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ODS/ Objetivo 11: Ciudades y comunidades sostenibles

Conseguir que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles

Más de la mitad de la población mundial vive hoy en zonas urbanas. En 2050, esa cifra habrá aumentado a 6.500 millones de personas, dos tercios de la humanidad. No es posible lograr un desarrollo sostenible sin transformar radicalmente la forma en que construimos y administramos los espacios urbanos.

El rápido crecimiento de las urbes en el mundo en desarrollo, en conjunto con el aumento de la migración del campo a la cuidad, ha provocado un incremento explosivo de las megaurbes. En 1990, había 10 ciudades con más de 10 millones de habitantes en el mundo. En 2014, la cifra había aumentado a 28, donde viven en total cerca de 453 millones de personas.

La extrema pobreza suele concentrarse en los espacios urbanos y los gobiernos nacionales y municipales luchan por absorber el aumento demográfico en estas áreas. Mejorar la seguridad y la sostenibilidad de las ciudades implica garantizar el acceso a viviendas seguras y asequibles y el mejoramiento de los asentamientos marginales. También incluye realizar inversiones en transporte público, crear áreas públicas verdes y mejorar la planificación y gestión urbana de manera que sea participativa e inclusiva.

Ciudades sostenibles es uno de los 17 Objetivos Globales de la nueva Agenda para el Desarrollo Sostenible. Un enfoque integral es crucial para avanzar en los diversos objetivos.

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CLACSO: Condena al intento de golpe que vive Brasil

El Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, CLACSO, a través de su Secretaría Ejecutiva, su Comité Directivo y diversos Grupos de Trabajo, ha expresado de manera enfática su condena al intento de golpe que vive Brasil. Hoy será un día decisivo. Si la oposición logra sus aspiraciones desestabilizadoras, en algunas semanas, una presidenta que nunca ha sido corrupta y que siempre ha combatido la corrupción, será destituida para que, en su lugar, asuma Michel Temer, un político oscuro, mediocre y conspirador. Será acompañado en la vicepresidencia por Eduardo Cunha, uno de los diputados más corruptos del país, con varias causas pendientes en la justicia, una de ellas por sus cuentas no declaradas en Suiza. Este será el patético resultado de un golpe que comenzó a gestarse el mismo día en que Dilma Rousseff fue reelecta Presidenta de Brasil por el voto popular en octubre de 2014.
Como siempre lo hemos hecho, desde CLACSO defendemos la democracia y lo expresamos de manera clara e inconfundible. Como siempre lo hemos hecho, en estos 50 años de historia, en CLACSO decimos sin miedos ni eufemismos de qué lado estamos y qué valores defendemos.
Condenamos la corrupción y exigimos que sean realizados todos los esfuerzos políticos y jurídicos para eliminarla de nuestros estados democráticos, juzgando a sus responsables, tanto en el sector público como en las organizaciones que la estimulan, particularmente, en las grandes corporaciones y empresas privadas.
Sin embargo, sabemos que no es la lucha contra la corrupción lo que motiva la destitución de Dilma Rousseff, sino la decisión de perpetuarla y hacerla aún más estructural, transformando el estado de derecho en una farsa que secuestra de la democracia su inalienable origen y su principal fundamento: la soberanía popular.
CLACSO se suma a las movilizaciones ciudadanas que, dentro y fuera de Brasil, expresan su condena a esta nueva violación del orden constitucional que empaña y avergüenza la historia democrática de América Latina.
También, la de los Grupos de Trabajo de Política EducativaFeminismos Latinoamericanos e Integración Regional:
En anexo les hacemos llegar la reciente Carta de Sucre (en cuatro idiomas), declaración del Grupo de Trabajo de Filosofía Política, en defensa de la democracia y del estado de derecho en Brasil.
Como hemos indicado en nuestra reunión del Comité Directivo, realizada en Río de Janeiro los días 4, 5 y 6 de abril, CLACSO se mantendrá movilizado y en alerta permanente contra lo que no es otra cosa que un golpe a la dignidad democrática de todos los latinoamericanos y latinoamericanas.
Un saludo fraternal,
Pablo Gentili
CLACSO / Secretario Ejecutivo
(+5411) 4304-9145 / 4304-9505
Twitter: @_CLACSO
Twitter: @pablogentili
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China: Protestas laborales en el sector público: ¿retorno a los noventa?

Fuente Viento Sur/ Kevin Lin /16 de abril de 2016

En el primer trimestre de este año, una huelga de una semana de duración en una renqueante empresa siderúrgica estatal de Guangzhou, una manifestación de mineros en Heilongjiang para denuncar al gobernador por una declaración engañosa sobre sus salarios y una convergencia cargada de simbolismo de mineros del carbón en la antaño revolucionaria zona de Anyuan, en Jiangxi, hacen temer a algunos que estemos ante una nueva oleada de movilizaciones de los trabajadores del sector público.

Ha pasado más de un decenio desde la última oleada importante de movilizaciones de estos trabajadores: entre 1997 y 2003, el sector público cerró y privatizó un gran número de empresas estatales, condenando al paro de forma temporal o permanente a un total de 25 a 40 millones de trabajadores, diezmando comunidades obreras enteras y propiciando que decenas de miles de trabajadores salieran a la calle. Sin embargo, justo cuando los trabajadores chinos emigrados del mundo rural y empleados en el sector industrial orientado a la exportación empezaban a mostrar su malestar y a organizarse a comienzos de la década de 2000, la resistencia de los obreros industriales del sector público a la implantación de criterios de mercado encajó una derrota histórica. Esta se debió a una combinación de supresión pura y dura, compensaciones selectivas y el abandono gradual del proceso de implantación de criterios de mercado en estas empresas.

La conflictividad actual recuerda en muchos aspectos a la tumultuosa ola de protestas en el sector público a finales del siglo pasado y comienzos del actual. El parecido es asombroso: ante la caída de la rentabilidad y el exceso de mano de obra, los trabajadores del sector público exigen una vez más salarios dignos e indemnizaciones suficientes en caso de despido. Las imágenes familiares de trabajadores industriales del sector público manifestándose refuerzan la sensación de déjà vu. Pero ¿de verdad está repitiéndose la historia?

El sector público ha cambiado profundamente en muchos sentidos. Décadas de reforma han convertido la economía planificada china en un sector público modesto, pero estratégicamente significativo. El mismo proceso que condujo al cierre y a la venta de fábricas también trajo una restructuración radical de las relaciones laborales y del proceso de producción, sentando las bases para un decenio de rápida recuperación y expansión. Esto convirtió a su vez a las empresas públicas en los conglomerados más grandes de sus respectivos sectores industriales, asegurando una década de relativa paz laboral.

Consecuencias de la crisis financiera mundial

Sin embargo, poco después del estallido de la crisis financiera mundial aparecieron signos de tensión. Durante algunos años, la desaceleración del crecimiento de los beneficios del sector público no parecía ser amenazante, pero comenzó una batalla ideológica en torno a la idea de que era necesario y deseable introducir nuevas reformas. Las instituciones financieras internacionales, economistas neoliberales y cámaras de comercio extranjeras criticaron duramente la ineficiencia y la corrupción de la empresa pública china y propugnaron repetidamente la supresión de los subsidios del Estado y una nueva reducción del sector público. A finales de 2015 parecía que volvían a plantearse reformas del sector público, pero para decepción de los críticos, estas reformas estaban destinadas a reforzar y no seguir privatizando las empresas de este sector.

Recientemente, los apuros económicos de China han comenzado a precipitar una crisis de sobrecapacidad industrial que muchos habían anticipado. Los márgenes de beneficio de la industria siderúrgica son sorprendentemente bajos y los salarios y condiciones de los trabajadores son muy precarias en lo que se ha calificado de economía “zombi”. Dicen que las fábricas de acero y las minas de carbón llevan retrasos de meses en el pago de salarios y muchos trabajadores ya han sido despedidos. Cuando visité una acería en la ciudad meridional de Kunming en 2012, pude comprobar que apenas sobrevivía con un magro beneficio, y en ella los trabajadores cumplían largos turnos y cobraban poco más que el salario mínimo.

En los últimos dos años ya ha habido varios casos de protestas en el sector público, pero hasta ahora no hemos podido ver toda la magnitud de la sobrecapacidad industrial y de la caída de la rentabilidad en los sectores del acero y el carbón, además de toda la carga que esto supone para los trabajadores. Por tanto, no es extraño que estos emprendan acciones colectivas. Sin embargo, ¿es probable que esto se convierta en una repetición de la ola de protestas de finales de los noventa?

En cuanto al volumen de los despidos, mientras que a finales de los noventa las autoridades chinas aplicaron recortes en empresas públicas de todos los sectores, ahora los despidos parecen afectar mayormente a dos sectores: las fábricas de acero y las minas de carbón. No hay pruebas de que el gobierno esté interesado en una reconversión de todo el sector público como hace dos decenios. Los despidos previstos van de 1,8 millones de trabajadores (alrededor del 10 % de la mano de obra en la siderurgia y un 20 % de los mineros de carbón) a 5 o 6 millones, unas cifras que de por sí son devastadoras, pero que no tienen ni punto de comparación con los 25 a 40 millones de trabajadores que perdieron su empleo durante la anterior oleada de reformas. De hecho, hoy en día, el conjunto del sector público –sin incluir servicios públicos como la enseñanza y la sanidad– emplea a menos de 40 millones de trabajadores.

¿Un nuevo volcán social en ciernes?

En cualquier caso, 1,8 millones de trabajadores serán también una fuente considerable de inestabilidad social. Además, por su propia naturaleza, las protestas del sector público plantean un desafío más directo al Estado que las del sector privado. Para hacer frente a esta amenaza, el partido único parece haber aprendido las lecciones del pasado. Ha destinado preventivamente 100 000 millones de renmimbis (unos 15 000 millones de dólares) a recolocar y ayudar a los trabajadores despedidos a encontrar un nuevo empleo. Sin embargo, pese a que estos fondos ya han quedado reservados para compensar a los trabajadores despedidos, si las recientes protestas indican algo, es que la irresponsabilidad y la imprudencia de las direcciones de las empresas serán más la norma que no los arreglos pacíficos. Puede que los conflictos en las fábricas sean inevitables.

¿Se extenderán los despidos a otros sectores a causa del agravamiento de la crisis económica? No cabe descartarlo. Los sectores del carbón y el acero no son los únicos que tienen un exceso de capacidad, y es posible que la economía china se contraiga fuertemente. No obstante, gracias a los subsidios del Estado, el acceso al crédito de los bancos públicos y la protección industrial, hoy en día las empresas públicas chinas están más pertrechadas que hace dos decenios para absorber los reveses y las pérdidas. Además, es probable que el Estado recurra al presupuesto para apoyar al sector público y limitar los despidos a los dos sectores señalados.

Claro que las protestas de los trabajadores del sector público se producen en un periodo particularmente difícil, cuando ha habido movilizaciones de decenas de miles de trabajadores migrantes del sector exportador, un factor que era mucho menos significativo que a finales de los noventa. Esto sin duda puede hacer que la situación sea más explosiva. No obstante, es posible que la localización de las protestas del sector público no coincida significativamente con la de las luchas del sector exportador. Aunque una huelga reciente de trabajadores de la siderurgia tuvo lugar en Guangzhou, las minas de carbón y las grandes plantas de acero suelen estar concentradas en el interior del país, en el norte y nordeste de China, lejos de las regiones costeras del sur. Esta diferencia de ubicación de los distintos sectores no ha cambiado en las dos últimas décadas.

Tal vez una de las mayores incógnitas sea la disposición de los trabajadores del sector público. ¿Quiénes son? ¿En qué se diferencian de los trabajadores del Estado maoístas? ¿Son más propensos a protestar? Durante los dos últimos decenios, las generaciones que guardaban la memoria del maoísmo y conservaban un vínculo sentimental con él y que vivieron la ola de despidos de los años noventa han sido en gran medida sustituidos por una mano de obra más joven. A resultas de este cambio generacional, los trabajadores del sector estatal ya no emplean el discurso maoísta, que había sido uno de los ejes del repertorio de protesta de los trabajadores de este sector en los anteriores periodos de agitación.

Sin embargo, los trabajadores del sector público se enfrentan hoy a sus propios retos. Dos décadas de intensificación del trabajo, de alargamiento de la jornada y de aumento de la brecha salarial entre los trabajadores y los directivos, han incubado el resentimiento y una profunda insatisfacción. Debido a las reformas laborales, los obreros del sector público pueden identificarse más que sus predecesores con los compañeros del sector privado. Es posible que esto dé pie a que estos obreros entren en contacto con sus homólogos de las empresas privadas, desarrollando de este modo una conciencia de clase y superando la divisoria entre unos y otros.

Nuevos retos y nuevas oportunidades

Es imposible predecir si la historia se repetirá o no. Las acciones del gobierno chino tanto a escala nacional como provincial desempeñarán un papel fundamental en la concreción de la respuesta de los trabajadores. Recientes iniciativas como el intento de congelar el salario mínimo y desmontar la seguridad social a discreción de las direcciones provinciales y locales, así como la posibilidad de suavizar la Ley de contratos de trabajo, considerada “excesivamente protectora”, acentuará muy probablemente los efectos dañinos de la restructuración para los trabajadores y tal vez provoque protestas más numerosas e indignadas.

Por los motivos señalados, esta vez quizá veamos dinámicas muy distintas de las que caracterizaron la última oleada de movilizaciones obreras. Esto sería un cambio positivo. Con todo el valor y la determinación de los trabajadores del sector público implicados en las rebeliones anteriores, es importante reconocer las limitaciones de estas movilizaciones. No cabe duda de que se avecinan tiempos difíciles para los trabajadores chinos del sector público, pero los nuevos retos también traen oportunidades para el desarrollo de un movimiento obrero más fuerte y unido.

1/4/2016

Kevin Lin es investigador de políticas laborales y sociedad civil en China.

Traducción: VIENTO SUR

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¿Hacia dónde se mueven las ideas políticas en América Latina?

En casi todos los países de la región se echan de menos ideas e ideales y se busca -aunque solo sea discursivamente- refundar la política y abrir la imaginación hacia nuevos horizontes, relatos y narrativas. La pregunta es si eso es posible.

I

Hay una generalizada sensación de agotamiento de los ideales y las ideas políticas predominantes en el siglo XX. La izquierda comunista, esto es, los socialismos reales, colapsaron sin que se produjese el desplome del capitalismo que aquella anunciaba. La versión socialista más exitosa del pasado siglo, la socialdemocracia identificada con la construcción de los Estados de Bienestar en Europa occidental, pareciera hallarse en retirada; gobierna en pocos países y apenas ha tenido influencia en los procesos de transición desde los regímenes comunistas al capitalismo en los países de Europa Central y del Este.

Incluso entre los socialdemócratas se habla de una crisis de la socialdemocracia europea. Por ejemplo, Ernst Hillebrand plantea que “la pregunta de si la socialdemocracia en tanto proyecto político del siglo XX también tiene futuro en el siglo XXI aún no puede responderse en forma definitiva”. En efecto, señala, “la socialdemocracia ha perdido influencia incluso en el plano intelectual y en la actualidad le resulta prácticamente imposible instalar debates públicos. Tanto en el terreno político como en el ideológico, el movimiento socialdemócrata –así como la izquierda en general– es una fuerza debilitada, lejana de la hegemonía política y cultural que consiguió durante largos tramos del siglo XX”.

Mayor aún es la crisis de las ideas de la derecha, como reconocen los propios voceros de este sector. En particular el neoliberalismo, que durante las últimas décadas del siglo pasado representó la nueva hegemonía del capital financiero, y propugnó la expansión global de los mercados, su desregulación y penetración en todas las esferas de la vida, ha quedado atrapado en las crisis bancarias, especulativas y de fundamentos éticos del capitalismo ultra-financiero. Hoy representa una corriente ideológica descendente cuyo prestigio retrocede.

Al centro del espectro ideológico, en tanto, se ha ido instalando un vacío, pues ya no existen los poderosos polos de irradiación que en los momentos de la guerra fría dieron sentido a las alternativas democristianas y liberal-sociales y, posteriormente, a otras formulaciones de “tercera vía” como la socialdemocracia modernizante y liberal o los partidos demócratas con una ideología renovada de Estado-de-Bienestar-eficiente.

En este marco, las corrientes de izquierda, progresistas, favorables al cambio, se ven enfrentadas a la realidad de un capitalismo global cuyo horizonte, en el mejor de los casos, se halla compuesto por una variedad de capitalismos y modelos de desarrollo capitalista, combinados con diferentes modalidades de gobernanza, desde democrático-pluralistas hasta (pseudo)democracias plebiscitarias.

II

En América Latina, el mapa ideológico-político está redefiniéndose dentro de estas precisas coordenadas ideológicas. Por el lado de las izquierdas hay ahora diferentes propuestas que buscan conjugar capitalismo y Estado.

Muy de moda en la década pasada, pero ya no, están los capitalismos de Estado con “democracias plebiscitarias”. Es el caso de la Venezuela chavista, del Ecuador de Correa, la Bolivia de Evo Morales, la Argentina bajo los Kirchner. ¿En  qué sentido democracias plebiscitarias? En el sentido postulado por Max Weber que Mommsen resume así: “cuanto más manifiesto y personal-plebiscitario […] es el componente ‘carismático’ de este acto de legitimación, tanto más alejado es la posición del político elegido de la de un ‘funcionario elegido’, que está obligado con respecto a sus electores, también en cuestiones políticas concretas, tanto más independiente es un líder que sólo está guiado por su responsabilidad frente a un ‘asunto’ que sostiene con toda su entrega personal”.

Las democracias plebiscitarias han legitimado el poder de caudillos modernos, aunque con larga tradición en América Latina, los cuales reclaman para sí un especial carisma y gobiernan sometiéndose a consultas plebiscitarias, buscando mantenerse (idealmente) por vida en el poder. En vez de institucionalizar el poder, lo personalizan. Lo que varía es el carisma de los líderes y su expresión personal: místico, autoritario, demagógico, populista, clientelar, mafioso, prebendario, de identidad nacional o étnica, etc.

En cuanto a sus bases de economía política, estas propuestas acentúan en mayor o menor medida un capitalismo de Estado, dependiendo de las circunstancias nacionales y de la inserción de cada economía en los mercados globales. En tiempos de crecimiento económico -como por una década hubo en Latinoamérica debido al súper ciclo de los commodities-, la combinación entre capitalismo de Estado y democracia plebiscitaria de líderes populistas resultó altamente sinérgica. El excedente producido por la economía pudo invertirse en la expansión del Estado social y en la alimentación de amplias redes de captación de la voluntad popular mediante el intercambio de bienes por lealtades.

A fin de cuentas se trata de caudillismos, de diversos tipos y grados de populismo y autoritarismo, de ideologías socialistas de viejo y nuevo cuño, del control de la prensa, de la reelección del líder, de una personalización de los partidos, de movimientos que siguen el carisma del jefe; en suma, de ideologías de izquierda que en lo grueso se definen como anti-neoliberales y, desde allí, proclaman una retórica neoestatal, neoprogresista, neocomunitaria, neosocialista e incluso, ¡oh paradoja!, neo-anticapitalista.

Con todo, incluso los testimonios de analistas simpatizantes de estas corrientes de izquierda reconocen que, en realidad, lo que se proclama a veces como socialismo del siglo XXI, o bolivariano, o socialismo movilizado, popular y étnico, no pasa de ser una forma de administrar el capitalismo y hacerlo crecer como capitalismo de Estado.

Así, un entusiasta del Presidente Rafael Correa del Ecuador resume esta visión minimalista de la revolución en los siguientes términos: “Aunque no hayamos acabado con el capitalismo en Ecuador (¿era realmente ésta la expectativa, tras nueve años de gobierno, en este contexto histórico y global?), hemos conseguido destronar a la revolución neoliberal. No ha sido ésta una batalla fácil. Nos ha supuesto resistencia, intentos de golpe y hostilidad exterior. Debería, al contrario, convertirnos en un faro de esperanza para la Izquierda en muchas partes del mundo donde el neoliberalismo manda todavía”.

A su turno, un estudioso del panorama de las izquierdas en América Latina cita en ese mismo registro a Evo Morales cuando dijo: “El palacio presidencial está lleno de candados. Me siento como un prisionero de las leyes neoliberales”.

Por tanto, concluye Stoessel en un artículo académico publicado en la revista Polis,“a diferencia de las décadas pasadas, las nuevas izquierdas, incluso las que son consideradas como ‘radicales’, cuestionan más al capitalismo en su fase neoliberal que al sistema capitalista per se, al igual que lo hacen con los principios democráticos al aceptar la democracia representativa pero advirtiendo la necesidad de perfeccionarla y combinarla con otros formatos”.

Un modelo propio (y seguramente más espartano) de construcción de un capitalismo de Estado y una “democracia” plebiscitaria bajo control militar y de la burocracia de un partido único, podría ser también el camino que transite la Cuba de Raúl Castro y sus sucesores. Una suerte de “neo-democracia plebiscitaria” dirigida desde arriba, profundamente autoritaria, a la manera como existe en China o en Vietnam, salvadas todas las diferencias geopolíticas, económicas y culturales.

Como escribe Brahma Chellaney  en un artículo del mes pasado, “De hecho, el maridaje de capitalismo y comunismo, encabezado por China, ha engendrado un nuevo modelo político que representa el primer desafío directo para la democracia liberal desde el fascismo: el capitalismo autoritario. Con su espectacular ascenso hasta convertirse en una de las principales potencias globales en poco menos de una generación, China ha convencido a regímenes autocráticos en otras partes de que el capitalismo autoritario -o, como lo llaman los líderes chinos, socialismo con características chinas- es el camino más rápido y tranquilo hacia la prosperidad y la estabilidad, muy superior a la embrollada política electoral. Esto puede ayudar a explicar por qué la propagación de la democracia a nivel mundial últimamente se ha detenido”.

La reciente visita de Obama a la isla de Martí y Guillén podría marcar el inicio de este tránsito y obligar a la izquierda comunista y a los socialismos tradicionalistas y nostálgicos a enfrentar las realidades del siglo XXI.

III

Diferente es el camino seguido por los capitalismos de Estado de bienestar progresivo con alternancia y régimen de partidos, mayor institucionalización del juego político, oposición abierta, libertad de prensa, crítica pública difundida y diversos grados de socialdemocracia de tipo tercera vía como existen o han existido en Uruguay, Brasil, Chile, Costa Rica y Perú. Difieren entre sí, naturalmente, en diversas dimensiones de contexto, trayectoria y de contenidos de sus políticas, pero sobre todo por la mayor o menor centralidad del Estado y el mayor o menor desplazamiento de los mercados y, por ende, la intensidad de los procesos de desmercadización. A la vez, impulsan economías de mercado integradas globalmente como motor para su crecimiento, buscando evitar que los mercados colonicen sectores de la sociedad que se desean mantener -en la medida de lo posible- fuera del ámbito de la competencia, las transacciones y los precios.

A pesar del éxito relativo de sus políticas socialdemócratas de tercera vía (a la latinoamericana), que varios de los países mencionados pueden mostrar, las críticas desde la izquierda a su ideología y proyectos de desarrollo son persistentes. A comienzos de año, por ejemplo, el académico y dirigente socialista chileno Gonzalo Martner escribía: “Al cumplirse cerca de la mitad del segundo mandato presidencial de Michelle Bachelet, en Chile despunta una cierta decepción con sus resultados, en el contexto más amplio de retroceso de los llamados «gobiernos progresistas» en América Latina. Estos gobiernos son, como es notorio, de orientaciones diversas en materia de estilos de gestión, diseños institucionales y políticas económicas y sociales. Pero pueden encontrarse importantes similitudes de trayectoria histórica, actualización de ideas y opciones de política pública en los de Brasil –con el Partido de los Trabajadores (pt) a la cabeza–, el del Frente Amplio (fa) en Uruguay y el liderado por la Concertación-Nueva Mayoría en Chile. Estos gobiernos, nacidos de las urnas y del agotamiento popular respecto de las políticas neoliberales, han debido enfrentar dos problemas fundamentales. El primero es el del manejo de economías de creciente heterogeneidad estructural (abiertas, financiarizadas, oligopolizadas y con actores empresariales privados determinantes), en las que, al introducirse esbozos de Estados de Bienestar, es necesario evitar desestabilizaciones internas y externas de los mercados que pudieran afectar las políticas sociales y a la propia democracia. El segundo es el del manejo de coaliciones de gobierno también heterogéneas, especialmente en el caso de Brasil, con partidos de centro que componen la mayoría parlamentaria, y en el de Chile, con sectores de centroderecha que son parte de la coalición que se presenta a los electores, con además ventajas institucionales para la oposición formal de derecha. Este ejercicio tiene algo de cuadratura del círculo y parece estar llegando al final de su ciclo histórico de más de una década”.

Curiosamente, algunos de estos países -tras experiencias exitosas de transformación y modernización socioeconómica- han experimentado cambios de sus gobiernos no hacia la izquierda, sino hacia la derecha, como ocurrió en Chile en 2010, ocurrirá próximamente en Perú y podría suceder también en Brasil.

IV

Otros gobiernos latinoamericanos ocupan un espacio ideológico distinto, situado del centro hacia la derecha en el lenguaje convencional y esquemático de la política. Es el caso por ejemplo México, con su economía acoplada a la de los EE.UU. y una democracia que anhela institucionalizarse y recuperar el monopolio de la fuerza sobre la base de una alternancia entre partidos sistémicos. Es también el caso de Colombia, que bajo el Presidente Santos intenta crear un Estado de paz para proseguir su desarrollo dentro de un marco de políticas que combinan el uso de los mercados con un incremento gradual del gasto del Estado en la competitividad de la economía y la producción de bienes públicos esenciales.

Propiamente en el espacio de la derecha, aunque ya no de corte puramente neoliberal sino que persiguiendo su propio balance entre crecimiento capitalista como eje y Estado de bienestar focalizado, moderado, eficiente, se sitúan los gobiernos de Macri en la Argentina presente y de Piñera en el Chile de 2010-2014. Se trata de un capitalismo de mercado, equilibrios macroeconómicos y, al menos declarativamente, de dinamismos innovativos micro, pro-productividad, competitividad y apertura comercial al mundo. Con gobiernos marcadamente manageriales, preocupados por mejorar la gestión del sector público y (supuestamente, además) de modernizar el Estado. Dedicados en lo esencial, dirán estos gobiernos, a resolver los problemas concretos de la gente más allá de ideologías y alineamientos partidistas.

Desde la revista de la social democracia latinoamericana, Nueva Sociedad, Rodrigo Lloret se pregunta si estamos frente a una nueva derecha en la región y llama a “detenerse en el posible impacto que podría tener el ascenso de la derecha en América Latina. Es que desde que el líder del PRO llegó al poder, se produjo un importante crecimiento del conservadurismo regional. Primero fue la irrupción del antichavismo en Venezuela, en las elecciones parlamentarias de diciembre. Más tarde llegó la derrota de Evo Morales, en Bolivia, el mes pasado. Y, finalmente, la reciente avanzada judicial contra Lula da Silva en Brasil. Cada uno de estos acontecimientos tienen, no hay que dudarlo, razones disímiles. Pero todos esconden el mismo resultado: el retroceso de la izquierda latinoamericana. Es en ese paradigma donde se agiganta la figura de Macri”.

Sin discutir la dudosa asociación que el autor establece entre el auge del macrismo en Argentina y algunos fenómenos de descenso de la izquierda latinoamericana, interesa en cambio su caracterización del proyecto emergente. Según Lloret, estaríamos ante “Una nueva tercera vía, […] ya no para la izquierda, sino para la derecha que intentaría combinar una reducción modernizadora del Estado con una política desarrollista, todo esto rodeado de un uso intenso de la publicidad y el marketing políticos”.

Uno podría encontrar adicionalmente expresiones de populismo de derecha -como el de Keiko Fujimori en Perú, por ejemplo- que harían juego con los populismos de izquierda, cada uno combinando de maneras disímiles los instrumentos del Estado con los mecanismos de mercado para satisfacer demandas de las masas y ganar su lealtad en favor de un capitalismo con rostro popular.

V

En suma, el mapa político-ideológico latinoamericano se halla en estado líquido, fluye y sus categorías se conjugan de maneras inesperadas. Por el momento, se mueven -con matices más que con grandes abismos- dentro de la jaula de hierro del capitalismo glonacal: global-nacional-local. El cierre de horizonte es total, y si bien no determina una ideología única, como solía decirse del neoliberalismo, confronta a las diferentes vertientes de izquierda, centro y derecha con unos mismos problemas sin dar lugar a grandes conflagraciones entre políticas. Tampoco produce necesariamente convergencias ni obliga a un mero gatopardismo. Sin embargo, obliga a hacer políticas dentro de un campo ceñido de posibilidades, con una dosis de pragmatismo práctico aunque la retórica empleada trascienda los límites de lo dado.

No es extraño, por lo mismo, que en casi todos los países se echen de menos ideas e ideales y se busque -aunque solo sea discursivamente- refundar la política y abrir la imaginación hacia nuevos horizontes, relatos y narrativas. ¿Será posible? ¿Puede la política crear alternativas efectivas, cursos históricos nuevos dentro del “cerco” del capitalismo, o debe limitarse a “mover los límites simbólicos” como suelen hacer ciertas fuerzas progresistas?

 

José Joaquín Brunner, Foro Líbero.

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ODS/ Objetivo 10: Reducir inequidades

Es sabido que la desigualdad está en aumento y que el 10% más rico de la población se queda hasta con el 40% del ingreso mundial total. A su vez, el 10% más pobre obtiene solo entre el 2% y 7% del ingreso total. En los países en desarrollo, la desigualdad ha aumentado en 11%, si se considera el aumento de la población.

Para frenar este aumento de las disparidades, es necesario adoptar políticas sólidas que empoderen el percentil inferior de la escala de ingresos y promuevan la inclusión económica de todos y todas, independientemente de su género, raza o etnia.

La desigualad de ingresos es un problema mundial que requiere soluciones globales. Estas incluyen mejorar la regulación y el control de los mercados y las instituciones financieras y fomentar la asistencia para el desarrollo y la inversión extranjera directa para las regiones que más lo necesiten. Otro factor clave para salvar esta distancia es facilitar la migración y movilidad segura de las personas.

Reducir la desigualdad es uno de los 17 Objetivos Globales de la nueva Agenda para el Desarrollo Sostenible. Un enfoque integral es crucial para avanzar en los diversos objetivos.

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Authoritarian Politics in the Age of Civic Illiteracy

The dark times that haunt the current age are epitomized in the monsters that have come to rule the United States and who now dominate the major political parties and other commanding political and economic institutions. Their nightmarish reign of misery, violence, and disposability is also evident in their dominance of a formative culture and its attendant cultural apparatuses that produce a vast machinery of manufactured consent. This is a social formation that extends from the mainstream broadcast media and Internet to a print culture, all of which embrace the spectacle of violence, legitimate opinions over facts, and revel in a celebrity and consumer culture of ignorance and theatrics. Under the reign of this normalized ideological architecture of alleged commonsense, literacy is now regarded with disdain, words are reduced to data, and science is confused with pseudo-science.

Thinking is now regarded as an act of stupidity, and ignorance a virtue. All traces of critical thought appear only at the margins of the culture as ignorance becomes the primary organizing principle of American society. For instance, two thirds of the American public believe that creationism should be taught in schools and most of the Republic Party in Congress do not believe that climate change is caused by human activity, making the U.S. the laughing stock of the world. Politicians endlessly lie knowing that the public is addicted to shocks, which allows them to drown in overstimulation and live in an ever-accelerating overflow of information and images. News has become entertainment and echoes reality rather than interrogating it. Unsurprisingly, education in the larger culture has become a disimagination machine, a tool for legitimating ignorance, and it is central to the formation of an authoritarian politics that has gutted any vestige of democracy from the ideology, policies, and institutions that now control American society.

“Obsolete Man” Burgess Meredith, Twilight Zone, 1961. Public Domain.

I am not talking simply about the kind of anti-intellectualism that theorists such a Richard Hofstadter, Ed Herman and Noam Chomsky, and more recently Susan Jacoby have documented, however insightful their analyses might be. I am pointing to a more lethal form of illiteracy that is often ignored. Illiteracy is now a scourge and a political tool designed primarily to make war on language, meaning, thinking, and the capacity for critical thought. Chris Hedges is right in stating that “the emptiness of language is a gift to demagogues and the corporations that saturate the landscape with manipulated images and the idiom of mass culture.”[1]The new form of illiteracy does not simply constitute an absence of learning, ideas, or knowledge. Nor can it be solely attributed to what has been called the “smartphone society.”[2] On the contrary, it is a willful practice and goal used to actively depoliticize people and make them complicit with the forces that impose misery and suffering upon their lives.

Manufactured Illiteracy, Consumer Fantasies, and the Repression of the Population.

Gore Vidal once called America the United States of Amnesia. The title should be extended to the United States of Amnesia and Willful Illiteracy. Illiteracy no longer simply marks populations immersed in poverty with little access to quality education; nor does it only suggest the lack of proficient skills enabling people to read and write with a degree of understanding and fluency. More profoundly, illiteracy is also about what it means not to be able to act from a position of thoughtfulness, informed judgment, and critical agency. Illiteracy has become a form of political repression that discourages a culture of questioning, renders agency as an act of intervention inoperable, and restages power as a mode of domination. It is precisely this mode of illiteracy that now constitutes the modus operandi of a society that both privatizes and kills the imagination by poisoning it with falsehoods, consumer fantasies, data loops, and the need for instant gratification. This is a mode of manufactured illiteracy and education that has no language for relating the self to public life, social responsibility or the demands of citizenship. It is important to recognize that the rise of this new mode of illiteracy is not simply about the failure of public and higher education to create critical and active citizens; it is about a society that eliminates those public spheres that make thinking possible while imposing a culture of fear in which there is the looming threat that anyone who holds power accountable will be punished. At stake here is not only the crisis of a democratic society, but a crisis of memory, ethics, and agency.

Evidence of such a repressive policy is visible in the growth of the surveillance state, the suppression of dissent, especially among Black youth, the elimination of tenure in states such as Wisconsin, the rise of the punishing state, and the militarization of the police. It is also evident in the demonization, punishing, and war waged by the Obama administration on whistleblowers such as Edward Snowden, Chelsea Manning, and Jeffrey Sterling, among others. Any viable attempt at developing a radical politics must begin to address the role of education and civic literacy and what I have termed public pedagogy as central not only to politics itself but also to the creation of subjects capable of becoming individual and social agents willing to struggle against injustices and fight to reclaim and develop those institutions crucial to the functioning and promises of a substantive democracy. One place to begin to think through such a project is by addressing the meaning and role of pedagogy as part of the broader struggle for and practice of freedom.

The reach of pedagogy extends from schools to diverse cultural apparatuses such as the mainstream media, alternative screen cultures, and the expanding digital screen culture. Far more than a teaching method, pedagogy is a moral and political practice actively involved not only in the production of knowledge, skills, and values but also in the construction of identities, modes of identification, and forms of individual and social agency. Accordingly, pedagogy is at the heart of any understanding of politics and the ideological scaffolding of those framing mechanisms that mediate our everyday lives.   Across the globe, the forces of free-market fundamentalism are using the educational force of the wider culture and the takeover of public and higher education both to reproduce the culture of business and to wage an assault on the historically guaranteed social provisions and civil rights provided by the welfare state, public schools, unions, women’s reproductive rights, and civil liberties, among others, all the while undercutting public faith in the defining institutions of democracy.

As market mentalities and moralities tighten their grip on all aspects of society, democratic institutions and public spheres are being downsized, if not altogether disappearing. As these institutions vanish—from public schools and alternative media to health care centers– there is also a serious erosion of the discourses of community, justice, equality, public values, and the common good. This grim reality has been called by Alex Honneth a “failed sociality”– a failure in the power of the civic imagination, political will, and open democracy. It is also part of a politics that strips the social of any democratic ideals and undermines any understanding of education as a public good and pedagogy as an empowering practice, a practice which acts directly upon the conditions which bear down on our lives in order to change them when necessary.

George Carlin on government

One of the challenges facing the current generation of educators, students, progressives, and other cultural workers is the need to address the role they might play in educating students to be critically engaged agents, attentive to addressing important social issues and being alert to the responsibility of deepening and expanding the meaning and practices of a vibrant democracy. At the heart of such a challenge is the question of what education should accomplish not simply in a democracy but at a historical moment when the United States is about to slip into the dark night of authoritarianism. What work do educators have to do to create the economic, political, and ethical conditions necessary to endow young people and the general public with the capacities to think, question, doubt, imagine the unimaginable, and defend education as essential for inspiring and energizing the citizens necessary for the existence of a robust democracy? In a world in which there is an increasing abandonment of egalitarian and democratic impulses, what will it take to educate young people and the broader polity to challenge authority and hold power accountable?

What role might education and critical pedagogy have in a society in which the social has been individualized, emotional life collapses into the therapeutic, and education is reduced to either a private affair or a kind of algorithmic mode of regulation in which everything is reduced to a desired outcome. What role can education play to challenge the deadly neoliberal claim that all problems are individual, regardless of whether the roots of such problems like in larger systemic forces. In a culture drowning in a new love affair with instrumental rationality, it is not surprising that values that are not measurable– compassion, vision, the imagination, trust, solidarity, care for the other, and a passion for justice—withers.

A middle school in Lawton, OK. Local News.

Given the crisis of education, agency, and memory that haunts the current historical conjuncture, the left and other progressives need a new language for addressing the changing contexts and issues facing a world in which there is an unprecedented convergence of resources–financial, cultural, political, economic, scientific, military, and technological– increasingly used to exercise powerful and diverse forms of control and domination. Such a language needs to be political without being dogmatic and needs to recognize that pedagogy is always political because it is connected to the acquisition of agency. In this instance, making the pedagogical political means being vigilant about “that very moment in which identities are being produced and groups are being constituted, or objects are being created.”[3] At the same time it means progressives need to be attentive to those practice in which critical modes of agency and particular identities are being denied. It also means developing a comprehensive understanding of politics, one that should begin with the call to reroute single issue politics into a mass social movement under the banner of a defense of the public good, the commons, and a global democracy.

In part, this suggests developing pedagogical practices that not only inspire and energize people but are also capable of challenging the growing number of anti-democratic practices and policies under the global tyranny of casino capitalism. Such a vision suggests resurrecting a radical democratic project that provides the basis for imagining a life beyond a social order immersed in massive inequality, endless assaults on the environment, and elevates war and militarization to the highest and most sanctified national ideals. Under such circumstances, education becomes more than an obsession with accountability schemes, an audit culture, market values, and an unreflective immersion in the crude empiricism of a data-obsessed market-driven society. In addition, it rejects the notion that all levels of schooling can be reduced to sites for training students for the workforce and that the culture of public and higher education is synonymous with the culture of business.

At issue here is the need for progressives to recognize the power of education in creating the formative cultures necessary to both challenge the various threats being mobilized against the ideas of justice and democracy while also fighting for those public spheres, ideals, values, and policies that offer alternative modes of identity, thinking, social relations, and politics. But embracing the dictates of a making education meaningful in order to make it critical and transformative also means recognizing that cultural apparatuses such as the mainstream media and Hollywood films are teaching machines and not simply sources of information and entertainment. Such sites should be spheres of struggle removed from the control of the financial elite and corporations who use them as propaganda and disimagination machines.

Central to any viable notion that what makes pedagogy critical is, in part, the recognition that it is a moral and political practice that is always implicated in power relations because it narrates particular versions and visions of civic life, community, the future, and how we might construct representations of ourselves, others, and our physical and social environment. It is in this respect that any discussion of pedagogy must be attentive to how pedagogical practices work in a variety of sites to produce particular ways in which identity, place, worth, and above all value are organized and contribute to producing a formative culture capable of sustaining a vibrant democracy.[4]

In this instance, pedagogy as the practice of freedom emphasizes critical reflection, bridging the gap between learning and everyday life, understanding the connection between power and difficult knowledge, and extending democratic rights and identities by using the resources of history and theory. However, among many educators, progressives, and social theorists, there is a widespread refusal to recognize that this form of education not only takes place in schools, but is also part of what can be called the educative nature of the culture. At the core of analysing and engaging culture as a pedagogical practice are fundamental questions about the educative nature of the culture, what it means to engage common sense as a way to shape and influence popular opinion, and how diverse educational practices in multiple sites can be used to challenge the vocabularies, practices, and values of the oppressive forces that at work under neoliberal regimes of power.

There is an urgent political need for the American public to understand what it means for an authoritarian society to both weaponize and trivialize the discourse, vocabularies, images, and aural means of communication in a society. How is language used to relegate citizenship to the singular pursuit of cravenly self-interests, legitimate shopping as the ultimate expression of one’s identity, portray essential public services as reinforcing and weakening any viable sense of individual responsibility, and, among other, instances, using the language of war and militarization to describe a vast array of problems we face as a nation. War has become an addiction, the war on terror a Pavlovian stimulant for control, and shared fears one of the few discourses available for defining any vestige of solidarity.

Such falsehoods are now part of the reigning neoliberal ideology proving once again that pedagogy is central to politics itself because it is about changing the way people see things, recognizing that politics is educative and that domination resided not simply in repressive economic structures but also in the realm of ideas, beliefs, and modes of persuasion. Just as I would argue that pedagogy has to be made meaningful in order to be made critical and transformative, I think it is fair to argue that there is no politics without a pedagogy of identification; that is, people have to invest something of themselves in how they are addressed or recognize that any mode of education, argument, idea, or pedagogy has to speak to their condition and provide a moment of recognition.

Lacking this understanding, pedagogy all too easily becomes a form of symbolic and intellectual violence, one that assaults rather than educates. Another example can be seen in the forms of high stakes testing and empirically driven teaching that dominate public schooling in the United States, which amounts to pedagogies of repression which serve primarily to numb the mind and produce what might be called dead zones of the imagination. These are pedagogies that are largely disciplinary and have little regard for contexts, history, making knowledge meaningful, or expanding what it means for students to be critically engaged agents.

The fundamental challenge facing educators within the current age of neoliberalism, militarism, and religious fundamentalism is to provide the conditions for students to address how knowledge is related to the power of both self-definition and social agency. In part, this suggests providing students with the skills, ideas, values, and authority necessary for them to nourish a substantive democracy, recognize anti-democratic forms of power, and to fight deeply rooted injustices in a society and world founded on systemic economic, racial, and gendered inequalities. A as Hannah Arendt, once argued in “The Crisis of Education,” the centrality of education to politics is also manifest in the responsibility for the world that cultural workers have to assume when they engage in pedagogical practices that lie on the side of belief and persuasion, especially when they challenge forms of domination.

Such a project suggests developing a transformative pedagogy–rooted in what might be called a project of resurgent and insurrectional democracy–that relentlessly questions the kinds of labor, practices, and forms of production that are enacted in schools and other sites of education. The project in this sense speaks to the recognition that any pedagogical practice presupposes some notion of the future, prioritises some forms of identification over others, upholds selective modes of social relations, and values some modes of knowing over others (think about how business schools are held in high esteem while schools of education are disdained and even the object in some cases of contempt). Moreover, such a pedagogy does not offer guarantees as much as it recognizes that its own position is grounded in particular modes of authority, values, and ethical principles that must be constantly debated for the ways in which they both open up and close down democratic relations, values, and identities. These are precisely the questions being asked by the Chicago Teachers’ Union in their brave fight to regain some control over both the conditions of their work and their efforts to redefine the meaning of schooling as a democratic public sphere and learning in the interest of economic justice and progressive social change.

Such a project should be principled, relational, contextual, as well as self-reflective and theoretically rigorous. By relational, I mean that the current crisis of schooling must be understood in relation to the broader assault that is being waged against all aspects of democratic public life. At the same time, any critical comprehension of those wider forces that shape public and higher education must also be supplemented by an attentiveness to the historical and conditional nature of pedagogy itself. This suggests that pedagogy can never be treated as a fixed set of principles and practices that can be applied indiscriminately across a variety of pedagogical sites. Pedagogy is not some recipe or methodological fix that can be imposed on all classrooms. On the contrary, it must always be contextually defined, allowing it to respond specifically to the conditions, formations, and problems that arise in various sites in which education takes place. Such a project suggests recasting pedagogy as a practice that is indeterminate, open to constant revision, and constantly in dialogue with its own assumptions.

The notion of a neutral, objective education is an oxymoron. Education and pedagogy do not exist outside of relations of power, values, and politics. Ethics on the pedagogical front demands an openness to the other, a willingness to engage a “politics of possibility” through a continual critical engagement with texts, images, events, and other registers of meaning as they are transformed into pedagogical practices both within and outside of the classroom.   Pedagogy is never innocent and if it is to be understood and problematized as a form of academic labor, cultural workers have the opportunity not only to critically question and register their own subjective involvement in how and what they teach in and out of schools, but also to resist all calls to depoliticize pedagogy through appeals to either scientific objectivity or ideological dogmatism. This suggests the need for educators to rethink the cultural and ideological baggage they bring to each educational encounters; it also highlights the necessity of making educators ethically and politically accountable and self-reflective for the stories they produce, the claims they make upon public memory, and the images of the future they deem legitimate. Understood as a form of militant hope, pedagogy in this sense is not an antidote to politics, a nostalgic yearning for a better time, or for some “inconceivably alternative future.” Instead, it is an “attempt to find a bridge between the present and future in those forces within the present which are potentially able to transform it.”[5]

At the dawn of the 21st century, the notion of the social and the public are not being erased as much as they are being reconstructed under circumstances in which public forums for serious debate, including public education, are being eroded. Reduced either to a crude instrumentalism, business culture, or defined as a purely private right rather than a public good, our major educational apparatuses are removed from the discourse of democracy and civic culture. Under the influence of powerful financial interests, we have witnessed the takeover of public and increasingly higher education and diverse media sites by a corporate logic that both numbs the mind and the soul, emphasizing repressive modes of ideology hat promote winning at all costs, learning how not to question authority, and undermining the hard work of learning how to be thoughtful, critical, and attentive to the power relations that shape everyday life and the larger world. As learning is privatized, depoliticized, and reduced to teaching students how to be good consumers, any viable notions of the social, public values, citizenship, and democracy wither and die.

As a central element of a broad based cultural politics, critical pedagogy, in its various forms, when linked to the ongoing project of democratization can provide opportunities for educators and other cultural workers to redefine and transform the connections among language, desire, meaning, everyday life, and material relations of power as part of a broader social movement to reclaim the promise and possibilities of a democratic public life. Critical pedagogy is dangerous to many people and others because it provides the conditions for students and the wider public to exercise their intellectual capacities, embrace the ethical imagination, hold power accountable, and embrace a sense of social responsibility.

One of the most serious challenges facing teachers, artists, journalists, writers, and other cultural workers is the task of developing a discourse of both critique and possibility. This means developing discourses and pedagogical practices that connect reading the word with reading the world, and doing so in ways that enhance the capacities of young people as critical agents and engaged citizens. In taking up this project, educators and others should attempt to create the conditions that give students the opportunity to become critical and engaged citizens who have the knowledge and courage to struggle in order to make desolation and cynicism unconvincing and hope practical. But raising consciousness is not enough. Students need to be inspired and energized to address important social issues, learning to narrate their private troubles as public issues, and to engage in forms of resistance that are both local and collective, while connecting such struggles to more global issues.

Democracy begins to fail and political life becomes impoverished in the absence of those vital public spheres such as public and higher education in which civic values, public scholarship, and social engagement allow for a more imaginative grasp of a future that takes seriously the demands of justice, equity, and civic courage. Democracy should be a way of thinking about education, one that thrives on connecting equity to excellence, learning to ethics, and agency to the imperatives of social responsibility and the public good. The question regarding what role education should play in democracy becomes all the more urgent at a time when the dark forces of authoritarianism are on the march in the United States. As public values, trust, solidarities, and modes of education are under siege, the discourses of hate, racism, rabid self-interest, and greed are exercising a poisonous influence in American society, most evident in the discourse of the right-wing extremists such as Donald Trump and Ted Cruz, vying for the American presidency. Civic illiteracy collapses opinion and informed arguments, erases collective memory, and becomes complicit with the militarization of both individual, public spaces, and society itself. Under such circumstances, politicians such as Hilary Clinton are labeled as liberals when in reality they are firm advocates for both a toxic militarism and the interests of the financial elites.

All across the country, there are signs of hope. Young people are protesting against student debt; environmentalists are aggressively fighting corporate interests; the Chicago Teachers Union is waging a brave fight against oppressive neoliberal modes of governance; Black youth are bravely resisting and exposing state violence in all of its forms; prison abolitionists are making their voices heard, and once again the threat of a nuclear winter is being widely discussed. In the age of financial and political monsters, neoliberalism has lost its ability to legitimate itself in a warped discourse of freedom and choice. Its poisonous tentacles have put millions out of work, turned many Black communities into war zones, destroyed public education, flagrantly pursued war as the greatest of national ideals, turned the prison system into a default institution for punishing minorities of race and class, pillaged the environment, and blatantly imposed a new mode of racism under the silly notion of a post-racial society.

The extreme violence perpetuated in the daily spectacles of the cultural apparatuses are now becoming more visible in the relations of everyday life making it more difficult for many American to live the lie that they are real and active participants in a democracy. As the lies are exposed, the economic and political crises ushering in authoritarianism are now being matched by a crisis of ideas. If this momentum of growing critique and collective resistance continues, the support we see for Bernie Sanders among young people will be matched by an increase in the growth of other oppositional groups. Groups organized around single issues such as an insurgent labor movements, those groups trying to reclaim public education as a public good, and other emerging movements will come together hopefully, refusing to operate within the parameters of established power while working to create a broad-based social movement. In the merging of the power, culture, new public spheres, new technologies, and old and new social movements, there is a hint of a new collective political sensibility emerging, one that offers a new mode of collective resistance and the possibility of taking democracy off life-support. This is not a struggle over who will be elected the next president or ruling party of the United States, but a struggle over those who are willing to fight for a radical democracy and those who are not. The strong winds of resistance are in the air, rattling established interests, forcing liberals to recognize their complicity with established power, and giving new life the meaning of what it means to fight for a democratic social order in which equity and justice prevail for everyone.

Notes.

[1] Chris Hedges, “The War on Language”, TruthDig, (September 28, 2009)

online at: http://www.truthdig.com/report/item/20090928_the_war_on_language/

[2] Nicole Aschoff, “The Smartphone Society,” Jacobin Magazine, Issue 17, (Spring 2015). Online at: https://www.jacobinmag.com/2015/03/smartphone-usage-technology-aschoff/

[3] Gary Olson and Lynn Worsham, “Staging the Politics of Difference: Homi Bhabha’s Critical Literacy,” Journal of Advanced Composition (1999), pp. 3-35.

[4]. Henry A. Giroux, Education and the Crisis of Public Values, 2nd edition (New York: Peter Lang, 2015).

[5]. Terry Eagleton, The Idea of Culture (Malden, MA: Basil Blackwell, 2000), p.22.

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¡Pintando al Mundo de verde!

¿Cuántos tonos de verde existen en el mundo? La Madre Naturaleza y las cajas de creyones responderían  que hay miles. Sin embargo, por la forma en que el clima está cambiando, pronto podríamos estar coloreando algunas regiones solo en tonos de café y marrones. Por esa razón, debemos conservar nuestro medio ambiente. Pero… ¿quién puede asumir este reto? Bueno, todas esas pequeñas manos que hacen dibujos casi perfectos podrían hacerlo. También podrían crear paisajes de verdad, que se muevan, crezcan y sean capaces de inspirar a más pequeños artistas y ayudarnos a avanzar.

El BID considera que el ‘re’-cambio climático comienza por educar a los más pequeños. Por eso, la iniciativa “Súbete” es clave. Con videos, juegos y fabulosos y divertidos recursos, los educadores podrán motivar a sus estudiantes a que se conviertan en conservacionistas entusiastas, capaces de transformar a sus escuelas en centros ecológicos. Solo así nuestros niños y jóvenes podrán darse cuenta de que cosas pequeñas (como imprimir menos o caminar a la escuela) constituyen un ahorro.También aprenderán las diferencias entre clima y tiempo, así como la importancia de conservar el agua, minimizar los residuos y utilizar fuentes de energía renovables.

A través de actividades prácticas e interactivas, y de la ayuda visual del Kit Verde de herramientas,  los educadores podrán motivar a sus estudiantes a apropiarse y a proteger a su mundo. Estos hábitos se transfieren de la escuela al hogar y a la comunidad. Y, al mismo tiempo, los niños, sin darse cuenta, se convierten en ciudadanos de un mundo en el que cada esfuerzo conlleva a un uso más eficiente de recursos.

Así, ¡si se divierten cuando son pequeños, imagina lo que harán cuando sean grandes! Sólo haz los cálculos. ¡Todas las acciones suman! ENTONCES, ¡EDUQUEMOS A ESTOS JÓVENES PARA QUE SE EMPODEREN! No sólo necesitan paisajes para dibujar y rostros sonrientes para pintar, sino que a través de la formación de una conciencia ambiental, también pueden contribuir a la producción de alimentos saludables, la mejora del saneamiento y a ser personas más productivas. ¡Esto es algo GRANDE!  Y todo debido a que maestros, equipados con herramientas sencillas, han puesto en marcha un aprendizaje divertido.

Haz clic en el video adjunto y descubre cómo puedes contribuir a este movimiento, ¡abraza a nuestra madre naturaleza y sigue pintando al mundo con lápices de color verde!

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