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De profesión: escribiente

Terminé mi bachillerato cuando aún tenía quince años. Confieso que para ese momento todavía conservaba alguna duda sobre lo que comenzaría a estudiar unos meses después, aunque ya el año anterior había pasado por un momento de dudas crisis por tener un amplio abanico de posibilidades entre mis opciones para estudiar en la universidad.

En aquellos catorce, lo que se me ocurrió como solución fue revisar el Libro de Carreras de estudios que, por la época, se entegaba impreso a todas las personas que estaban por concluir sus estudios de bachillerato como orientación para la inscripción de sus opciones universitarias. Tomé el de mi hermano, cinco años mayor que yo, y comencé a revisar, primero por nombre de carrera, después por ciudad y por último por universidad. A esos catorce «sabía» que tenía una inclinación sentida hacia poder comprender por qué las personas actuaban como yo lo percibía y las motivaciones sociales que podrían haber a tales cosas, aunque ciertamente lo llamaba diferente. Pero también a esos catorce, sabía que para mi mamá representaba una angustia muy profunda enviarme a otra ciudad a estudiar. De modo que la decisión que en ese momento de definición debía tomar, estaba marcada por mi vocación y las limitaciones propias del entorno. Un sistema de restricciones pues.

De la lista que hice a los catorce, la primera en salir fue «biología marina» algo que dije desde mi niñez quería estudiar, por la fascinación que producen, cuando se es pequeña, los animales del mar y sus modos de vivir. Las prácticas de biología de bachillerato se encargaron de desenamorarme al mostrar lo descarnado de esos estudios en cuanto a su experimentación con animales. La carrera de educación también salió de la lista, aunque, curiosamente, si hay algo que ha marcado mi formación profesional es la expectativa de estar en aulas de clases acompañando procesos de aprendizaje. Finalmente, los catorce me dejaron una lista preliminar reducida a cuatro opciones en este orden: psicología, publicidad, sociología y ciencias políticas.

Un año después estaba yo, frente a la planilla de llenado de opciones OPSU para ingreso en la universidad y sólo tenía esa lista hecha a mano de cuatro carreras de las cuales sólo una se dictaba en mi ciudad. No valieron empeños de tías de Caracas y Maracaibo, que durante un año largo afirmaron que podrían darme un espacio en su hogar para convencer a mi madre, naturalmente presionada por su formación familiar y una viudez tristemente estrenada dos años antes. Las tres primeras opciones de la lista salieron pitando, pues mis quince y mi perspectiva de las cosas no me fueron suficientes para emanciparme. Llegada a ese punto, la planilla se fue con sólo tres opciones. Ciencias políticas la primera, Derecho la segunda e Ingeniería de Sistemas la tercera. Pude haber entrado en cualquiera pero fui asignada a la primera.

No me arrepiento.

Aquellos quince, con planilla de OPSU ya entregada, con título de bachiller en mano y despidiendo a una amiga que viajaría un año de intercambio fuera del país, me sorprendieron de madrugada confesándole a una vieja máquina de escribir aquello que, en realidad, sentían mis tripas debía ser lo que marcara mi paso por la universidad. «Quiero escribir», tecleé. Fueron las primeras palabras, para luego precisar algo más. Quiero escribir libros, poemas, cosas. Quiero contare a otros cómo veo las cosas y cómo los veo a ellos ante esas cosas. De mayor, escribí, tendré un escritorio lleno de papeles y cosas escritas y por leer. Quiero aprender lo que la gente siente y vivir lo que la gente vive. Quiero pensar en grandes cosas y ayudar a otros a que las vean y sientan. Quiero enseñar a otros y aprender de otros.

Lo que comenzó siendo la cuarta opción y quizás la «peor es nada», se convirtió meses después, en la asignación de cupo universitario. Llenó de serenidad a mi madre, a quien no revelé mis opciones hasta el último momento. Pese a su alivio, confesó que nunca quiso tener en casa ni abogados ni curas (o monjas), pero que si iba a estudiar ciencias políticas, mejor estudiaba derecho que, al menos, me garantizaría el pan. Años más tarde, ya con mis hijos, y al ver ella que comenzaban a hacerse públicas algunas cosas escritas por mi, creo que pudo ver desde una pespectiva diferente aquella decisión de adolescente.

Abracé la carrera como balsa del despegue. No había vuelta de hoja ni opción de fuga. Aunque nuestra unión fue advenediza, casi como un matrimonio por convenio, al poco tiempo la carrera y yo comenzamos a amigarnos y nos terminamos gustando tanto que la comprendí como un puente seguro para llegar a aquello que la adolescente que fui, que aún era en la universidad, decretó sería. Como nos pasa a casi todos, lo mejor de lo que fue la universidad y su aprendizaje, se me reveló con mi título de Politóloga en mano, cinco años exactos después.

Algunas veces me visita aquella imagen mía escribiendo, como posesa, de modo acelerado y vital, lo que anhelaba ser. Creo que se me acerca, como el fantasma de las navidades pasadas, por esta época del año en la que asumo labores de inscripción y docencia de bachilleres a nuestra institución. Cada uno de ellos, lleva una maruza de sueños y decepciones. Como escribiente, también aprendo de eso. Aunque creo que a aquella que fui aún le debo alguna que otra cosa de las que dejé escritas, las ansias y ganas por comprender, anotar y aprender, siguen vivas en esta escribiente de la vida que se asumió en profesión.

Imagen destacada: Archivo personal. Mi escritorio, hace unos minutos.

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tomada de https://pixabay.com/en/typewriter-typing-black-and-white-1627197/

El primer empujón para escribir.

La economía conductual habla de decisiones individuales y colectivas que pueden ser dirigidas, apoyándose en mensajes que ayuden a reforzarlas desde una perspectiva positiva, y no desde una perspectiva negativa o de castigo. Esa idea, la reflejan con la palabra «nudge» que significa «empujón«. Para lograr que alguien escriba, por ejemplo, en la escuela o en el liceo, más que cuestionarle que no lo haga, podríamos animarles a que se descubran a si mismos en el ejercicio de contar algo que les interesa o inquieta, para que otra persona que puede sentirse identificada con eso, lo lea.
Quiero contar hoy algunos pequeños empujones que he recibido para escribir.
A la edad de ocho años escribí un cuento. Creo que se llamó «La Casa». Tal y como si estuviera haciendo un ejercicio de escritura creativa, el personaje principal era una casa cuyas texturas intentaron ser recreadas en mis palabras tal y como una niña de ocho años podía hacerlo. En el espacio de la casa sucedían las aventuras de un grupo de niños que la visitaban en sus tardes de vacaciones escolares, y fue este espacio el que, año tras año, los vio crecer hasta su demolición algunas décadas después.
Aunque el reclamo de mi mamá sobre haber robado la idea a mi hermano, cinco años mayor que yo, de tomar una cosa como personaje de una historia breve e, incluso, tomar las célebres palabras de «En un lugar, cuyo nombre no quiero acordarme…» como inicio del texto, hoy día, con algunos libros más de lectura encima, reivindico la imitación como una forma creativa de escritura que, lamentablemente, está reñida con valores individualistas de logro y crecimiento sobre los cuales se fundan nuestras instituciones sociales por excelencia: la escuela y la familia.
Años después, en nuestros primeros días de universidad, un compañero me pidió le mostrara los poemas que escribía y, aunque no tal cosa era cierta, su empujón me animó a escribir cosas en formato de poema y con el tiempo fui mostrándoselas no sin mucha expectativa sobre su opinión. Vista desde lejos, entiendo su llamado como un recordatorio de que una actitud crítica hacia la realidad debe acompasarse con una escritura de las ideas. Escribir las cosas que pensamos, cómo las pensamos y articularlas de modo grueso, torpe al inicio, para irlas refinando poco a poco después, he aprendido es parte de lo que complementa el ejercicio analítico y crítico sobre la realidad circundante, hasta hacerlo trascender en de nuevo en obras.
Esa costumbre, la de escribir versos, aunque sin ninguna formación previa ni dedicación exhaustiva a la métrica ni la rima, me ha acompañado, de modo intermitente en los últimos veintiséis años. Y en este tiempo, muchas otras personas me han empujado gentilmente, aún sin saberlo, a escribir sobre otras cosas y en otros formatos.
Como docente y acompañante de procesos de formación de otros, vengo redescubriendo la importancia que tiene el darles esos pequeños empujones para que se permitan trascender sus pensamientos a través de la escritura. Escribir es para mi, ahora más que nunca, un acto de fe que cifra la voluntad que lo conduce en la expectativa del interés que puede despertar en el que lee.
En este acto de fe, los detonantes que activan el ejercicio de la escritura no siempre son los mismos y suelen ser estacionales: a veces ocurren y a veces no. Sin pretender dictar cátedra sobre la escritura, si diré que, como aprendiz, creo que los disparadores de la escritura nunca deben permanecer ocultos a aquellos que buscamos nos lean. Así, buscar en otros el inicio honesto en el oficio de poner en negro sobre blanco de lo que pensamos pasa, en mi opinión, por insistir en que las motivaciones de la escritura deben aparecer de forma clara, al menos en los primeros borradores. Saber por qué queremos escribir lo que vamos a escribir, ayuda a comprender no sólo el trabajo mismo de hacerlo, sino también comprendernos en nuestro rol de escribientes.
Esos pequeños empujones que otras y otros me han dado para animarme a escribir sobre lo que me inquieta creo que han sido demostraciones de que tal acto de fe se refleja en un acto de espera por leer lo que pueda tener inquietud por escribir. Entonces, y siguiendo los símiles religiosos, si escribir es un acto de fe, leer termina siendo un acto compasivo como Milan Kundera la describió: la compasión como un compartir la pasión. Esa pasión compartida termina habitando en muchos, por el piadoso acto de la lectura que conecta, sobre la vía de prosa o verso, desde aquel primer empujón para escribir, hasta la compasión del leer.
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La práctica cotidiana del relato

Creer que la enseñanza no es el don de poder mostrar a otros cuánto se sabe, sino es el poder de construir con otros significados de lo que se ve, conduce a hacer de eso un modo de mostrarse al mundo y una forma de vivir. Como modo de vivir, esta forma de entender la enseñanza replantea la forma en que se entiende el papel del conocimiento. Conocer tiene su gérmen en las preguntas, sin preguntas no hay conocimiento.

Uso software libre desde el año 2002. Comencé como usuario básico y, a través del autoaprendizaje, las preguntas me han ido guiando hacia el descubrimiento del potencial del software libre para resolver mis tareas básicas en investigación, escritura o divulgación científica. En este tiempo, varias veces me he involucrado en grupos de activistas que, aún siendo herederos de procesos formales de aprendizaje que por inercia pugnan por ser reproducidos, buscan concebirse a sí mismos como espacios abiertos y de formación colectiva de conocimiento, lo cual supone un modo diferente de construirlo.

Así como se ve en el arte, en ocasiones desde estos grupos de activistas, he visto que se manifiestan modos por construir conocimiento que buscan superar la forma tradicional de aprender, y que logran desplegar cuando se comprende que el software libre, debiera estar al servicio del entendimiento sobre la necesidad de construir un conocimiento emancipado, para que forme parte de lo que la sociedad considera como bueno para todos, y que debe ser parte del bien público. Tal como lo he visto, los procesos más exitosos de socialización de uso de software libre, y de aprendizaje sobre tecnologías libres, son aquellos que han se han atrevido a superar la mera exigencia de criterios técnicos (libertad de estudio, uso, distribución y modificación del código), y se han asumido como herramienta para la construcción del bien público del que es parte.

En este proceso, en el cual desde los grupos de activistas he compartido también aciertos y desaciertos,  es innegable que el papel del conocimiento en la construcción del bien público sólo es concebible si se acepta su carácter acumulativo. Entonces, buscar que a través de la defensa del software libre se reivindique la necesidad de recordar que el conocimiento es fundamentalmente acumulativo, tal como he visto, puede ser la piedra de toque para abrir a muchas más personas a exigir que el conocimiento sea de acceso abierto a todas y todos. No hablamos de la acumulación de quien guarda para si todo cuanto puede. La acumulación de la que hablo es la de la memoria, es de aceptar que somos seres históricos y que el conocimiento no puede evitar ser parte de esto. En el software la acumulación es consecuencia directa del despliegue de las habilidades propias del aprendizaje de una técnica y tiene el sentido práctico de introducir mejoras en las funcionalidades del código: es decir que haga mejor lo que ya hace.

Debo insistir que estas observaciones que planteo, las hago desde mi propio aprendizaje y desde mi condición de persona no técnica que piensa sobre cómo se hacen las tecnologías libres. En ese aprendizaje propio, he visto que además de hacer software libre, también hay que contar la historia que se teje en el camino de su hechura documentando todo el proceso que precede la pieza terminada. Este trabajo, casi etnográfico resulta sin embargo, uno de los más evadidos por desarrolladores y desarrolladoras.

Al respecto, tengo la impresión de que esa aversión resulta una consecuencia de nuestro condicionamiento, a través de la educación formal, a aprender bajo pautas memorísticas y sin opciones para el desarrollo de una escritura creativa, sobre aquello que hacemos. Escribir sobre lo que hacemos o vemos, estoy convencida, es una actividad que relegamos socialmente a escritores/as que han estudiado (a su vez bajo estructuras formales) para ello. Nos convencemos de que para observar aquello que nos rodea, requerimos la licencia de un aprendizaje formal. Entonces, aunque es necesario que ese trabajo casi etnográfico acompañe al desarrollo de las tecnologías libres, a veces es bastante desatendido.

Hay un tema con lo que aprendemos del uso del lenguaje que, creo, determina el cómo describimos lo que se hace, pero también cómo nos interesa describirlo. Nuestros procesos de aprendizaje formal nos llevan desde una primaria marcada por la observación y descripción durante sus dos o tres primeros años, a una comprensión sistemáticamente segmentada de aquello que nos rodea, cuando la realidad comienza a fragmentarse en parcelas de conocimiento y éste pierde su carácter acumulativo y su papel en la formación de la memoria sobre el ser.

Con el tiempo, nos olvidamos de cómo describir lo que vemos, lo que nos rodea, lo que percibimos, lo que nos ocurre, y ese olvido parece llenarse de un temor a equivocarnos en como escribimos, y cómo vamos juntando las palabras. Este temor se enraiza profundamente y cuesta superarlo.

Las piezas de software se apoyan en el uso de lenguajes propios. Pero como ejercicio de lenguaje que trasciende el ejercicio técnico y debe apoyarse en una tarea de relato, requiere para la palabra, cultivo y cuidado. El software es un hecho social, y como tal, se nutre de aquellas virtudes y refleja las falencias de la sociedad en la que ocurre. Aunque emerge de lo social, no puede dar cuenta cabal de ello sin transformarla en algunos aspectos.

Allí, el uso de sus propias convenciones idiomáticas al lenguaje no pueden producir una imbricación automática e irreflexiva de unos términos técnicos sobre significados sociales como la vía expedita de socializar la tecnología, sino precisamente la reflexión sobre el valor y peso del lenguaje en la construcción de los significados culturales comunes a todos y constitutivos del quehacer social de cada comunidad.

Y creo que un buen modo en hacerlo posible es generalizar desde los más pequeños estudiantes, la práctica del relato de lo cotidiano, desde lo más simple hasta lo más complejo, como mecanismo a través del cual no sólo se descubra al mundo, sino se evidencie el papel de cada cual en su transformación.

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El reconocernos como forma de aprender.

Desde donde estoy, en mi recorrido vital, logro identificar algunas escenas cotidianas que me permitieron afianzar formas experimentales de aprendizaje. Sin lugar a dudas, todas ellas vienen marcadas de una manera decisiva por la figura de mi madre, pues compartía con ella el diario convivir y la observaba curioseando todo cuanto estaba a su alrededor.

Cuando mi hermano mayor tenía un par de años, ella decidió aventurarse en un curso de repostería. Aprendió en El Vigía, estado Mérida, a comienzos de los 70 la repostería de las grandes y pomposas tortas de pastillaje, y tortas rellenas. Las mujeres de la época aprendían algo que se llamaba «economía doméstica» donde se les mostraba cómo manejar los exquisitos secretos de la administración del hogar o, lo que traduje muchos años después, a cómo mantenerse ocupadas con los oficios del hogar y rendir el dinero que ingresaba. Ella, además de hacer su curso de economía doméstica, cuyas notas me leía con embeleso luego de mis 10 años de edad, hizo este curso de repostería.

Hay una hermosa foto del día de su grado, en la cual mi padre carga en brazos a mi hermano y ella luce un espectaular vestido color salmón acompañado de uno de esos peinados que sólo podían llevarse puestos con el orgullo de un logro alcanzado. De esa foto no sé qué me atrapa más: pensar cómo construyó el peinado, o ver la alegría en sus ojos.

Aunque aprendió a hacer el pastillaje y lo hacía de un modo realmente excepcional, comenzó a experimentar con texturas y técnicas de modo que pudiera construir un trabajo único y, al mismo tiempo, mucho más preciado para sus clientes. Debo decir que durante varios años, sus clientes fuimos nosotros mismos en casa, pues sus habilidades para la repostería no se convirtieron en nuestro sustento familiar hasta un par de años antes que falleciera mi papá, cuando yo tenía 13 años.

Entre la finalización de su curso de repostería tradicional, sus experimentos y el momento en que se convirtió en la fuente de ingreso familiar que garantizó una vida cómoda para ella y sus dos hijos, decidió aprender a pintar. Su aprendizaje en distintas técnicas de pintura, desde cerámica hasta tela pasando por tarjetería y óleo, fue convirtiéndose en pilar de lo que sería una práctica única en repostería que le garantizaría, por parte de sus futuros clientes, incluso, tristeza al momento de consumir sus tortas. La cual me hizo aprender a mi por la observación … y la experimentación.

Mi madre, que aprendió repostería básica y luego a pintar con distintas técnicas, creó un modo en el cual sus tortas eran esos cuadros que, estoy segura, siempre soñó con pintar y exponer ante otras personas. Cada figura o motivo que sus clientes escogían para decorarlas, era cuidadosamente realzados con su mano artística, pinceles y pinturas vegetales, dándole sombras y luces a placer y configurando una manera irrepetible de representar sus deseos.

Nadie le enseñó en un aula de clases a hacerlo así y, aunque creo que no hizo una relfexión consciente sobre su propia búsqueda artística, esta senda que ahora groseramente relato es para mi un recorrido rápido por su proceso de autoreconocimiento de su ser, en un entorno y momento en el cual no estaba permitido para las mujeres pensar más allá de las convenciones.

Lo primero que el ser humano experimenta (y lo que más rápido olvida también) es el ejercicio de su propio re-conocimiento. Creo que en ocasiones la educación formal coopta este propio mecanismo de autoretrato sensorial que ocurre de modo natural desde nuestro nacimiento. Nuestros modos formales de aprendizaje reservan la experimentación y la observación al ejercicio de las mal llamadas ciencias duras.

De bebés nos divertíamos saboreándonos cada parte de nuestro cuerpo, ahora de mayores muchos sólo sabemos criticarnos y reclamarnos por su apariencia. Cuando escribimos, unos comienzan por escribir mamá o papá y otros, otros se fijan en corregir errores ortográficos o tamaño e inclinación de la letra, y los que han logrado ausentarse de los ejercicios memorísticos de la escuela, escriben y nombran lo que les rodea.

Mi madre escapó en tercer grado de la escuela formal de su Machiques natal, para ponerse a trabajar junto con mi abuela. Mi abuela cosía por lo que aprendió viendo a otros, mi madre fue aprendiendo a desarrollar sus habilidades viendo a otros y explorándose a si misma. Nuestra hija mayor tuvo por primera frase “bola de pelo” que describía a su pequeño perro Moro y ella en un afán por demostrar cuánto sabía no articulaba palabras sueltas, ¡si no una frase completa! Aunque comenzó a escribir «BoadPo» y faltaban allí casi todas las consonantes que podían faltar, evocaba la textura de su amado compañero. Nuestro segundo hijo, apasionado con video juegos desde muy pequeño, comenzó a leer antes que escribir, cerca de los 4 años. Lo hizo casi por un proceso autodidacta pidiendo a su padre que consultara y le leyera trucos de sus juegos favoritos. Para él, sus primeros reconocimientos fueron “Mario” y “Luigi” en los resultados de la wikipedia. La pequeña Abril, nuestra tercera hija, creo que la bateó de homerun: su primer reconocimiento es a sí misma: “Abril” fue la primera palabra que aprendió a leer y a escribir de forma simultánea.

En los tres, con sus bemoles, ha coincidido un escape deliberado de los procesos formales de aprendizaje de la lectura y una búsqueda que incentivamos en ellos, como parte del rescate de una deuda que consideramos tuvo la escuela con nosotros como padres: el reconocernos aquí y ahora, es una forma única de ver al mundo, y aprender.

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Los Locos que Enseñan

Por: Rose Mary Hernández Román

Las historias vividas por los docentes nos llenan de inspiración para describir de manera agradable las cosas sencillas de su día a día, cargadas de entrega y humildad. No hay maestro o maestra con historia muerta, para mí, pequeñas historias son grandes enseñanzas.

Los Locos que Enseñan

¡Yo he vistos! A esos locos que enseñan. ¡Yo los conozco! Los he  seguido muchas veces. Son raros. Algunos  salen temprano a la mañana y están en la escuela  una hora antes, al llegar barren el frente de su institución, pasan coleto en su oficina. Muchos andan en transportes colectivos. Otros recorren todos los días más de 100Km de ida y otros tantos de vuelta. Hay quienes usan bicicletas y en la cesta llevan algunas cosas para regalar o plantas  medicinales para curarle la tos a sus estudiantes

Acostumbran a conversar mucho, e incluso entre extraños, por lo general llevan caramelos en los bolsillos, una extraña revista debajo de sus brazos, así como una botella de agua a su lado. Su garganta siempre está dolorida, en los recesos, persiguen a los estudiantes, se desesperan si no controlan a su grupo, y al estar de nuevo en el aula siguen enseñando, a veces fuerzan su voz, e siguen transmitiendo sus conocimientos con cariño e ilusión.

¡Yo los he visto, no están bien de la cabeza!.  Organizan paseos con sus estudiantes y se encargan de gestionar autorizaciones, recogida de dinero y responsabilidad extra, e incluso, se llevan a su casa a dormir al que no tiene para pagar el transporte de madrugada que les lleve al sitio de concentración.

¿Qué será de ellos? Llegan a casa y siempre conversan con su pareja lo que hicieron en el trabajo. Al sentarse a comer piensan en los que ese día no lo lograron. Casi no duermen. Por la noche sueñan con su escuela, entretejen historias, se les aparecen planetas, ecosistemas y grandes personajes. He escuchado que llegan al trabajo cargados con cuadernos y exámenes, que han corregido la tarde antes en su casa.

Son mujeres y hombres, casados, solteros,…de diferentes edades, pero a todos les apasiona su trabajo, ver crecer a sus estudiantes, ayudarlos y conseguir de ellos ciudadanos competentes.

¡Los he visto muchas veces!. Están mal de la cabeza. Algunos dicen de ellos que viven muy bien, pero les han recortado el sueldo y siguen trabajando incluso más que antes, algunos no miran ni su nómina porque su pasión por la enseñanza los hace ciegos a pensar en el cobro. Disfrutan con lo que hacen, aunque haya padres que los discutan y les quiten autoridad, ellos siguen para adelante.

Están mal; por las tardes se quedan para hacer cursos de formación y no les importa perder tiempo de su ocio para reciclarse. Dicen que son autocríticos y que hacen balance de sus experiencias educativas, que se frustran cuando no salen las cosas, que se alegran cuando su grupo avanza.

A ellos también se  les dan vacaciones, pero no se desconectan del todo, piensan en lo que necesitan para sus clases, preparan tareas para  los siguientes encuentros. Son impecables, limpian sus zapatos, lavan el uniforme y lo cuelgan almidonado, le planchan y dejan listo para el próximo día de clase. En sus bolsos nunca falta la tiza y el borrador, un lápiz y una pequeña agenda donde resalta lo que considera que debe escribir.

Están mal de la cabeza. No hablan de jubilación, y si ésta llegara se van a trabajar a otra parte, siempre enseñando, con más vigor y entrega, pues piensan que ahora es cuando pueden seguir dando clase. Toman café entre amigos y colegas, sus palabras son de respeto y cortesía a pesar de que la vida se les ha vuelto hostil, que las calles son agresivas y en ellas se encuentra violencia.

Son personas  diferentes. Ellos dicen que son MAESTROS o MAESTRAS y que se sienten MUY ORGULLOSOS y ORGULLOSAS DE SERLO.

Fuente de la Imagen: https://www.google.co.ve/search?q=maestros+en+bicicleta&biw=1024&bih=485&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0ahUKEwif1IPx78TOAhXJYiYKHaMvDmIQ_AUIBigB#imgrc=zccjwobtZGMNiM%3A

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Mi Primera Escuela

América del Sur/Venezuela/Agosto del 2016/ Nelly Blanco Uzcanga

 

Por: Nelly Josefina Blanco Uzcanga

Por los años ochenta, como estudiante del Liceo: Julio Morales Lara en el Limón, Maracay, Edo. Aragua, siempre me vi relacionada o mejor involucrada  con el centro de estudiantes dentro del plantel , donde pudiese alzar mi voz, así que colocaba pancartas, andaba siempre en grupos, defendiendo los derechos estudiantiles, y cuando no estaba en eso, me veían en la cancha jugando Basketball la única chica entre los varones allí , además era la dueña del balón, púes a jugar.

Mi padre fue un militante del Partido Acción Democrática, luchador social, defensor de los derechos de los trabajadores, líder de los movimientos sindicales de los trabajadores en el Estado Aragua.

Comenzó a trabajar desde los catorce  años cargando sacos de sal, luego se formó como fiscal de tránsito más tarde fue trabajador del Ministerio de Obras Públicas, para entonces ya tenía conformada una familia con mi madre e hermanos.

Desde que tengo memoria, en la casa siempre allá en la Julia, Vía Turmero . Municipio Mariño donde  crecí, hasta los ocho años. Escuchaba a mi papá (Rafael Enrique Blanco Bolívar) hablar con las personas que llegaban a la casa sobre: los derechos para acá, para allá, los obreros, sindicatos, presos políticos entre otros temas relacionados todos con el desempeño de mi padre. Entre tanto lo miraba  mientras escuchaba sus causas, y suspiraba y pensaba,  ¡Algún día seré como él!

Mi madre (María Teresa Uzcanga Sarmiento de Blanco) dueña y señora de casa, cumplió el hermoso sueño de ambos dándole una familia numerosa  de diez hijos a mi padre. Seis hembras y Cuatro varones. Para ese entonces éramos ocho Pueden imaginar cada cumpleaños una humilde y gran fiesta, en esa casita de techos rojos aquella que construía el gobierno de turno las llamadas casitas rurales de dos habitaciones, un baño sala cocina comedor.

Mi madre en su formación de casa y escuela sabia artes y oficios, por lo tanto nos hacía: las tortas, piñatas, dulces y ¿los invitados? Ya con nosotros y los dos vecinos, los portuguesitos  así los llamábamos por cariño aunque con el varón, siempre me agarraba a puños por mis metras, ¡ah! Pero eso no era motiva para no invitarlo a mi cumple años mi Mamá también hacia, los trajes típicos para la escuela en los actos culturales, que ricos recuerdos el acto cultural de la escuela, lo contaré otro día.

También ella se destacaba en la agricultura (sembrar y cosechar) en el patio de la casa nos mandaba a buscar cualquier de los vegetales, granos, frutas, maíz, ají dulce, naranja, guayaba, parchitas, cilantros, y limón. También tenía gallinas ponedoras recuerdo como las perseguíamos, ¡reminiscencias aquellas ! y recuerdo haber comido torta de auyama, dulce de zanahoria, jalea de guayaba, mamón, tortaticas de espinacas  y jugos tres en uno (zanahoria, remolacha y naranja).

Nos mudamos a el Limón por mi problema del asma según los médicos a pesar de los cuidados de mi familia , el cambio de clima se prestaba para mi mejoría, lo cual se logró.

Mis padres, ambos muy querendones nos dieron mucho amor, y nos formaron en carácter y disciplina, no puedo quejarme, ahora sé que fue la educación más idónea para lo que somos ahora.

Recuerdo que tenía diez años y ya decía que quería ser maestra, militar o abogada, a los 17 en aquella época  quería ser abogada militar de la fuerza aérea, siendo bachiller en humanidades estudie  Docencia y fui Reservista del Ejército.

Esta hermosa escuela desde la casa con los maestros  Mamá y Papá mis compañeros de clase eran  mis hermanos (as), me permitieron llevar a  lo externo a la escuela formal un aprendizaje ya que al comenzar  primer grado en la familia sabíamos  leer y escribir desde la casa.

Ellos se encargaron de promover y hacer en nosotros  la  disciplina, honestidad y valores así como,  sembrar  en nosotros el conocimiento ancestral, originario  el amor a la naturaleza, la siembra, cosecha y al cultivo.

A proporcionarnos desde el hogar  el consumo respetuoso lo que la madre grandiosa tierra nos da.

Mis padres y mi familia , mi escuela con solo ambos  sexto grado, que para su tiempo allá en los treinta era una formación integral, tanto es así que ambos me ayudaron por  los años 1993 en mis estudios universitarios (análisis de contenidos).

La escuela formal me proporcionó lo elemental como requisitos para la prosecución de estudios, y mi familia mis padres el inicio, el origen, los primeros pasos  de una acertada formación integral desde la infancia y  adolescencia.

Los varones en casa aprendieron sobre: Cocina, electricidad, electrónica, jardinería , carpintería, plomería y  Mecánica y las hembras jardinería, artesanía ,corte costura, peluquería, cocina y bordado.

Ahora bien,  esta experiencia fue mi primera formación, mí primera escuela, amada familia . Mi madre bachiller de la Misión Robinson y  mi padre llegó hasta el cuarto año de Derecho en la facultad  de Carabobo y a ocupar la presidencia de la antigua Asamblea Legislativa del Edo Aragua, así como representar los trabajadores de a Venezuela Internacionalmente  y ocupar el cargo de Diputado en el antiguo Congreso mi familia mi guía Integral mi padre …  ya con Dios.

¡Dios Bendiga la familia!

 

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Aprendiendo desde la malla curricular

Por lo que he visto, la apertura a las formas dentro de los procesos de aprendizaje plantea, en especial en estudiantes adultos/as, un temor latente acerca de estarlo haciendo del modo correcto o no. Eso lo he visto en los procesos de formación de adultos en los que he participado, pero también lo he podido evidenciar en aquellos formales en los que he estado involucrada como estudiante, gracias a lo cual he podido compararlo con mi actual experiencia dentro del Programa de Estudios Abiertos (PROEA), donde participo como estudiante en (auto)formación y como tutora de otros participantes en (auto)formación.

El temor a equivocarse emerge de su latencia cuando somos expuestos/as al otro/a en nuestro modo de pensar, creer, y percibir el mundo. De ese modo nos proyectamos siempre, sin embargo, el quedar abiertos a nuestros/as compañeros/as de aventura en el PROEA, desde la construcción de la autobiografía, resulta en ocasiones un acto de desnudez muy arriesgado para quienes han estado conformes con la coordinación de las actividades formativas por parte de las instituciones.

Si el acto de construir la autobiografía es un acto singular de valentía, cuyas consecuencias y repercusiones en la proyección desde el conocer hasta el ser, la articulación de una Malla Curricular, es el epítome de la autonomía de aprendizaje, pues debe dar respuesta conforme a esa autobiografía y a la proyección de cómo se quiere transitar la ruta hasta el cierre de ciclo.

Como todo acto de autonomía, encierra una rebeldía evidente ante lo formalmente aceptado y tolerado, representado en este relato en los estudios formales de pre y post grado, y requiere también de un reconocimiento y aceptación de lo que nos es propio e inherente a cada cual.

Si en la autobiografía nos desnudamos para mostrarnos a quienes nos acompañan en la comunidad de aprendizaje, la construcción de la Malla Curricular es como ir de compras y buscar qué queremos vestir. Parte de lo que vestiremos es, en buena medida, lo que hemos venido siendo, nuestro devenir como seres en formación permanente. Usaremos a partir de allí, algunas indumentarias que sacaremos de nuestros escaparates personales donde, seguramente, yacen muchos conocimientos de matemáticas que se anclaron en nostros durante las interminables jornadas de hacer hallacas en familia, o de visitar, sembrar y cosechar el campo, para quienes hayan tenido esa fortuna, junto a saberes intrínsecos de manejo de incertidumbre y relaciones grupales atesorados luego de años de gestiones administrativas diversas o compras en mercados a cielo abierto.

Todo lo que somos y hemos sido, puede entrar en la Malla Curricular.

Lo interesante es que, mientras como participantes del PROEA, postergamos su construcción hasta estar “listos/as”, en el fondo me convenzo que la Malla Curricular (a la que tanto tememos también), es apenas un tamiz que resulta insuficiente para dar cuenta de todo lo que hemos sido.

Entonces, sin pretender que la que he venido armando para mi es la mejor, luego de armarla y de ver su insuficiencia como único instrumento para describir lo que quiero que me nombre en adelante, debo decir que me siento como cuando de niña temía a figuras enormes de mostruos con armas que se dibujaban frente a mi cama en noches de fiebre alta por amigdalitis.

No eran monstruos, eran apenas sombras que la cortina dibujaba.

La Malla Curricular, creo, es un instrumento. Como parte del andamiaje del PROEA, siempre es mejor tenerlo que no tenerlo. Como parte del proceso de formación de un ser que adquiere una suerte de autonomía pedagógica, pues se hace dueño y copartícipe central de su proceso de aprendizaje, no es un instrumento cualquiera. Es un instrumento que revela desde el comienzo la intencionalidad que lleva: trazar en un dibujo formal lo que se ha sido y facilitar la autoidentificación de espacios donde nuevos procesos de aprendizaje tengan lugar.

Una muy buena construcción de lo que es el Programa de Estudios Abiertos de la Universidad Politécnica Territorial de Mérida Kléber Ramírez (UPTMKR), pueden verlo en este video

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