Terminé mi bachillerato cuando aún tenía quince años. Confieso que para ese momento todavía conservaba alguna duda sobre lo que comenzaría a estudiar unos meses después, aunque ya el año anterior había pasado por un momento de dudas crisis por tener un amplio abanico de posibilidades entre mis opciones para estudiar en la universidad.
En aquellos catorce, lo que se me ocurrió como solución fue revisar el Libro de Carreras de estudios que, por la época, se entegaba impreso a todas las personas que estaban por concluir sus estudios de bachillerato como orientación para la inscripción de sus opciones universitarias. Tomé el de mi hermano, cinco años mayor que yo, y comencé a revisar, primero por nombre de carrera, después por ciudad y por último por universidad. A esos catorce «sabía» que tenía una inclinación sentida hacia poder comprender por qué las personas actuaban como yo lo percibía y las motivaciones sociales que podrían haber a tales cosas, aunque ciertamente lo llamaba diferente. Pero también a esos catorce, sabía que para mi mamá representaba una angustia muy profunda enviarme a otra ciudad a estudiar. De modo que la decisión que en ese momento de definición debía tomar, estaba marcada por mi vocación y las limitaciones propias del entorno. Un sistema de restricciones pues.
De la lista que hice a los catorce, la primera en salir fue «biología marina» algo que dije desde mi niñez quería estudiar, por la fascinación que producen, cuando se es pequeña, los animales del mar y sus modos de vivir. Las prácticas de biología de bachillerato se encargaron de desenamorarme al mostrar lo descarnado de esos estudios en cuanto a su experimentación con animales. La carrera de educación también salió de la lista, aunque, curiosamente, si hay algo que ha marcado mi formación profesional es la expectativa de estar en aulas de clases acompañando procesos de aprendizaje. Finalmente, los catorce me dejaron una lista preliminar reducida a cuatro opciones en este orden: psicología, publicidad, sociología y ciencias políticas.
Un año después estaba yo, frente a la planilla de llenado de opciones OPSU para ingreso en la universidad y sólo tenía esa lista hecha a mano de cuatro carreras de las cuales sólo una se dictaba en mi ciudad. No valieron empeños de tías de Caracas y Maracaibo, que durante un año largo afirmaron que podrían darme un espacio en su hogar para convencer a mi madre, naturalmente presionada por su formación familiar y una viudez tristemente estrenada dos años antes. Las tres primeras opciones de la lista salieron pitando, pues mis quince y mi perspectiva de las cosas no me fueron suficientes para emanciparme. Llegada a ese punto, la planilla se fue con sólo tres opciones. Ciencias políticas la primera, Derecho la segunda e Ingeniería de Sistemas la tercera. Pude haber entrado en cualquiera pero fui asignada a la primera.
No me arrepiento.
Aquellos quince, con planilla de OPSU ya entregada, con título de bachiller en mano y despidiendo a una amiga que viajaría un año de intercambio fuera del país, me sorprendieron de madrugada confesándole a una vieja máquina de escribir aquello que, en realidad, sentían mis tripas debía ser lo que marcara mi paso por la universidad. «Quiero escribir», tecleé. Fueron las primeras palabras, para luego precisar algo más. Quiero escribir libros, poemas, cosas. Quiero contare a otros cómo veo las cosas y cómo los veo a ellos ante esas cosas. De mayor, escribí, tendré un escritorio lleno de papeles y cosas escritas y por leer. Quiero aprender lo que la gente siente y vivir lo que la gente vive. Quiero pensar en grandes cosas y ayudar a otros a que las vean y sientan. Quiero enseñar a otros y aprender de otros.
Lo que comenzó siendo la cuarta opción y quizás la «peor es nada», se convirtió meses después, en la asignación de cupo universitario. Llenó de serenidad a mi madre, a quien no revelé mis opciones hasta el último momento. Pese a su alivio, confesó que nunca quiso tener en casa ni abogados ni curas (o monjas), pero que si iba a estudiar ciencias políticas, mejor estudiaba derecho que, al menos, me garantizaría el pan. Años más tarde, ya con mis hijos, y al ver ella que comenzaban a hacerse públicas algunas cosas escritas por mi, creo que pudo ver desde una pespectiva diferente aquella decisión de adolescente.
Abracé la carrera como balsa del despegue. No había vuelta de hoja ni opción de fuga. Aunque nuestra unión fue advenediza, casi como un matrimonio por convenio, al poco tiempo la carrera y yo comenzamos a amigarnos y nos terminamos gustando tanto que la comprendí como un puente seguro para llegar a aquello que la adolescente que fui, que aún era en la universidad, decretó sería. Como nos pasa a casi todos, lo mejor de lo que fue la universidad y su aprendizaje, se me reveló con mi título de Politóloga en mano, cinco años exactos después.
Algunas veces me visita aquella imagen mía escribiendo, como posesa, de modo acelerado y vital, lo que anhelaba ser. Creo que se me acerca, como el fantasma de las navidades pasadas, por esta época del año en la que asumo labores de inscripción y docencia de bachilleres a nuestra institución. Cada uno de ellos, lleva una maruza de sueños y decepciones. Como escribiente, también aprendo de eso. Aunque creo que a aquella que fui aún le debo alguna que otra cosa de las que dejé escritas, las ansias y ganas por comprender, anotar y aprender, siguen vivas en esta escribiente de la vida que se asumió en profesión.
Imagen destacada: Archivo personal. Mi escritorio, hace unos minutos.