Por: Ilka Oliva Crado
Nos hemos acostumbrado a que otros opinen por nosotros, porque creemos que lo que nosotros tenemos que decir no es importante, que carece de consistencia y sentido: por no tener el grado de escolaridad, por no ser de tal clase social, por no ser de tal color de piel, de tal género, por tener tal peso, por tener tal edad, tal estatura, tal adicción; en uno de los tantos patrones con los que hemos crecido en este mundo de estereotipos, cobardía, clases sociales, presunción y patriarcado.
Y guardamos silencio, con el corazón a mil, con las palabras como borbotones anudándose en nuestra garganta, sin salir; por miedo, por vergüenza, por timidez, por no tener el valor de atrevernos a escucharnos a nosotros mismos y a que otros escuchen lo que tenemos que decir.
Y es así como nos vamos relegando, auto censurándonos, nos aislamos, nos convertimos en las masas que ven cómo otros hablan por ellas, cómo otros sí se atreven a decir; cómo otros sí elevan la voz, sí expresan su opinión, sí debaten, sí cuestionan, sí proponen, sí crean. Y lo que es peor, muchas veces en una inconformidad propia de la lucha personal y los demonios personales, a esas personas que sí se atreven las apedreamos por haber tenido las agallas de hacer lo que nosotros no. Y nos pudrimos por dentro, en el silencio, la ira y la frustración. De ahí que existan las drogas medicadas con las que permitimos nuevamente que otros nos digan qué sentimos, qué pensamos y qué debemos hacer con nuestras vidas.
Generalmente a esos otros les damos el poder de pronunciarse en nuestro nombre aunque muchas veces no estemos de acuerdo con lo que tienen que decir; el creer que no somos importantes y por ende no es importante tampoco lo que tenemos que decir nos paraliza y es así como vemos a distancia la imposición de un sistema que nos convierte en marionetas. En las masas frente al televisor. En las masas creyendo todo lo que dicen quienes manipulan la información. En las masas dando vueltas en los centros comerciales, ansiosas, añorando comprar lo que no necesitan.
En hijos que no se atreven a hablar con sus padres, en padres que no se atreven a conversar con sus hijos, en parejas sin comunicación que terminan engañándose y fingiendo estabilidad para no romper con lo que saben que es un farsa, en amistades de mensajes de texto. En estudiantes que no se atreven a cuestionar a su maestro, en docentes que son incapaces de cuestionar a sus alumnos. Porque el deber del docente es otro, no han dicho y no nos hemos atrevido a romper con lo que otros nos impusieron.
Y adentro nuestra voz devanándose por salir, reventándonos el pecho, doliéndonos los huesos, a flor de piel la enclaustramos una y otra vez.
Y así nos sucede y se nos pasa la vida, dejando que otros nos digan qué pensar, qué comer, cómo vestirnos, porque somos incapaces de escuchar nuestra propia voz. ¿Qué sería de nosotros el día que la dejáramos salir? ¿Qué seríamos como humanidad? ¿Cómo seres individuales? ¿Cómo género? ¿Cómo sociedad que se atreve a derribar patrones opresores? ¿Derribando clases sociales y estereotipos? ¿Cuándo seremos nosotros expresando para que otros escuchen lo que tenemos que decir? Ese día tal vez desaparezcan las drogas recetadas que nos mantienen sedados y excluidos de nuestro propio ser y de nuestra propia voz.
Ese día desaparecerían las fronteras que nos impusieron. Ese día empezaría el sueño de otro mundo inclusivo y tal vez, de perdida, en algún malaya, no veríamos más niños viviendo en las calles porque escuchando nuestra propia voz, sabríamos que los niños del mundo también son nuestros hijos.
Fuente: https://www.aporrea.org/actualidad/a273913.html