Cuba / 18 de noviembre de 2018 / Autor: Leidys María Labrador Herrera / Fuente: Granma
Todo aquel que ha tenido la oportunidad de conocer desde dentro una escuela especial en Cuba, sabrá que son más parecidas a un hogar, y de hecho, llegan a serlo literalmente para algunos de sus educandos
Ambos padres escuchan atentos la explicación del facultativo. No todo está normal, algo con el bebé no marcha como debería. A partir de este momento la decisión es solo de ellos, la medicina no puede inmiscuirse en los asuntos del alma. Cuando ponen en la balanza el sentimiento infinito hacia el ser que crece allí, en el cálido vientre materno, comprenden que al amor no le interesa contar cromosomas, su hijo no será diferente, será sencillamente especial.
Con la llegada al mundo del nuevo ser las dudas los asaltan. Temen no estar preparados para el camino que saben difícil, pero los miedos se disipan cuando descubren que no están solos. Su niño ha nacido en Cuba, y eso es suficiente para saber que crecerá libre de discriminaciones y prejuicios, que tendrá un lugar dentro de la sociedad y será tan feliz en ella como cualquier otro ser humano.
Los primeros años de vida han sido complejos y, cuando por primera vez mamá y papá caminan hacia la escuela, se preguntan si tendrán el valor de separarse de él, tanta dedicación les hace pensar que sin ellos no estará bien, y cuando solo faltan escasos metros para llegar hasta allí, se miran con ganas de echarse a correr hacia su hogar, ese que creen el lugar más seguro del mundo.
Con el corazón a punto de estallar siguen el camino, hasta que una visión maravillosa los sorprende. Hay risas por todos lados, padres que se marchan confiados y en el centro de tanta algarabía, seres excepcionales rodeados de niños, que no tienen uno, sino cientos de hijos especiales, a los que dedican con desvelo la mayor parte de sus días. Todo allí está diseñado para ellos, para aprender a vivir sin limitantes y desde hoy, (no cabe duda a los padres de esta historia), la familia será mucho mayor.
«Deportes, cultura, manualidades…», escuchan atentos la explicación de los docentes y apenas pueden creerlo. Quién les hubiera dicho, después de aquella consulta, que existía un lugar excepcional como aquel. Conocen el país donde viven y aunque siempre supieron que su hijo no quedaría desamparado, solo al estar allí pueden aquilatar en toda su magnitud el sentimiento.
De ahí en adelante habrá sorpresas y alegrías infinitas. Cada nuevo día de asistencia a la escuela implica un paso invaluable, y asombrados, ven mamá y papá cómo su hijo gana en independencia, aprende a conocer el mundo que le rodea, les regala hermosos dibujos, entona nuevas canciones. Y hasta ellos han aprendido. Ya no se alarman cuando le ven hacer alguna travesura, no intentan protegerlo de todo, todo el tiempo, y han eliminado el falso temor de que su niño puede romperse cual porcelana. Gracias a una relación maravillosa de cercanía y apoyo, ellos también son mejores padres.
Ahora les habla de sus nuevos amigos, y todos los días pide una flor para la maestra. Sus ojos muestran un brillo nunca antes visto, y su rostro se ilumina cuando despierta en la mañana. Ha aprendido a anudar su pañoleta, y disfruta mucho el instante de hacerlo. Hasta sonríe con picardía y se sonroja cuando les cuenta de la niña que se sienta junto a él.
Y pensar que aquella noticia de la que solo entendieron síndrome de down, llegó a causarles tanta tristeza. Ahora hasta se sienten culpables por aquellos momentos en que salían a la calle y miraban con nostalgia a otras parejas con hijos «normales».
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Desde hace más de medio siglo, esta Isla apuesta por una enseñanza que confía en las potencialidades de todo ser humano, más allá de los caprichos genéticos, demostrando a las familias que el tener un fruto con necesidades educativas especiales no es en absoluto un motivo de tristeza o desesperanza, pues en lo que parece diferente radica en verdad aquello que los hace excepcionales.
Qué corazón es incapaz de conmoverse cuando los ve adueñarse de su presente, confiar en el futuro, y suplir a fuerza de empeño aquello que quizá les fue negado por la naturaleza. Quién dice que son imprescindibles los brazos para danzar, o escribir; qué importa un cromosoma de más donde habitan la inteligencia y la ternura; no es necesario escuchar o hablar para decir «te quiero», como tampoco los ojos son imprescindibles para tener una completa imagen del mundo; por qué pensar que si las piernas no acompañan es imposible recorrer largos caminos. Es simple, «no hacen falta alas para hacer un sueño».
Todo aquel que ha tenido la oportunidad de conocer desde dentro una escuela especial en Cuba, sabrá que son más parecidas a un hogar, y de hecho, llegan a serlo literalmente para algunos de sus educandos.
Espacios donde el sentido humanista de nuestra obra social alcanza su más alta expresión y donde siempre habrá una frase de cariño esperando a cada paso. Allí, la palabra discapacidad ha sido borrada y en su lugar se escriben «voluntad» y «hacer».
Miles y miles de personas pueden dar hoy testimonio de lo que ha sido su vida, de su realización personal.
Gracias a ese impulso que les hizo comprender desde niños que no existen imposibles, hoy son profesionales, madres y padres consagrados, sabedores de dignos oficios, personas integradas a una sociedad que los respeta por encima de todo y reconoce que las limitaciones habitan solo en la mente de quienes no son capaces de ver más allá de la envoltura física.
Un sueño que comienza cada septiembre, y que se comparte entre niños, maestros, auxiliares y familia. Un sueño que crece gracias a ese regalo maravilloso que una vez recibido nos da un lugar en el mundo, un sueño que se hace realidad en las escuelas especiales. No importa dónde se ubiquen, no importa cómo se llamen, importa que existen, para dar siempre nuevas esperanzas.