Por: Williams Ospina
Los estudiosos de la historia de Colombia habrán advertido repetidas veces que los procesos de paz que diseña la dirigencia colombiana nunca traen la paz al país.
A veces logran un alivio momentáneo de las tensiones sociales, como en la amnistía a los guerrilleros liberales de los años 50, que fueron después traicionados; a veces crean la ilusión de un gran cambio histórico, que los meses se van encargando de atenuar, como en la reinserción del M-19; a veces desencadenan nuevas violencias, como los diálogos con las Farc en tiempos de Belisario Betancur, que produjeron el holocausto de la Unión Patriótica, o como los diálogos del Caguán, que intensificaron la violencia paramilitar.
Ello debería enseñarnos, no que la paz no es posible, sino que es compleja, y que requiere enfrentar en su profundidad las causas de la violencia y empeñarse en corregirlas. Mientras los esfuerzos sean parciales, es un error llamarlos la Paz, porque se generan unas expectativas que la realidad no tarda en disipar.
Hasta ahora la característica común de esos procesos es que siempre procuran señalar la responsabilidad de uno de los bandos: guerrilleros liberales, M-19, Farc, paramilitares, pero la dirigencia nacional siempre se absuelve a sí misma. Es más, siendo grandemente responsable de las condiciones que producen la violencia y que la prolongan, la dirigencia que formatea esos procesos siempre es la que juzga y la que perdona, o la que acusa y prohíbe el perdón.
Más que otras veces, ahora se ha llamado pomposamente paz al proceso de desarme y desmovilización de las Farc, aunque nadie ignora que es largo el camino que va de La Habana a una paz verdadera. Por varias razones: una, porque el conflicto con las Farc, siendo tan largo y tan costoso en vidas y en recursos, es apenas uno de los muchos conflictos que vive Colombia. Existen otras guerrillas, existe la violencia del narcotráfico, existen las bandas criminales, el nombre que ahora reciben los paramilitares al servicio del narcotráfico aliados con la delincuencia común, existen muchas formas activas del crimen organizado, múltiples formas de economía ilegal, algunas altamente depredadoras de la naturaleza, y un creciente fenómeno de corrupción que agrava el sentimiento de desamparo de las comunidades y su desencanto ante la política.
Como la naturaleza, la violencia colombiana le tiene horror al vacío, y en su caldo de cultivo no se puede hacer desaparecer a un actor violento sin que venga otro a reemplazarlo enseguida, a veces con mayor ferocidad. Las Farc, por ejemplo, eran crueles e implacables en su lógica de secuestros y asaltos, pero como necesitaban de los campesinos tenían que obrar como un escudo de protección para los pequeños cultivadores desamparados por el Estado, de modo que su desaparición, en el contexto de un Estado que tiene dificultades para reemplazarlos en sus funciones e incluso para garantizar su segura desmovilización, podría dejar a los cultivadores en manos de la violencia sin freno de las mafias.
Es el caso en que males más incontrolables reemplazan a los males conocidos: un proceso de paz tendría no solo que prever estas cosas sino que estar en capacidad de resolverlas, si no quiere obrar como el aprendiz de brujo que libera una fuerza y después no sabe cómo contenerla. Además, de algún modo habría que aprovechar esas fuerzas antes ilegales, que pueden volverse aliadas del Estado, para que contribuyan al avance de una mínima institucionalidad que le sirva a la gente sin violencia y con beneficios reales.
El diálogo reciente careció de un proyecto de juventudes en un país donde los jóvenes son la guerra. La prueba de que este es un conflicto parcial es que el diálogo se centró en asuntos agrarios siendo Colombia un país donde el 80 por ciento de la población está en las ciudades. Miles y miles de jóvenes sin oportunidades, sin educación, sin un horizonte de vida que les ofrezca dignidad y seguridad, tienen que venderse a la violencia porque sólo la violencia les brinda algún ingreso.
Quien esté interesado en la paz de Colombia tiene que considerar una estrategia de ingreso social que les brinde a los jóvenes la posibilidad de sobrevivir y capacitarse, cumpliendo tareas que fortalezcan su sentimiento de pertenencia a la sociedad y su compromiso con ella. En un momento de la historia en que el mundo entero requiere planes de reforestación, protección de la naturaleza, cambio de paradigmas en el modo de vivir y de consumir, recuperación de valores esenciales, solidaridad, acompañamiento de sectores vulnerables, liderazgo cultural y reinvención de los modelos de emulación social, es prioritario brindar a los jóvenes la oportunidad de protagonizar los cambios civilizados, para lograr incluso algo asombroso pero harto posible: que la proverbial abnegación de los jóvenes les permita ser ejemplares para una sociedad que nunca supo ser ejemplar con ellos.
La dirigencia le ha fallado tanto al país que cierto rechazo popular a los acuerdos se debe a la creencia de que les van a dar a los reinsertados oportunidades que el resto de la sociedad no ha tenido.
Lo alarmante del plebiscito de octubre de 2016 no es que el No haya ganado con el 20 % de los votos, y ni siquiera que el Sí apenas haya obtenido menos del 20 %, sino que el 80 por ciento de la población le haya dado la espalda a un proceso que era una gran oportunidad para el país. Porque una indiferencia del 60 % y un rechazo del 20 % prometen poco en términos de aclimatación social de una paz que no puede llegar si la ciudadanía no se la apropia, una paz que en realidad ni siquiera hay que hacer con la ciudadanía sino en la ciudadanía. La paz tienen que ser los ciudadanos: sólo ellos pueden ser la convivencia y la reconciliación, sólo ellos pueden ser el perdón y la memoria, la solidaridad y la construcción de otra dinámica de la vida en comunidad.
El crecimiento actual de los cultivos ilícitos nos debe recordar que la hoja de coca es uno de los únicos productos de la pequeña agricultura colombiana que tienen demanda y consumo en el mercado mundial. Bien sabían los funcionarios de Naciones Unidas que formularon el malogrado proyecto de diálogo del Caguán que no sería posible un proceso de paz sin una suerte de Plan Marshall para la reconstrucción del campo colombiano, que no fue arruinado sólo por la guerra sino por una política de desmonte de la agricultura, un cierre de oportunidades para los pequeños productores y un retroceso de la economía al extractivismo del siglo XVI.
Diseñar la economía pensando sólo en vender las riquezas naturales, explotando el suelo desnudo, despojó de estímulos a la producción, vulneró la ética del trabajo, estimuló el culto a la riqueza sin esfuerzo y fortaleció la corrupción, porque las sociedades vigilan y defienden sobre todo lo que es fruto de su labor, la economía que brinda subsistencia pero también sentido de pertenencia y dignidad. Si el mundo quiere la paz de Colombia no puede seguir consumiendo sólo su petróleo, su carbón y su cocaína, tiene que contribuir a la reconstrucción de la economía real, que podría ser una floreciente alianza de la productividad con el conocimiento, en uno de los países más biodiversos del mundo.
Ya la economía cafetera, que le permitió al país vivir modestamente pero con dignidad durante cien años, ha demostrado que hay formas posibles muy refinadas de participación de una sociedad campesina en el mercado mundial. La producción cafetera, democrática, sofisticada y ejemplar, tendría que ser un modelo, aunque estoy lejos de pensar que en nuestra época podamos vivir sólo de la pequeña producción campesina.
Pero también hay una combinación alarmante en Colombia: una clase terrateniente que es dueña de la mitad de la tierra productiva, pero que no tiene ninguna vocación empresarial. A nadie le importaría de quién es la tierra si produjera lo que puede y tributara lo que debe, pero esos millones de hectáreas a la vez confiscadas e improductivas, la cósmica ineptitud de un modelo de propiedad que sólo adora el alambre de púas, están en la base de muchos de nuestros males.
La corrupción de hoy, la danza de los millones en la contratación pública, que ha corrompido la ley y la justicia, reposa sobre una corrupción anterior: la privatización de los mecanismos electorales, la construcción de un Estado de privilegios que se reelige manteniendo a la ciudadanía en la ignorancia y en la indiferencia. Esa es la otra violencia, que está en la raíz de todo, y que hace que cada diez años haya que hacer una reinserción de guerreros pero que nunca se haga el urgente proceso de paz entre el Estado y la sociedad, entre la vida y la política.
Sólo una cosa podemos esperar hoy: que la expectativa que ha despertado en un sector consciente de la sociedad el proceso de diálogo y la desmovilización de las Farc, unido al tremendo desprestigio de la dirigencia colombiana, a la que le interesa mucho desarmar a los insurgentes pero no abrirle horizontes de participación y de iniciativa a la comunidad, despierte en sectores cada vez más amplios la necesidad de un nuevo proyecto de país y el afán de hacer realidad unas reformas económicas y sociales que han sido aplazadas por muchas décadas, y la condena histórica a una dirigencia que persiste en su mezquindad y en contagiar su discordia. No sólo los mercaderes que envilecen la política, sino los grandes poderes económicos que se lucran de la miseria, de la depredación de la naturaleza y de la entrega del país al pillaje legal e ilegal.
El verdadero nombre de la paz en Colombia es democracia: el fin de las maquinarias y el diseño de una economía que beneficie por fin a la gente, y sincronizar la agenda nacional con la urgente agenda del mundo: energías limpias, protección de la naturaleza, detener y revertir el cambio climático, poner a la comunidad en el primer lugar de las prioridades, y convertir la cultura en el dinamizador de una sociedad de creación.
Fuente:https://www.rebelion.org/noticia.php?id=235208