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EE UU: La ansiedad cultural de la clase media blanca

Por: Jordan Kraemer

En un vuelo en avión el pasado mes de noviembre me senté junto a una mujer blanca, de unos cincuenta años, una profesional católica del Midwest que me confesó a regañadientes haber votado al cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos. Decía repudiar el racismo a pesar de estar en contra de las “cuotas” en educación y contratación. Estas visiones sintetizan un debate actual sobre si el apoyo a Trump se debe más a la desposesión económica – gran parte de las clases trabajadoras y medias sienten ansiedad y abandono en la economía global – o al racismo, una reacción violenta blanca contra los esfuerzos por acabar con la discriminación y la injusticia.

Este debate sin embargo pasa por encima una confusión crucial: qué significa ser blanco y de clase media depende de concepciones de la raza y la clase que están históricamente entretejidas. Aunque la élite y los profesionales blancos urbanos han mantenido su estatus cultural y social en una economía globalizada, los empleos estables han desaparecido para mucha gente – no sólo industriales, también posiciones directivas. Y mientras los empleos técnicos de alta cualificación y bien remunerados  (una forma de trabajo “intelectual”) se concentran en enclaves urbanos, el trabajo de clase media gira en torno a trabajo de servicios con bajos salarios en la precaria Gig Economy, esto es, trabajo temporal sin prestaciones ni seguridad.

Aunque esta transformación económica ha atraído mucha atención, especialmente tras las elecciones de 2016, pocos han discutido el vínculo entre el incremento de los profesionales urbanos creativos por un lado, y la desposesión cultural de los blancos que no pertenecen a las élites, por el otro. La conflictividad política estadounidense corresponde a una clasificación geográfica que ha acompañado la destrucción de la clase media, ilustrada, por ejemplo, por la reurbanización blanca y la gentrificación. La ‘blancura’ tiene un largo historial como pilar del estatus de clase, asegurando respetabilidad y legitimidad para aquellos que se imaginan a sí mismos como protagonistas de la historia (blanca) americana. Para muchos blancos, perder estatus económico implica una profunda pérdida de identidad y pertenencia cultural – no sólo ansiedad económica, sino también ansiedad cultural.

Puede parecer contra intuitivo para los cristianos blancos de clase media, por ejemplo, sentirse perseguidos cuando ellos siguen siendo una mayoría nacional y controlan puestos en el gobierno y la dirección de empresas. Pero la victoria de Trump (ajustada e impopular) amplifica las quejas de los blancos desposeídos culturalmente, en un sentido antropológico amplio.

El auge de los Hip Creatives

Dada la historia entretejida de la raza y la clase en los EEUU, no es sorprendente que la clase medias blanca experimente una pérdida de identidad en términos de raza, culpando a los inmigrantes, musulmanes y gente de color cuando ve que su subsistencia está amenazada. Los desplazamientos económicos asociados con la globalización neoliberal exacerban las divisiones entre los blancos urbanos y profesionales y las crecientes capas plebeyas precarizadas, en formas que se desarrollan tanto a través del gusto y el consumo cultural como de ansiedad económica.

Las élites blancas han hecho uso desde hace mucho tiempo de las distinciones raciales para dividir y triunfar, por supuesto. Estas distinciones no están biológicamente dadas ni son consecuencia inevitable del “tribalismo”; en vez de ello, las categorías raciales modernas se formaron durante el encuentro colonial desde el siglo XVI llegando hasta la actualidad – todavía marcan el orden económico y social dominante. Cuando los colonos ingleses llegaron por primera vez a Norte América, por ejemplo, distinguieron entre los cristianos y los paganos en sus primeros estatutos legales. No obstante, en el proceso de esclavizar a la población indígena y africana, los colonialistas diseñaron una nueva terminología legal para los hijos de los esclavos y la gente libre (el término ‘Negro’ fue el primero en aparecer, el término ‘Blanco’ apareció después). De acuerdo a las concepciones emergentes de la raza, tal estatuto determinaba quién podía heredar la propiedad frente a quién se convertía en propiedad – esto es, los derechos políticos y legales que constituyen una persona en cuanto tal.

Hoy día la blancura sigue estando vinculada al estatus de clase (y la posición cultural), donde ‘blanco’ a menudo es una marca de ‘clase media’. Los blancos pobres, por el contrario, están racialmente marcados, denigrados por ejemplo como ‘basura blanca’ (la gente pobre de color directamente no requiere una designación específica). Tomemos los Millenials – este apodo generacional refiere típicamente no a toda la gente joven nacida en los ochenta y los noventa, sino a los jóvenes de clase media blanca obsesionados con las nuevas tecnologías.

Pero los desplazamientos económicos de los últimos quince o veinte años han combado a la clase media y a la naturaleza del trabajo de formas novedosas. No es casualidad que al moverse la producción actual al extranjero, la creatividad se convirtiera en el nuevo sello distintivo del trabajo profesional. La creatividad vino a caracterizar una clase media urbana y profesional emergente (lo que Barbara y John Ehrenreich una vez llamaron los “PMC” o Professional-Managerial Class) en los últimos años de la década de los noventa (aunque la originalidad, novedad, juventud y demás han estado desde hace tiempo asociadas con el consumo de clase media y la productividad, desde al menos los años 60 de la contracultura, si no incluso desde la bohemia del s.XIX).  Thomas Frank rastreó este movimiento en la era de los ‘Mad Men’ en los 60, mostrado en su obra de 1996 The Conquest of Cool, donde defiende que las industrias de medios ‘científicos’ vinieron a patrocinar la creatividad y la individualidad como parte de los mismos desplazamientos culturales liderados por la contracultura juvenil, en lugar de cooptarla.

Richard Florida describió en 2002 la clase media de trabajadores ‘intelectuales’ (aquellos que no crean bienes sino ideas, traficando en los flujos de información de la sociedad-red de Manuel Castells) como una nueva “clase creativa”, argumentando que la creatividad impulsa la productividad en la era postindustrial. Pero a diferencia de una generación anterior de jóvenes profesionales, los trabajadores de los mass media, en sectores tecnológicos y otros trabajadores creativos de Florida prefieren centros urbanos diversos y multiculturales con mucha vida nocturna, arte, música y, el indicador de la gentrificación, cafés hip. David Brooks ha parodiado a estos bebedores de cappuccino con pajita, los “Bobos” (“bourgeois bohemians”) por su mezcolanza de inconformidad y ambición empresarial, “los miembros de la élite de la nueva era de la información”  que comercian en “capital intelectual” para subir escalafones en la empresa. Florida reelaboró las clases medias-altas como los nuevos impulsores de la economía y de lo hip, las ciudades creativas.

Gran parte de la tesis de Florida no se han cumplido prescriptivamente – ciudades como Detroit y Cleveland que invirtieron en los estilos de vida como principal atractivo se han decepcionado con los resultados económicos, ni tampoco son las ciudades costeras más cool necesariamente los centros del poder financiero. Lo que Florida diagnosticó certeramente, sin embargo, fue la re-urbanización de la clase media, cómo los profesionales blancos y jóvenes se mudaron a áreas urbanas menospreciadas, revirtiendo décadas de huida de gente blanca, y cómo, a diferencia de sus predecesores, se asentaron y permanecieron ahí.

Cosas que le gustan a la gente de clase media

El aumento de la polarización política en EEUU desde los noventa – cuyo pico se alcanzó con las llamadas “guerras culturales” – probablemente refleje la clasificación geográfica de la economía del conocimiento. Las áreas urbanas, de acuerdo a los politólogos, han devenido uniformemente en zonas de tendencia izquierdista mientras que las áreas rurales son más conservadoras. Politólogos como Wendy K. Tam Cho, por ejemplo, encontraron que en las elecciones presidenciales de 2008  los distritos azules eran más azules y los distritos rojos más rojos que en elecciones previas: “la expresión geográfica de las preferencias partidistas rivales parece haber alcanzado su máximo respecto a elecciones previas”. A pesar de la preocupación porque la conformidad ideológica conduzca al extremismo, Cho señala que la mayoría de gente se mueve por razones económicas.

Mientras los hip creatives acudieron en manada a los cafés culturetas en los núcleos urbanos revitalizados, las clases medias en el resto de lugares estaban sufriendo cambios perjudiciales. Después de la crisis económica de 2008 los empleos de alta tecnología y alta cualificación se recuperaron, así como lo hicieron los empleos del sector servicios temporales y de baja cualificación; fue propiamente el estrato medio el que se evaporó, dando lugar a “la transformación de América de una economía industrial a una de servicios que ha privilegiado la élite educada y limitado las posibilidades de movilidad social para aquellos sin educación superior”, como subrayó la antropóloga Kaushik Sunder Rajan. Describiendo a los blancos que perdían derechos, especialmente hombres, continúa diciendo: “lo que queda es un sector demográfico que una vez fue un privilegiado social pero ahora ha sido privado económicamente de sus derechos y que no ve oportunidades, sólo amenazas – tanto a su subsistencia como a sus derechos – que a menudo vienen de otros que no se parecen a ellos”.

El antropólogo David Graeber vincula especialmente el vaciamiento de la clase media – trabajo del conocimiento muy bien remunerados en un extremo, ‘curros’ poco fiables en el sector servicios en el otro – a la financiarización de la economía en la cual el beneficio del negocio no viene de bienes manufacturados, sino de instrumentos financieros (a menudo opacos). Al mismo tiempo, las clases directivas (los “PMC” de los Ehrenreich) recientemente alineadas con las élites financieras reemplazan al electorado de clase trabajadora en la política de izquierdas (como los “Nuevos Demócratas” de Bill Clinton). Los PMC se convierten así en el rostro del capitalismo para las clases trabajadoras crecientemente desposeídas, excluidas tanto de la creación de riqueza como de las instituciones de reparto de credenciales (como las universidades) necesarias para unirse a los escalones medio-altos.

La transformación de la clase media tiene ecos en los gustos de consumo y las preferencias. A finales de los 2000, por ejemplo, el estilo hipster era difícilmente separable de las “cosas que le gustan a la gente blanca” como apodó el blog epónimo. El blog, Cosas que le gustan a la gente blanca, cambió el humor interno de los profesionales urbanos hip. Pero la “gente blanca” aquí quería decir los profesionales creativos de tendencias izquierdistas, combinando la raza (y la política) con la clase, como observó Danny Rosenblatt (2013).

De muchas maneras los hipsters de finales de los 2000 representan la última versión de los Bobosbebedores de cappuccino con pajita de Brooks o los creativos urbanos de Florida. Gustos estéticos que una vez señalaban inconformismo – piercings, tatuajes, pelo teñido – se convirtieron en marcadores de ser un urbanita cool. El desplazamiento del significado del gusto contracultural, de los márgenes a la élite, no es nuevo, por descontado. Pero, como ilustra Cosas que le gustan a la gente blanca, estos gustos vinieron a definir una clase profesional blanca, urbana y liberal cada vez más uniforme que se beneficia de la “nueva” economía que deja tras de sí, o como lo nombró el creador del blog Christian Lander, del “tipo equivocado” de gente blanca.

El fin del Hombre Blanco

El deterioro de la estabilidad de la clase media blanca contribuyó al momento de renovación de derechas del Tea Party a finales de los 2000. El resentimiento era cada vez mayor contra los republicanos mainstream durante la crisis financiera de 2008, y se combinó con la ansiedad que la campaña de Obama supo capitalizar en las tecnologías digitales con mayor eficacia. Los blogueros de derechas defendieron una política más descentralizada y basada en las redes sociales que se fusionase en varios Tea Party, como contó el antropólogo Charles Pearson en su tesis doctoral sobre las redes sociales de derechas. Estos grupos descentralizados capitalizaron en redes páginas para movilizar votantes en las elecciones de mitad de mandato de 2010, derrocando con éxito a muchos republicanos moderados. La revolución del Tea Party puso el escenario para reemplazar la era de las guerras culturales del conservadurismo de “valores familiares” con una agenda anti-establishment, nativista y libertarian.

Como record Adam Haslett en The Nation, la cadena Fox News ha estado avivando el extremismo de derechas desde los años de Clinton. Los novatos en redes ganaron ascendencia durante el escándalo de Monica Lewinsky, mezclando una guerra cultural moralizante con la agitación de prensa amarilla. Pero finalmente, sostiene Haslett, la emoción que cosechó la campaña de Trump no fue la ira, ni siquiera la protesta, sino la vergüenza.  Y es precisamente vergüenza lo que muchos sintieron cuando perdieron su capacidad de subsistencia, especialmente aquellos hombres que vivieron el desempleo como una pérdida de su masculinidad. En su libro de 2012 El fin del hombre, Hannah Rosin detalló las dificultades que tenían los hombres blancos de clase media, particularmente en las ciudades empresariales, cuando los empleos respetables se dieron a la fuga. Ella describe esposas que asumieron el tradicional rol de ganador-del-pan porque estaban dispuestas a aceptar posiciones menos prestigiosas – y peor pagadas – que sus maridos. Aunque la dominación masculina no ha desaparecido, la explicación de Rosin captura la política de género de una economía de servicios postindustrial que trastoca radicalmente los roles de género tradicionales y mina la autoestima de muchos hombres. 

No debería sorprendernos, entonces, que la extrema derecha nacionalista florezca en el misógino mundo del troleo online, como ilustró la reacción violenta del “Gamergate” a las críticas feministas y antirracistas de los videojuegos. Muchos en la izquierda se pelean por entender cómo conservadores devotos votaron por un impresionante magnate inmobiliario de Nueva York convertido en estrella televisiva. Pero las elecciones de Trump ponen al desnudo las amenazas que mucha gente blanca percibe no sólo a su posición económica, sino a su sentido básico de identidad y pertenencia.

La insufrible blancura de la clase media evanescente

En el malestar general postelectoral del pasado noviembre, yo traté desesperadamente de entender a los votantes de Trump, especialmente a los más reacios. Mi compañera de asiento en el vuelo del avión estaba igualmente frustrada con el estado del debate político en EEUU, y (a pesar de haber votado una vez como demócrata) se sintió calumniada por los liberales de la costa este.

Como alta directiva en una institución financiera, había crecido en el rural Iowa y estaba viviendo en la suburbana Miinneapolis. Aunque había tenido éxito profesionalmente sin un título universitario, eventualmente obtuvo uno auxiliar requerido para la promoción. No le gustaba Trump y se atormentaba con el voto. Pero odiaba más a Hillary, percibiendo a esta candidata como irremediablemente corrupta, a pesar de su deseo porque hubiese una mujer presidente – “solo que no ésta”. La mañana de las elecciones, me contaba, se levantó desgarrada, pero finalmente sus visiones pro-vida triunfaron sobre otras consideraciones – principalmente la perspectiva de una Corte Suprema de justicia que fuese conservadora.

De muchas maneras, ella encajaba con el perfil del votante reacio a Trump – blanca, estable financieramente, sin titulación universitaria, y ansiosa sobre el futuro económico de sus hijos. Se preocupó porque sus hijos hubieran perdido recursos en la escuela así que en vez de ello fueron a clases particulares. Estaba resentida con las familias migrantes que conocía, convencida de que estaban teniendo “bebés para echar el ancla” en vez de vivir según las reglas. Y se sintió censurada en sus puntos de vista por una familia y unos colegas liberales, moviendo el dedo e imitando a una sobrina que despreciaba sus puntos de vista sobre el feminismo y los derechos de los homosexuales.

Este sentido de persecución refleja el sentimiento de exclusión respecto de la clase credencializada y la esfera cultural de las élites costeras. Los defensores de un mundo igualitario tienen razón al denunciar la primacía de los sentimientos blancos sobre las privaciones de los marginalizados, especialmente porque la marginalización asegura un orden social devastadoramente desigual. Pero es también necesario fundamentar la pérdida de estatutos y reconocimiento cultural percibidos – de sentir que la experiencia de clase media blanca y cristiana se ha descentrado – en la reorganización de la clase media y los perversos incentivos del capital global. Contrarrestar el apoyo que recibe elnativismo y el autoritarismo en los EEUU y otros lugares significa enfrentar estos desplazamientos económicos y culturales más amplios.

 

es investigadora social especializada en antropología de los medios (especialmente nuevas tecnologías) y su papel en las clases medias emergentes. Es Visiting Assistant Professor de Antropología en la Universidad Wesleyana (Connecticut), es Visiting Fellow en el Centro por las Humanidades (Nueva York), y Associate Faculty en el Instituto de Investigación Social de Brooklyn. Actualmente está completando un libro sobre redes sociales en Berlín que aparecerá próximamente en la editorial Penn Press.

Fuente:

Traducción:Julio Martínez-Cava

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Reseña de película: Ciberbullying.

América del Norte/Estados Unidos.
Cyberbully es una película dramática estadounidense hecha para televisión estrenada el 17 de julio de 2011 por ABC Family. ABC Family trabajó con la revista Seventeen para hacer la película, y crear un proyecto llamado «Delete Digital Drama».

La película sigue a Taylor Hillridge, una adolescente que recibe una computadora para su cumpleaños de parte de su madre. Taylor está muy entusiasmada por la independencia de estar en línea sin su madre que siempre le observaba. Sin embargo, Taylor pronto se convierte en una víctima de acoso cibernético durante su visita a un sitio web social. Ella tiene miedo de contárselo a sus amigos, incluso a su mejor amiga Samantha y así llega a un punto de ruptura. Taylor de alguna manera casi se suicida con una sobre dosis de pastillas, pero no puede conseguir la cápsula correcta, así pues toma otra que solo la envía a un hospital. La mamá de Taylor se entera del incidente y busca la manera de poder ayudar a su hija, recure al sistema escolar y a la legislación estatal para evitar que otros pasen por el mismo problema que su hija.

¿Cómo se manifiesta el ciberbullying?

Las formas que adopta son muy variadas y sólo se encuentran limitadas por la pericia tecnológica y la imaginación de los menores acosadores, lo cual es poco esperanzador. Algunos ejemplos concretos podrían ser los siguientes

  • Colgar en Internet una imagen comprometida (real o efectuada mediante fotomontajes) datos delicados, cosas que pueden perjudicar o avergonzar a la víctima y darlo a conocer en su entorno de relaciones.
  •  Dar de alta, con foto incluida, a la víctima en un web donde se trata de votar a la persona más fea, a la menos inteligente… y cargarle de puntos o votos para que aparezca en los primeros lugares.
  • Crear un perfil o espacio falso en nombre de la víctima, en redes sociales o foros, donde se escriban a modo de confesiones en primera persona determinados acontecimientos personales, demandas explícitas de contactos sexuales…
  • Dejar comentarios ofensivos en foros o participar agresivamente en chats haciéndose pasar por la víctima de manera que las reacciones vayan posteriormente dirigidas a quien ha sufrido la usurpación de personalidad.
  • Dando de alta la dirección de correo electrónico en determinados sitios para que luego sea víctima de spam, de contactos con desconocidos…
  • Usurpar su clave de correo electrónico para, además de cambiarla de forma que su legítimo propietario no lo pueda consultar, leer los mensajes que a su buzón le llegan violando su intimidad.
  •  Provocar a la víctima en servicios web que cuentan con una persona responsable de vigilar o moderar lo que allí pasa (chats, juegos online, comunidades virtuales…) para conseguir una reacción violenta que, una vez denunciada o evidenciada, le suponga la exclusión de quien realmente venía siendo la víctima.
  • Hacer circular rumores en los cuales a la víctima se le suponga un comportamiento reprochable, ofensivo o desleal, de forma que sean otros quienes, sin poner en duda lo que leen, ejerzan sus propias formas de represalia o acoso.
  • Enviar menajes amenazantes por e-mail o SMS, perseguir y acechar a la víctima en los lugares de Internet en los se relaciona de manera habitual provocándole una sensación de completo agobio.

Recomendaciones a personas para evitar el ciberbullying.   

  1. Cuidado de los datos ajenos. Los datos personales de las demás personas no te pertenecen. Evita usarlos o publicar fotografías sin permiso.
  2. Discreción. No reveles asuntos particulares de otras personas aunque pienses que no les va a importar.
  3. Respeto y prudencia.Dirígete a las demás personas con mucho cuidado y respeto. Puede que no te entiendan bien o que tengan un mal día.
  4. Visión global y creativa. Cuida mucho las bromas en público. Aunque la persona implicada sepa que no es en serio otras lo pueden interpretar mal.
  5. Observación y empatía. Cuando entres en un lugar nuevo observa durante algunos días antes de actuar. Quizás no sea el sitio o la gente que pensabas.
  6. Gestión positiva de emociones. Si alguien te enfada, desconecta un rato. Puede tratarse de un malentendido o algo no intencionado.
  7. Compromiso y sensibilidad. Cuando veas que alguien comete una imprudencia, házselo saber de manera discreta
  8. Implicación activa y constructiva. Si perteneces a una comunidad o red, participa y contribuye de forma positiva
  9. Tolerancia y participación. Muestra respeto por las opiniones de las demás personas y manifiesta la tuya.
  10. Solidaridad. Si ves que alguien sufre trato injusto y abuso intenta ayudar evitando presuposiciones y conflictos.

Consejos básicos contra el ciberbullyin

  1. No contestes a las provocaciones, ignóralas. Cuenta hasta cien y piensa en otra cosa.
  2. Compórtate con educación en la Red. Usa la Netiqueta (etiqueta a tus amigos).
  3. Si te molestan, abandona la conexión y pide ayuda.
  4. No facilites datos personales. Te sentirás más protegido/a.
  5. No hagas en la Red lo que no harías a la cara.
  6. Si te acosan, guarda las pruebas.
  7. Cuando te molesten al usar un servicio online, pide ayuda a su gestor/a.
  8. No pienses que estás del todo seguro/a al otro lado de la pantalla.
  9. Advierte a quien abusa de que está cometiendo un delito.
  10. Si hay amenazas graves pide ayuda con urgencia.

Fuente: https://youtu.be/kmZZZbSx-Xw

Imagen: http://1.bp.blogspot.com/-Vcnuf3n43rk/VY4TZASe-vI/AAAAAAAAC5M/cSybWG7lW20/s400/CYBERBULLY.jpg

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On Teaching

By William Charles Ayers (Bill Ayers)

Boston Convention and Exhibition Center, Boston, Massachusetts.

Thank you all for welcoming me here today. I deeply respect you and the work of this organization. This room is full of people who have committed their lives to education — whether as teachers, ESPs, administrators, or other leadership roles — and it’s an honor to be able to talk with you.

In his book “Teaching Toward Freedom,” William Ayers wrote, “To be human is to live alone on the nerve islands of our bodies. To connect with another is to imagine with sympathy. The bridge of humanity is constructed of imagination, a certain kind of imagination, mediated by words.” I read that book very early in my career, and that idea — human connection as a feat of empathetic imagination — has stuck with me. We may not be able to step inside of each other’s heads, as humans, but I think sometimes that our work as teachers is to try.

I remember when President Obama was elected for the first time. The next morning, I went into my classroom, ready to talk with my students about his historic election and hear their reactions to it — after they did the Do Now, of course. I stood at the front of my room with my clipboard, taking attendance the same way I did every day, but I only had one student in the room. There he sat, in his assigned seat right in the middle of the room, facing me, as I checked off a little box next to his name. We looked at each other, looked at the clock, looked at each other. After a few minutes, he asked, “Where is everybody?”

“I don’t know,” I said, “but they’re late.”

We heard a commotion outside and saw some of his classmates running past the window. Then my principal at the time burst through the door. “What are you doing?” he asked. “Come outside!”

We followed him to the busy intersection outside and saw the rest of the school — students and staff — standing there on the corner. Some people held up that day’s paper with a huge picture of President Obama on the front. Others had grabbed mini-whiteboards from classrooms and written, “Honk for Obama” on them. The scene was messy, loud, and joyous.

Standing there still holding my clipboard, a symbol of the rules and routines that made school feel orderly and productive to me, I realized that my stubborn insistence on sticking to the plan and following the rules had been silly. My neat little plan wasn’t what such a historic situation demanded. It wouldn’t have given my students nearly enough time or space to express their joy. I had needed a reminder to, as William Ayers wrote, imagine with sympathy. I needed to remember that my students and I were connected by our shared humanity.

When I decided to become a teacher, I imagined it would be a job that would nourish my deep need to be in control. I had done my reading, of course. I knew that I needed to work against the “banking” model, trying to fill my students’ heads up with all of my knowledge and ideas. But I still envisioned my role as one where I would activate what happened in the classroom. I didn’t imagine myself as an authoritarian, but I thought, I’ll write lessons, so I’ll know exactly what is going to happen. I’ll be in charge.

Of course, we all know what a naïve expectation this was. Teaching, like parenting, can show us just how powerless we really are. The most carefully-crafted plan can be thrown off by a snow day or fire drill, a fight in the hallway, a curious student’s questions that lead us off on an interesting, but tenuously relevant, tangent. Sometimes we realize students know more or less than we anticipated when planning, or a protocol that looked so good on paper falls to pieces when we try to put it on its feet. Or there are the days, like that November day when Obama was elected, when what’s happening outside of the school bangs on the door and demands to come in.

When I got hired to teach ninth grade humanities at the school where I’ve worked for the past decade, I inherited a beautiful course called “Justice and Injustice.” I’ve made it my own over the years, but the bones were there: a course interweaving history content with literacy skills, focused on case studies of moments when people faced injustice and fought for justice. At that time, the final case study of the year focused on South African Apartheid.

I’m a history teacher, so I’m going to take a detour here to tell you a story about Apartheid, but I promise it’ll come back around in the end.

Apartheid officially started in 1948 when the National Party was elected to power in South Africa. By 1948, White South Africans, who were descendants of Dutch and the British colonists, had stripped Black South Africans of the right to vote, forced them to find jobs in dangerous gold mines just to afford the taxes levied on them, and dehumanized them by making them carry passbooks wherever they went to prove that they were allowed to be in areas designated “Whites-only.”

Apartheid-era South Africa was brutal. The government used subjective, racist tests to categorize South Africans by race. Those arbitrary racial categories determined where South Africans could live, who they could marry, and which schools their children could attend. South Africans who resisted these laws risked jail time, fines, or state-sanctioned violence at the hands of the police and military. Around the world, other countries’ governments — including the United States’ — hesitated to sanction South Africa because they benefited from its natural resources.

In the 1960s, the two major anti-apartheid organizations had been banned by the government, and many prominent leaders, including Nelson Mandela, had been sent to prison with life sentences. Many South Africans of color who had grown up under this racist system felt trapped, and some were losing hope.

In 1976, the South African government passed a new law called the Afrikaans Medium Decree, requiring that students be taught in Afrikaans, which was the language spoken by White South Africans descended from the Dutch. Many Black South Africans referred to Afrikaans as “the language of the oppressor.”

Not surprisingly, students were outraged at this new law. Black students already attended segregated schools with overcrowded classrooms, insufficient materials, and a racist curriculum. Now they were expected to learn in a language neither they nor their teachers spoke. They drew inspiration from Steve Biko, a Black Consciousness leader who wrote, “The most potent weapon in the hands of the oppressor is the mind of the oppressed,” and decided to take action. Students in the township of Soweto, outside of Johannesburg, circulated a petition to protest the new law and planned a march and rally at a local stadium.

At 8:15 a.m. on June 16, 1976, thousands of students walked out of five schools in Soweto after singing “Nkosi s’ikele Afrika” — “God Bless Africa.” Students of all ages — including elementary school children — marched peacefully through the streets toward the stadium holding hands and carrying signs reading, “Down with Afrikaans.”

At an intersection, the students encountered the police and the Defense Force, who ordered them to turn back. When the students refused, the police officers set dogs on them. Then they opened fire.

Within 36 hours of the march beginning, 29 people had died, and 250 were injured. The government lost control in Soweto as protests and riots spread. News outlets around the world covered the story, publishing a now-iconic photo of the first person killed by police: 13-year-old Hector Pieterson.

Although Apartheid did not officially end until 1994, the students’ protest had a dramatic impact on the way the world viewed the South African government’s policies. As news of the Soweto Uprising spread throughout the world, it became nearly impossible to ignore the brutality of the Apartheid regime. In the months and years that followed, more and more countries exerted political and economic pressure on South Africa to end Apartheid.

Each year, my students and I study the Soweto Uprising, exploring the ways in which South African students exercised their agency within an oppressive system that sought to silence them and deny their humanity.

Invariably, when we dig into this history, students draw comparisons between the South African students’ activism and their own power and promise as young people. They begin to wonder about what could push them to stand up in the face of injustice and what forms of political power they have. They debate about whether they would be willing to risk their lives so that future generations could live in a more just world. They ask themselves whether adults will ever listen to their voices.

A few years ago, in the wake of Michael Brown’s death in Ferguson, Missouri, my principal received an anonymous email from one of our seniors. It informed him, respectfully but firmly, that students at our school would participate in a walk-out the following day in support of the Black Lives Matter movement.

At this point, staff at the school had a decision to make: would we try to stop the students’ protest? Would we use our authority and power to try to control them? Or would we support them as they put into practice the principles of activism and social justice that we had taught them about since their 9th grade year?

The principal sent a response to the entire school. He explained that, as a community, we supported our students’ rights to protest. He also explained that students who participated would be subject to disciplinary action (like having their parents contacted), since historically, those who chose to protest did so in spite of the consequences. He encouraged students to stay together, to be safe, and to do what felt right to them.

On the day of the walkout, most of the student body left school en masse and gathered on the lawn as one of the seniors went over expectations before they left to travel downtown for a rally. Staff members gathered on the lawn with them, reminded them to be safe, and went back inside with those who chose to stay. That afternoon, the kids at school debated the merits of protest, talked about their connections to Black Lives Matter, and… did class. But no matter where they had chosen to spend their afternoon, our students — and students all over Boston — learned valuable lessons that day.

They learned that adults in their lives would support them in raising their voices at the same time that we worried for their safety. They learned that we would be consistent in our expectations… while also flexible enough to understand when expectations needed to shift. They learned that they didn’t need adults to tell them how, when, or where to organize. They learned that they were members of a community of young people with a shared vision of a more equitable society, and they learned that they had power within that society. They learned that events like the Soweto Uprising aren’t ancient history… and they don’t have to end in tragedy.

A lot of people have asked me what I mean when I say that education can be a tool for social justice, and this is usually the story I tell to show them. As educators, it is our job to prove to our students that adults will listen to their voices. It is up to us to inspire confidence in them that they do have the power to effect change. It is our responsibility to ensure that they are equipped with the tools to insist on a more just and equitable world.

But living up to this vision of our role as educators is not always easy. Sometimes, our kids will point out ways in which systems that we have set up or in which we are complicit contribute to inequity. They will push us to engage in uncomfortable conversations. Their curiosity will force us to question our own assumptions and beliefs. During the Soweto Uprising, the protesting students’ families were rightfully frightened. They had grown up under Apartheid. They knew the danger in protesting. They had seen friends, family members, and political leaders imprisoned or killed for speaking out. They wanted their children to lay low and stay safe. As an adult, one of the protestors recalled, “’76 really represented, in many ways, divorce between black children and their parents.”

We all do this work because of a sincere and collective belief in a better future for our students, and we know that they will be the ones to build it. We have to listen to them and support them in developing their voices and finding their power. And each time we witness our students coming into their own as change-makers, we will be reminded of the value of education: as a site of hope and a community where dreams can become reality.

Looking back at myself as that new teacher clutching her clipboard and wondering what to do when The Plan didn’t go as planned, I can see how much I have grown. I owe a huge debt to the people who have helped me grow along the way: my principal, who encouraged me to “Come outside!” The students of Soweto, whose memories showed me that working for social justice is a long-term project that requires patience, courage, and stubbornness. My own students, who helped me see that, unless I deliberately and explicitly connect lessons from history to our own lives and context, I do them a disservice. And all of you, with whom I share the privilege and the great responsibility of this awe-inspiring profession: to help construct, side-by-side with one another and with our students, “the bridge of humanity,” to imagine with sympathy — or, I’d rather say, with empathy — and strive for justice.

So I have a proposal. As educators, let’s replace our clipboards with time machines. Let’s create school communities in which our students can move from the past to the present to the future all in one day. Let’s work to ensure that education represents liberation. Let’s keep our ears and hearts open to our students’ brilliance, even when it makes us uncomfortable. Let’s envision education as a time machine that helps our students travel to worlds we have only imagined — ones that are built on ideals of justice and equity and collaboration.

Source:

On Teaching

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Internet libre para la educación

El Economista

Estos dos elementos se consideran fundamentales para el desarrollo y la generación de nuevos conocimiento.

Esther Wojcicki, miembro del consejo de Creative Commons, quiere ayudar a transformar la educación en todo el mundo y que todos los estudiantes tengan acceso a herramientas de conocimiento a través del Internet libre.

La organización sin fines de lucro creada por el abogado de Harvard, Lawrence Lessig, en el 2000 fue uno de los impulsores del intercambio abierto de conocimiento y del uso de licencias libres para promover la educación y el arte.

El proyecto de Creative 
Commons “es tener acceso a todas estas cosas que le pertenecen a la humanidad y deberíamos de poder compartirlas”, dijo en Wojcicki en entrevista con El Economista.

La académica estadounidense se ha vuelto una promotora de la educación digital y aboga porque todos los jóvenes reciban esta formación y, por más de 34 años, ha estado ayudando a empoderar a sus estudiantes con las herramientas del conocimiento.

“hoy en día no tenemos esa educación en las escuelas, en la mayoría de los distritos escolares (en Estados Unidos) los teléfonos móviles están prohibidos y los dispositivos electrónicos son controlados por los maestros. Los estudiantes deben de aprender a utilizar estos dispositivos y controlarlos y es algo que podemos lograr, sólo es cuestión de permitirlo”.

Wojcicki cree que si todo el mundo pudiera tener acceso a esta educación digital podríamos ayudar a combatir la violencia que hay en Internet. Esta tarea de desarrollo quiere, además de promover los valores cívicos de cómo comportarse en Internet, que los jóvenes sean capaces no sólo de consumir sino también capaces de crear.

“Nos dirigimos hacia un mundo más rico con mayor intercambio, hay tantas ideas allá afuera y tantos jóvenes con grandes ideas. El mundo tiene todas estas semillas, pero hay algunas partes de la tierra que obtienen más agua, necesitamos que todas las semillas florezcan y el Internet es la manera en la que todas estas semillas podrán florecer”, dice la académica.

Uno de los retos que deben combatirse son los ataques contra la neutralidad en la red y el acceso libre. Ella considera que debe de haber un retroceso con las compañías que quieren restringir el acceso a Internet.

“La red es para todos. Los que la inventaron eran físicos del CERN en Génova y ellos pudieron haberlo monetizado, pero tuvieron una visión más amplia para que todo el mundo pudiera usar lo que llamamos la World Wide Web y así debería de seguir”.

Uno de los temas que esta organización ha puesto a debate es la manera en cómo podemos usar los recursos que hay en Internet.
“Respeto los derechos de autor, yo también soy autora y creo que hay mucho en el espacio abierto. Si la gente sabe que hay un pozo libre y un pozo de los derechos de autor, van a respetarlos, pero necesitamos tener una mayor educación al respecto y mayores oportunidades para que la gente pueda licenciar su trabajo”.

“Cada minuto se suben 400 horas a YouTube, ¿te imaginas qué haríamos si no tuviéramos acceso a eso? Si eso no fuera una fuente abierta, sería un mundo de locos”.

Iniciativas como Creative Commons han sido fundamentales para hablar sobre el Internet libre y el potencial que estos medios nos pueden ofrecer. “Desde que iniciamos en el 2000 hemos cambiado mucho. Ahora tenemos miles de millones de objetos con licencias, tenemos recursos educativos abiertos al público, que son auspiciados por la Unesco.

Cualquier persona en cualquier parte del mundo puede obtener un libro de matemáticas o ciencias de manera gratuita. Creo que sin Creative Commons no habría habido el mismo impulso que hay por esta apertura digital”.

Wojcicki cree que los artistas han sido una pieza fundamental para iniciar la conversación y nuestra apertura sobre el potencial que ofrece este modelo abierto.

En marzo del 2008, la banda estadounidense Nine Inch Nails puso a disposición del público su álbum Ghosts I-IV sin ninguna restricción de derechos de autor para que los usuarios pudieran usar libremente ese material en sus propias creaciones.

“Lo que pasó con Nine Inch Nails fue que su música se hizo viral y la razón fue porque no tenía copyright. Si un artista quiere dar a conocer su obra, sólo ponla ahí afuera con una licencia de Creative Commons y pide una donación. Él (Trent Reznor) hizo mucho más dinero de lo que jamas podría haber vendido de otra manera. La gente tiene que ver eso. El humano promedio es muy generoso y ellos lo compartirán si saben que hay una oportunidad”.

La académica estadounidense considera que debe de haber más iniciativas como Campus Party, que es un semillero de intercambio del conocimiento. “Esto es lo que debería de estar pasando en las escuelas y hay estudios que han demostrado que 80% del aprendizaje ocurre fuera del salón de clases”.

Además, co nsidera que estas herramientas deben de estar disponibles para todos los estudiantes alrededor del mundo.

antonio.becerril@eleconomista.mx

 

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A new American revolution: Can we find the language — and build a movement — to break out of our nation’s culture of cruelty?

By: Henry Giroux

The health care reform bills proposed by Republicans in the House and Senate have generated heated discussions across a vast ideological and political spectrum. On the right, senators such as Rand Paul and Ted Cruz have endorsed a new level of cruelty – one that has a long history among the radical right — by arguing that the current Senate bill does not cut enough social services and provisions for the poor, children, the elderly and other vulnerable groups and needs to be even more friendly to corporate interests by providing massive tax cuts for the wealthiest Americans.

Among right-wing pundits, the message is similar. For instance, Fox News commentator Lisa Kennedy Montgomery, in a discussion about the Senate bill, stated without apparent irony that rising public concerns over the suffering, misery and death that would result from this policy bordered on “hysteria” since “we are all going to die anyway.” Montgomery’s ignorance about the relationship between access to health care and lower mortality rates is about more than ignorance. It is about a culture of cruelty that is buttressed by a moral coma.

On the other side of the ideological and political divide, liberals such as Robert Reich have rightly stated that the bill is not only cruel and inhumane, it is essentially a tax reform bill for the 1 percent and a boondoggle that benefits the vampire-like insurance companies. Others, such as Laila Lalami of the Nation, have reasoned that what we are witnessing with such policies is another example of political contempt for the poorest and most vulnerable on the part of right-wing politicians and pundits. These arguments are only partly right and do not go far enough in their criticisms of the new political dynamics and mode of authoritarianism that have overtaken the United States. Put more bluntly, they suffer from limited political horizons.

What we do know about both the proposed Republican Party federal budget and health care policies, in whatever form, is that they will lay waste to crucial elements of the social contract while causing huge amounts of suffering and misery. For instance, the Senate bill will lead to massive reductions in Medicaid spending. Medicaid covers 20 percent of all Americans or 15 million people, along with 49 percent of all births, 60 percent of all children with disabilities, and 64 percent of all nursing home residents, many of whom may be left homeless without this support.

Under this bill, 22 million people will lose their health insurance coverage, to accompany massive cuts proposed to food-stamp programs that benefit at least 43 million people. The Senate health care bill allows insurance companies to charge more money from the most vulnerable. It cuts maternity care and phases out coverage for emergency services. Moreover, as Lalami points out, “this bill includes nearly $1 trillion in tax cuts, about half of which will flow to those who make more than $1 million per year.” The latter figure is significant when measured against the fact that Medicaid would see a $772 billion cut in the next 10 years.

It gets worse. The Senate bill will drastically decrease social services and health care in rural America, and one clear consequence will be rising mortality rates. In addition, Dr. Steffie Woolhandler, co-author of a recent article in the Annals of Internal Medicine, has estimated that if health insurance is taken away from 22 million people, “it raises … death rates by between 3 and 29 percent. And the math on that is that if you take health insurance away from 22 million people, about 29,000 of them will die every year, annually, as a result.”

Leftists and other progressives need a new language to understand the rise of authoritarianism in the United States and the inhumane and cruel policies it is producing. I want to argue that the discourse of single issues, whether aimed at regressive tax cuts, police violence or environmental destruction, is not enough. Nor is the traditional Marxist discourse of exploitation and accumulation by dispossession adequate for understanding the current historical conjuncture.

he health care reform bills proposed by Republicans in the House and Senate have generated heated discussions across a vast ideological and political spectrum. On the right, senators such as Rand Paul and Ted Cruz have endorsed a new level of cruelty – one that has a long history among the radical right — by arguing that the current Senate bill does not cut enough social services and provisions for the poor, children, the elderly and other vulnerable groups and needs to be even more friendly to corporate interests by providing massive tax cuts for the wealthiest Americans.

Among right-wing pundits, the message is similar. For instance, Fox News commentator Lisa Kennedy Montgomery, in a discussion about the Senate bill, stated without apparent irony that rising public concerns over the suffering, misery and death that would result from this policy bordered on “hysteria” since “we are all going to die anyway.” Montgomery’s ignorance about the relationship between access to health care and lower mortality rates is about more than ignorance. It is about a culture of cruelty that is buttressed by a moral coma.

On the other side of the ideological and political divide, liberals such as Robert Reich have rightly stated that the bill is not only cruel and inhumane, it is essentially a tax reform bill for the 1 percent and a boondoggle that benefits the vampire-like insurance companies. Others, such as Laila Lalami of the Nation, have reasoned that what we are witnessing with such policies is another example of political contempt for the poorest and most vulnerable on the part of right-wing politicians and pundits. These arguments are only partly right and do not go far enough in their criticisms of the new political dynamics and mode of authoritarianism that have overtaken the United States. Put more bluntly, they suffer from limited political horizons.

What we do know about both the proposed Republican Party federal budget and health care policies, in whatever form, is that they will lay waste to crucial elements of the social contract while causing huge amounts of suffering and misery. For instance, the Senate bill will lead to massive reductions in Medicaid spending. Medicaid covers 20 percent of all Americans or 15 million people, along with 49 percent of all births, 60 percent of all children with disabilities, and 64 percent of all nursing home residents, many of whom may be left homeless without this support.

Under this bill, 22 million people will lose their health insurance coverage, to accompany massive cuts proposed to food-stamp programs that benefit at least 43 million people. The Senate health care bill allows insurance companies to charge more money from the most vulnerable. It cuts maternity care and phases out coverage for emergency services. Moreover, as Lalami points out, “this bill includes nearly $1 trillion in tax cuts, about half of which will flow to those who make more than $1 million per year.” The latter figure is significant when measured against the fact that Medicaid would see a $772 billion cut in the next 10 years.

It gets worse. The Senate bill will drastically decrease social services and health care in rural America, and one clear consequence will be rising mortality rates. In addition, Dr. Steffie Woolhandler, co-author of a recent article in the Annals of Internal Medicine, has estimated that if health insurance is taken away from 22 million people, “it raises … death rates by between 3 and 29 percent. And the math on that is that if you take health insurance away from 22 million people, about 29,000 of them will die every year, annually, as a result.”

Leftists and other progressives need a new language to understand the rise of authoritarianism in the United States and the inhumane and cruel policies it is producing. I want to argue that the discourse of single issues, whether aimed at regressive tax cuts, police violence or environmental destruction, is not enough. Nor is the traditional Marxist discourse of exploitation and accumulation by dispossession adequate for understanding the current historical conjuncture.

The ethical imagination and moral evaluation are viewed by the new authoritarians in power as objects of contempt, making it easier for the Trump administration to accelerate the dynamics and reach of the punishing state. Everyday behaviors such as jaywalking, panhandling, “walking while black” or violating a dress code in school are increasingly criminalized. Schools have become feeders into the criminal-prison-industrial complex for many young people, especially youth of color. State terrorism rains down with greater intensity on immigrants and minorities of color, religion and class. The official state message is to catch, punish and imprison excess populations — to treat them as criminals rather than lives to be saved.

The “carceral state” and a culture of fear have become the foundational elements that drive the new politics of authoritarianism and disposability. What the new health bill proposal makes clear is that the net of expulsions is widening under what could be called an accelerated politics of disposability. In the absence of a social contract and a massive shift in wealth and power to the upper 1 percent, vast elements of the population are now subject to a kind of zombie politics in which the status of the living dead is conferred upon them.

One important example is the massive indifference, if not cruelty, exhibited by the Trump administration to the opioid crisis that is ravaging more and more communities throughout the United States. The New York Times has reported that more than 59,000 Americans died of drug overdoses in 2016, the largest year-over-year increase ever recorded. The Senate health care proposal cuts funds for programs meant to address this epidemic. The end result is that more people will die and more will be forced to live as if they were the walking dead.

A politics of disposability thrives on distractions — the perpetual game show of American politics — as well as what might be called a politics of disappearance. That is, a politics enforced daily in the mainstream media, which functions as a “disimagination machine,” and renders invisible deindustrialized communities, decaying schools, neighborhoods that resemble slums in the developing world, millions of incarcerated people of color, and elderly people locked in understaffed nursing homes.

We live in an age that Brad Evans and I have called an age of multiple expulsions, suggesting that once something is expelled it becomes invisible. In the current age of disposability, the systemic edges of authoritarianism have moved to the center of politics, just as politics is now an extension of state violence. Moreover, in the age of disposability, what was once considered extreme and unfortunate has now become normalized, whether we are talking about policies that actually kill people or that strip away the humanity and dignity of millions.

Disposability is not new in American history, but its more extreme predatory formations are back in new forms. Moreover, what is unique about the contemporary politics of disposability is how it has become official policy, normalized in the discourse of the market, democracy, freedom and a right-wing contempt for human life, if not the planet itself. The moral and social sanctions for greed and avarice that emerged during the Reagan presidency now proliferate unapologetically, if not with glee.

Cruelty is now hardened into a new language in which the unimaginable has become domesticated and “lives with a weight and a sense of importance unmatched in modern times,” in the words of Peter Bacon Hales. With the rise of the new authoritarianism dressed up in the language of freedom and choice, the state no longer feels obligated to provide a safety net or any measures to prevent human suffering, hardship and death.

Freedom in this limited ideological sense generally means freedom from government interference, which translates into a call for lower taxes for the rich and deregulation of the marketplace. This right-wing reduction of freedom to a limited notion of personal liberty is perfectly suited to mobilizing a notion of personal injury largely based on the fear of others. What it does not do is expand the notion of fear from the personal to the social, thus ignoring a broader notion: Freedom from want, misery and poverty. This is a damaged notion of freedom divorced from social and economic rights.  

Democratically minded citizens and social movements must return to the crucial issue of addressing how class, power, exclusion, austerity, racism and inequality are part of a more comprehensive politics of disposability in America, one that makes possible what Robert Jay Lifton once called a “death-saturated age.” This suggests the need for a new political language capable of analyzing how this new dystopian politics of exclusion is buttressed by the values of a harsh form of casino capitalism that both legitimates and contributes to the suffering and hardships experienced daily by the traditional working and middle classes, and also by a wide range of groups now considered redundant — young people, poor people of color, immigrants, refugees, religious minorities, the elderly and others.

We are not simply talking about a politics that removes the protective shell of the state from daily life, but a new form of politics that creates a window on our current authoritarian dystopia. The discourse and politics of disposability offers new challenges in addressing and challenging the underlying causes of poverty, class domination, environmental destruction and a resurgent racism — not as a call for reform but as a project of radical reconstruction aimed at the creation of a new political and economic social order.

Such a politics would take seriously what it means to struggle pedagogically and politically over both ideas and material relations of power, making clear that in the current historical moment the battleground of ideas is as crucial as the battle over resources, institutions and power. What is crucial to remember is that casino capitalism or global neoliberalism has created, in Naomi Klein’s terms, “armies of locked out people whose services are no longer needed, whose lifestyles are written off as ‘backward,’ whose basic needs are unmet.”

This more expansive level of global repression and intensification of state violence negates and exposes the compromising discourse of liberalism, while reproducing new levels of systemic violence. Effective struggle against such repression would combine a democratically energized cultural politics of resistance and hope with a politics aimed at offering all workers a living wage and all citizens a guaranteed standard of living, a politics dedicated to providing decent education, housing and health care to all residents of the United States. The discourse of disposability points to another register of expulsion — one with a more progressive valence. In this case, it means refusing to equate capitalism with democracy and struggling to create a mass movement that embraces a radical democratic future.

* Henry A. Giroux is University Professor for Scholarship in the Public Interest and Paulo Freire Distinguished Scholar in Critical Pedagogy at McMaster University. He is the author of numerous books, including «America at War With Itself» and «Dangerous Thinking in the Age of the New Authoritarianism.»

Source:

http://www.salon.com/2017/07/04/a-new-american-revolution-can-we-find-the-language-and-build-a-movement-to-break-out-of-our-nations-culture-of-cruelty/#.WVvMCLkJ7PE.email

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Estados Unidos: Escuelas de Broward desafían a la reforma escolar

Estados Unidos/10 julio 2017/Fuente: El Nuevo Herald

La batalla sobre las nuevas reformas a las escuelas públicas de niveles K-12 que la Legislatura dominada por los republicanos aprobó esta primavera, entró esta semana en una nueva etapa cuando la Junta Escolar del Condado Broward votó unánimemente a favor de presentar una demanda ante los tribunales por considerar que la ley es inconstitucional.

Broward es el primer distrito escolar en presentar una demanda judicial contra la aprobación del proyecto de ley de la Cámara 7069, el cual se hizo ley el sábado pasado en contra de las apasionadas objeciones de administradores escolares, sindicatos de maestros y grupos de padres en todo el estado por sus muchas cláusulas favorables a las escuelas chárter y que, en algunos casos, lo son a expensas de las escuelas públicas tradicionales.

“Yo estoy a favor de tomar medidas enérgicas tan pronto como nos sea posible”, dijo la miembro de la Junta Escolar de Broward Rosalind Osgood durante una reunión especial de la junta convocada únicamente para autorizar al superintendente Robert Runcie a que presente la demanda legal y que gaste hasta $25,000 en costos legales iniciales.

“En estos momentos estamos prácticamente en un respirador, y tenemos que luchar literalmente por la vida de la educación pública en este estado”, dijo Osgood. “Si no nos ponemos firmes ahora, si perdemos esta oportunidad, nunca nos recuperaremos de esto”.

Las alegaciones de inconstitucionalidad planteadas por el Condado Broward tienen que ver ante todo con la manera en que el proyecto de ley HB 7069 brinda a las escuelas chárter ventajas sobre las escuelas públicas tradicionales por medio de regulaciones menos restrictivas y de fondos adicionales de los contribuyentes que les hace más fácil expandirse.

Lo que resulta más problemático para Broward y otros distritos escolares es una cláusula que los obliga a compartir con las escuelas chárter administradas de forma privada millones en fondos locales de los contribuyentes designados para la construcción y el mantenimiento.

Solamente en el curso escolar 2017-18, Broward tendría que compartir hasta $12 millones con sus escuelas chárter, mientras que las Escuelas Públicas del Condado Miami-Dade tendrán que compartir hasta $23.2 millones, de acuerdo con datos compilados por la Cámara de Representantes de la Florida.

El distrito escolar de Broward alega que esa cláusula y varias otras en el HB 7069 violan varias secciones de la Constitución de la Florida, la cual requiere que el estado brinde “un sistema uniforme, eficiente, seguro, protegido y de alta calidad de escuelas públicas gratuitas”.

En un memorándum enviado esta semana a los miembros de la junta escolar, la asesora legal general de las Escuelas Públicas de Broward, Barbara Myrick, expuso el argumento legal inicial del distrito, incluyendo el hecho de que el HB 7069 impone restricciones inconstitucionales a la autoridad de las Juntas Escolares locales de “operar, controlar y supervisar” las escuelas dentro del ámbito de su distrito.

Las Escuelas Públicas de Broward también se oponen directamente al establecimiento del nuevo programa “Schools of Hope” (Escuelas de Esperanza) bajo el proyecto de ley HB 7069, programa que se propone resolver el problema de las escuelas públicas que tienen malos resultados todo el tiempo por medio de ofrecer incentivos financieros a los operadores de las escuelas chárter para que ellos puedan competir directamente con las escuelas tradicionales con problemas.

El programa “Schools of Hope” solamente ofrece a 25 de más de 100 escuelas tradicionales que tienen malos resultados todo el tiempo la oportunidad de recibir hasta $2,000 por estudiante para pagar por servicios colaborativos, tales como programas extracurriculares. Como máximo, esa ayuda llegará a un total de alrededor de $44.5 millones, concluyó un análisis anterior del Herald/Times.

En un comunicado entregado al Herald/Times, el presidente de la Cámara de Representantes Richard Corcoran, republicano de Land O’Lakes, criticó duramente a la Junta Escolar de Broward por su decisión. Conseguir que se aprobara el programa “Schools of Hope” fue una de sus prioridades principales, como lo fue elaborar el proyecto de ley HB 7069 tal y como estaba en los días finales de la temporada de sesiones legislativas.

“Este es otro ejemplo en que la burocracia educacional está poniendo a los adultos que administran las escuelas por encima de los niños que estudian en esas escuelas”, dijo Corcoran.

En lo que los administradores de Broward se preparan para presentar la demanda judicial, el distrito escolar planea buscar el apoyo de otros distritos escolares que tal vez se les quieran unir, dijo la portavoz del distrito Tracy Clark.

El superintendente Alberto Carvalho dijo que él quiere hablar al mismo tiempo con funcionarios y legisladores estatales para ver si se puede resolver las preocupaciones del distrito, y cómo se pueden resolver.

“Nosotros vamos a dedicarnos a tener conversaciones muy, pero que muy enérgicas con entidades del Departamento de Educación y también con líderes legislativos para hacerles entender el verdadero impacto de la ley –el cual, en ciertas instancias, podría exceder lo que se calculó originalmente– y tratar de explorar esa vía antes de que se tengan en cuenta cualesquiera otras opciones posibles”, dijo Carvalho. “Esta no sería la primera vez que se toman decisiones en Tallahassee y que luego el diálogo subsiguiente… tenga como resultado conversaciones con los legisladores, y que se lleve a cabo cierta mitigación de las decisiones políticas que se habían tomado”.

Fuente: http://www.elnuevoherald.com/noticias/sur-de-la-florida/article160299094.html

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Estados Unidos: Plan Internacional considera «crucial» una financiación adicional del G20 para cerrar la brecha de género en educación

Estados Unidos/10 de Julio de 2017/La Información

Plan Internacional ha solicitado a los líderes mundiales del G20 que aumenten la financiación destinada a la educación en los países de desarrollo, algo que considera «crucial» para cerrar la brecha de género en el acceso a la educación primaria y secundaria.

La organización, con motivo de la cumbre del G20 en Hamburgo que ha comenzado este viernes 7 de julio, ha lanzado la campaña global ‘We Are The Next’, para pedir a los líderes mundiales que aseguren que la financiación internacional para la educación en países de ingresos bajos y medios pase de un gasto anual de 16.000 millones de dólares a 89.000 millones en el año 2030.

Esta financiación adicional, serviría para asegurar que «cientos de millones de niñas» no pierdan su derecho a una educación primaria y secundaria de calidad, obligatoria, universal y gratuita.

Plan Internacional asegura que un total de 130 millones de niñas carecen de acceso a la educación en el mundo, algo que, a su juicio, es uno de los «principales factores que perpetúa el ciclo de pobreza».

 La CEO de la ONG, Anne-Birgitte Albrectsen, ha solicitado al G20 que reconozcan la «importancia» de la educación, pongan «sus manos en los bolsillos» y «acaben con la brecha de la financiación» en materia de educación.

«Al cerrar la brecha de financiación en la educación y hacer frente a las barreras que impiden a las niñas participar en igualdad de condiciones en la escuela, podemos contribuir al desarrollo de la próxima generación de mujeres líderes y garantizar un futuro mejor para todos», ha defendido Albrectsen.

Por su parte, la directora general en España, Concha López, ha señalado que es «fundamental» que las voces de las niñas se escuchen en ese foro «tan influyente».

«Los líderes del G20 no deben ignorar el hecho de que la educación es absolutamente esencial para lograr la igualdad y la justicia para millones de niñas. A través de una educación de calidad, las niñas realmente pueden transformar sus vidas y sus comunidades», ha añadido López.

Según Plan Internacional, las niñas tienen 1,5 veces «más posibilidades» de permanecer «completamente excluidas» de la educación primaria y ,»si no se toman medidas», más de 400 millones de niñas «no obtendrán conocimientos de nivel secundario antes de 2030».

Además, apunta que asegurar una educación «inclusiva» y de «calidad» para todos los niños y niñas, es «una de las Metas Globales» que acordaron los líderes mundiales en 2015 para transformar el mundo en 2030. Por ello, advierte que este objetivo «no podrá cumplirse» en 2030 a menos que los países del G20 «tomen medidas urgentes».

Por estos motivos, Plan Internacional insta al G20 a comprometerse a gastar el 0,7% de su Ingreso Nacional Bruto en ayuda internacional, asignar «al menos» el 15% de su gasto de ayuda a la educación y aumentar la cuota destinada a la educación básica, incrementar la financiación de la Alianza Global para la Educación a dos mil millones de dólares anuales para 2020 y financiar «completamente» el fondo de la ‘Educación No Puede Esperar’.

Fuente: http://www.lainformacion.com/politica/ayuda-internacional/Plan-Internacional-considera-financiacion-G20_0_1042397159.html

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