Siria/01 junio 2017/Fuente: El Mundo
La escuela a la que acude Shehad, una alepina que acaba de cumplir su primera década de vida, se yergue en mitad de la ruina como si se tratara de un espejismo. «Tenía ganas de volver a clase», dice la benjamina desde el pupitre que comparte con otras dos amigas. Es mediodía y las aulas del centro Zaki Yamaa están abarrotadas de chiquillos que escudriñan con curiosidad los movimientos del periodista.
«Desde que reabrió la escuela no he faltado ni un solo día. De mayor quiero ser maestra de árabe o de religión», balbucea Shehad, hija de una pareja alcanzada por la guerra. «Mi hermano de 14 años murió durante el conflicto. Tengo otros dos de 3 y 5 años de cuyo cuidado me encargo a veces», admite la muchacha de ojos grandes y semblante sereno. En la estancia de muros rosáceos, recién pintados, la maestra Uruba al Masri imparte una lección de matemáticas. «Están entusiasmados con el regreso al aula. La mayoría han vivido desplazados los últimos años y acaban de volver con sus familias», comenta la mujer en un receso de la clase. A pesar de la capa de pintura que ha renovado su interior, la escuela -enclavada en el barrio oriental de Al Sukari- aún guarda las heridas de los bombardeos y las refriegas que padeció la geografía colindante. En la fachada, los destrozos afloran en el último piso del inmueble, el único que resiste con cierta seguridad en los alrededores.
«Nuestro principal problema es el agua. No tenemos suministro directo y funcionamos a base de tanques», lamenta el cincuentón Yehia, director de un colegio que cuenta con ayuda del Gobierno iraní para restañar sus lesiones. 2.100 alumnos de primaria y presecundaria están matriculados en un curso que avanza a contrarreloj, con el propósito de recuperar el tiempo perdido. «Estamos en el segundo semestre y queda mucho temario por impartir. Estamos ofreciendo clases extra durante las tardes y los días festivos».
Abandono de estudios
Los pequeños que abarrotan las estancias también acusan las vicisitudes del barrio. «Se nota mucho los efectos de la crisis. Son muy lentos a la hora de reaccionar», murmura Yehia en su destartalado despacho a unos metros de la tertulia que mantiene un grupo de profesoras. «Hay alumnos que regresan y otros que se marchan», exclama Sara Tuyu, una bibliotecaria de 35 años que suspira por la carestía de volúmenes que atenaza a las estanterías que administra. «Los libros se han perdido, han sido robados o tienen más de 40 años. Necesitamos nuevos ejemplares», argumenta. Una treintena de escuelas, abastecidas con libros de texto y materiales donados por Unicef, opera en el este de Alepo. «No podemos costear la reconstrucción. Lo prioritario en estos momentos es atender las necesidades más urgentes», admite el polaco Radoslaw Rzehak, jefe de la agencia de la ONU en la urbe.
La miseria ha alejado a cientos de menores de la ruta a clase. «No voy a la escuela. Tengo que ayudar a mi abuelo, que es albañil, en la rehabilitación de las casas», expone Mohamed, de 13 años, mientras merodea con una bicicleta por las inmediaciones del colegio. «Se han producido muchos cambios en los últimos años y hay mucha pobreza. Los adultos varones han muerto, están cumpliendo el servicio militar o han desaparecido», sostiene Radoslaw. Yehia, el director que habla midiendo cada palabra, no camufla el fenómeno. «Un 5% de los menores -calcula- ha abandonado sus estudios. Ahora echan una mano a las familias transportando materiales de construcción o en los talleres mecánicos. Yo, cuando me los encuentro, los traigo hasta aquí a rastras». Dentro, entretanto, un revuelo de mochilas y voces cruza los pasillos. En una de las salas, Abdeljaled Hamud completa rotulador en mano las operaciones que la profesora ha garabateado sobre la pizarra mientras sueña en voz alta. «Me gustaría ser cirujano. Quiero ayudar a reconstruir mi país».
Fuente: http://www.elmundo.es/internacional/2017/05/30/592c10adca47416b148b45c4.html