Por: Jorge Rivera Pizarro
Cada tres años, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) aplica una prueba a estudiantes de 15 años de edad. Lo hace en países miembros o en proceso de adhesión a este organismo y en los que se adhieren voluntariamente al Programa Internacional de Evaluación de los Alumnos (PISA).
¿Cuál es el valor de esta prueba? A esa edad, los estudiantes suelen terminar su educación básica y están a punto de continuar la secundaria o integrarse al trabajo. Esta prueba mide con qué habilidades, pericia y aptitudes cuentan para analizar y resolver problemas, para manejar información y para enfrentar situaciones que se les presentarán en la vida adulta. Los especialistas llaman a esto “competencias”. No mide dominio de conocimientos.
Es comprensible que los ministros de Educación discutan en reuniones de Unesco —recientemente el de Bolivia expresó allí su punto de vista— si este tipo de pruebas sirven para evaluar los logros educativos comprometidos en la Agenda de Educación 2030. Es decir, si son útiles para verificar hasta qué punto se logra una Educación para el Desarrollo Sostenible. La discusión y las dudas sobre el valor de esas pruebas son legítimas.
Ciertamente, es fácil consensuar que el entendimiento del mundo y la producción de ciencia no son distintas para los países ricos y para los países pobres. No es posible pedirle a PISA que mida con diferente rasero a unos y otros. Lo crítico es que este tipo de evaluaciones reducen la educación a solamente competencias para el conocimiento e ignoran aspectos sustanciales en materia de valores, actitudes y entendimiento de la vida y del desarrollo.
No es de extrañar que la OCDE lo haga, porque, por propias finalidades, busca que la educación contribuya a lograr la máxima expansión posible del crecimiento económico y el empleo. Y, claro, podemos poner en duda que ese sea el concepto central en todos los modelos de desarrollo. Y que sea el propósito principal de una Educación para el Desarrollo Sostenible.
Hay quienes pensamos que eso no basta. Que no educamos, solamente, “para el trabajo o el empleo” sino para la vida, para la convivencia, para la ética, para un “buen vivir”, en definitiva. Lo criticable de este tipo de pruebas internacionales o nacionales es que obligan a los educadores a crear una falsa dicotomía —como lo plantea Garnier, exministro costarricense— entre una educación para la productividad y otra para la convivencia; entre una educación para el crecimiento económico y otra para la sostenibilidad; entre una educación de competencias y una educación de valores.
Los críticos de las pruebas PISA pensamos que evaluar la calidad de la educación exige un enfoque global e integral. Una perspectiva desde la cual la valoración de los elementos que se evalúan refleje la totalidad de la intención educativa.
Las pruebas internacionales han fomentado en nuestros países una cultura de medición —cultura resultadista en la que los medios se vuelven fines— que nos ha convencido de que lo medible es lo valioso. Lo grave es que, lo que miden, representa una concepción bastante limitada y específica de lo que realmente debería importar en la educación. El gran desafío ahora, especialmente para quienes pretendemos mirar el desarrollo con ojos diferentes, es que aprendamos “a medir lo que valoramos”, como alguien dijo hace algún tiempo ya. Convivir en el marco de la ética, por ejemplo. Propósito educativo que valoramos y queremos ver en cada uno de nuestros ciudadanos. Necesitamos aprender cómo medirlo y evaluarlo. Y esto no se hará, ciertamente, con las pruebas tipo PISA.
Fuente: http://www.lostiempos.com/actualidad/opinion/20171004/columna/cuestionamiento-pruebas-pisa