Manuel era un niño de apenas seis años que corría alegre por el mercado de mi pueblo, jugando con naranjas, papas y mazorcas. Su mundo inocente estaba plagado de pequeñas batallas entre malvados seres provenientes de la oscuridad y los valientes trabajadores del campo. Manuel recordaba a cada instante a su pequeño hermano Miguel, a quien tenía días que no veía y a quien había prometido proteger.
A Manuel el hambre y el desamparo lo habían empujado a las calles; dormía entre los tarantines de verduras y su techo repleto de estrellas era la única compañía nocturna. Cuando Manuel sentía que el hambre lo agobiaba, extendía su mano y casi siempre encontraba la caridad de alguien que le daba una moneda o le traía un pastel. Manuel no era un ciudadano, era sólo una parte del paisaje urbano al cual nos habíamos acostumbrado y, de cuya situación culpábamos a sus padres para poder dormir tranquilos. Manuel jugaba por las tardes con una rueda de caucho que era su bicicleta imaginaria.
La madre de Manuel hacía días que no le veía, tenía cuatro bocas más que alimentar, vestir y proteger. Ella misma apenas si había aprendido a leer, escribir su nombre y sumar las pequeñas cantidades que formaban parte de su mundo. Ana, la madre de Manuel, había confundido amor con sexo y por eso con tan sólo veintiocho años tenía cinco pequeños enanitos que le acompañaban. Los cinco pequeños, como los dedos de una mano, tenían cada uno rasgos distintos, pero todos habían heredado de Ana esa picardía proverbial en la mirada.
En el pueblo todos, en algún momento, incluíamos a Manuel en nuestras conversaciones. Cada uno afirmaba haberle dado “algo” en algún momento para que no sintiera frío o hambre. Sólo Marco Tulio, un viejo maestro gruñón le preguntaba cada vez que le veía, si había ido o no a la escuela. Manuel corría a esconderse cada vez que se le acercaba, porque el maestro le recordaba a su madre cuando estaba enfadada, diciéndole lo que debía hacer. Marco Tulio siempre parecía molesto cuando le miraba.
Un día al maestro gruñón lo nombraron Director de una Escuela en la que estudiaban muchos niños y niñas alegres, quienes eran llevados a la escuela por sus padres. En el pueblo corrían rumores porque al maestro Marco Tulio, ahora Director, por las noches se le veía sacar viejos pupitres, una que otra pizarra rota, ollas ahumadas y libros descuadernados sin que se supiera cuál era su destino. Las peores sospechas se conjeturaban sobre el extraño comportamiento del maestro Marco Tulio. Un día se supo que para colmo de las rarezas, el maestro gruñón había invadido la abandonada, pero histórica casa de campo de un ex Presidente de la Nación. Esa casa, en su tiempo, fue usada por el gobernante para algunas visitas a la región. Era una morada llena de túneles, propios de las épocas montoneras y sus alrededores estaban llenos de los frutales que a él le gustaba saborear. Estaba ubicada en la montaña y nadie se atrevía a entrar en ella porque se decía que el fantasma del mandatario la recorría y volvía loco a todo aquel que se lo encontrara por un pasillo, habitación o lugar de la vieja casa. Comportamiento tan raro el del maestro Marco Tulio.
Un Lunes Manuel desapareció del mercado. Muchas miradas extrañadas le buscaban entre los guacales y costales, entre las lonas rotas y los pipotes. Pero Manuel ya no estaría más allí. El Maestro Marco Tulio había creado, sin permiso de nadie, pero con la certeza de que estaba haciendo lo correcto, una escuela internado para niños pobres. Había convencido a los concejales del municipio para que crearan una partida permanente para garantizar la comida de estos pequeños y solo con dos maestros, sacados de la escuela que oficialmente dirigía, dio inicio a una experiencia educativa alternativa.
Poco importaba a los niños que los pupitres no fueran nuevos, que la pizarra fuera reparada, que las literas chillaran cuando se movían en las noches. Manuel y sus hermanitos, con el acompañamiento de maestras que no miraban horario y entendían lo pedagógico más allá del aula, comenzaron a aprender las vocales comiendo mango o chupando caña, la noción del número los sorprendió mientras corrían entre arboles o contando una a una las gallinas, patos y pavos que cada vez eran más. Años despues seria una escuela granja y seguía manteniendo el compromiso con los más pobres y excluidos.
Manuel culminó el bachillerato y su pequeño hermano es ahora ingeniero. Nadie se acuerda de esta historia en el pueblo porque las acciones constructivas parecen borrarse por los formalismos burocráticos. Muchos honores le rinden a Marco Tulio cuando le recuerdan, como maestro, director o ciudadano, pero casi nadie coloca entre sus grandes proezas pedagógicas el haber construido una oportunidad educativa para quienes habían perdido hasta la esperanza. En esa escuela, luego de muchos años, tuve el honor y el privilegio de trabajar.