implica de nosotras mucha energía y mucha tenacidad.
Ha implicado bastante violencia, en la casa para empezar. Los primeros espacios donde limitan tu quehacer están en la propia familia, en las comunidades, diciendo que estas cosas no son para que las hagan las mujeres. A mí me han dicho que debería estar mejor aprendiendo a cocinar y no estar molestando con mis preguntas.
Ha sido un proceso de fortalecernos entre otras mujeres que estamos avanzando y nos preguntamos muchas cosas sobre los roles impuestos en nuestras casas y en la comunidad. Ha sido revelarnos de ciertas formas y marcar límites en espacios de organización comunitaria, invitar a la reflexión a los compañeros y compañeras sobre las formas en las que nos tratamos y reproducimos violencias.
En los últimos años ha sido un proceso de sanación política, por ser una mujer maya que ha decidido y optado por un proceso de justicia con sus propias manos, en medio de vivir en un estado capturado por mafias y grupos violentos. Es encontrarnos con las abuelas, con la sanación, con el fuego, con la espiritualidad, como un sostén político importante de nuestro quehacer.
En este tiempo de violencia patriarcal, de este momento de despojo del territorio, sanarnos es hacernos justicia. Es poder ayudarnos a levantarnos y tomar energía de la tierra para caminar y abrazarnos con otras mujeres. No existimos en la individualidad, somos posibles y somos resultado de las luchas de otras que avanzaron un montón antes que nosotras para abrir brechas que nosotras tenemos que ensanchar, para que más vengan, para que las más niñas participen y tengan oportunidad de hacer preguntas.
Para mí ha sido una alegre rebeldía ser una mujer maya quiché, pero esto ha venido acompañado de una serie de aprendizajes que varias veces han tenido que pasar por situaciones duras para poder cambiar, aprender, transformar.
Y desde la Sierra Sur de Oaxaca, llegó la voz chontal que habla de autonomía, libre determinación, derechos y, también, de la doble lucha que tienen que enfrentar como mujeres.
Para las mujeres chontales en la Sierra Sur de Oaxaca, defender el territorio tiene que ser por el sentido de pertenencia que se tiene con la tierra, con la montaña, con ser parte de esa comunidad. Partiendo de ahí, de la relación que tenemos las mujeres con nuestra comunidad y la raíz de donde nacemos, el territorio es algo que nadie nos puede quitar ni negar, ni los hombres tienen derecho a decirnos que no podemos sentir eso con la Madre Tierra, con los ríos, con la montaña, con el aire o con los animales.
Esto podemos traducirlo al otro derecho reconocido de la libre determinación, y que esto se lleva a la autonomía de cómo cada comunidad, no sólo cada pueblo, ejerce su autonomía a través de las instancias e instituciones. Es cómo se vive y cómo se hace que las mujeres podamos decir que esto es nuestro, de aquí somos y lo vamos a defender.
Desde la chontal estamos convencidas de que somos parte desde dos luchas, la lucha que se libra al interior de la comunidad como mujeres, y la lucha que libramos allá afuera frente al Estado y las instituciones. Librar esta lucha al interior de las comunidades en un contexto en el que las mujeres tenemos una condición desigual trae muchas implicaciones, como la violencia en todas sus modalidades, la ausencia del derecho a tener una titularidad sobre la tierra comunal y a ser parte de ella, a heredar en la práctica comunitaria la tierra, a tener voz y voto en las asambleas comunitarias tanto municipales como agrarias.
En ese contexto también a las mujeres nos toca la mayor parte del cuidado y de la crianza, de todo lo que hay en la vida comunitaria. En las comunidades chontales, cuando se habla del proceso ya más regional de defensa del territorio frente a un proyecto minero, a las mujeres les atraviesa la pregunta «¿qué es eso de la minería?, ¿por qué hablan de extractivismo?, ¿por qué hablan de despojo?».
Hablan de que tenemos derecho a la libre autodeterminación, a la autonomía, que tenemos derechos como pueblos. Preguntan qué va a pasar, si nos vamos a quedar sin agua, qué significa eso, que tenemos que defendernos e interponer un amparo. Eso para las mujeres implica hacer frente a todas esas violencias pero también a aprender otros conceptos, otra información.
Es aprender qué significa extractivismo, qué dicen las legislaciones en relación con los derechos de los pueblos indígenas, dónde se interpone un amparo, tomar el micrófono para dar una palabra y exigir, pararse frente a un juez, estar en una audiencia. Todo esto forma parte de la defensa del territorio para las compañeras, aprender estas herramientas y echar mano de todo lo que hay.
También es librar la lucha interiormente como mujeres, nuestras inseguridades y miedos, cómo vamos a negociar con nuestros compañeros y la asamblea para salir de la comunidad, de nuestras casas, cómo le haremos con los nenes. Implica muchas tareas. Recuerdo que cuando interpusimos el juicio de amparo hubo compañeras que tuvieron que ir con sus bebés a las audiencias, porque también estaban librando otras luchas para el reconocimiento de sus derechos agrarios y que pudieran ser comuneras, tener voz y voto en la asamblea y ocupar cargos comunitarios.
Se han creado algunas instancias al interior de la comunidad, donde las mujeres tienen un papel de coordinar y convocar a otras compañeras desde la comunidad, y construir los derechos propios, más que sólo tomar los que ya están colocados en las legislaciones nacionales e internacionales. Desde las mujeres se empiezan a crear estos derechos propios basados en cómo queremos que se nos reconozca, que se nos respete en la comunidad.
Esto ha implicado abrir un costalito en el que se han dejado ver muchas cosas. Cada compañera se ha ido descubriendo en la capacidad y en la potencialidad que tiene con relación a cómo coordinar una asamblea, tomar fotografías, hacer videos, presentarse ante una instancia para exigir sus derechos.
*Encuentro convocado por el Fondo Christensen, en la Sierra Tarahumara, junio de 2023.
Dos mujeres dirigen una organización que en 2004 empezó con un huerto escolar para alimentar y nutrir a los niños y más tarde tuvo también una posada turística. Durante la pandemia, la agricultura familiar les permitió dar de comer a sus familias y se convirtió en fuente de ingresos por medio de la venta a domicilio de productos orgánicos.
Leticia Martínez y Rosibel Quintero, dos mujeres indígenas de la Comarca Naso Tjër Di, en Panamá, fomentan el fortalecimiento del liderazgo femenino desde la niñez y la adolescencia con el objetivo de cambiar normas culturales que por años han relegado a las mujeres al cuidado del hogar y la familia.
En 2004 empezaron un proyecto que fue creciendo y pasó de ser un huerto escolar para alimentar a los estudiantes a un huerto comunitario y posada turística que les brindó una fuente de ingresos.
La llegada del COVID-19 las obligó a reorientar estas actividades e hizo de la agricultura familiar un medio de vida frente a la falta de ayuda económica.
Pulsa aquí para leer la historia de Leticia y Rosibel.
En el marco de la campaña impulsada por el Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”: “Mar de agravios, Montaña de quebrantos”, se documentaron 25 casos de feminicidios, 30 de violencia sexual, 180 de violencia familiar y 100 de violencia económica. El confinamiento obligado por la pandemia, exacerbó la violencia intrafamiliar, mientras que las autoridades encargadas de investigar los delitos y administrar justicia, dejaron en estado de indefensión a las mujeres indígenas, al cerrar sus puertas.
El estado de Guerrero cuenta con dos alertas de género focalizadas en 8 municipios. En la región de la montaña sobresale la ciudad de Tlapa, donde se han consumado la mayoría de feminicidios. Desde el primer caso que documentamos en el 2006, de una niña Nahua de Temalacatzingo, Municipio de Olinalá hasta el mes de junio del presente año, hemos registrado 76 feminicidios. La ausencia de justicia para las mujeres indígenas es abismal. De estas historias trágicas solo existe una sentencia condenatoria por este delito. La luchan es desigual, porque las familias enfrentan un aparato de justicia burocratizado e insensible, sin embargo, no sucumben ante las adversidades. Con el apoyo de organizaciones de mujeres se ha logrado ejercer presión a los jueces, para que juzguen con perspectiva de género y pongan a salvo sus derechos.
La violencia contra las mujeres indígenas se ha arraigado en los municipios más pobres. En Cochoapa el Grande, el ambiente que se respira es adverso, porque la misma presidenta municipal y la sindica procuradora, criminalizan a las mujeres. Son encarceladas por atreverse a denunciar a sus parejas, después de este agravio las obligan a regresar a su domicilio conyugal. Si se deciden a interponer denuncias, las obligan a devolver el dinero que sufragaron para el pago de la dote. Sin ninguna consideración humanitaria ni jurídica, les arrebatan la custodia de sus hijos; les imponen multas onerosas y difunden fotografías en los medios locales para denostarlas. Lo más grave, es el involucramiento de funcionarios públicos en la desaparición de las mujeres. La colusión que se ha establecido entre elementos de la policía con el crimen organizado, son el nuevo sello de los gobiernos municipales. Dejan en manos del sicariato, la responsabilidad de garantizar seguridad a la población.
Las acciones criminales se han recrudecido porque no solo se atenta contra la vida de una mujer, si no que desaparecen y asesinan a madres e hijas. En algunos casos han quemado sus cuerpos. En otro caso, se consumó una violación tumultuaria, donde participó el esposo. De forma brutal violaron y mataron a la esposa, a martillazos, dejando a su pequeña hija sobre el charco de sangre.
La violencia contra las mujeres se profundiza por la inacción de las autoridades, por su complicidad con los criminales y por el patrón de impunidad que persiste en el aparato de justicia del estado. Las pocas denuncias que se han interpuesto se mantienen estancadas. Le cargan toda la responsabilidad a los familiares para que indaguen el móvil del feminicidio. Los desgastan con trámites burocráticos para que se desistan en su exigencia de justicia. No cuentan con asesores jurídicos ni con peritos intérpretes. El personal de la fiscalía, en lugar de tomar en cuenta el estado de indefensión de las mujeres y el contexto de violencia que persiste contra ellas, ponen en duda sus declaraciones. Se coluden con los abogados particulares de los perpetradores.
No solo los agentes investigadores de la fiscalía se prestan a estas marrullerías, también hay jueces que se han amafiado con abogados para vender la justicia al mejor postor. En esta cultura machista, los funcionarios municipales toman partido por los hombres; en las agencias de los ministerios públicos, las mujeres son revictimizadas, y en los juzgados, la autoridad judicial tuerce la ley en favor de los perpetradores. La jauría de abogados particulares son los mejores aliados para negociar los delitos. Se encargan de investigar a los clientes para ver si cuentan con solvencia económica, sobre todo si hay algún familiar en Estados Unidos. Saben que las remesas son garantía para satisfacer las pretensiones de quienes procuran y administran justicia.
El caso de Angelica, indígena Na savi, que se casó cuando estudiaba la secundaria, es una muestra de la corrupción que persiste entre los jueces. Ella procreó una niña y un niño. Durante tres años soportó el maltrato de su esposo, quien la dejó en la casa de sus padres, con el pretexto de que trabajaría como jornalero agrícola. Se ausentó por dos años, y se desentendió del cuidado de los hijos. A su regreso la situación empeoró por el alcoholismo de su esposo, al grado que la violencia se agudizo. Angelica no tuvo otra alternativa que defenderse ante la agresión constante de su pareja. Los suegros en lugar de apoyarla se fueron contra ella y cuando se defendía de la agresión de su esposo, sus padres se metieron y la tundieron a golpes. La corrieron de su casa y le quitaron a sus hijos.
Cuando pidió apoyo legal, su esposo la acusó de robo por la cantidad de 48 mil pesos y otros objetos de valor. El único interés de Angelica era recuperar a sus hijos y buscar un lugar seguro donde vivir. Ante la imposibilidad de que el juez civil de Tlapa la escuchara, Angelica sintió que su denuncia seria ignorada. Supo que su pareja había contratado a un abogado particular, quien se dio el lujo de comentar cuánto le había pagado al juez para ganar el caso.
En su lucha por recuperar a sus hijos, el juez ordenó que Angelica dejaría de ver a sus hijos porque los maltrataba. Nunca imagino que por defender a sus hijos estaría en riesgo su libertad. En el ministerio público agilizaron la denuncia de robo con el fin de encarcelarla, mientras tanto el juez familiar, otorgó medidas cautelares a favor del esposo. Son muy significativa las palabras sencillas y contundentes que expreso en su lengua materna, sobre la mala actuación de los jueces.
“A los jueces no les importa si los niños lloran. Cuando los separan de su mamá o su papá, no les interesa porque no tienen sentimientos. Se burlan de nuestro dolor y se aprovechan de que somos pobres y no hablamos bien el español. Como madre he demostrado en estos años el gran amor que tengo por mis hijos y por eso, ya no permití que me siguieran golpeando. Preferí salirme de la casa para ponerme a salvo y proteger a mis niños. Sin embargo, esto no toma en cuenta el juez. Solo tiene ojos para ver el dinero. No le importa que una madre esté llorando por sus hijos, ni le duele decir que me los quiten, porque no tiene corazón y tampoco parece que sea humano. Solo tiene interés por el dinero”.
La lucha de las mujeres indígenas se da a flor de tierra, con sus pies desnudos, pero con el corazón por delante. No podrán expresarse en español, pero en su vida cultivan los mas altos valores del respeto por las leyes y por los derechos de sus hijos. Están dispuestas a enfrentar la violencia de su esposo y la misma violencia que ejercen las autoridades. Saben que está en riesgo su vida, y muchas de ellas han sido víctimas de estas atrocidades por la indolencia y la postura delincuencial que tienen los funcionarios públicos municipales, las autoridades ministeriales y los mismos jueces. Angelica a sus 22 años ha demostrado tener la fuerza para enfrentar al aparato de justicia del estado, que pisotea sus derechos y esquilma a los más pobres. El juez le ha ordenado que le quiten a sus hijos. Para Angelica esta decisión arbitraria no es definitiva, seguirá dando la batalla.
Las múltiples luchas de las mujeres florecen en el movimiento social de mayor potencia de inicio de siglo. Aunque no todas comparten la visión del feminismo, no cabe duda que la mujer es el motivo, inspiración y motor.
Tuve una sensación cuando me hizo la pregunta. Me cuestioné a mí misma si necesitaba ser feminista para impulsar la voz de las mujeres ante una disparidad monumental en la narración de los hechos históricos vistos desde el periodismo. Es ahí donde encontré la justicia.
Seis años antes de esta entrevista, mi papá me regaló El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Estaba por entrar a la Universidad.
Al recordar esa sensación durante la entrevista con Andrea, pienso que ahora se ha vuelto una moda relacionar el feminismo al mostrar los naturales vellos en las cuerpas femeninas. Pero en mis años de estudiante me veían como a un escarabajo tornasol, con extrañeza.
Cuando hojeaba El segundo sexo, ya tenía discusiones candentes con tías conservadoras que me exigían depilarme las axilas. Claramente, yo me sentía cómoda con mis vellos y los exhibía en reuniones familiares. Una lucha por la cuerpa misma.
¿Necesito ser feminista para entender que si salen vellos es por algo y yo decido si los dejo o los quito?
No lo sé, algunas llegaron por ese camino.
Recuerdo estos pasajes porque leí este tuit:
Tal vez fue hasta el #MeToo que entendí que mi diferencia principal con el feminismo es el enfoque individualista que lo caracteriza. Yo no percibo el cambio sin lo colectivo. Que la postura crítica sobre la blanquitud que Valeria Angola señala tiene que ver con su creación como ideología. Enfoca desde la afrodescendencia.
Y es que en el comienzo del feminismo era más fácil identificar algo que unificara la lucha de la mujer, por el voto, por los derechos laborales, civiles y hasta humanos que nos han sido negados.
Hoy vivimos un movimiento de mujeres muy grande. Se desborda. Muchas lo llevan a cabo a través del feminismo. A muchas otras no las convoca. Y eso no quiere decir que no luchen por las mujeres.
Vemos muy claramente con las mujeres zapatistas que han llevado a cabo un reordenamiento profundo del tejido social, cuyo ejemplo es el impulso para las mujeres indígenas en todo el país, y el mundo, desde el enfoque de la triple discriminación: por ser mujer, por ser indígena y por ser pobre. La lucha de las mujeres zapatistas siempre ha sido desde la colectividad, desde sus comunidades.
Primer encuentro de mujeres que luchan en el caracol zapatista de Morelia. Foto: Daliri Oropeza
Eso lo entendí seis años después de intercambiar aquel libro de El segundo sexo de Beauvoir con una mujer en Oventik, en los Altos de Chiapas.
Las mujeres zapatistas, al realizar una actividad política activa en el Ejército o como promotoras, subvertían la principal opresión del tiempo Colonial. Lo que Aura Cumes señala como momento en que queda trunca la deliberación interna en las sociedades indígenas, pero previo a esto hay registros de mujeres en todos los niveles de la sociedad como gobernantas, sacerdotisas escribanas, comadronas, médicas, músicas.
“Las mujeres fueron sometidas sistemáticamente”, dice Cumes en el ensayo Cosmovisión maya y patriarcado al enfatizar que la colonización construyó una división jerárquica entre mujeres y hombres.
El que vivimos hoy es un movimiento de mujeres con muchísima fuerza por las distintas luchas que se acompañan, aunque también hay tensión.
Al feminismo también lo quieren volver institucional, descafeinado y también con motivos del poder hay quienes se vuelven feministas, y también vemos que por motivos de género hay una disputa por el poder.
Eso no le quita la relevancia al feminismo como pensamiento de nuestra época. Sin embargo, vale la pena abonar a su reflexión crítica y ver en sus diferentes enfoques su fortaleza, desde el feminismo negro, decolonial, comunitario, interseccional, radical, socialista, disidente, marxista, de la igualdad, de la diferencia, anarquista. O también detectar feminismo libera, como ha sido nombrado, pero que excluyen en vez de tejer.
En esta apertura de narrativas, de cohesión, es más difícil que entre la derecha o la blanquitud, que suelen ser verticales. Donde no solo se etiquete con el feminismo, sino que encuentre en las diferencias un modo de impulsar todas las luchas de las mujeres.
¿Desde dónde dan la lucha por las mujeres?
Desde que estaba en medios tradicionales procuraba buscar la voz de las mujeres, y hasta la fecha sigue siendo parte característica mi trabajo, en donde intento que, por lo menos, haya voz de una mujer en la mayor parte de lo que hago. A veces no se puede y no lo voy forzar. Así es la realidad. Cuando sí, las impulsamos y se vuelven medulares para provocar cambios en el tejido social.
Al machismo aún presente en sus comunidades, se suman la falta de educación sexual, el acoso de profesores, las trabas para denunciar y el maltrato del personal de salud hacia las jóvenes indígenas que enfrentan la violencia sexual desde la niñez.
«A veces por necesidad las chicas tienen que ir a trabajar afuera. Entonces ahí es donde sus patrones o sus jefes se aprovechan de ellas. Muchas veces los padres piensan que nosotras tenemos la culpa», cuenta ‘Rosa’, una joven yanesha de 19 años. Ella habita en la comunidad nativa Ñagazu, en Pasco, región del centro del Perú. De acuerdo al ‘Reporte Nacional sobre la situación de violencia sexual y embarazo forzado en niñas y jóvenes indígenas‘ del Centro de Culturas Indígenas del Perú (CHIRAPAQ), en 2019 las niñas indígenas de Pasco solo interpusieron denuncias por violencia sexual en 50% de los casos.
En la experiencia de ‘Rosa’, los padres no apoyan a las adolescentes que sufren una violación. Peor aún, las castigan. “Es algo que al escuchar las demás, también da miedo. Piensan que sus padres van a actuar igual”, explica. Ese es solo uno de los obstáculos que enfrentan las niñas y jóvenes indígenas para obtener justicia.
El costo de denunciar
Pese a las diferencias que existen entre las comunidades indígenas de nuestro país, todas comparten una constante: trabas para interponer una denuncia formal, más aún en casos de violencia.
‘María’ tiene 26 años y se identifica como mujer indígena quechua. Nació en el distrito de Cayara, Ayacucho, pero se mudó a Huamanga para estudiar. Ahí, hizo sus prácticas en psicología en un centro al que acudían mujeres de zona rural que habían sufrido violencia. “Terminan abandonando sus demandas porque dicen ‘es muy lejos, gasto pasaje, con quién dejo mis animales’ y dejan el caso”, comenta.
Desde Pasco, ‘Rosa’ observa una situación similar. En su comunidad, el primer paso para reportar casos de violencia es reportarlo al jefe y elaborar un acta. Es posible que se sancione al presunto agresor, o que se le perdone. Cuando hay varios antecedentes, el caso pasa a la Defensoría Municipal del Niño, Niña y Asolescente (DEMUNA) o al Centro de Emergencia Mujer (CEM).
«¿Qué pasa si el jefe de la comunidad en vez de apoyarnos solo lo archiva? Ellos piensan que es un gasto, que mejor es no gastar nada. Y las entidades responsables muchas veces no logran aconsejar a las jóvenes qué hacer cuando sucede un caso de violencia sexual», cuenta.
Este año se presentó ante las Naciones Unidas el caso de ‘Camila‘, una niña indígena que quedó embarazada por continuas violaciones de su padre. En lugar de protegerla, una fiscal la acusó de provocarse un aborto y abrió una investigación donde Camila fue revictimizada una y otra vez.
Por situaciones así, la activista indígena Gladis Vila sostiene que no son solo el tiempo y el presupuesto lo que desaniman a las víctimas de denunciar. También es la desconfianza en el sistema judicial. «En muchos casos, finalmente la instancia declara la denuncia improcedente. Entonces, ¿has hecho tanto para qué? Estos ejemplos hacen que nadie más quiera denunciar», explica.
Cuando el agresor está en las aulas
‘Pierina’ tiene 18 años y es una joven asháninka de la comunidad de Cushiviani, Junín. En el colegio, fue testigo de cómo profesores se acercaban a sus compañeras, hacían comentarios sobre sus cuerpos e incluso las invitaban a sus casas. También a ella le sucedió.
«Me hacía gestos que no me gustaban para nada. Traté de ignorarlo, hasta que una vez me dijo que pasara a su salón, donde no había nadie. Le dije ‘no profesor, yo no’. ‘¿Te vas a asustar? No te va a pasar nada’, me decía. Desde esa fecha, no me quiero acercar. No lo saludo, no me importa que me diga mal educada», señala.
Además de esos incidentes, ‘Pierina’ cuenta que el profesor le envía mensajes por redes sociales. Ella guarda las conversaciones y le contó a su mamá. «Si en algún momento él me baja las notas, yo lo denuncio. Hago mi denuncia por escrito», asegura.
No se trata de un caso aislado. Pero, como consta en el reporte nacional elaborado por CHIRAPAQ, la mayoría de estas situaciones se normaliza y la única alternativa que se le da a las adolescentes es que ignoren o eviten a los profesores.
En 2001, Gladis Vila acompañó la denuncia contra un profesor acusado de violar a 72 niñas en un colegio de Huancavelica. “Muchas mamás me decían: “mejor no digamos que mi hija ha sufrido eso, ¿porque quién va a querer casarse con mi hija si ha sido violada?”, cuenta. Para ella, lo más decepcionante del caso fue que después de tanto esfuerzo, la única sanción que recibió el docente fue administrativa.
“Lo único que hacen es sacarlo del colegio. Y hemos encontrado docentes que han hecho lo mismo en varias comunidades, son reincidentes, pero eso nadie lo ve”, indica Vila. Así, solo algunos casos son sancionados por el Ministerio de Educación y difícilmente llegan a tener una sanción penal.
Educación sexual ausente
Cuando ‘Pierina’ estaba en cuarto de secundaria, una de sus amigas quedó embarazada. En el colegio, los profesores bromeaban sobre los métodos anticonceptivos que podían usar. «Un profesor nos decía ‘Abstenerse chicos, abstenerse. Nada, nada, nada. Ese es el mejor método’», relata.
‘María’, joven quechua de Ayacucho, estudió en un colegio religioso. Recuerda que ahí el discurso se centraba que como mujeres se tenían que comportar, pero una vez acompañó a una amiga cuando se iba poner una ampolla mensual y aprovechó para hacer preguntas a una obstetra. «La experiencia no fue buena. Te hacen sentir como que por qué tú estás pidiendo esa información siendo tan joven», explica.
Sin una guía, las adolescentes embarazadas también reciben mal trato por parte del personal de salud. “Cuando mi compañera dio a luz, en el hospital le dijeron ¿Ya ves por estar con tus locuras? y le empezaron a hablar así ¿ves? Por andar en esto, haciendo esas cosas, ¡ay los adolescentes! decían”, cuenta ‘Pierina’. La joven asháninka conoce casos en los que se discriminaba a personas de su comunidad por hablar en su lengua. “‘Habla bonito que yo no te entiendo’, les gritaban”.
En casos de violación sexual, las niñas y adolescentes deben recibir el kit de emergencia que contiene la píldora del día siguiente para evitar embarazos no deseados. “En las comunidades es un lujo tener ese acceso. Te hacen demostrar que efectivamente has sido violada, pareciera que quieren un vídeo del momento. Realmente estamos llevando a las niñas y adolescentes a una situación crítica”, lamenta Gladis Vila.
En agosto, el Ministerio de Salud aprobó una directiva que precisa la obligación de una atención diferenciada para niñas, adolescentes y mujeres indígenas, además de otros grupos vulnerables. Un avance importante, pero no una solución. “Es una parte, pero tiene que caminar junto con la educación», concluye Tarcila Rivera Zea, vicepresidenta de CHIRAPAQ.
Hasta que no cambien esas mentalidades, la salud de las niñas y adolescentes indígenas siguen en riesgo.
Desprotegidas
Entre 2012 y 2020, cada día al menos una niña de 10 a 14 años que vive en zonas rurales se convierte en madre, de acuerdo al reporte de CHIRAPAQ. En ese período, la tasa de crecimiento promedio de la maternidad infantil forzada fue de 78% para niñas rurales. Un contraste alarmante con la tasa para el caso de niñas urbanas: 29%.
La relación de estas cifras con la violencia sexual es innegable, pues las relaciones sexuales con menores de 14 años, se consideran una violación. En 2019, se registraton 573 casos de violencia sexual en niñas indígenas entre 10 y 14 años. Además, 731 casos en jóvenes de 15 a 29.
Guatemala, país de desigualdades eternas y racismo enraizado hasta en el azúcar del café. País de clasistas muertos de hambre. En esa Guatemala que se desborda de poesía y memoria en los huipiles de las mujeres indígenas y; de sacrificio y trabajo milenario en sus manos y espaldas, la exclusión la ponen los mestizos que desde siempre se han creído superiores por etnia y clase social.
En esa Guatemala de indígenas masacrados y desaparecidos en masa, en la Guatemala de la desmemoria colectiva, del abuso gubernamental, de la deforestación, de los ecocidios, de la migración forzada, de las parvadas de clicas criminales saqueando el Estado. Esa Guatemala de mestizos jactándose de tener niñas indígenas de empleadas domésticas en sus casas. De indígenas rajándose el lomo cargando los bultos de los mestizos en el mercado La Terminal. De mestizos muertos de hambre.
Guatemala, donde se vivió uno de los genocidios más atroces de la historia latinoamericana que buscaba exterminar a los pueblos originarios. Poco ha cambiado desde entonces, los indígenas siguen siendo humillados, excluidos y explotados. Sus tierras siguen siendo robadas por oligarquías a las que el Estado solapa, las aguas de los ríos contaminadas dejando a comunidades enteras sin sustento. Porque en la Guatemala de las eternas desigualdades y el racismo los pueblos originarios son los más maltratados, pero también los más dignos. Lloran solos a sus muertos, como si la muerte de un indígena no valiera lo mismo que la de un mestizo, como si masacrar indígenas fuera como atacar plagas.
Se cuidan entre ellos, se abrigan entre ellos porque solo se tienen a ellos mismos, los indígenas en Guatemala como parte de la sociedad y la población solo existen para ser explotados. Guatemala está parada sobre sus lomos, resuella el país gracias a las remesas que envían miles de migrantes indocumentados, esos migrantes son en su mayoría indígenas que han tenido que abandonar sus pueblos para irse a buscar la vida a otro país. Entonces también, a pesar de ser discriminados por sus propios connacionales ellos los mantienen a flote con sus remesas. Guatemala no subsiste gracias los mestizos, logra medio respirar gracias a las remesas de miles de indígenas. Los mismos indígenas que probado está que en tiempo de crisis dan a manos llenas, se quitan el bocado de la boca para darlo a quien tenga necesidad sin detenerse a pensar en etnias.
Y esto se ve también en las luchas por la defensa del medio ambiente, son los indígenas los que ponen el pecho, los que defienden el agua de los ríos, los que defienden los bosques, los derechos humanos de sus pueblos. Y cuando atacan, violentan o asesinan a uno de ellos, son ellos los únicos que salen a denunciar. Está patente el caso de las mujeres ixiles que denunciaron haber sido violadas por miembros del ejército en tiempos de dictadura, en el juicio por genocidio en el 2013. La sociedad las dejó solas, no solo las acusó de mentirosas también las discriminó por su etnia.
Está el ejemplo de la Masacre de Alaska, el 4 de octubre de 2012 en donde 7 personas indígenas fueron masacradas por soldados del ejército en el kilómetro 169, en la Cumbre de Alaska cuando se manifestaban pacíficamente junto a otros cientos, en defensa de la educación y por el alza a la energía eléctrica. Hasta la fecha los familiares de esas víctimas siguen luchando por justicia en la Guatemala de la eterna impunidad. La sociedad también los dejó solos, eran indígenas que los mestizos no reconocen como personas. Las poblaciones que en Petén, frontera con México son sacadas de sus casas por docenas de policías y soldados, para entregarles las tierras a finqueros. ¿Qué sociedad por ellas?
Cuando detienen y violentan a periodistas indígenas comunitarios solo los pueblos originarios con ellos. Y como un ejemplo también reciente, la detención de la periodista comunitaria Anastasia Mejía Tiriquiz, directora de la estación de radio Xol Abaj Radio y Xol Abaj Tv, en el municipio de Joyabaj, Quiché. A la que se le acusa de sedición, atentado agravado, incendio provocado y robo agravado, porque documentó e informó sobre irregularidades de gestión y manejo del alcalde de Joyabaj, Francisco Carrascosa y las manifestaciones de la población en su contra. Es decir, a las autoridades de turno no les gustó que la periodista documentara con video y audio las imágenes de la población manifestando su rechazo a su gestión en la alcaldía y de ahí su detención no solo para amedrentarla pero también para callar la expresión y denuncia.
Estas detenciones a periodistas comunitarios se dan con regularidad en un país donde la impunidad socaba toda lucha por la justicia, periodistas que son discriminados por parte del gremio, donde abundan los mestizos, clasistas y racistas que los denigran por sus etnias, pero también porque estos comunicadores no cuentan con el título universitario que los acredite. En el caso de la periodista Anastasia Mejía Tiriquiz se ha visto muy claro el racismo y el clasismo del gremio periodístico del país que cuando tocan a uno de los suyos brincan con uñas y dientes, pero no vaya a ser un indígena porque entonces que se defienda solo. Lo que no sorprende, porque en un país donde el racismo y el clasismo está hasta en las moscas del plato de comida, raro sería que el gremio actuara con solidaridad y por consecuencia humana; que ninguna de las dos la dan los cartones universitarios y vaya que si de eso sabrán los pueblos originarios más que nadie.
Con qué gran sacrificio los periodistas comunitarios escriben sus artículos de opinión, realizan sus videos, sus notas de audio, toman sus fotografías, denunciando lo que sucede en sus comunidades, pues no cuentan con los recursos materiales ni con el financiamiento de nada, es de su propia bolsa, no trabajan para ningún medio donde les paguen un salario, lo hacen por la necesidad de informar a sus comunidades. Para que encima de todo el abuso gubernamental, el racismo y el clasismo propios del país el gremio no se solidarice con ellos y los ignore con esto colocándolos en posiciones más vulnerables todavía contra el abuso. Pero ni falta que hacen, los pueblos originarios se han defendido solos desde siempre y lo seguirán haciendo.
Los pueblos originarios de Guatemala exigen la libertad inmediata de la periodista comunitaria Anastasia Mejía Tiriquiz. Y junto a ellos quienes creemos en el derecho a la libertad de expresión y en que un título universitario, una etnia o clase social no le da las agallas ni la dignidad a nadie, ni se las quita.
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