Por: Marianne González Le Saux
Más del 80% de la investigación realizada en Chile se ejecuta bajo el alero de las universidades. En estos días en que se discute elpresupuesto para educación superior así como el de investigación, ciencia y tecnología, desde la Comisión Desafíos del Conocimiento de Revolución Democrática creemos necesario reflexionar sobre cómo se articulan estos aspectos, ya que la relación entre ambos se suele desdibujar al discutirse separadamente su financiamiento.
Patricio Basso trató esta relación de manera clara y propositiva en una columna en El Mostrador. En ella llama a desacoplar el financiamiento de la docencia del de investigación, pues deben evitarse la existencia de “subsidios cruzados” entre ambas actividades. Asimismo, propone separar el financiamiento estatal para la investigación dividiendo a las universidades en tres tipos: grandes universidades “de investigación” con financiamiento basal, universidades con áreas específicas de investigación con financiamiento a mediano plazo, y financiamiento concursable para investigadores individuales en el resto de las instituciones. Esta propuesta nos merece las siguientes observaciones.
La razón por la cual Basso busca realizar la distinción entre docencia e investigación es muy atendible: se trata de evitar que las familias de los estudiantes sean quienes financien la investigación. En efecto, como lo ha mostrado el mismo Basso, en Chile el aporte de las familias al financiamiento de la educación superior en comparación con el aporte estatal es elevadísimo (las familias contribuyen en Chile a financiar la educación superior en un 54,8%, versus un 45,8% en EE.UU., y un 21,7% el promedio de la OECD).
Sin embargo, la existencia de estos “subsidios cruzados” entre investigación y docencia parecen ser inevitables: el mismo Basso lo reconoce cuando afirma que los investigadores también debieran realizar docencia; que “parte del equipamiento e infraestructura que se requiere para la investigación […] sirve para la docencia”, y en consecuencia, que las instituciones que reciban fondos para la investigación debieran rebajar sus aranceles por concepto de docencia. Estos “subsidios cruzados” –que Basso parece leer en términos puramente económicos— traducen una realidad más profunda: muestran que la relación entre docencia universitaria e investigación es más que la de dos actividades que ocurren, de manera casual, en un mismo edificio. Por el contrario, es precisamente la existencia de una intensa conexión entre estos dos ámbitos lo que otorga calidad a una universidad.
Por ejemplo, hoy en día la “mejor calidad” de una universidad como la PUC o la Universidad de Chile no está dada por la excelente formación en docencia y pedagogía universitaria que reciben sus profesores, la cual es todavía casi inexistente en nuestro país. La calidad ocurre a pesar de las escasas herramientas pedagógicas de sus académicos, y está dada porque muchos de ellos también son investigadores, y pueden transmitir a sus estudiantes conocimiento especializado, acceso a publicaciones, materiales, laboratorios, y redes académicas que solamente se producen por el hecho de realizar investigación. Los “subsidios cruzados” entre educación e investigación no son “un problema”: son un aspecto crucial del quehacer universitario. Ahora bien, ¿quiere decir esto que la buena investigación garantiza la buena calidad de la docencia universitaria? Claramente no, pero la favorece. Y en cualquier caso, concordamos en esto con Basso: no debieran ser las familias de los estudiantes quienes se hagan cargo de dichos costos.
Otro de los puntos planteados por Basso hace hincapié en la esencia de la Universidad: de acuerdo a Basso, no todas las instituciones de educación superior debieran ser “universidades de investigación,” definidas de acuerdo a la Carnegie Foundation como aquellas que entregan formación de nivel doctoral y poseen los más elevados índices en investigación. Para Basso “pretender […] que todas las universidades realicen investigación es no sólo absurdo sino que financieramente infactible”, y “si se aplicara [a Chile] la proporción de universidades de investigación de los Estados Unidos significaría tener solo 11 universidades de investigación”.
La premisa que subyace al argumento de Basso es sin embargo que el sistema de educación superior chileno debiera homologarse y aspirar a replicar la clasificación y los estándares del sistema de educación superior de EE.UU. Esto es igual de absurdo, pues la estructura de la educación superior en Chile es profundamente distinta a la de Estados Unidos. Sin embargo, Basso, de manera automática asume que ese es el modelo que debemos adoptar. Una cosa es la experiencia comparada, siempre enriquecedora, y otra muy distinta es el imperialismo de los estándares internacionales.
La cuestión de si en Chile debemos o no definir universidad como una institución donde se realiza investigación o bien si pueden existir universidades meramente docentes, es algo que debemos resolver en nuestros propios términos, y de acuerdo a nuestras propias necesidades. Si bien, como lo afirma Basso, no todas las universidades debieran ser “universidades de investigación”, esto es, donde la investigación es una actividad predominante, es difícil pensar en “universidades sin investigación”, esto es, desprovistas de una orientación a generar nuevos conocimientos y a evaluar críticamente la realidad que las rodea, pues esto es lo que va a garantizar un aspecto central de la famosa “calidad” de la educación superior. Lo mismo, por cierto, puede decirse de los CFT e IP: si bien en éstos no debiera exigirse la realización de investigación, al menos se debiera requerir como un aspecto central la innovación. En efecto, la formación técnica y profesional debe ir encaminada no solo a replicar conocimientos existentes, sino a desarrollar en sus egresados la capacidad de aplicarlos de manera novedosa y creativa.
El último y más sustantivo aspecto de la columna de Basso es su propuesta de dividir el financiamiento estatal para la investigación en las universidades en tres niveles: A) un fondo basal permanente para las “universidades de investigación”, es decir, para aquellas que ya realizan investigación a gran nivel de forma sistemática B) un fondo de financiamiento por convenio a cinco años para investigación en áreas específicas para universidades “con importante producción previa demostrable” en dichas áreas, y C) un fondo de financiamiento concursable para investigadores individuales estilo Fondecyt, que podría llegar a todas las universidades. Esta clasificación y por ende estos fondos serían independientes del carácter estatal o privado de la universidad. Además, se crearía un fondo para el mejoramiento de la docencia en universidades estatales, especialmente aquellas que no alcancen la categoría “A” o “B”.
Esta propuesta es inteligente y perfectamente razonable si lo único que se persigue es mejorar la “eficiencia” de los fondos destinados a investigación, pues busca precisamente concentrar fondos de investigación basales o de mediano plazo en universidades que ya tienen la capacidad demostrada de llevarla a cabo. El problema es que meramente contribuiría a reforzar las desigualdades regionales y socioeconómicas del sistema de educación superior: se haría más fuertes a las universidades que ya lo son, y más marginales a las que hoy en día no cuentan con los recursos para iniciar o fortalecer programas incipientes de investigación. Más aún, si bien es atendible que se considere un fondo específico para mejorar la docencia en universidades estatales, ¿qué hay entonces de intentar fomentar la investigación en universidades estatales, especialmente las de regiones?
Esta propuesta, por tanto, solamente tendería a cimentar un sistema de educación superior segregado, y en el que nuevamente, el financiamiento público se otorga sin distinción a instituciones privadas y públicas. Esto no contribuye a resolver el problema que el mismo Basso se ha encargado de denunciar con tanta fuerza: la preeminencia del modelo neoliberal de mercado en la educación superior.
En conclusión: el sistema de financiamiento “tripartito” propuesto por Basso es problemático en la medida en que, si bien aboga por fondos basales, en su aplicación implicaría replicar la lógica de “el ganador gana todo” que ha sido la base, hasta hoy en día, de todo el sistema de financiamiento de la investigación en Chile. Puede, por cierto, premiarse a las instituciones que han “hecho las cosas bien” pues malgastar el potencial que han alcanzado sería ridículo. Asimismo, las universidades privadas que no cumplan con estándares mínimos en investigación debieran convertirse en CFT o IP o bien considerarse su cierre. Finalmente, el Estado debe establecer mecanismos para mejorar la investigación en las universidades estatales que hoy en día demuestran falencias en la materia. No se trata de convertirlas en el MIT, pero sí de que estas cuenten con una suficiente masa crítica de investigadores que permitan dotarlas de lo que entendemos por “calidad” universitaria: la posibilidad de criticar el medio en el que se vive y buscar modificarlo mediante la generación de nuevos conocimientos: nada más y nada menos que el alma de la investigación.
Fuente: http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2016/12/08/solo-eficiencia-educacion-superior-e-investigacion/