Educación humanista

Basta con fijarse en la evolución de los planes de estudio de la enseñanza media a lo largo de los últimos cincuenta años para darse cuenta de que tanto las lenguas clásicas como la poesía, la gramática y, en general, las que se llaman asignaturas de letras o de humanidades, han ido perdiendo importancia en el Bachillerato. En gran parte porque ese Bachillerato se ha ido reduciendo hasta quedar convertido en dos escuetos cursos en los que se pretende preparar a los alumnos para estudios superiores.

Pero una educación humanista no tiene que ver solo con las asignaturas de los planes de estudio, sino también con los valores que se pretende transmitir a los niños y jóvenes durante los años de formación. Una educación que persiga la más completa formación humana debería, al menos, ocuparse del desarrollo de las tres potencias del espíritu que Santo Tomás tomó de Aristóteles: la memoria, el entendimiento o inteligencia, y la voluntad.

Pues bien, la memoria, no sólo como método pedagógico, sino también como la facultad de aprender de nuestros antepasados, conocer sus hechos, sus pensamientos, su ciencia y su arte, está hoy totalmente desprestigiada.

Se comenzó por decir que no se debía dejar que el niño se aprendiera las cosas de memoria porque entonces no razonaba. Como si la razón humana estuviera reñida con la capacidad de recordar. George Steiner, uno de los pocos maîtres à penser que quedan entre nosotros, en su libro Elogio de la transmisión, publicado por Siruela en 2005, hacía un canto a la memoria como la facultad que hace más libre el entendimiento y la conciencia del hombre. Steiner, para quien “nuestra escolaridad es hoy amnesia planificada”, reivindica el uso de la memoria como herramienta de aprendizaje, pues, en su opinión, si la memoria no se ejercita, como ocurre con los músculos, acaba por atrofiarse.

El desarrollo del entendimiento como la facultad del intelecto humano para comprender, pensar y razonar, estuvo presente siempre en la enseñanza. Un buen profesor consideraba que su tarea era conseguir que sus discípulos aprendieran cuanto más mejor. Por sentido común sabía que no a todos los niños se les podía exigir lo mismo porque no todos tenían la misma facilidad para aprender, pero era muy consciente de que su responsabilidad era lograr que todos sus alumnos desarrollaran al máximo sus capacidades intelectuales.

Un día empezó a decirse que el desarrollo del intelecto individual podía ser fuente de desigualdades. Que las diferencias intelectuales no eran producto de la naturaleza sino consecuencia de las diferencias sociales. Que no bastaba con lograr que toda la población fuera escolarizada sino que era necesario que todos recibieran la misma formación. Esa idea de que una auténtica igualdad de oportunidades solo se logra si todos estudian lo mismo ha llevado a censurar cualquier método de enseñanza que pueda distinguir a los que aprenden más de los que aprenden menos. Así fue como los exámenes quedaron desterrados de nuestro sistema escolar hace casi medio siglo y así es como incluso la propia transmisión de saberes y conocimientos es hoy cuestionada.

Se nos presenta como indiscutible que todo sistema democrático de enseñanza deba basarse en el principio de la “equidad”. Una equidad que, al buscar una igualdad real de los talentos, va mucho más allá de la igualdad de oportunidades. Una idea de equidad que convierte en elitista y segregadora la aspiración humanista de lograr el máximo desarrollo de talento individual.

Eliminados de la escuela el fomento de la memoria y del entendimiento nos quedaría la educación de la voluntad. Por voluntad entendemos la capacidad que tiene cada persona de hacer aquello que quiere o cree que debe hacer. La formación de la voluntad exige, sin duda, sacrificio y disciplina. Dos palabras malditas en el lenguaje educativo de nuestro tiempo.1

El niño ha de ser feliz, ha de serlo desde su nacimiento y a su felicidad no se debe poner límites. Esto es lo que psicólogos y pedagogos han estado mucho tiempo enseñando a padres y profesores. Continuamente surgen nuevos métodos pedagógicos que aseguran que se puede aprender mediante el juego, sin esfuerzo alguno. Métodos que, una y otra vez, padres y maestros aceptan de buen grado pensando que alguien ha conseguido descubrir el jarabe milagroso que les librará de tener que cumplir con la responsabilidad de exigir a los niños. Y eso que saben, por su propia experiencia, que ese jarabe no existe, que todo aprendizaje necesita esfuerzo y que todo esfuerzo supone sacrificio.

La voluntad, como la memoria y como el entendimiento, cuando no se ejercita, muere. Una inmensa mayoría de nuestros jóvenes salen hoy de las escuelas con la voluntad virgen. Y es que esa pedagogía moderna que ha condenado el valor del esfuerzo, de la disciplina y del sacrificio, no sólo puede dejar al joven indefenso ante los problemas y dificultades, sino que puede dejarle incapacitado para tomar las riendas de su propia vida.

Igual que el descubrimiento de la imprenta, no solo no supuso el fin del Humanismo renacentista, sino que permitió la divulgación de las obras de los escritores humanistas y la entrada de Europa en la modernidad, el uso de internet y de las redes sociales deberían servir para mejorar el aprendizaje y hacer que la transmisión del conocimiento y de los saberes llegara a mucha más gente.

Y es que, en contra de lo que algunos dicen, la introducción en el aula de las  tecnologías de la información y de la comunicación no debería ser un obstáculo para el resurgimiento de una educación humanista. Es cierto que existe una nueva corriente pedagógica que pretende aniquilar la institución escolar con la excusa de que el maestro Google puede enseñar más y mejor que cualquier profesor, pero confiemos en que no sea más que una moda pasajera.

Fuente del articulo: http://www.fundacionvillacisneros.es/educacion-humanista/

Fuente de la imagen://1.bp.blogspot.com/_vgqYQ_2gsf0/SvG70p8LvVI/AAAAAAAAAZc/ZDlvkHgXwjI/S1600-R/marquecina+educ-larga.jpg

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Alicia Delibes

Viceconsejera de Educación de la Comunidad de Madrid.