Por: Rafael Fenoy Rico.
Están aquí, aunque millones de personas que conforman las comunidades educativas no tengan ni la más remota idea de lo que son. Las normas, sobre planificación, desarrollo y evaluación de las actividades de aprendizaje, promueven su uso, y a miles de docentes les está dando dolores de cabeza. ¿Cuál es la causa de tanta ignorancia y tanto esfuerzo, que se antoja para muchos inútil?
El primer lugar es preciso señalar que las prácticas educativas, en nuestros centros educativos, han estado sujetas a diversas y múltiples formas de programación, que contiene la evaluación de la misma. Aunque la palabra programación ha sido siempre utilizada entre la docencia, es muy cierto que la forma de hacerla, y, sobre todo, la filosofía que sustenta su existencia, como documento planificador de las actividades en los procesos de enseñanza aprendizaje, se ha ido modificando sustancialmente con el tiempo.
Al afán, lógico y necesario, de planificar, realizar y evaluar la actividad del profesorado y los aprendizajes del alumnado, se le ha añadido, desde no hace mucho, la pretensión de uniformar procedimientos para, de esta forma, poder ajustar “plantillas” evaluadoras externas. Y es aquí donde empieza a patinar tanta demanda de “innovación” programática en las aulas. Porque quienes se dedican a esto de evaluar los sistemas educativos, no son docentes, no tienen ni la más remota idea de cuáles son los contextos donde el profesorado y el alumnado deben trabajar colaborativamente. Además esta radical ignorancia sobre el ejercicio de la profesión de la docencia, refuerza la inmensa osadía de pretender ajustar la realidad a “cuestionarios”, eso sí, amplios, enjundiosos, pero de fácil tratamiento informático, para de esta forma que las máquinas (que no personas evaluadoras) realicen informes extensos sobre los resultados de la educación en un centro, una región, un continente o el mundo mundial.
Porque todo parece reducirse a conseguir que el alumnado aprenda esta destreza, esta habilidad o esta otra, que, dicen, predica del grado de desarrollo de esta o aquella competencia. Sin tener en consideración que la relación docente discente, que se antoja algo más que compleja, se hace siempre colectiva y nunca personalizadamente. Y claro, como no es nada fácil la tarea burocrática que al profesorado se le encarga, surgen a diestro y siniestro “ayudas” en varias webs que ofrecen fórmulas mágicas, tipo lee, elige, corta y pega, para que el profesorado cumplimente los requerimientos normativos en sus programaciones. Por ejemplo aquella web que facilita nada menos que 75 rúbricas para Primaria, Secundaria y Bachillerato que, según dicen, permiten “evaluar y también guiar el diseño y aplicación en clase de diferentes tareas, actividades y proyectos de aula”, prometiendo que con ellas se podrán “desarrollar nuevos modelos de aprendizaje y evaluación en el aula: aprendizajes activos, coevaluación, heteroevaluación…”. Todo un filón de ventajas para programar actividades en el aula, gestionar recursos de aprendizaje, elaborar y ejecutar proyectos, utilizar herramientas virtuales, haciendo más eficiente, eso dicen, la evaluación del desarrollo de las competencias que, se supone, el proceso de enseñanza aprendizaje debe garantizar. Y todo ello con la garantía de diversos entes administrativos: el INEE (instituto Nacional de Evaluación Educativa), o del INTEF (Instituto Nacional de Tecnologías Educativas y de Formación del Profesorado) o el no menos conocido CNIIE (Centro Nacional de Innovación e Investigación Educativa).
¿Quién se encarga de hacer las rúbricas para evaluar el rendimiento de estos organismos?
Fuente: http://www.rojoynegro.info/articulo/ideas/r%C3%BAbricas-educativas
Imagen:
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