La educación inclusiva es un proyecto político destinado a identificar y superar los obstáculos que impiden o dificultan ser admitidos en las instituciones escolares, trabajar con los recursos adecuados, participar democráticamente en las aulas y tener éxito. La educación inclusiva es mucho más que agrupar en las mismas aulas a estudiantes con diversos orígenes étnicos, clases sociales, sexualidades, capacidades, religiones, … Exige tratarlos como iguales, pero diferentes; como ciudadanía a la que mediante recursos y tareas adecuadas, apoyos y tutorías se le facilitan sus procesos de enseñanza y aprendizaje. Requiere un profesorado bien capacitado cultural, sociológica, psicológica y pedagógicamente; comprometido con esta filosofía, vigilando que en el ejercicio de sus decisiones más técnicas no se ponga en peligro el objetivo de la inclusión y no discriminación.
Una política educativa inclusiva es un modo de contribuir a desmontar la arquitectura de la exclusión y de la desigualdad y, simultáneamente, de la autoculpabilidad y/o autoodio de la persona excluida.
Una educación inclusiva requiere una formación y actualización del profesorado que incida en esta línea de trabajo; exige prestar más atención a qué expectativas y actitudes del profesorado son las que dominan su praxis pedagógica; qué conocimiento profesional limita sus prácticas y favorece procesos de exclusión y/o de asimilación; qué prácticas pedagógicas limitan el potencial de transformación que tiene una educación democrática; qué filosofías y programas políticos cercenan sus aspiraciones y la obligación moral de ser optimistas.
Sin una legislación educativa que apueste por la justicia curricular inclusiva no podemos hablar realmente de políticas y sociedades democráticas, sino de eslóganes, palabras vacías, ambiguas, pero sin valor y poder real para incidir y transformar las realidades de injusticia en las que son obligados a vivir muchos colectivos sociales.