“Cuando los gobiernos temen a la gente, hay libertad. Cuando la gente teme al gobierno, hay tiranía”
«Cuando la injusticia se convierte en ley, la resistencia se convierte en deber.»
Thomas Jefferson
A estas horas las calles de Washington arden a escasa distancia de la Casa Blanca, fruto de la rabia y la indignación por el asesinato racista de George Floyd hace apenas una semana. A su vez, a medida que las balas de goma, las porras y los gases lacrimógenos comienzan a ocupar su lugar en la ignominia que incrédulamente presenciamos, la rabia y la frustración contra el sistema y la flagrante injusticia que representa, se hacen patentes ante la enésima provocación infantil del pirómano en jefe Donald Trump.
Biblia en mano e invocando una ley de 1807 contra insurrecciones, el presidente de Estados Unidos ha actuado como un auténtico estadounidense. Al menos ha actuado como un auténtico hijo y representante del neoliberalismo de su país, anteponiendo sus propios intereses a los de su nación. A fin de cuentas, ¿a quién diablos le importa el estado cuando hay unas elecciones en juego?
Las imágenes del ejército, la Guardia Nacional, arribando en convoyes militares a sus propias ciudades para intentar sofocar una indignación y rabia profundamente justas, suponen la cruel realidad de un país gestado y mantenido con vida por la violencia y el amor a un ideal que apresuradamente se desvanece, sin que en esta ocasión estén ahí los comunistas, los rusos, los bolivarianos o los yihadistas para culparlos. No al menos para nadie con dos dedos de frente. Las imágenes de la sede de la CNN siendo atacada por manifestantes que claramente la identifican como un enemigo, deberían hacernos reflexionar a todos acerca del papel jugado por los medios de comunicación en todo esto y su continuada negligencia a la hora de enfocar la realidad de la sociedad estadounidense. La trama rusa, Ucrania, los líos de faldas, sus tours por Asia con Kim Jong-un, las payasadas diarias o su reciente delirio de considerar como organización terrorista a algo que ni existe como tal, ni puede ser declarado como tal… Cualquier cosa ha valido a la prensa para desviar la atención de un país en el que quienes nacen en la pobreza, tienen más posibilidades que nunca antes para seguir siendo pobres. En el país de la opulencia, los grandes eventos deportivos, las estrellas de rock, Hollywood, las series de televisión, la MTV o las Kardashians, resulta que millones de estadounidenses se están hundiendo en la absoluta pobreza y nadie se ha molestado en documentarlo o mucho menos denunciarlo.
Hoy Estados Unidos se incendia por la desigualdad y la extrema pobreza, simplemente resulta necesario ser uno de los perdedores del mejor de los mundos para lograr comprenderlo
Estados Unidos, una de las naciones más ricas del mundo, dista ya mucho de ser la “tierra de oportunidades” y lenta, pero inexorablemente, camina cara a una distopía en la que la desigualdad y la violencia suponen los grandes rasgos definitorios del sistema. Según el propio censo de Estados Unidos, más de 40 millones de estadounidenses viven en la actualidad en la pobreza y más de 5 millones soportan condiciones similares a las del tercer mundo, la llamada pobreza absoluta. Más de 46 millones de estadounidenses dependen directamente del banco de alimentos, entre ellos, unos 13, 3 millones de niños. Todo esto antes de los efectos de la crisis del coronavirus, una crisis que ha dejado la escalofriante cifra de 40 millones de estadounidenses desempleados, escalofriante porque en el país de las oportunidades, no tener trabajo significa no tener seguro médico o prestación alguna que lo sostenga a uno más allá de lo que hayas podido reunir por iniciativa propia.
Por eso el fuego de hoy es distinto al prendido en tantas y tantas ocasiones antes en Detroit, Chicago, Tulsa, Los Ángeles, Ferguson o en un sin fin de ciudades con focos menores de indignación y rabia en los barrios pobres. Aquellos que nunca salen en las películas si no es para mostrar la detención de un traficante o las miserias de esa otra sociedad, esos no estadounidenses de total derecho, la población con más posibilidades de acabar pisando una cárcel o un cementerio fruto de una bala perdida o dirigida directamente a ellos, los que tienen menos posibilidades de acabar sus estudios y pisar una universidad. Aquellos cuya tasa de mortalidad infantil resulta similar a la de países subdesarrollados y en los que la obesidad, el alcoholismo y las drogas suponen una pandemia mayor que el COVID.
El desprecio por la población pobre en Estados Unidos ha generado un sistema ciego y sordo ante las necesidades de estas comunidades. Un sistema excesivamente burocrático, adelgazado y plagado de corrupción, incapaz de responder al descontento si no es con armas y mano dura. En un país cuyos niveles de violencia en sus grandes urbes son similares a los de Colombia o Brasil, la policía se ha acostumbrado al «dispara primero y pregunta después«, especialmente si eres negro. Y no, el racismo no es un invento o una paranoia de una comunidad especialmente violenta, el racismo es una realidad dibujada en la menor esperanza de vida de los afroestadounidenses o en su menor capacidad para encontrar un empleo. Mientras que la esperanza de vida de un universitario blanco es de 80 años, la de un afroamericano con escasa formación académica se sitúa en los 66 años, catorce años con el doble de posibilidades de perder un hijo al nacer o de que su familia termine en la pobreza, catorce años bajo la amenaza de la brutalidad policial, los arrestos arbitrarios o la cárcel. Catorce años de profunda y continua desigualdad racial. El bienestar en Estados Unidos se encuentra profundamente estratificado y los afroamericanos siguen ocupando a día de hoy el eslabón más débil del sistema.
Las imágenes del ejército, la Guardia Nacional, arribando en convoyes militares a sus propias ciudades para intentar sofocar una indignación y rabia profundamente justas, suponen la cruel realidad de un país gestado y mantenido con vida por la violencia y el amor a un ideal que apresuradamente se desvanece,
No resulta preciso ser negro para pasarte el día trabajando en uno, dos o tres empleos mal remunerados que apenas te alcanzan para sobrevivir, ni tampoco lo resulta para terminar en una comisaria con el cuerpo lleno de golpes o para sucumbir antes las facturas médicas o la tentación de los opiáceos. No resulta necesario, pero sin duda el sistema ayuda y provoca que tengas más posibilidades para ello cuando eres negro. Hoy Estados Unidos se incendia por la desigualdad y la extrema pobreza, simplemente resulta necesario ser uno de los perdedores del mejor de los mundos para lograr comprenderlo. Tan solo eso. Pero también en esto, ser negro «ayuda».
Fuente e imagen: https://nuevarevolucion.es/el-fin-del-sueno-americano/
La muerte de George Floyd mientras se encontraba bajo custodia policial en Estados Unidos ha generado protestas contra la violencia racial en todo el mundo, incluyendo varios países de América Latina.
Pero, ¿es mejor la situación de lo afrodescendientes en la región que en EE.UU.?
Se lo preguntamos al experto en racismo en América Latina Alejandro de la Fuente, director del Instituto de Investigaciones Afrolatinoamericanas de la Universidad de Harvard.
Y de paso aprovechamos para conversar sobre temas como la arraigada convicción latinoamericana de que en la región no hay racismo, solo clasismo, y sobre la diferencia entre el racismo contra afrodescendientes e indígenas del sur del continente.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGESImage captionEl racismo en América Latina afecta a indígenas y afrodescendientes.
¿Es comparable el racismo en contra de los afrodescendientes en Estados Unidos con el de América Latina? ¿En qué se parecen y en qué se diferencian?
Hay que empezar desdichadamente por las similitudes. Y hay que empezar por las similitudes porque la discriminación racial, el racismo sistémico y la exclusión de las personas afordescendientes de los proyectos nacionales, de los proyectos de ciudadanía, son realidades comunes a todas las Américas. Son realidades que tienen una historia compartida, una historia común, y que se expresan de maneras diferentes en distintos lugares, pero que se expresan en muchos lugares en las Américas.
Y las formas más extremas y recientes de esa historia -la brutalidad policial, la criminalización de las personas afrodescendientes, la asociaciones entre ciertos rasgos fenotípicos y la criminalidad- eso no es algo que atañe solo a EE.UU., aunque adquiera una visibilidad singular cuando pasa en los EEUU. Pero si uno sigue más o menos de cerca las noticias de Brasil encontraría noticias muy similares y probablemente mucho peores que las que estamos leyendo sobre EE.UU. en términos de violencia racializada y en términos de criminalización de la población afrodescendiente.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGESImage captionEn Brasil la policía mata a mas afrodescendientes que en EE.UU.
La otra similitud fundamental y muy contemporánea es que en la situación de la crisis de salud pública que estamos viviendo, los efectos diferenciales de la pandemia de covid-19 según grupos racializados son otra realidad que parece ser común a las Américas. En eso tenemos mucha mejor información para EE.UU., tenemos alguna información para Brasil y tenemos casi ninguna información para los otros países de América Latina; sabemos muy poco sobre el impacto de la covid-19 sobre los distintos grupos poblacionales, pero hay muchas denuncias desde el terreno y suficiente información para intuir que la pandemia está teniendo efectos raciales diferenciados.
El racismo y la discriminación adoptan formas diferentes, maneras diferentes en los distintos países. El racismo puede expresarse de formas distintas. Pero a estas aturas hay que decir que el viejo sueño de que América Latina es menos racista que EE.UU., o que el racismo estadounidense es peor que el de América Latina, es simplemente falso
¿Y las diferencias? La primera que me viene a la mente es la mayor representación política y capacidad organizativa de la comunidad afroestadounidense, ¿o me equivoco?
No, no se equivoca. Creo que en EE.UU., después de las luchas por los derechos civiles (que se dieron desde mediados de la década de 1950 a fines de la de 1960), la representación política, la visibilidad política del tema, la capacidad de un sector de la población afroamericana de ejercer presión sobre el gobierno federal y los gobiernos estatales es superior a la de las poblaciones afrodescendientes en América Latina.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGESImage captionLa lucha por los derechos civiles de Martin Luther King Jr. permitió la llegada a la presidencia de Barack Obama.
Pero hay otra diferencia que creo es fundamental y es una diferencia que conecta con las maneras en cómo pensamos y cómo sentimos el racismo y la discriminación en los distintos países. Y es el hecho que, dentro de la Américas, la experiencia de la segregación racial formal, legalmente entronizada, es una experiencia muy peculiar de los EE.UU.
En EE.UU., a veces se habla del «excepcionalismo latinoamericano» y yo siempre digo que la excepción, si acaso, son ellos, aunque no me gusta mucho hablar en esos términos, porque creo que no es muy productivo. Pero en los países latinoamericanos, en muchos países de América Latina -en nuestra América, como hubiera dicho Martí- existieron y existen imaginarios nacionales que, al menos de forma retórica, incluían a la población afrodescendiente. Y esos idearios pueden funcionar de muchas maneras: pueden ayudar a silenciar las realidades, el racismo sistémico y la discriminación; pueden ayudar a invisibilizar a esas poblaciones; pero también pueden ayudar para hacer políticamente más difícil cualquier política abiertamente racista, incluyendo estas formas extremas de brutalidad policial.
Es decir, en América Latina existe una especie de consenso nacional de que el racismo es una cosa inaceptable y una cosa vergonzosa. En EE.UU. existen en estos momentos, incluso a nivel gubernamental, una coyuntura muy diferente. Porque hay un gobierno federal, hay una administración, que ha mandado muchas señales de que probablemente está bien ser racista y a veces de manera muy explícita ha utilizado un lenguaje que es abiertamente racista, abiertamente xenófobo, abiertamente sexista. Y todo esto crea un ambiente, digamos, favorable, para que ese policía que vimos en el caso de señor George Floyd se sienta empoderado para hacer algo así.
Derechos de autor de la imagenAFPImage captionEl discurso supremacista blanco está mucho más naturalizado en EE.UU. que en América Latina.
¿Esa concepción más integradora de nuestro ideario colectivo es la que por ejemplo explica que muchos latinoamericanos insistan que en sus países lo que hay es clasismo, no racismo, sin darse cuenta de lo interrelacionados que están?
Sí, ese es uno de los anclajes culturales e ideológicos de esa visión, que no es por supuesto una visión completamente equivocada. El clasismo es una forma fundamental de estructuración de nuestras sociedades al sur del Río Grande. Lo que pasa es que como tú decías, el clasismo en América Latina tiene color. El clasismo de América Latina no es incoloro, no es neutral desde el punto de vista del color. Existe una asociación potentísima entre pigmentación y ubicación de clase y posibilidades socioeconómicas. Y hay muchos estudios -muchos muy serios, sobre todo desde Brasil, pero no solo desde Brasil- que demuestran que incluso cuando uno mide toda una serie de variables sociodemográficas -educación, estructura familiar, lugar de residencia…- hay todavía unas diferencias entre las personas afrodescendientes y las personas no afrodescendientes que no logramos explicar por esas variables. Y es ahí donde el racismo y a discriminación están jugando un papel fundamental, y eso es algo devastador que tiene un efecto acumulativo a lo largo de generaciones, y es así como se reproducen esas estructuras socio-clasistas racializadas.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGESImage captionEn América Latina hay una estrecha relación entre raza y clase.
¿Y hay diferencias entre el racismo que sufren los afrodescendientes y el que afecta a los pueblos indígenas u originarios?
Es interesante destacar que, en casi todos los países de la región, los indígenas tienen indicadores de bienestar inferiores a los de las personas afrodescendientes. Esto se debe en parte a que la categoría misma de indígena está asociada a las comunidades rurales, que suelen ser más pobres, mientras que las personas afrodescendientes participan más de las economías urbanas, aunque frecuentemente lo hagan desde la informalidad. Tanto «indio» como «negro» son categorías de manufactura colonial que produjeron grupos racializados, subordinados e inferiores. Pero la inferioridad indígena es frecuentemente explicada a través de insuficiencias culturales, mientras que la de los afrodescendientes hace énfasis en la supuesta inferioridad biológica, racial.
En la práctica, sin embargo, muchas personas de ambos grupos enfrentan la discriminación racial de forma similar, especialmente cuando intentan ascender socialmente y acceder a espacios tradicionalmente «blancos».
Derechos de autor de la imagenAFPImage captionLos indígenas tienden a vivir en mayores condiciones de pobreza que los afrodescendientes.
Y en ese contexto, y haciendo referencia al eslogan de las prestas en EE.UU., ¿importa más la vida de los negros en América Latina o no hay mayor diferencia?
La verdad -y me duele y me apena decir esto- es que no hay una gran diferencia. Hoy en día tenemos mucha más información estadística sobre las diferencias raciales en América Latina, en los últimos diez años se han producido muchos datos que permiten demostrar perfectamente, y más allá de cualquier debate, que en América Latina tener la piel oscura implica mayor subordinación social.
Esto es verdad en toda la región, incluso en la Cuba socialista que supuestamente en algún momento resolvió este problema, sin resolverlo nunca.
Derechos de autor de la imagenAFPImage captionEn muchos indicadores los afrodescendientes están peor en América Latina que en EE.UU.
Existen hoy en día datos estadísticos que permiten de hecho una comparación más o menos sistemática entre muchos países de la región y EE.UU. Y, en esa comparación, EE.UU. no siempre luce peor. Porque desde los derechos civiles se produjo en EE.UU. todo un diseño de políticas públicas para lidiar con los legados de la segregación racial, y antes de eso la esclavización de las personas africanas y afrodescendientes. Y en América Latina esas políticas solo han empezado a desarrollarse a partir esencialmente de finales de los años 80 y los años 90.
De hecho, si hubiéramos tenido esta conversación hace diez años, habríamos dicho que Brasil estaba a la cabeza en todo el hemisferio en términos de política pública con respecto a los afrodescendientes, especialmente porque Brasil estableció una serie de políticas de acción afirmativa en acceso a la universidad que transformó -y esto se puede demostrar- el escenario de la educación superior brasileña. Esos programas, como te imaginaras, han sido reducidos y han estado bajo ataque en los últimos años, pero produjeron resultados absolutamente dramáticos.
Es decir, que aunque a América Latina le tomó mucho más tiempo aceptar la noción de que era necesario desarrollar políticas públicas específicamente diseñadas para la población afrodescendiente, esas políticas públicas han ganado terreno. De manera insegura, de manera parcial, pero han ganado terreno. Y han ganado terreno en multitud de países, con Brasil a la cabeza. Pero Colombia también ha estado haciendo bastante.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGESImage captionBrasil y Colombia están entre los países de la región con mayor población afrodescendiente.
¿Le sorprende entonces que con esos avances en políticas en Brasil mueran mucho más afrodescendientes a manos de la policía que en EE.UU.? ¿Cómo se explica?
Mira, ahí pones el dedo sobre la esencia del racismo. El racismo no es solo una cuestión de una distribución desigual de recursos. El racismo está anclado en una distribución desigual de recursos, pero el racismo es mucho más que eso. Es todo un complejo cultural que de alguna manera «explica» o «naturaliza» -en los dos caso así, entre comillas- la subordinación de esas personas, de los que tienen menor acceso.
Por eso uno puede tener un ejemplo como el caso cubano, como el caso de la Cuba posrevolucionaria, donde a pesar de existir altísimos niveles de igualdad el racismo continúa, el racismo no desaparece.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGESImage captionLa idea de que los afrodescendientes son más propensos al crimen y la violencia es una construcción racista fuertemente arraigada.
Lo que eso sugiere es que acabar con el racismo requiere no solo de políticas de acción afirmativa en Brasil, Colombia, Uruguay y otros países, sino además de una campaña sistemática para transformar cómo las personas se piensan a sí mismas y piensan a los demás. Porque cuando un policía interactúa con un afrodescendiente, lo que ve es un criminal. Ahora, uno puede preguntarse ¿por qué? ¿Por qué ve a un criminal? Pues porque existe todo un cuerpo de saber producido desde fines del siglo XIX que supuestamente demuestra, supuestamente científicamente, que las personas afrodescendientes -los mal llamados negros- tienen una mayor propensión a la criminalidad. Entonces ese policía ha incorporado eso en su manera de ser y de pensar. Y para que ese policía piense de manera diferente tenemos que reprogramarlo, tenemos que ayudarlo a desaprender eso.
¿Además de Brasil, hay otro país en la región brutalidad policial contra afrodescendientes sea un problema mayor?
Otro país donde la violencia racializada y la violencia racista es bastante generalizada es Colombia. Creo que es un fenómeno diferente al de Brasil, pero es un país del que tenemos información sistemática, absolutamente devastadora, de que la violencia de distintas fuerzas de seguridad recae con frecuencia sobre activistas afrodescedientes pacíficos que luchan por los derechos de las comunidades, los derechos medioambientales, la protección de territorios.
Esas son formas de violencia racializada que quizás leemos diferente a cuando tenemos a un policía uniformado, pero son forma de violencia racializada que también están siendo instrumentadas desde grupos de poder y cuerpos de seguridad más o menos formales. De manera que si uno quisiera ver un caso adicional al de Brasil probablemente el de Colombia sería el caso a mirar.
Derechos de autor de la imagenAFPImage captionEn Colombia los territorios con mayor presencia afro a menudo son los que más sufren la violencia.
Durante estos días de confinamiento en casa me han llegado múltiples mensajes a través de las redes sociales y de los medios de comunicación que comentan que la vida de la familia, en pareja, con los niños y niñas o adolescentes ha supuesto un aumento de cierta “violencia”: divorcios, agresiones, separaciones, etc. Y me ha hecho pensar que, también últimamente, vemos insultos racistas a jugadores de fútbol, violencia entre equipos rivales, partidos políticos xenófobos, agresiones físicas a personas de otros lugares, peleas nocturnas, destrozos de mobiliario, aumento de violencia de género, etc. Lo que podemos llamar violencia contemporánea sea física, sexual, emocional o económica. Pero ¿cómo habiendo más educación aumenta?
El tema es muy amplio y complejo, pero somos conscientes de la necesidad de tratarlo educativamente en sentido amplio. Sabemos que el contexto social es importante; hemos podido comprobarlo en este confinamiento en casa (pisos pequeños, paro, angustia, pobreza, brechas tecnológicas, sociales, emocionales, económicas, etc.). Una situación que crea en algunas personas una “paranoia social”, al que hemos podido comprobar cuando se ha pedido salir en algunos momento. La humanidad se deja influir, a veces, por cuestiones incomprensibles; pero no podemos aceptar que la violencia se venda como un instinto innato sino como algo usual de las sociedades modernas. Debemos considerar la agresividad como un fenómeno adquirido en el contexto social.
Por estos motivos, he meditado sobre el papel que la educación en la escuela y en casa puede tener en la reducción de esa “violencia contemporánea”.
No se trata únicamente de introducir más elementos curriculares, sino de incorporar el compromiso de la educación y de todo el tejido social de luchar contra la pobreza, contra la exclusión social, contra todo tipo de discriminación y desigualdad que hemos visto amplificadas y reforzadas durante este confinamiento. Educar dentro y fuera de la escuela es un acto social que se da mediante la comunicación. Hay que desarrollar mecanismos de comunicación que ayuden al profesorado y a las familias a educar para evitar una violencia. El filósofo Jürgen Habermas nos dice que la violencia puede ser reemplazada por el diálogo, el mutuo entendimiento y el lenguaje
Hemos de estar atentos para que este confinamiento no nos lleve a una gran crisis política y económica, con repercusiones educativas, continuando con políticas antiguas. Que esa normalidad de la que tanto hablan, en lugar de nueva sea vieja, que se desarticule aún más el tejido social y que se empobrezca más la población provocando una brecha, ahora sí, en la convivencia social, caldo de cultivo de la violencia.
La mejora de la sociedad que se pide ahora a gritos por el confinamiento debido al COVID-19 y la eliminación de esa violencia contemporánea tendrán lugar cuando todos los que participan en la educación de la infancia: escuelas, familia, administración y comunidad integren en su comportamiento y en los procesos de gestión una forma diferente de tratar a las personas y, sobre todo, un compromiso de mejora social para eliminar ese otro virus que favorece y refuerza esa violencia.
Redacción Internacional, 12 may (EFE).- Supervivencia, sacrificio del placer y pérdida del sentido de la buena vida. Así es el mundo que vaticina el filósofo coreano Byung-Chul Han después de la pandemia: “Sobrevivir se convertirá en algo absoluto, como si estuviéramos en un estado de guerra permanente”.
Nacido en Seúl en 1959, Han estudió Filosofía, Literatura y Teología en Alemania, donde reside, y ahora es una de las mentes más innovadoras en la crítica de la sociedad actual. Según describe en una entrevista a EFE, nuestra vida está impregnada de hipertransparencia e hiperconsumismo, de un exceso de información y de una positividad que conduce de forma inevitable a la sociedad del cansancio.
El pensador coreano, global y viral en su fondo y forma, expresa su preocupación porque el coronavirus imponga regímenes de vigilancia y cuarentenas biopolíticas, pérdida de libertad, fin del buen vivir o una falta de humanidad generada por la histeria y el miedo colectivo.
«La muerte no es democrática», advierte este pensador. La Covid-19 ha dejado latentes las diferencias sociales, así como que “el principio de la globalización es maximizar las ganancias” y que “el capital es enemigo del ser humano”. A su juicio, “eso ha costado muchas vidas en Europa y en Estados Unidos” en plena pandemia.
Byung-Chul Han, que publicará en las próximas semanas en español su último libro, «La desaparición de los rituales» (Herder), está convencido de que la pandemia “hará que el poder mundial se desplace hacia Asia” frente a lo que se ha llamado históricamente el Occidente. Comienza una nueva era.
PREGUNTA: ¿La Covid-19 ha democratizado la vulnerabilidad humana?¿Ahora somos más frágiles?
RESPUESTA: Está mostrando que la vulnerabilidad o mortalidad humanas no son democráticas, sino que dependen del estatus social. La muerte no es democrática. La Covid-19 no ha cambiado nada al respecto. La muerte nunca ha sido democrática. La pandemia, en particular, pone de relieve los problemas sociales, los fallos y las diferencias de cada sociedad. Piense por ejemplo en Estados Unidos. Por la Covid-19 están muriendo sobre todo afroamericanos. La situación es similar en Francia. Como consecuencia del confinamiento, los trenes suburbanos que conectan París con los suburbios están abarrotados. Con la Covid-19 enferman y mueren los trabajadores pobres de origen inmigrante en las zonas periféricas de las grandes ciudades. Tienen que trabajar. El teletrabajo no se lo pueden permitir los cuidadores, los trabajadores de las fábricas, los que limpian, las vendedoras o los que recogen la basura. Los ricos, por su parte, se mudan a sus casas en el campo.
La pandemia no es solo un problema médico, sino social. Una razón por la que no han muerto tantas personas en Alemania es porque no hay problemas sociales tan graves como en otros países europeos y Estados Unidos. Además el sistema sanitario es mucho mejor en Alemania que en los Estados Unidos, Francia, Inglaterra o Italia.
Aún así, en Alemania, la Covid-19 resalta las diferencias sociales. También mueren antes aquellos socialmente débiles. En los autobuses y metros abarrotados viajan las personas con menos recursos que no se pueden permitir un vehículo propio. La Covid-19 muestra que vivimos en una sociedad de dos clases.
P: ¿Vamos a caer más fácilmente en manos de autoritarismos y populismos, somos más manipulables?
R: El segundo problema es que la Covid-19 no sustenta a la democracia. Como es bien sabido, del miedo se alimentan los autócratas. En la crisis, las personas vuelven a buscar líderes. El húngaro Viktor Orban se beneficia enormemente de ello, declara el estado de emergencia y lo convierte en una situación normal. Ese es el final de la democracia.
P: Libertad versus Seguridad. ¿Cuál va a ser el precio que vamos a pagar por el control de la pandemia?
R: Con la pandemia nos dirigimos hacia un régimen de vigilancia biopolítica. No solo nuestras comunicaciones, sino incluso nuestro cuerpo, nuestro estado de salud se convierten en objetos de vigilancia digital. Según Naomi Klein, el shock es un momento favorable para la instalación de un nuevo sistema de reglas. El choque pandémico hará que la biopolítica digital se consolide a nivel mundial, que con su control y su sistema de vigilancia se apodere de nuestro cuerpo, dará lugar a una sociedad disciplinaria biopolítica en la que también se monitorizará constantemente nuestro estado de salud. Occidente se verá obligado a abandonar sus principios liberales; y luego está la amenaza de una sociedad en cuarentena biopolítica en Occidente en la que quedaría limitada permanentemente nuestra libertad.
P:¿Qué consecuencias van a tener el miedo y la incertidumbre en la vida de las personas?
R: El virus es un espejo, muestra en qué sociedad vivimos. Y vivimos en una sociedad de supervivencia que se basa en última instancia en el miedo a la muerte. Ahora sobrevivir se convertirá en algo absoluto, como si estuviéramos en un estado de guerra permanente. Todas las fuerzas vitales se emplearán para prolongar la vida. En una sociedad de la supervivencia se pierde todo sentido de la buena vida. El placer también se sacrificará al propósito más elevado de la propia salud.
El rigor de la prohibición de fumar es un ejemplo de la histeria de la supervivencia. Cuanto la vida sea más una supervivencia, más miedo se tendrá a la muerte. La pandemia vuelve a hacer visible la muerte, que habíamos suprimido y subcontratado cuidadosamente. La presencia de la muerte en los medios de comunicación está poniendo nerviosa a la gente. La histeria de la supervivencia hace que la sociedad sea tan inhumana.
A quien tenemos al lado es un potencial portador del virus y hay que mantenerse a distancia. Los mayores mueren solos en los asilos porque nadie puede visitarles por el riesgo de infección. ¿Esa vida prolongada unos meses es mejor que morir solo? En nuestra histeria por la supervivencia olvidamos por completo lo que es la buena vida.
Por sobrevivir, sacrificamos voluntariamente todo lo que hace que valga la pena vivir, la sociabilidad, el sentimiento de comunidad y la cercanía. Con la pandemia además se acepta sin cuestionamiento la limitación de los derechos fundamentales, incluso se prohíben los servicios religiosos.
Los sacerdotes también practican el distanciamiento social y usan máscaras protectoras. Sacrifican la creencia a la supervivencia. La caridad se manifiesta mediante el distanciamiento. La virología desempodera a la teología. Todos escuchan a los virólogos, que tienen soberanía absoluta de interpretación.
La narrativa de la resurrección da paso a la ideología de la salud y de supervivencia. Ante el virus, la creencia se convierte en una farsa. ¿Y nuestro papa? San Francisco abrazó a los leprosos…
El pánico ante el virus es exagerado. La edad promedio de quienes mueren en Alemania por Covid-19 es 80 u 81 años y la esperanza media de vida es de 80,5 años. Lo que muestra nuestra reacción de pánico ante el virus es que algo anda mal en nuestra sociedad.
P:¿En la era postcoronavirus, nuestra sociedad será más respetuosa con la naturaleza, más justa; o nos hará más egoístas e individualistas?
R: Hay un cuento,“Simbad el Marino”. En un viaje, Simbad y su compañero llegan a una pequeña isla que parece un jardín paradisíaco, se dan un festín y disfrutan caminando. Encienden un fuego y celebran. Y de repente la isla se tambalea, los árboles se caen. La isla era en realidad el lomo de un pez gigante que había estado inmóvil durante tanto tiempo que se había acumulado arena encima y habían crecido árboles sobre él. El calor del fuego en su lomo es lo que saca al pez gigante de su sueño. Se zambulle en las profundidades y Simbad es arrojado al mar.
Este cuento es una parábola, enseña que el hombre tiene una ceguera fundamental, ni siquiera es capaz de reconocer sobre qué está de pie, así contribuye a su propia caída.
A la vista de su impulso destructivo, el escritor alemán Arthur Schnitzler compara la Humanidad con una enfermedad. Nos comportamos con la Tierra como bacterias o virus que se multiplican sin piedad y finalmente destruyen al propio huésped. Crecimiento y destrucción se unen.
Schnitzler cree que los humanos son solo capaces de reconocer rangos inferiores. Frente a rangos superiores es tan ciego como las bacterias.
La historia de la Humanidad es una lucha eterna contra lo divino, que resulta destruido necesariamente por lo humano. La pandemia es el resultado de la crueldad humana. Intervenimos sin piedad en el ecosistema sensible.
El paleontólogo Andrew Knoll nos enseña que el hombre es solo la guinda del pastel de la evolución. El pastel real está formado por bacterias y virus, que siempre están amenazando con romper esa superficie frágil y amenazan así con reconquistarlo.
Simbad el Marino es la metáfora de la ignorancia humana. El hombre cree que está a salvo, mientras que en cuestión de tiempo sucumbe al abismo por acción de las fuerzas elementales. La violencia que practica contra la naturaleza se la devuelve ésta con mayor fuerza. Esta es la dialéctica del Antropoceno. En esta era, el hombre está más amenazado que nunca.
P: ¿La Covid-19 es una herida a la globalización?
R: El principio de la globalización es maximizar las ganancias. Por eso la producción de dispositivos médicos como máscaras protectoras o medicamentos se ha trasladado a Asia, y eso ha costado muchas vidas en Europa y en Estados Unidos.
El capital es enemigo del ser humano, no podemos dejar todo al capital. Ya no producimos para las personas, sino para el capital. Ya dijo Marx que el capital reduce al hombre a su órgano sexual, por medio del cual pare a críos vivos.
También la libertad individual, que hoy adquiere una importancia excesiva, no es más en último término que un exceso del mismo capital.
Nos explotamos a nosotros mismos en la creencia de que así nos realizamos, pero en realidad somos unos siervos. Kafka ya apuntó la lógica de la autoexplotación: el animal arranca el látigo al Señor y se azota a sí mismo para convertirse en el amo. En esta situación tan absurda están las personas en el régimen neoliberal. El ser humano tiene que recuperar su libertad.
P: ¿El coronavirus va a cambiar el orden mundial? ¿Quién va a ganar la batalla por el control y la hegemonía del poder global?
R: La Covid-19 probablemente no sea un buen presagio para Europa y Estados Unidos. El virus es una prueba para el sistema.
Los países asiáticos, que creen poco en el liberalismo, han asumido con bastante rapidez el control de la pandemia, especialmente en el aspecto de la vigilancia digital y biopolítica, inimaginables para Occidente.
Europa y Estados Unidos están tropezando. Ante la pandemia están perdiendo su brillo. Zizek ha afirmado que el virus derribará al régimen de China. Zizek está equivocado. Eso no va a pasar. El virus no detiene el avance de China. China venderá su estado de vigilancia autocrática como modelo de éxito contra la epidemia. Exhibirá por todo el mundo aún con más orgullo la superioridad de su sistema. La Covid-19 hará que el poder mundial se desplace un poco más hacia Asia. Visto así, el virus marca un cambio de era.
El confinamiento forzoso para evitar la propagación del coronavirus se ha convertido en caldo de cultivo de otro virus de efectos devastadores: la violencia machista. Las llamadas de auxilio y denuncias de mujeres maltratadas se han disparado en México, El Salvador y Honduras.
Alejandra, de 19 años, y Lucero, de 30, (ambas utilizan seudónimos por motivos de seguridad) están ingresadas desde hace unas semanas en un refugio para mujeres maltratadas en la Ciudad de México. Intentan recuperarse del tormento. En plena pandemia del Covid-19 el marido de Alejandra mató a su bebé de nueve meses y la emprendió a golpes contra ella. Lucero vivía encerrada en casa. Su pareja no la dejaba salir y el abuso era constante. Ante la amenaza de la violencia machista y del coronavirus, el confinamiento en una casa refugio es la protección de Alejandra y Lucero, que no tienen ningunas ganas de volver a su “normalidad”.
Las cifras por violencia de género en México eran alarmantes antes de la pandemia. María de la Luz Estrada, coordinadora del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF), que agrupa a 40 organizaciones de 22 estados del país, señala que unas diez mujeres eran asesinadas cada día. Según el Sistema Nacional de Seguridad Pública, el primer trimestre de 2020 ha sido el más violento para las mujeres mexicanas en los últimos cinco años, con 964 homicidios. Pero el presidente Andrés Manuel López Obrador declara que la tendencia en el feminicidio “está a la baja”.
Con apenas 19 años de edad, Alejandra vive refugiada durante la contingencia sanitaria. Foto/ Refugio de mujeres
Lo que ocurre, precisa María de la Luz Estrada, es que de los 964 asesinatos, 720 están clasificados como homicidios dolosos y sólo 244 como feminicidios. Este último término define el asesinato de una mujer por la condición de serlo, cometido siempre por un hombre y con una clara connotación machista. Un número creciente de países han incorporado el feminicidio a su legislación penal.
El primer caso de Covid-19 en México se detecta el 28 de febrero. En las semanas siguientes se dictan medidas de aislamiento preventivo, y el 23 de marzo, con 316 casos confirmados y dos muertes, la Secretaría de Salud declara la Jornada Nacional de Sana Distancia, y poco después la campaña “Quédate en casa”. El 30 de marzo se declara una “emergencia sanitaria por causa de fuerza mayor” y el 21 de abril comienza la fase 3, con medidas que extienden el confinamiento. Los casos de violencia de género, –agresión físicas, sexual y emocional—se disparan de manera alarmante, según advierten mujeres víctimas de violencia, madres de mujeres asesinadas, activistas, y organizaciones feministas y de defensa de derechos humanos.
Machismo y misoginia en El Salvador
Son más de las 2 de la madrugada del 29 de abril en una vivienda humilde del municipio de Mejicanos, en San Salvador. Cristina, de 17 años, salta de la cama al escuchar ruido. A través de la cortina que divide el cuarto minúsculo vislumbra la silueta de su padre. “¡Qué haces!”, le grita. Salta por encima de la litera donde duerme su hermano de 10 años, enciende la luz y ve una escena dantesca. La madre ensangrentada en su cama, con el cuerpo del marido encima que trata de ahogarla. La muchacha consigue apartar al padre, y levanta a la mujer malherida.
Los gritos despiertan a su tío, Marvin Regalado, quien da un brinco y ve en el cuarto contiguo a su cuñado Edwin Alexander López Rivas, con los brazos extendidos, cubiertos de sangre. “Mátame, mirá lo que he hecho”, susurra el agresor. Detrás ve a su hermana, Susan Daly Regalado, que se tambalea agonizante.
Marvin avisa a la policía, mientras su sobrina recuesta a su madre, con los ojos cerrados y la lengua fuera. De camino al hospital Marvin graba con su teléfono celular a Susan, recostada en el asiento posterior del vehículo policial, con una toalla ensangrentada en la cabeza. Tiene puñaladas en el cuello, mejilla y frente. En pocos minutos llega a la casa otra patrulla de la Policía, que detiene al agresor.
A las 3 de la madrugada, frente al Hospital Zacamil, en San Salvador, un médico sube a la parte trasera del vehículo policial para auxiliar a Susan. Demasiado tarde. “Lo siento, ya no se puede hacer nada. Está muerta”.
El 1 de mayo se presenta ante el juzgado el requerimiento fiscal contra Edwin Alexander López, por el delito de feminicidio agravado de Susan Daly, que en El Salvador está tipificado y sancionado con una pena de entre 30 y 50 años de prisión. López Rivas está detenido por orden judicial y Fiscalía sigue realizando diligencias en la etapa de instrucción.
Edwin Alexander López, antes de la audiencia inicial en el Juzgado Segundo de Paz de Mejicanos, San Salvador. Foto/Émerson Flores
El confinamiento forzado de la población a causa de la pandemia ha agravado la violencia contra las mujeres. El Gobierno ha olvidado otro virus, más letal y menos combatido: el machismo y la misoginia. Desde la entrada en vigor de la cuarentena en marzo, el covid-19 ha causado la muerte de al menos cinco mujeres hasta el 13 de mayo. En el mismo período ha habido 18 asesinatos de mujeres, según la Organización de Mujeres Salvadoreñas por la Paz (Ormusa), y el Centro de Atención Legal ha recibido 158 denuncias, que representa un aumento de la violencia del 58% respecto de meses anteriores.
Una “condena” de dos meses en Honduras
En los últimos cuatro meses el Sistema de Emergencia 911 de Honduras ha registrado más de 32.500 llamadas telefónicas de auxilio de mujeres, que denuncian agresiones de su marido o de algún otro miembro de la familia. Según el Ministerio Público, durante el confinamiento se presentan entre 15 y 20 denuncias diarias por violencia doméstica sólo en Tegucigalpa y San Pedro Sula, las dos principales ciudades del país.
Una de las llamadas es de una joven, Angie García, hasta ese momento desconocida para el gran público, que denuncia a su marido por maltrato físico y verbal. La noche del 13 de abril, la Policía detiene en su domicilio, en Tegucigalpa, a Román Rubilio Castillo, futbolista de la selección hondureña y delantero centro del emblemático club Motagua.
El vídeo de la detención se hace viral en redes sociales, así como una foto de la paliza que Castillo propinó a su esposa y madre de un hijo. El futbolista pasa 24 horas en dependencias policiales, tal y como estipula la legislación de Honduras, donde la violencia doméstica es tipificada como falta y no como delito.
El Ministerio Público confirma que el deportista estaba ebrio cuando fue detenido. Después de varios rodeos el caso ingresa en el juzgado de familia, y Castillo es “condenado” a dos meses de trabajo comunitario. Melvin Duarte, portavoz del poder judicial, afirma que el acusado reconoció los hechos denunciados por su esposa, “por violencia psicológica y física”, lo que fue confirmado “por un dictamen preliminar en materia forense”.
En Honduras 390 mujeres fueron asesinadas en 2019. El 60% de las víctimas, por ataques de sus parejas, exparejas o alguien con quien tuvieron una relación afectiva, según un informe del Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Las organizaciones de mujeres registran más casos, y alertan sobre la altísima impunidad: nueve de cada 10 crímenes contra mujeres no se investigan y los asesinos están libres.
Cristina Alvarado, dirigente feminista de la Organización de Mujeres Visitación Padilla, asegura que la violencia de género en las familias es una constante en Honduras. “La pandemia del Covid-19 sólo ha evidenciado la realidad histórica que viven las mujeres, producto de la violencia en el hogar. Esto lo venimos denunciando desde hace años las organizaciones feministas y de mujeres”, dice Alvarado.
La presión de la sociedad civil
En México, durante el primer mes de confinamiento las llamadas y mensajes de auxilio a los refugios de mujeres aumentan en un 80%, según explica Pilar Sánchez Rivera, directora de Espacio Mujeres para una Vida Digna y Libre de Violencia, uno de los 69 centros de la Red Nacional de Refugios. Pero el presidente Andrés Manuel López Obrador declara en una de sus conferencias de prensa “mañaneras” que el 90% de las llamadas de auxilio sobre violencia contra las mujeres son falsas, aunque los registros oficiales hasta marzo digan lo contrario.
Marilú Rasso, directora ejecutiva del mismo refugio, asegura que en la situación de encierro por el covid-19 “a las mujeres se les vuelve a meter en un papel de servicio obligatorio, y cualquier pretexto funciona para que el agresor ejerza violencia”.
En marzo, Alejandra y su hija de nueve meses sufren una vez más las agresiones del marido y padre. La pequeña pierde el conocimiento y la madre logra escapar con el bebé, que llega al hospital sin vida. El personal sanitario llama al Servicio Médico Forense y a la Fiscalía. “Les dije que en casa vivía amenazada, y que el papá nos golpeó a mi hija y a mí. No estaba borracho ni drogado, sólo se aburría porque no trabajaba”.
Diez mujeres son asesinadas en México todos los días. Foto / Brian Torres
Un informe de la organización Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) da cuenta de un 97% de impunidad en los feminicidios. Entre el 3% restante se encuentra el marido de Alejandra, que está en la cárcel por homicidio.
La historia de maltrato de Lucero empieza poco después del comienzo de la relación con su pareja hace 11 años. Madre de cuatro hijas de 10, 8, 6 y 5 años de edad, Lucero es víctima primero de violencia emocional. “Me insultaba, me decía que yo no valía nada y que si salía de la casa no iba a poder sola”. Cansada de los golpes y del engaño, Lucero da el paso: “Sin pensar agarré lo que pude y me fui con mis hijas. Una amiga nos acompañó hasta el Centro de Justicia.” Los exámenes físicos y psicológicos demoran una semana por falta de recursos humanos derivada de la contingencia, y después envían a la madre y a tres de sus hijas a un refugio. La mayor inquietud de Lucero es que la hija mayor está con el padre.
Despliegue militar contra el virus y las pandillas
En El Salvador, el Gobierno del presidente Nayib Bukele convierte una base militar en el primer centro de confinamiento para las personas que llegan del exterior. El 14 de marzo, la Asamblea Legislativa aprueba la “Ley de Restricción Temporal” o régimen de excepción, y el estado de emergencia y calamidad, para hacer frente al coronavirus. El plan Control Territorial, cuyo contenido era desconocido por la sociedad civil, había permitido anteriormente el despliegue militar y policial en todo el país para actuar contra las pandillas Mara Salvatrucha-13 y Barrio 18. El Salvador, un país de 6,7 millones de habitantes, tiene uno de los índices de violencia más alto del mundo.
Los datos del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública indican que en 2019 se cometieron 230 asesinatos de mujeres, de un total de 2.398 homicidios, casi 1.000 menos que el año anterior. El Gobierno presenta esta tendencia a la baja como un éxito del plan Control Territorial, que entró en vigor en junio de 2019.
Con la ejecución del último decreto aprobado “la Fuerza Armada mantiene el 100% de sus efectivos colaborando en la lucha contra el covid-19”, declara el ministro de Defensa, René Merino Monroy. Las personas que, a juicio de las fuerzas de seguridad, no tienen una justificación válida para salir de casa, son detenidas. Más de 2.420 personas están retenidas en condiciones inmundas en centros de contención por violar la cuarentena.
Los militares y policías comandan los más de 800 cordones sanitarios implementados en el territorio nacional. Foto/Émerson Flores
La arbitrariedad de la actuación policial en muchos casos ha provocado choques del presidente con la Corte Suprema de Justicia (CSJ). Bukele ha desafiado al alto tribunal al hacer caso omiso a las resoluciones judiciales, y la CSJ ha admitido innumerables habeas corpus de personas que denuncian arbitrariedades.
Si bien El Salvador fue uno de los primeros países en cerrar el aeropuerto para vuelos comerciales, la improvisación ha sido la nota predominante en la estrategia de Bukele. Adultos mayores, los más vulnerables ante el contagio, han sido confinados en los mismos centros que las personas procedentes de países considerados focos infecciosos.
El regreso a casa del agresor
La pasividad de la Justicia hondureña provoca que muchas mujeres retiren las denuncias, y que los familiares de las víctimas renuncien a luchar. El miedo se apodera cuando el Estado es claramente ineficiente y no responde a las víctimas.
El caso del futbolista Castillo, denunciado por agresión por su esposa, da un vuelco en cuestión de días, cuando Angie García se retracta de sus acusaciones y dice, a través de las redes, que su marido puede volver a casa.“No entraré en polémica, simplemente quiero aclarar que las fotos expuestas en redes sociales no son de mi persona. Pido respeten mi privacidad, no es justo que mi familia sea el centro de atracción”, escribe la cónyuge del jugador.
La legislación permite a las autoridades ordenar la puesta en libertad del agresor, para regresar a casa y convivir de nuevo con la víctima, si no es un caso reincidente. En opinión de la dirigente feminista Cristina Alvarado, la vuelta del agresor al hogar supone un alto riesgo para la víctima. “Lo que estamos promoviendo como organización es que las mujeres agredidas vayan a las casas refugio, o con familiares o amigos. Por lo general, el gran problema es que la violencia doméstica está tipificada como una falta y no como un delito, entonces el enfoque de la ley es preventivo nada más”.
Jueza Claudia Isabela López – Honduras / Foto Radio Progreso
La jueza Claudia Isabela López puntualiza que, si el agresor no cumple con las medidas que dicte un juzgado, el proceso se convierte en penal. “El antecedente de violencia doméstica, cuando es reiterativo, pasa a ser un proceso judicial”.
Ciudad Juárez, cuna del feminicidio
La propagación del virus ha provocado la suspensión de las clases en todos los niveles educativos de México. Muchas madres y padres que aún trabajan han dejado a sus hijos en manos de familiares. Es el caso de Miguel Ángel Z y María Guadalupe M, en Ciudad Juárez (Chihuahua), que quedan al cuidado de su nieta de seis años. El padre de la niña no vive en la ciudad. El 11 de abril, en plena contingencia sanitaria, la pequeña presenta una insuficiencia respiratoria grave que acaba con su vida. La primera sospecha de los padres apunta a coronavirus, pero el informe médico revela que la niña fue violada, golpeada y estrangulada.
El abuelo es el principal sospechoso y es detenido junto con su esposa. Yadira Soledad Cortés, coordinadora de la Red Mesa de Mujeres Juárez, dice que éste es uno de los muchos casos en plena pandemia: “La violencia sexual infantil se da principalmente por un conocido o un familiar, y las niñas confinadas están más expuestas”.
Ciudad Juárez es un municipio emblemático de los asesinatos de mujeres en México. En los primeros años de la década de los 90 se propagó en esta ciudad fronteriza una ola de homicidios de mujeres, en su mayoría trabajadoras de las maquilas y habitantes de las colonias populares. Aquí nacieron organizaciones de defensa de mujeres como “Ni una más”, “Nuestras Hijas de Regreso a Casa” y “Mesa de Mujeres Juárez”, que aglutina a una decena de colectivos.
Del 1 de enero al 14 de mayo se han registrado en esta ciudad 65 feminicidios, un 27% más que en el mismo periodo de 2019, según la Mesa de Mujeres.
El aumento de la violencia de género se repite en todo el país. En enero hubo 15.851 denuncias por violencia familiar en México, en febrero, 13.000, y en marzo, ya con las medidas de confinamiento, se abrieron 20.000 casos. Las llamadas al teléfono oficial de emergencia (911) se multiplican cada mes.
El panorama ya era difícil antes de la pandemia, señala Irinea Buendía, madre de una joven estrangulada por su pareja y referente nacional en la búsqueda de justicia. “Vivíamos una emergencia nacional, pero nadie nos hizo caso, y por eso hubo una manifestación histórica el 8 de marzo, y un paro nacional de mujeres, sin precedentes en México, el 9 de marzo”. Pero al presidente López Obrador “en ese momento le importaba más el sorteo simbólico del avión presidencial y despreció nuestras denuncias”, acusa Buendía.
Mensaje de impunidad
La historia de El Salvador está marcada por la muerte, la guerra, levantamientos campesinos, mártires y dictaduras militares. El conflicto armado de los años 80 entre la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el Ejército, generado por la injusticia social, se prolonga 12 años, hasta la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992. El problema de fondo, como en toda la región, se resume en dos palabras: desigualdad y exclusión de la gran mayoría. Según Oxfam, los 160 más ricos acaparan el 87% de la riqueza. Y la mayoría vive al día.
“El presente no está desvinculado del pasado”, subraya Silvia Juárez, de la organización de mujeres Ormusa, que cita como ejemplo el informe De la locura a la esperanza, elaborado por la Comisión de la Verdad tras la firma de la paz. Dicho informe describe la violencia sexual como un hecho colateral y no como una violación sistemática contra las mujeres.
Tras la firma de los acuerdos de paz no hay un proceso de reconciliación nacional. El año siguiente, en 1993, la Asamblea Legislativa aprueba la ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, que pone en libertad a todos los presos involucrados en violaciones de derechos humanos durante la guerra civil.
Después de décadas de reclamos por parte de las víctimas, en 2016 la Corte Suprema anula la ley de Amnistía. Los enfrentamientos en la Asamblea Legislativa continúan y el 26 de febrero pasado, el pleno aprueba una ley de amnistía disfrazada, la llamada Ley Especial de Justicia Transicional, Reparación y Reconciliación Nacional. “Si ni siquiera se reconoce esta violación, estamos lejos de construir la paz”, lamenta Silvia Juárez.
En El Salvador, la violencia deja las trincheras y muta en forma de grupos pandilleros. Hasta el 30 de abril, la Fiscalía General de la República (FGR) reporta dos casos en los que hay indicios de asesinatos de mujeres a manos de pandillas o maras desde que comenzó la cuarentena domiciliaria.
Las autoridades policiales y militares cierran las calles para implementar el cerco sanitario y habilitan un acceso. Foto/Emerson Flores
La coordinadora de la mujer de la Fiscalía, Graciela Sagastume, explica que no hay diferencia en cuanto al procedimiento de mujeres asesinadas por integrantes de maras, porque en todos los casos se aplica el protocolo de feminicidio. Según las reglas de las pandillas, las mujeres no tienen voz y no pueden opinar ni decidir. La coordinadora fiscal considera que los feminicidios dentro del mundo de las pandillas son un problema estructural. “En la medida que el Estado invierta en problemas sociales, las mujeres podrán salir de ese mundo”.
San Pedro Sula, violencia y emigración
Iberoamérica es la región más violenta del planeta, según un estudio de la ONG mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal. De las 50 ciudades con más homicidios 15 están en México (con Tijuana a la cabeza), dos en Honduras (San Pedro Sula y Tegucigalpa), y una en Guatemala (Ciudad de Guatemala) y una en El Salvador (San Salvador).
San Pedro Sula, la capital industrial de Honduras con 1,1 millones de habitantes, estuvo considerada durante cuatro años consecutivos, de 2011 a 2014, la ciudad más violenta del mundo. Llegó a registrar 142 homicidios por cada 100.000 habitantes, según el Observatorio de la Violencia de la Universidad Autónoma de Honduras. San Pedro Sula es también el epicentro del éxodo migratorio de Centroamérica hacia Estados Unidos.
Una de las zonas más conflictivas de la ciudad es Chamelecón, un suburbio pobre, de calles de tierra, donde pandillas y grupos criminales ligados al narcotráfico libran su propia guerra por el control territorial. Aquí se registra el 5 de mayo un caso de violencia que sacude la ciudad. Un abogado asesina a su esposa, después a su hijo y finalmente se suicida. Los vecinos declaran que escucharon gritos y una fuerte discusión.
Para la abogada y feminista Karol Bobadilla, quien integra el Foro de Mujeres por la Vida, en Honduras no hay condiciones para que las mujeres permanezcan en cuarentena y, sobretodo en casos donde tienen un agresor al lado.
¿Qué explicación tiene tanta violencia en Honduras? Tiene raíces profundas, según detalla un análisis político del sacerdote Ismael Moreno: “La acumulación de riqueza, tierra y recursos en pocas manos, y la acumulación de poder en instituciones del Estado controladas por esas mismas personas ha generado una violencia que hoy nos parece incontrolable”.
La oligarquía hondureña, bajo la tutela del capital multinacional y con el aval de las instituciones del Estado, ha logrado el control de todos los hilos: del capital comercial, especulativo y agroindustrial, de la energía, las comunicaciones, el turismo y el transporte. “Las decisiones que de verdad pesan son las que toman estas familias, que en su conjunto no pasan de doce apellidos”, explica Moreno.
Una segunda característica es la cantidad de conflictos sin resolver: “Educación y salud deficientes, recaudación de impuestos, inseguridad y violencia. Es como una enorme olla de presión a punto de estallar”.
El tercer rasgo, según Ismael Moreno, es la subordinación del Estado al sistema de partidos políticos. “Es una institucionalidad que genera violencia, y que sirve como refugio a personas que se dedican a delinquir, a establecer alianzas con organizaciones criminales transnacionales, convirtiendo a instituciones enteras, como la Policía Nacional, en maquinarias delictivas”. La violencia impregna toda la sociedad hondureña y abona el sistema patriarcal, que convierte muchos hogares en campos de batalla, donde muchas de las víctimas son mujeres.
Inseguridad en la UNAM
Antes de que el coronavirus llegue a México, las movilizaciones de mujeres contra las distintas formas de violencia de género están en un punto álgido. La Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la de mayor prestigio de América Latina, según la página UniRank, vive una convulsión inédita debido al incremento de la violencia y a la falta de respuesta de las autoridades universitarias.
Una joven es encontrada sin vida el 2 de mayo en la Ciudad de México, en plena fase 3 de la pandemia. Foto / Brian Torres
Durante más de cinco meses, hasta el 14 de abril, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM ha estado ocupada por un colectivo de mujeres estudiantes denominado Mujeres Organizadas, que exigen el fin del acoso sexual, de las violaciones y desapariciones de estudiantes en la facultad y en el resto de la Universidad. La alumna Mariela Vanessa desapareció en 2018 sin dejar rastro, cuando se dirigía desde su casa a la facultad.
Mientras dura la protesta, las ocupantes de la facultad de Filosofía y Letras son “vigiladas, perseguidas por todos los medios posibles, agredidas y criminalizadas”. Lo que no consiguen las amenazas ni las autoridades lo logra la pandemia, y finalmente tienen que desalojar las instalaciones al no contar con “las herramientas necesarias para hacer frente” al covid-19.
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Las historias de México, El Salvador y Honduras, reflejadas en este trabajo colectivo, ponen de relieve que la pandemia del covid-19 sólo echa más leña al fuego de la violencia machista. El confinamiento forzoso ha convertido muchos hogares en auténticos infiernos para las mujeres.
La conclusión más tremenda, a la luz de lo que ocurre en estos tres países, es que la violencia intrafamiliar o de género no es por temporadas, ni se detendrá una vez pasada la pandemia. Como afirma la fiscal salvadoreña Gabriela Sagastume, la violencia hacia la mujer está sostenida por los patrones socioculturales que imperan en El Salvador, que no difieren mucho de los de México o de Honduras.
Antes del coronavirus las agresiones de toda magnitud a mujeres, incluido el feminicidio, se repetían diariamente en cada uno de los tres países. La pandemia esboza una nueva realidad llena de claroscuros. Las instituciones del Estado brillan por su ausencia cuando son más requeridas que nunca, pero en contrapartida la sociedad civil muestra vigor y capacidad de presión para ser tenida en cuenta. En medio, las mujeres, las víctimas, empiezan a perder el miedo y a romper el silencio.
*Otras Miradas es una alianza de periodismo colaborativo integrada por medios independientes de México y Centroamérica. Como parte de esta iniciativa presentamos la serie “Coronavirus desde otras miradas” en la que participan Desinformémonos (México), Chiapas Paralelo (México), Agencia Ocote (Guatemala), No-Ficción (Guatemala), Gato Encerrado (El Salvador), Contracorriente (Honduras), Radio Progreso (Honduras) Nicaragua Investiga (Nicaragua), Onda Local (Nicaragua) y Confidencial (Nicaragua).
El modelo tiránico del régimen asedia a los venezolanos con violencia, colapso, crisis hiperinflacionaria y escasez casi total de combustible. La coyuntura de la cuarentena preventiva mundial para frenar el contagio del covid-19 ha sido instrumentalizada por la dictadura para reforzar sus sistemas de control y censura mediática, así como para invisibilizar el descontento y la protesta.
La sociedad es desbordada por la situación. Ante la orfandad de instituciones públicas, coaptadas por el poder, la labor de ONG y redes de apoyo civiles representa la única opción de solidaridad y ayuda para la inmensa mayoría. Aunque estas organizaciones y redes tienen capacidades materiales y logísticas limitadas, de igual forma tienen un papel fundamental para la gente, ya que muchas veces son las únicas instituciones que visibilizan y reconocen a la persona y su situación.
Así lo expresa uno de nuestros líderes del Movimiento Caracas Mi Convive: “El saber que cuento con un equipo que me oye en un momento duro, el recibir un mensaje por parte de ustedes preguntando cómo estoy, cómo me siento… Eso tiene más significado para mí…”.
Esta labor toma un mayor sentido en el actual contexto de libertades cercenadas y violencia promovidas desde el Estado. En días recientes la comunidad de Petare ha vivido enfrentamientos entre bandas armadas, derivados de las nefastas políticas de “zonas de paz” propiciadas por la dictadura. Muchos han tenido que huir de sus hogares, como si fueran refugiados de sus propios barrios. El silencio y la inacción oficial de los primeros días ha dado paso, el viernes 8 de mayo en la madrugada, a la intervención de grupos del Cicpc y las FAES, que nuevamente han actuado violando derechos humanos, en medio de denuncias de detenciones ilegales y ajusticiamientos.
En este sentido, desde Alimenta la Solidaridad, hemos alertado sobre estos hechos, en particular la detención ilegal de Junior Pantoja, un líder social de la comunidad de José Félix Ribas, con una reconocida labor de ayuda en el barrio, en el que participa en el funcionamiento y coordinación de los comedores de nuestro emprendimiento en esa zona.
La detención de Junior repite el patrón de persecución y criminalización de activistas de derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, en una política análoga a los sistemas totalitarios.
Esta es otra expresión del cerco de violencia que, desde el régimen opresor, busca arropar a todos los ciudadanos para generar conflicto, rabia, impotencia, anomia. Desde Caracas Mi Convive reiteramos la necesidad de contrarrestar estas políticas inhumanas y crueles desde los valores convivenciales. Por ello utilizamos nuestra plataforma para visibilizar la situación de personas que, como Junior, son agredidos y violentados desde el poder.
Nuestro llamado es a tomar conciencia de la gravísima realidad de represión y violaciones de los derechos humanos que se ha agudizado bajo el manto de la cuarentena. Debemos sumar voces de denuncia y demanda que deben elevarse por sobre la violencia que el régimen ha establecido como única vía para mantenerse en el poder.
Para identificar y combatir la violencia en casa, así como facilitar una mejor convivencia durante el confinamiento, la Coordinación para la Igualdad de Género de la UNAM emitió dos publicaciones donde propone acciones y recomendaciones sobre qué hacer.
De acuerdo con la entidad universitaria que encabeza Tamara Martínez Ruiz, la violencia de género ha aumentado en el hogar desde el inicio del confinamiento -en marzo pasado- por lo que es importante saber qué hacer ante esa situación y a quién acudir.
La violencia contra mujeres, niñas y adolescentes es una violación a los derechos humanos de proporciones pandémicas en el espacio público y privado, afirma.
Asimismo, menciona los tipos de violencia para que quienes sean afectadas puedan identificarla, y brinda los pasos y números de contacto para denunciar y ser atendidas.
Existe la violencia psicológica y verbal, que provoca daño emocional y disminución de la autoestima; la física, que daña el cuerpo de otra persona; el acoso cibernético, que utiliza la tecnología para amenazar, avergonzar, intimidar o criticar a otra persona; la sexual, que involucra cualquier acción que vulnere el derecho de la mujer a decidir voluntariamente acerca de su vida sexual o reproductiva, y la económica o patrimonial, que menoscaba los recursos económicos o patrimoniales de la mujer.
La Coordinación sugiere que si alguien se considera en peligro, es recomendable tener a la mano los documentos de identidad, llamar a familiares o amistades para informarles, y tener una maleta con varias mudas de ropa.
Mejor convivencia
En otra publicación, la Coordinación para la Igualdad de Género presenta acciones que se pueden implementar para favorecer la convivencia con perspectiva de género y lograr una relación menos conflictiva.
Entre ellas menciona la conciliación, que favorece una mejor relación entre el trabajo a distancia, las labores domésticas, los cuidados, la vida personal y la familiar.
Otra es la corresponsabilidad, que implica el reparto equilibrado de los quehaceres domésticos; el cuidado de los hijos, los adultos mayores o personas enfermas y mascotas; y una distribución equitativa del tiempo que hombres y mujeres emplean en estas labores.
Fuente e imagen: https://desinformemonos.org/violencia-de-genero-si-ha-aumentado-desde-el-inicio-del-confinamiento-unam/
Las publicaciones pueden consultarse en los siguientes vínculos:
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