Un gran acuerdo sobre la enseñanza debería buscar la estabilidad, dejando a un lado las diferencias partidistas, y tener en cuenta que las familias y el entorno social son elementos esenciales del sistema.
Por: Victoria Camps.
De todos los derechos que un Estado social debe garantizar, el derecho a la educación ha sido el más damnificado por las rivalidades de los distintos grupos políticos. El comienzo fue bueno, con dos leyes (la LODE y la LOGSE) que nos situaron a nivel europeo en muy pocos años. Se sucedieron luego una serie de reformas, hasta cinco leyes más, que han sido motivo reiterado de críticas y querellas entre Administraciones y entre los profesores y la Administración. Son la prueba evidente de que algo tan básico para un país como es la educación no ha dejado de ser instrumentalizado por las luchas partidistas. Hasta la saciedad se ha dicho y repetido que la educación debiera ser una cuestión de Estado.
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Ahora parece que nos encontramos en los prolegómenos de lo que sea. El resultado de las últimas elecciones es un Parlamento fragmentado, propicio para los pactos, en el que se han dado los primeros pasos a favor de un pacto por la educación. Aplaudamos la buena voluntad y crucemos los dedos para que el propósito no se tuerza. No puede decirse sin más que nuestro sistema educativo es malo, pero sí que muestra una serie de defectos no menores que deben abordarse con una actitud distinta a la que ha sido habitual hasta ahora. Sin intervencionismos inútiles y con valentía para constatar lo que no funciona. Un pacto por la educación debería proponerse, de entrada, dos cosas: dejar de lado las diferencias partidistas e implicar a toda la sociedad. Debe buscarse la estabilidad educativa que permita avanzar sin sobresaltos y retrocesos. Y hay que partir del supuesto de que el sistema educativo no lo constituyen solo las escuelas, sino también las familias y el entorno cultural. El diagnóstico previo para pactar posibles cambios y formas de proceder en el futuro tiene que ser compartido por los grupos políticos y por las fuerzas sociales que más pueden contribuir a la mejora del sistema en su conjunto.
El giro que debería producirse es el que va de la cantidad a la calidad
De la cantidad a la calidad, tal es el giro que debería producirse para que la universalidad de la educación, ya lograda en términos cuantitativos, llegue a ser realmente aprovechada por quienes ahora no la aprovechan, y responda al objetivo de ofrecer una igualdad de oportunidades que amplíe y asegure el nivel cultural de toda la sociedad. La falta de calidad que hoy detectamos se resume en dos puntos: fracaso y abandono. Tanto el fracaso escolar como el abandono del sistema son excesivamente altos si nos comparamos con la media europea. Son demasiados los alumnos que no consiguen la graduación mínima de la ESO y muchos los que abandonan los estudios a los 16 años. Añadamos lo que reflejan los temidos informes PISA: la comprensión lectora y el conocimiento de matemáticas y ciencias de nuestros alumnos no es para sentirse orgullosos de lo que aprenden. Saben, en efecto, muchas cosas que sus abuelos desconocían a su edad, pero tienen grandes lagunas en lo más básico. ¿Fallan los métodos de aprendizaje? ¿Falla la selección del profesorado? ¿Se tiene una idea equivocada de lo que debe ser educar? ¿Se está imponiendo una especie de educación terapéutica, dirigida más a que crezca la autoestima del niño que a enseñarle cosas? ¿Se ha discutido alguna vez cuáles son los conocimientos mínimos que deben mantenerse en el currículo a pesar de los cambios tecnológicos? ¿Hasta cuándo tendremos una formación profesional desprestigiada, poco atractiva y poco coherente con las ofertas de empleo?
Para plantear estos y otros interrogantes y encauzar bien las respuestas hay que analizar los contextos en que se producen. Dónde hay más fracaso escolar y de dónde salen los alumnos que abandonan tempranamente la formación. Sin duda, de las familias más desfavorecidas. Las estadísticas al respecto son claras y unánimes. Los informes corroboran que el derecho a la educación está garantizado solo formalmente. Todos los niños están escolarizados, en efecto, pero fracasan y abandonan los más vulnerables, los que no disponen de un entorno social favorable al estudio. Uno de los agujeros del sistema educativo es esa deficiencia en la equidad. Hay libertad para escoger escuela, en efecto, pero ¿quién escoge la escuela pública y quién puede preferir la concertada? ¿No hay escuelas públicas convertidas en auténticos guetos de la inmigración? Aunque la libertad para escoger esté garantizada, existen las llamadas “preferencias adaptativas”: no todos pueden de hecho preferir lo que quisieran. Unos límites invisibles eliminan posibilidades para aquellos cuya renta es demasiado baja.
El derecho a la educación es tan fundamental que es el derecho que hace posibles otros derechos. La salud, el trabajo, la cultura, la vivienda son menos accesibles para quienes han tenido que aparcar muchos deseos ante necesidades más perentorias. Nadie pone en duda que las desigualdades económicas y culturales afectan también a los resultados de la educación. Cuando lo único que de verdad crece en nuestro mundo son las desigualdades, un pacto por la educación no puede cerrar los ojos ante esta realidad.
Todos los niños están escolarizados, pero existe una gran falta de equidad entre ellos
Pero la educación no solo fracasa porque no todos llegan a aprovechar lo que formalmente se les ofrece, sino porque tampoco está claro que educar deba ser lo que en realidad se está haciendo bajo ese nombre. La Constitución lo dice: educar ha de consistir en el pleno desarrollo de la personalidad humana. Educar es formar una personalidad moral, nos guste o no la expresión; es formar personas autónomas y responsables, capaces de adquirir criterio y de dar cuenta de lo que hacen. Un objetivo nada fácil que, como afirma el dicho famoso, requiere el compromiso “de la tribu entera”. Si es casi imposible comprometer a toda la sociedad para ver la mejor manera de inculcar esos principios, por lo menos habrá que contar con una complicidad mínima entre la familia y la escuela para que el niño no reciba aquí y allá mensajes contradictorios. No siempre la institución docente ha sabido ganarse la confianza de los padres ni estos cuentan con la de los maestros de sus hijos.
La política, de izquierdas y de derechas, se ha hecho escaso eco de aquella máxima feminista que proclama que “lo privado es político”. En nuestro entorno, las políticas de protección familiar no han formado parte de las prioridades políticas: ni guarderías, ni medidas de conciliación laboral, ni reconocimiento efectivo del trabajo doméstico o de las obligaciones del cuidado. No son fallos menores. Afectan también a las deficiencias educativas.
Será bienvenido un pacto que acierte a analizar y discutir sin miedo qué impide que veamos la educación en España como uno de los logros más conseguidos. No basta que el pacto sea político, el conjunto de agentes sociales y culturales son también corresponsables de que se logre una buena educación.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2017/03/21/opinion/1490126436_777177.html
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