Este mes de mayo el Instituto Nacional para la Evaluación de la educación (INEE) conmemora un año más de vida al mismo tiempo que es testigo su primera transición en la presidencia de su Junta de Gobierno: deja el cargo Sylvia Schmelkes y lo toma Eduardo Backhoff.
El INEE es una institución nueva. Es verdad que su origen se remonta al año 2002, pero con su arquitectura institucional actual, el INEE tiene solo cuatro años de vida.
El legislador dotó al instituto de dos rasgos distintivos: por un lado, lo proveyó de autonomía y, por otro, le otorgó la facultad de evaluar todos los aspectos del sistema educativo (componentes, procesos y resultados). Eso significa que el INEE fue dotado de un poder excepcional —poder que carece de antecedentes.
Se trata de una entidad colocada en paralelo o frente a las autoridades educativas (federales y estatales) que puede evaluar tanto al sistema como a la educación y hacer públicos sus resultados.
Por otro lado, la ley otorga al INEE la prerrogativa de emitir directrices, lo cual quiere decir que, con base en las evidencias que arrojan las evaluaciones y con base en información rigurosa, puede producir recomendaciones sobre política pública que las autoridades deben atender.
De lo anterior se colige que el instituto puede actuar, no solo como un espejo que asegura la transparencia en el sistema educativo, sino además como una agencia capaz de actuar como control y orientación en la marcha del sistema escolar en sus niveles de educación obligatoria. Esta circunstancia es única: por primera vez en la historia, se ha creado una fuerza autónoma que equilibra a las fuerzas que gobiernan la educación nacional y que, se está convirtiendo en un motor poderoso del cambio y de la mejora del sistema educativo.
¿Cómo asegurar que el INEE tenga una dirección adecuada? Siempre y cuando se garantice que la membresía dentro de su Junta de Gobierno se otorgue a personas que, además de ser conocedoras de la educación y la evaluación, sean éticas y políticamente independientes. Un INEE sin autonomía real no puede darse sino como una impostura institucional. Para que el instituto cumpla la función que se le asignó, se necesita asegurar que su cuerpo directivo tenga criterios propios y no se guíe por opiniones subordinadas al gobernante en turno.
Sylvia Schmelkes es una persona cuyas competencias e integridad moral son ampliamente reconocidas, lo mismo que su vocación a favor de la educación indígena y del reconocimiento de la diversidad cultural. En su papel como presidenta del INEE, Sylvia Schmelkes actuó, durante cuatro años, con tal acierto y libertad de criterio que merece el reconocimiento de todos. Por su parte, Eduardo Backhoff, con su largo historial en evaluación y su prestigio como persona recta y limpia, sabrá seguramente conducir con éxito al instituto en esta nueva —y todos esperamos, productiva— etapa histórica.
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