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Contaminación o modelo económico que mata

01 de noviembre de 2017 / Fuente: https://www.ecoportal.net

Por: EcoPortal

El modelo económico lineal prevaleciente, de “tomar-hacer-desechar” que consiste en el agotamiento voraz de los recursos naturales tanto en la producción como en el consumo, resultó ser uno de  los mayores asesinos pues genera la enorme contaminación del aire, el suelo y el agua.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que casi una cuarta parte de las personas que mueren, unas 12,6 millones en 2012, se deben a la contaminación y, por lo menos 8,2 millones, pueden achacarse a causas ambientales no transmisibles; además de que más de las tres cuartas partes ocurren solo en tres regiones.

Al igual que en la mayoría de los casos de contaminación, los países de bajos y medianos ingresos, que están entre los menos industrializados de la Tierra, soportan enfermedades derivadas de la contaminación, cuyas consecuencias afectan de manera desproporcionada a niñas y niños.

Las últimas evaluaciones ambientales regionales y mundiales dan indicios de la magnitud de esa amenaza actual: contaminación del aire, la tierra y el suelo, el agua dulce, la costa y el mar, además de las causas transversales como los químicos y los desperdicios, señala la ONU Medio Ambiente.

Por si fuera poco la muerte de millones de seres humanos todos los años a causa de la contaminación generada por el hombre, también repercute en la economía mundial. La ONU (Organización de las Naciones Unidas) estima que la contaminación aérea tiene un costo de unos tres billones (millón de millones) de dólares, mientras que la contaminación interior asciende a dos billones de dólares al año.

El cambio climático también modifica los patrones climáticos y afecta el grado y la aparición de contaminantes y de alergénicos atmosféricos, como el ozono y el polen, y en algunos casos exponiendo a las personas a elevadas concentraciones por períodos más prolongados que en décadas anteriores, según un informe de ONU Medio Ambiente.

El documento “Hacia un planeta libre de contaminación”, presenta algunos ejemplos: la mala calidad del aire es un problema en casi todas las regiones, la contaminación del agua es una de las principales causas de la mortalidad infantil; el sobreenriquecimiento de la tierra y el agua con nutrientes causa cambios en el ecosistema y la pérdida de biodiversidad.

Además, aumentan los plásticos en los océanos y todavía no hay una “opción de almacenamiento o de descarte” aceptable para procesar combustibles nucleares de una generación anterior.

biodiversidad, OMS

Aire

La contaminación aérea es el gran riesgo ambiental para la salud en el mundo.

Unas 6,5 millones de personas mueren de forma prematura todos los años por la exposición a la contaminación del aire interior y el exterior, y nueve de cada 10 personas respiran un aire libre cuya contaminación supera lo aceptable, según pautas de la OMS.

La agencia también señala que la contaminación aérea afecta de forma desproporcionada a las personas más vulnerables, incluso a las que tienen incapacidades psicológicas y a niños pequeños.

El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) estima que aproximadamente 2.000 millones de personas en áreas donde la contaminación exterior del aire supera las aceptables, y 300 millones, en áreas donde es por lo menos seis veces superior.

Las principales fuentes de contaminación del aire son las emisiones de combustibles fósiles liberadas tras la quema de carbón, utilizado para calefaccionar, el transporte, los hornos industriales, la fabricación de ladrillos, la agricultura y la quema no regulada de desperdicios, como plásticos y baterías, en incineradores y fosos abiertos, según el informe de ONU Medio Ambiente.

Otras fuentes son la quema de turba, que genera humo, arena y tormentas de arena, así como la desertificación, que suele derivar en la degradación del suelo, la deforestación y la desecación de humedales.

El documento también señala que la contaminación aérea es responsable de la muerte de 4,3 millones de personas, de 18 por ciento de los accidentes cardiovasculares y de 33 por ciento de infecciones respiratorias bajas.

En particular, afecta a las mujeres, los niños, las personas enfermas y las mayores, y a las de sectores de bajos ingresos, porque suelen estar expuestos a una elevada concentración de contaminantes de la cocina y la calefacción.

Tierra y suelo

El documento también señala que la contaminación de la tierra y del suelo se deben en gran parte a las malas prácticas agrícolas, a la ineficiente irrigación y a la inadecuada gestión de desperdicios sólidos, como el almacenamiento inseguro de desperdicios nucleares y químicos, y una variedad de actividades industriales, militares y de extracción de recursos naturales.

ONU Medio Ambiente explica que los contaminantes degradan fácilmente la tierra y los acuíferos y son difíciles de eliminar, lo que hace que las personas y los animales que viven cerca de zonas industriales y algunas tierras recuperadas corren riesgo de seguir expuestos a la contaminación si los sitios no se limpian de forma adecuada.

Los principales contaminantes del suelo son los metales pesados, como plomo, mercurio, arsénico, cadmio y cromo, contaminantes orgánicos y otros pesticidas, así como productos farmacéuticos, como antibióticos utilizados en la cría de animales, detalla el informe.

Se estima que por lo menos un millón de personas sufren envenenamiento cada año por una excesiva exposición y uso inapropiado a pesticidas, con efectos sobre la salud de todos, según ONU Medio Ambiente.

La principal causa del uso de pesticidas sintéticos es reducir las consecuencias negativas de las plagas, como insectos, enfermedades y malezas, en los cultivos, que en la década de los años 90 eran responsables de 40 por ciento de la pérdida de cosechas en el mundo.

El número de mujeres que aplican pesticidas varía, pero en algunos países llega a 85 por ciento o más del total de trabajadores dedicados a la actividad, y a menudo siguen trabajando embarazadas o en período de lactancia.

Las mujeres, además, quedan expuestas a pesticidas, aun cuando no los aplican directamente, porque muchas veces son las recolectoras, actividad que las deja vulnerables.

Además, la exposición a pesticidas puede causar daños para toda la vida y aumenta el riesgo de partos prematuros, defectos congénitos, muerte, reduce la función del esperma y muchas enfermedades más, alerta el informe.

El abuso de antibióticos puede ocasionar cambios rápidos en la composición microbiana del suelo, el agua dulce y la biota, y es responsable de la resistencia antimicrobiana, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.

Agua dulce

El informe “Hacia un planeta libre de contaminación” señala que los cuerpos de agua están muy contaminados, en particular por una variedad de nutrientes, agroquímicos y agentes patógenos de aguas residuales no tratadas, y metales pesados de la minería y efluentes industriales.

Además, el agua contaminada tiene más probabilidades de albergar vectores de enfermedades, como vibrio, que causa el cólera, y esquitosomasis, transmitida por un gusano.

Otro asunto preocupante mencionado en el informe, es que más de 80 por ciento de las aguas residuales se liberan al ambiente sin ningún tratamiento. En el mundo, 58 por ciento de los casos de personas con diarrea, gran responsable de la mortalidad infantil, surgen por la falta de acceso al agua limpia y al saneamiento.

Esas son algunas de las grandes consecuencias del llamado modelo económico lineal, que quizá debería ser conocido como la implacable destrucción de la naturaleza y de los seres humanos.

Traducido por Verónica Firme

Por Baher Kamal

Ecoportal.net

Fuente

Fuente artículo: https://www.ecoportal.net/temas-especiales/contaminacion/contaminacion-modelo-economico-mata/

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Espejos Extraños Contra la Dominación

Por: Boaventura de Sousa Santos

La dominación social, política y cultural siempre es el resultado de una distribución desigual del poder en cuyos términos quien no tiene poder o tiene menos poder ve sus expectativas de vida limitadas o destruidas por quien tiene más poder. Esta limitación o destrucción se manifiesta de diferentes maneras: desde la discriminación hasta la exclusión, desde la marginación hasta la liquidación física, psíquica o cultural, desde la demonización hasta la invisibilización. Todas estas formas pueden reducirse a una sola: la opresión. Cuanto más desigual es la distribución del poder, mayor es la opresión. Las sociedades con formas duraderas de poder desigual son sociedades divididas entre opresores y oprimidos. La contradicción entre estas dos categorías no es lógica, sino más bien dialéctica, ya que ambas forman parte de la misma unidad contradictoria.

Los factores que están en la base de la dominación varían de época a época. En la época moderna, digamos, desde el siglo XVI, los tres factores principales han sido: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. El primero es originario de la modernidad occidental, mientras que los otros dos existían antes pero fueron reconfigurados por el capitalismo. La dominación capitalista se basa en la explotación del trabajo asalariado por medio de relaciones entre seres humanos formalmente iguales. La dominación colonial se basa en la relación jerárquica entre grupos humanos por una razón supuestamente natural, ya sea la raza, la casta, la religión o la etnia. La dominación patriarcal implica otro tipo de relación de poder pero igualmente basada en la inferioridad natural de un sexo o de una orientación sexual.

Las relaciones entre los tres modos de dominación han variado a lo largo del tiempo y del espacio, pero el hecho de que la dominación moderna se asiente en los tres es una constante. Al contrario de lo que vulgarmente se piensa, la independencia política de las antiguas colonias europeas no significó el fin del colonialismo, significó la sustitución de un tipo de colonialismo (el colonialismo de ocupación territorial efectiva por una potencia extranjera) por otros tipos (colonialismo interno, neocolonialismo, imperialismo, racismo, xenofobia, etc.).

Vivimos en sociedades capitalistas, colonialistas y patriarcales. Para tener éxito, la resistencia contra la dominación moderna tiene que basarse en luchas simultáneamente anticapitalistas, anticoloniales y antipatriarcales. Todas las luchas tienen que tener como objetivo los tres factores de dominación, y no solo uno, aunque las coyunturas puedan aconsejar que incidan más en un factor que en otro.

El siglo XX fue de los siglos más violentos de la historia, pero también se caracterizó por muchas conquistas positivas: desde los derechos sociales y económicos de los trabajadores hasta la liberación e independencia de las colonias, desde los movimientos de los derechos colectivos de las poblaciones afrodescendientes en las Américas y de los pueblos indígenas hasta las luchas de las mujeres contra la discriminación sexual. Sin embargo, a pesar de los éxitos, los resultados no son brillantes. En las primeras décadas del siglo XXI atravesamos incluso un período de reflujo generalizado de muchas de las conquistas de esas luchas. El capitalismo concentra la riqueza más que nunca y agrava la desigualdad entre países y dentro de ellos; el racismo, el neocolonialismo y las guerras imperiales asumen formas particularmente excluyentes y violentas; el sexismo, a pesar de todos los éxitos de los movimientos feministas, sigue ejerciendo violencia contra las mujeres con una persistencia inquebrantable.

Un diagnóstico correcto es condición necesaria para salir de esta aparente estasis histórica. Sugiero varios componentes principales del diagnóstico. El primero reside en que, mientras que la dominación moderna articula siempre capitalismo con colonialismo y patriarcado, las organizaciones y movimientos que vienen luchando contra ella siempre han estado divididas, cada una privilegiando uno de los modos de dominación y descuidando, o incluso ignorando, el resto, y cada una defendiendo que su lucha y su forma de lucha es más importante. No sorprende, así, que muchos partidos socialistas y comunistas, que lucharon (cuando lucharon) contra la dominación capitalista, hayan sido durante mucho tiempo colonialistas, racistas y sexistas. Del mismo modo, no sorprende que movimientos nacionalistas, anticoloniales y antirracistas hayan sido capitalistas, procapitalistas y sexistas, y que movimientos feministas hayan sido conniventes con el racismo, el colonialismo y el capitalismo. De este hecho histórico resulta claro que los avances serán escasos si la dominación continúa unida y la oposición desunida.

El segundo componente tiene que ver con el modo en que se organizaron las resistencias anticapitalistas, anticolonialistas y antipatriarcales. Trabajadores, campesinos, mujeres, personas esclavizadas, pueblos colonizados, pueblos indígenas, pueblos afrodescendientes, poblaciones discriminadas por la discapacidad o por la condición u orientación sexual recurrieron a muchas formas de lucha, unas violentas, otras pacíficas, unas institucionales, otras extrainstitucionales. A lo largo del siglo pasado, esas múltiples formas se fueron condensando en partidos políticos, movimientos de liberación y movimientos sociales, y, salvo algunas excepciones, fueron dando preferencia a la lucha institucional y no violenta. El régimen político que se impuso como la mejor respuesta a estas opciones fue la democracia de origen liberal, la democracia actualmente existente. Ocurre que la potencialidad de este tipo de democracia para responder a las aspiraciones de las poblaciones oprimidas siempre fue muy limitada y las limitaciones se fueron agravando en tiempos más recientes. El modelo que más desarrolló esa potencialidad fue la socialdemocracia europea, y su mejor momento (conseguido, en buena medida, a costa del colonialismo y el neocolonialismo, o sea, de las relaciones económicas desiguales con las colonias y las excolonias), está hoy bajo ataque, no solo en Europa, sino también en todos los países que buscaron imitar su espíritu moderadamente redistributivo para reducir las enormes desigualdades sociales (Argentina, Brasil, Venezuela).

En todas partes, la democracia de baja intensidad está siendo cercada por fuerzas antidemocráticas y, en algunos países, va transitando hacia dictaduras atípicas, muchas veces basadas en la destrucción de la separación de poderes (desde Brasil a Polonia y Turquía) o en la manipulación de los sistemas mayoritarios (fraude electoral sistemático, como en México, sistemas electorales que no garantizan la victoria del candidato más votado, como Hillary Clinton en Estados Unidos). Sabíamos que la democracia se defiende mal de los antidemócratas pues, de otro modo, Hitler no habría ascendido al poder por vía de las elecciones. Y nótese que, si bien de modo fraudulento, su partido ostentaba la palabra «socialismo» en su nombre. Hoy, la democracia está siendo secuestrada por fuerzas económicas poderosas (bancos centrales, Fondo Monetario Internacional, agencias de calificación de crédito) no sujetas a ninguna deliberación democrática. Y las imposiciones pueden ser legales (¿y legítimas?): intereses de deuda pública, imposición de tratados de libre comercio, políticas de austeridad, rules of engagement de las multinacionales, control corporativo de los grandes medios de comunicación; e ilegales: corrupción, tráfico de influencias, abuso de poder, infiltración en las organizaciones democráticas, incitación a la violencia.

La democracia es hoy servidora de los intereses imperiales, cuando no directamente uno de sus instrumentos. Para imponerla se destruyen países enteros, sean ellos Irak, Libia, Siria o Yemen. Está bien documentada la intervención imperialista para desestabilizar procesos democráticos dotados de algún ánimo redistributivo y animados por algún posicionamiento nacionalista para protegerse del mercado internacional depredador de recursos estratégicos, sean ellos petróleo, minerales o, de modo creciente, tierra o agua. Esta desestabilización se nutre siempre de los errores, a veces graves, de los gobiernos nacionales (algunos considerados progresistas) y cuenta con la activa complicidad de las oligarquías que dominaron estos países. La descaracterización de la democracia es tal que ya se habla hoy de posdemocracia, un nuevo régimen político basado en la conversión de los conflictos políticos en conflictos mediáticos minuciosamente gestionados por técnicos de publicidad y comunicación, y últimamente apoyados por la posverdad mediática de las fake news.

El tercer componente del diagnóstico tiene que ver precisamente con los errores de los gobiernos nacionales. ¿Por qué se equivocan con tanta frecuencia, sobre todo cuando son considerados gobiernos progresistas? Son muchos los factores: no hay alternativas anticapitalistas creíbles y las conquistas contra el colonialismo, el racismo o el sexismo parecen depender de que no interfieran con la dominación capitalista; una vez obtenido el poder de gobierno, las fuerzas progresistas se comportan como si tuviesen, además de aquel, el poder económico, social y cultural que se reproduce en la sociedad en general, y con eso deja de reconocerse la gravedad o incluso la existencia de antagonismo de clases, razas y sexos; las luchas contra el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado son siempre concebidas como si se buscara eliminar los «excesos» de estos modos de dominación, y no su fuente. De tal «autocontención», voluntaria o impuesta, devienen dos consecuencias fatales.

La primera es tolerar o incluso promover un sistema de educación que fomenta los valores y las subjetividades que sustentan el capitalismo y las relaciones coloniales, racistas y sexistas. La segunda es negarse a imaginar (o ignorar cuando ocurren) formas alternativas de organizar la economía, concebir la democracia, organizar el Estado, practicar la dignidad humana, dignificar la naturaleza, promover formas de sentir y de ser solidarias, sustituir cantidades y gustos infinitos por la proporcionalidad, dejar de lado euforias desarrollistas en beneficio de límites justos y fruiciones comedidas, promover la diferencia y la diversidad con la misma intensidad con la que se promueve la horizontalidad. Al presentarse como fatales, estas dos consecuencias son inhumanas. Por la simple razón de que ser humano es no ser plenamente humano. Es no tener que ser para siempre lo que se es en un determinado contexto, tiempo o lugar.

(*) Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez

Fuente del Artículo:

https://www.aporrea.org/ideologia/a250852.html

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Más límites que hegemonía y más derecha que renovación

Por: Claudio Katz

¿Cuál es la envergadura del triunfo de Cambiemos ? Muchos analistas estiman que el gobierno logró una victoria arrolladora que consolida su hegemonía. Otros consideran que se perfila como una derecha renovada y democrática. En el bando opuesto se interpreta que dos de cada tres votantes repudiaron al oficialismo.

RADICALISMO CONSERVADOR

Los datos de la primaria indican cierto avance del gobierno en comparación al 2015. Se afianzó como primera minoría, obtuvo victorias en numerosas provincias y cayó sólo por un reducido margen en Buenos Aires. Ese moderado repunte fue potenciado por el inesperado triunfo en Neuquén, La Pampa y San Luis y por la reafirmación conseguida en los bastiones de la Capital Federal y Córdoba.

La imagen de una victoria fulminante no surge del cómputo de los sufragios, sino de la ausencia del voto castigo que anticipaban algunas encuestas. La euforia de los funcionarios obedece al desacierto de esas previsiones.

Cambiemos superó su frágil estatus de coalición absorbiendo al radicalismo. La UCR pierdió peso y singularidad con giros más oficialistas (Santa Fe) o encabezando el curso reaccionario del gobierno (Jujuy).

El macrismo afianza a su vez el empalme con las vertientes conservadoras del radicalismo. Más que erigir una nueva derecha recicla esas vetas regresivas. La Ceocracia de gerentes que maneja varios ministerios complementa ese perfil.

Vidal expresa con nitidez esa fisonomía de conservadurismo tradicional. Gobierna para las clases dominantes mediante un entramado de políticas sociales, que garantiza votos de los segmentos empobrecidos. Para aceitar ese sostén el PRO mantiene la asignación universal y actualiza el clientelismo de su red de punteros. La imagen angelical y compasiva de Heidi se amolda a esa función.

La estrategia oficial se nutre del retroceso del peronismo, que confirmó en las PASO la ausencia de un liderazgo alternativo a Cristina. Los aspirantes a ocupar ese comando perdieron puntos y su intención de forjar una liga de gobernadores quedó en suspenso. La crisis del justicialismo se prolonga sin ningún desenlace a la vista.

La expectativa de Massa de conducir ese espacio quedó muy afectada por el resultado de las primarias. Gran parte de sus votantes prefirieron la variante original del proyecto gubernamental a su copia renovadora. La ancha avenida del medio quedó carcomida por la escasa credibilidad que despertaron los imitadores del macrismo.

Como Massa asumió algunas banderas de la derecha en forma explícita (seguridad) y otras en forma disfrazada (ajuste de la economía), terminó incentivando el voto por Cambiemos. Randazzo no se atrevió a tanto y se diluyó en la insignificancia.

Mientras el oficialismo festeja esa reorganización del mosaico electoral, el eclipse de los renovadores deteriora una carta de reemplazo derechista del gobierno. Cualquiera sea el veredicto de octubre ya se sabe que habrá pocas modificaciones en el equilibrio de bancadas parlamentarias. El oficialismo deberá negociar con una oposición más voluble.

Cristina logró un significativo resultado en las PASO que sintoniza con la popularidad de su mandato. Cerró esa gestión posponiendo el ajuste y preservando la memoria de ciertas mejoras. El establishment no esperaba una resurrección, que presenta ciertas semejanzas con la renovada centralidad de Lula en Brasil.

DIFERENCIAS CON EL MENEMISMO

A una semana de las primarias se concretó una multitudinaria movilización sindical. Todas las maniobras ministeriales para forzar el levantamiento de esa marcha fracasaron. La protesta contra la miseria actual se extendió a los proyectos para agravarla, con reformas impositivas, laborales y previsionales.

La manifestación confirmó la vigencia de relaciones sociales de fuerzas que limitan el ajuste. Macri no ha satisfecho la exigencia capitalista de erosionar la combatividad de los trabajadores. Tampoco pudo oponer a los excluidos con los asalariados organizados.

La complicidad de la burocracia sindical es una pieza clave del gobierno contra la resistencia popular. Pero el oficialismo carece de un sector incondicional significativo de esa jerarquía. Por eso debe negociar la entrega a cambio prebendas. El dinero de las obras sociales es la gran caja de una corruptela que se tramita con los chantajes de siempre.

Macri necesita preservar la tregua concertada con burócratas, que están sometidos a una fuerte presión por abajo. Los jerarcas rehúyen los actos masivos y bloquean el llamado a un paro nacional. Cuando convocan acciones puntuales aparece el fantasma de un desborde, que refleja la tensión social imperante. Cualquier sea la performance electoral de Cambiemos el gobierno deberá convivir con ese dato.

Este escenario explica la estrategia de atropellos pausados que la prensa denomina “gradualismo”. Los funcionarios tiran piedras y esconden la mano, para evaluar cuánta brutalidad tolera el pueblo (“si pasa, pasa”). Guían su acción por esa norma empírica de agresiones. Por ahora tantean su anhelada reforma laboral con la erosión puntual de los convenios.

Promueven el modelo implementado en Sancor para negociar puestos de trabajo por flexibilización o el esquema ensayado en Tierra del Fuego de auxilio federal a cambio de recortes. También apuntalan la modalidad acordada con algunos burócratas (petróleo, construcción, automotrices), para anular derechos con la zanahoria de futuras inversiones.

Ese molde de atropellos escalonados es complementado con vaivenes en los tarifazos y una pugna para bajar el techo salarial de las paritarias. Hasta ahora prevalece un desangre puntual de empleos en las reparticiones públicas y no los masivos despidos que exige la ortodoxia.

Si Macri mantiene esa agenda repetirá lo ocurrido en su primer bienio y seguirá preparando el mega-ajuste para un futuro mandato. El líder del PRO necesita reunir un mayor soporte político, para imitar el ejemplo brasileño de reforma laboral troglodita.

 La comparación con Menem persiste como la mejor referencia para evaluar los márgenes de acción reaccionaria del gobierno. En las elecciones de medio término, el riojano ya exhibía mayores atropellos contra el pueblo que su émulo.

La principal diferencia radica en la derrota que impuso a las huelguistas de la telefonía, YPF y ferrocarriles. El justicialista neoliberal doblegó a los sindicatos combativos, debilitó al movimiento popular y asimiló por completo a la burocracia sindical.

Menem aprovechó el agobio generado por la hiperinflación para imponer su inédito modelo de injusticia social. Macri no puede auto-infligirse una repetición del 2001para implementar el mismo ajuste.

Además, su antecesor gobernó en un contexto internacional de euforia neoliberal que se ha disuelto. No es sencillo consolidar una hegemonía derechista en el turbulento escenario actual.

MANIPULACIÓN CON LÍMITES

El gobierno sobredimensiona su performance electoral. Se auto-engaña con el fraude mediático que proclamó ganador a Cambiemos, cuando faltaban procesar sufragios decisivos del Gran Buenos Aires

El macrismo propagó esos resultados antes de su corroboración, para incidir en los zócalos de las pantallas y las tapas de los diarios. Instaló un clima de gran victoria apostando a la lenta disolución de cualquier desmentida posterior.

Este nefasto manejo de la información ha sido bautizado con una denominación acorde al desinterés por los hechos. Bajo el imperio de la “pos-verdad” alcanza y sobra con la simulación para disuadir reflexiones e impactar sobre las emociones.

Con toda la artillería que aporta Duran Barba y sus focus grups, Macri recurre a una sofisticada tecnología del engaño. Esa manipulación incluye intercalar mensajes de buena onda y confrontación. Las suaves convocatorias al diálogo se entremezclan con brutales exigencias de entierro del pasado.

El PRO selecciona los temas en función de una u otra conveniencia (“ya llega el segundo semestre” o “no se habla de economía”). Desvía la atención de lo relevante y abusa de la invención contra-fáctica (“evitamos la hiperinflación”). Con figuras taquilleras busca capturar el voto despolitizado, para sostener su gobierno en una mayoría silenciosa.

Se apoya además en la base social derechista que despuntó con los cacerolazos y promueve un liberalismo gorila con ingredientes de odio de clase. Los indigentes son presentados como “perritos” y los opositores son ubicados en el universo del “narco-menudeo”. Tampoco faltan crueldades frente al sufrimiento popular (corte de pensiones por discapacidad).

El propósito de esta acción es romper la solidaridad social para culpar a los excluidos por sus padecimientos. Se busca naturalizar la conveniencia de un gobierno de millonarios, difundiendo la absurda creencia que ya no necesitan robar en la función pública.

Pero estos cimientos ultra-reaccionarios de Cambiemos están por ahora afincados en sectores medio-altos y en generaciones veteranas. Esas creencias no han calado en el grueso de la población. Los adherentes del oficialismo glorifican el mercado hasta que el ajuste los afecta. Avalan la disciplina social pero no la represión en gran escala. Por eso los tarifazos desatan protestas generalizadas y los ensayos “anti-piquete” quedan a medio camino.

Este contexto explica también el masivo rechazo al “dos por uno” que favorecía a los genocidas y la conmoción creada por la desaparición de Maldonado. Mientras crece una marea de indignación, el gobierno se empantana en insólitos inventos para encubrir a la gendarmería.

El secuestro de un militante que protestaba junto a los mapuches contra el despojo que perpetran Benetton y Lewis impacta en toda la sociedad. Un reclamo por la aparición con vida sensibiliza a varias generaciones.

La eventual hegemonía derechista del PRO no solo choca con la vitalidad de esa conciencia colectiva. También debe lidiar con la endeblez de la economía. El gobierno compensa la ausencia de crecimiento con un alocado endeudamiento, que potencia las bicicletas financieras y precipita periódicas corridas hacia el dólar.

Esos temblores obedecen a la fragilidad del modelo y no al temor que suscita un triunfo de Cristina. La vulnerabilidad de la economía determina también el bajo estatus crediticio que mantienen las calificadoras de riesgo.

El gobierno apuesta a sostener el financiamiento externo con un afianzamiento de la reactivación. Pero hasta ahora sólo administra un paupérrimo rebote del ciclo, carente de inversiones o recuperación del empleo. Para colmo Trump retribuye el “retorno” del país al mundo, con penalidades aduaneras a la exportación de biodiesel. En la economía de Macri hay poco espacio para el festejo electoral.

LOS CONSERVADORES DE SIEMPRE

Cambiemos es visto por algunos analistas como una derecha renovada y democrática. Sustentan esa mirada en la impronta cultural del macrismo, que ofrece a las clases medias acomodadas un molde más presentable del proyecto reaccionario.

Ese formato incluye retórica new age y preocupaciones por una ciudad verde con bicisendas y comida saludable. Esa ideología aporta un disfraz de neoliberalismo modernizado, que reivindica el disfrute pasajero y ensalza el individualismo.

Pero la asimilación efectiva de ese imaginario choca con las penurias de la clase media para llegar a fin de mes. La penetración real del relato macrista está sobreestimada por la influencia de los comunicadores que controlan las pantallas.

En ese ámbito se verifica un cambio de figuras. El vetusto derechismo eclesiástico (Neustadt, Grondona) ha sido reemplazado por los sermones de ex progresistas, que veneran el status quo con poses de informalidad (Lanata, Fernando Iglesias, Leuco, Birmajer). Con más ingenio y cinismo recrean las mismas banalidades conformistas de sus antecesores.

De todas formas el PRO depende más de la partidocracia tradicional que de esos pintorescos personajes. Los votos se logran con demagogia electoral y gasto público. La modernización cultural que se le atribuye a Cambiemos omite auditar la billetera que maneja Vidal. Se silencia especialmente sus negociaciones con intendentes para organizar cortes de boleta a cambio de obras.

 Es cierto que el macrismo logró votos en las zonas empobrecidas, atribuyendo todos los males del país a la corrupción del kirchnerismo. Pero utiliza el mismo argumento esgrimido por todos los gobiernos, para distraer a la población con los robos de sus antecesores.

Lo insólito de Cambiemos es el peso que tiene esa acusación entre funcionarios manchados por desfalcos de todo tipo. Muy pocos personajes del PRO pueden justificar sus incalculables fortunas. En dos años de gestión el grueso del gabinete exhibe sorprendentes incrementos de patrimonio, valuaciones truchas de propiedades e inversiones millonarias en el exterior.

Macri encabeza ese listado de irregularidades. Dispensa incontables favores a una familia que se enriqueció esquilmando al estado. Apuntala los negocios de su grupo, propiciando ventajas en múltiples negocios (autopistas, correo, aviación, rutas) y contratos (Odebrecht).

Sólo el descarado apañamiento de la justicia impide el juicio político a un presidente tan involucrado en el lavado de su fortuna (Panamá Papers). Hay que buscar con lupa los ingredientes de renovación en esta típica gestión corrupta de la derecha tradicional.

Más incongruente es el uso del término democrático para caracterizar a esa administración. El macrismo se ubica en las antípodas de esa calificación. Su gobierno ilustra cómo el poder real se ejerce fuera del ámbito electoral, mediante el manejo cotidiano de la economía, la justicia y los medios de comunicación. Los gerentes de esos dispositivos no están sujetos a ningún sufragio y son rigurosamente seleccionados entre la elite de los acaudalados.

Pero Cambiemos avasalla incluso los formalismos institucionales de esa estructura de poder. Al igual que Santos en Colombia y Peña Ñieto en México, Macri preside una plutocracia contrapuesta a la soberanía popular.

SIN SOMETIMENTO, NI CASTIGOS

 La exagerada evaluación del éxito electoral del macrismo es compartida por algunos intelectuales del kirchnerismo, que fueron sorprendidos por el triunfo de su rival. Esperaban un voto castigo y atribuyen el error de esa expectativa a razonamientos economicistas. Estiman que identificaron mecánicamente el padecimiento social con el descontento político. Consideran que Cambiemos logró socavar esa conexión con un discurso que penetra en los sectores populares.

Pero ese enfoque no registra el carácter limitado de la influencia del gobierno y evita analizar lo ocurrido en el flanco opuesto del kirchnerismo. Cristina hizo una buena elección, pero no recuperó los votos perdidos en las últimas secuencias de comicios.

Ese estancamiento no obedece a fracturas en la conciencia popular. Simplemente expresa el balance crítico hacia una gestión que preservó los privilegios de los capitalistas y los cimientos del subdesarrollo. El brutal ajuste implementado en Santa Cruz rememora las carencias de la década pasada.

Para eludir el debate sobre esas falencias se magnifica el avance del PRO. Los méritos atribuidos al gobierno permiten disimular las limitaciones del cristinismo. Se supone que la derecha prospera por sus propias cualidades y no por las insuficiencias del mandato K.

El repunte de Cambiemos es frecuentemente identificado con la astucia del relato oficial. Pero en interpretaciones simétricas se explica el mismo fenómeno por la crudeza del gobierno y la pasividad del pueblo. En este caso se estima que el macrismo explicita el ajuste y logra consenso ante la resignación colectiva.

Pero esta imagen de sometimiento contrasta con la intensa resistencia social y con el doble discurso que ejercita el PRO. En lugar de recurrir al descaro derechista, el gobierno suele enmascarar sus acciones. Sin ese ejercicio del engaño Macri naufragaría en poco tiempo.

Otros pensadores del kirchnerismos rechazan acertadamente el pesimismo de sus colegas, pero recaen en un extremo opuesto de exitismo. Afirman que dos de cada tres votantes sufragó contra el gobierno.

La arbitrariedad de esa estimación salta a la vista, puesto que embolsa en un mismo bloque anti-PRO a expresiones muy contrapuestas. No es sensato equiparar los sufragios por Massa con las papeletas de la izquierda. Con el método de contraponer los votos propios con todo el espectro restante se podría afirmar que dos de cada tres ciudadanos rechazó al kirchnerismo. Esa matemática acomodaticia no lleva a ningún lado.

El principal problema del Cristinismo no fueron los números, sino la campaña que desenvolvió en las PASO. Comenzó insinuando un perfil de denuncia del ajuste y promoción de alternativas (revisión de la deuda, freno de los tarifazos, emergencia alimenticia, congelamiento de precios). Incluso denunció a los legisladores de su espacio que avalaron en el Parlamento el atropello oficial.

Pero posteriormente decidió hablar poco con el extraño argumento de transferirle la voz al pueblo. Con esa modalidad silenciosa atemperó las críticas, diluyó las propuestas e incluso emitió convocatorias a suspender acciones de resistencia.

Este giro hacia la moderación contradice la convocatoria a votar al kirchnerismo para frenar el ajuste. Es evidente que ese límite se conquistará más en la calle que en el cuarto oscuro. La contraposición del sufragio con la movilización suele desembocar en una gran frustración popular.

Nadie sabe si la estrategia de Cristina apunta a reconstruir el peronismo o a gestar una nueva fuerza de centroizquierda. Pero en ambas opciones se desvanece la batalla real contra el macrismo. Esa resistencia exige el contundente compromiso con la lucha, que demostraron los líderes de izquierda al acompañar a los trabajadores de Pepsico.

Habrá que ver si la derecha logra o no forjar su ansiada hegemonía. Ese resultado dependerá del desenlace de las batallas sociales. Los comicios de octubre incidirán pero no definirán la gran pulseada entre los capitalistas y los trabajadores.

REFERENCIAS

-Rosso, Fernando. ¿Cambiemos: una nueva hegemonía?

http://panamarevista.com/cambiemos-una-nueva-hegemonia/

-Alemán, Jorge. Cambiemos encarna una conquista del desierto cultural

http://www.tiempoar.com.ar/articulo/view/70041/cambiemos-encarna-una-conquista-del-desierto-cultural

-Semán, Pablo. Cambiemos está explorando una nueva hegemonía

http://www.agenciapacourondo.com.ar/elecciones-2017/cambiemos-esta-explorando-una-nueva-hegemonia

-Natanson, José. El macrismo no es un golpe de suerte

http://www.pagina12.com.ar/56997-el-macrismo-no-es-un-golpe-de-suerte

-Granovsky, Martin ¿ Derecha democrática ?  

https://www.pagina12.com.ar/57262-derecha-democratica

Postolski, Glenn. Elecciones sin vueltas

https://www.pagina12.com.ar/58085-elecciones-sin-vueltas

-Fidanza, Eduardo. Triunfos de verdad y de posverdad .  

http://www.lanacion.com.ar/2054686-triunfos-de-verdad-y-de-posverdad

Vilas, Carlos M. Vapuleados pero no vencidos

http://www.pagina12.com.ar/57065-vapuleados-pero-no-vencidos

-López, María Pía. ¿Qué hay de nuevo, viejo?

https://www.pagina12.com.ar/57923-que-hay-de-nuevo-viejo

Horowicz, Alejandro. Tanto realismo, tanta aceptación de las relaciones de fuerza, muestra la voluntad de no transformarla.  

http://www.herramienta.com.ar/content/elecciones-primarias-y-algunos-debates-estrategicos-urgentes-para-una-izquierda-sin-brujula

Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

Fuente del Artículo:

https://www.rebelion.org/noticia.php?id=231038

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La izquierda frente a Venezuela

Claudio Katz

Durante los últimos dos meses Venezuela afrontó una terrible oleada de violencia. Ya se computan más de 60 muertos entre escuelas saqueadas, edificios públicos incendiados, transportes públicos destruidos y hospitales evacuados. Los grandes medios de comunicación sólo transmiten en cadena denuncias macabras del gobierno. Han instalando la imagen de un dictador en conflicto con los demócratas de la oposición.

Pero los datos de lo ocurrido no corroboran ese relato, especialmente en lo referido a los fallecidos. Cuando totalizaban 39, un primer informe destacó que sólo 4 fueron víctimas de las fuerzas de seguridad. El resto murió en saqueos o confusas balaceras al interior de las movilizaciones opositoras. Otra evaluación señaló que el 60 por ciento de los ultimados era totalmente ajeno a la confrontación.

Estas caracterizaciones son coherentes con las estimaciones que atribuyen gran parte de los asesinatos a francotiradores ligados a la oposición. Indagaciones más recientes destacan que el grueso de los victimas perdió la vida por vandalismo o ajustes de cuenta.

Existen además incontables denuncias sobre incursiones de grupos paramilitares ligados a la derecha. También hay indicios de un alto grado de violencia con protección local, en los municipios gobernados por la oposición.

Estos balances sintonizan con la brutalidad fascista que introdujo el incendio de personas adscriptas al chavismo. Quemar vivo a un partidario del gobierno es una práctica más ligada a los paramilitares colombianos o al hampa, que a las organizaciones políticas tradicionales. Algunos analistas incluso estiman que sobre un total de 60 muertos 27 eran simpatizantes del chavismo.

Otros afirman que al interior de las marchas opositoras actuaron unas 15.000 personas entrenadas como grupos de choque. Utilizaron capuchas, escudos y armas caseras para crear un clima caótico e instalar «territorios liberados».

Las evaluaciones que presenta la oposición son diametralmente opuestas, pero han sido refutadas por detallados informes sobre las víctimas. Como nadie reconoce la existencia de evaluaciones «independientes», conviene juzgar lo sucedido recordando los antecedentes. En la guarimba de febrero del 2014 murieron 43 personas, en su gran mayoría ajenas al choque político o a la represión policial.

También corresponde evaluar cómo reaccionaría la oposición frente a un desafío equivalente. Sus gobiernos zanjaron el «Caracazo» de 1989 con centenares de muertos y miles de heridos.

La coyuntura venezolana es dramática, pero no explica la centralidad del país en todos los noticieros. Situaciones de mayor gravedad en otros países son totalmente ignoradas por los mismos medios.

Desde el comienzo del año en Colombia fueron asesinados 46 líderes sociales y en los últimos 14 meses perecieron 120. Entre el 2002 y 2016 las fuerzas paramilitares masacraron a 558 dirigentes populares y el número de sindicalistas aniquilados en las últimas dos décadas asciende a 2500. ¿Por qué razón ninguna emisora de peso menciona esta continuada sangría en el principal vecino de Venezuela?

El panorama de México es más aterrador. Todos los días algún periodista incrementa la incontable lista de estudiantes, maestros y luchadores sociales asesinados. En el clima de guerra social impuesto por las «acciones contra el narcotráfico» desaparecieron 29.917 personas. ¿Este nivel de masacre no debería suscitar más atención periodística que Venezuela?

Honduras es otro caso espeluznante. Junto a Berta Cáceres fueron ultimados otros quince militantes. Entre 2002-2014 la cifra de defensores del medio ambiente asesinados se elevó a 111. El listado de victimas del horror ignorado por la prensa hegemónica podría extenderse a los presos políticos de Perú. Muy pocos conocen, además, los padecimientos afrontados por el dirigente independentista portorriqueño Oscar López Rivera durante sus 35 años de prisión.

La mayoría de la población latinoamericana simplemente desconoce las tragedias imperantes en los países gobernados por la derecha. El doble estándar informativo confirma que el protagonismo de Venezuela en las pantallas, no obedece a preocupaciones humanitarias.

MODALIDADES DE UN GOLPE

La cobertura mediática apuntala el golpismo de la oposición. Como no pueden perpetrar una clásica asonada pinochetista, ensayan procesos destituyentes centrados en el disloque de la sociedad. Retoman lo intentado en febrero del 2014, para consumar un golpe institucional semejante al efectivizado en Honduras (2009), Paraguay (2014) o Brasil (2016). Pretenden imponer por la fuerza lo que posteriormente validarían en las urnas.

La derecha carece de la fuerza militar utilizada en el pasado para recuperar gobiernos. Pero intenta recrear esa intervención con escaramuzas frente a los cuarteles, incendios de estaciones policiales o marchas hacia las sedes militares.

Su plan combina el sabotaje de la economía con la virulencia callejera a través de grupos armados, que a diferencia de Colombia actúan en forma anónima. Se mezclan con el hampa y aterrorizan a los comerciantes.

Estas acciones incluyen los métodos fascistas auspiciados por las corrientes más violentas del antichavismo. Se apropian de la simbología insurgente forjada por los movimientos populares y presentan su acción depredadora como una gesta heroica. Su líder Leopoldo López no es un inocente político. Cualquier tribunal ajustado a derecho, lo hubiera condenado a perpetua por sus responsabilidades criminales.

La derecha propicia un clima de guerra civil para desmoralizar a las bases del chavismo, afectadas por la falta de alimentos y medicinas. Presiona explícitamente por una intervención extranjera y negocia con los bancos acreedores una interrupción de los créditos al país.

La oposición pretende linchar a Maduro para enterrar al chavismo. Dirime su batalla en las calles, en la conquista de la opinión pública y en el colapso de de la economía. Considera a los comicios como una simple coronación de esa ofensiva.

Pero afronta obstáculos crecientes. El predominio de los violentos en sus marchas aleja al grueso de los descontentos y desgasta a los propios manifestantes. Como ya ocurrió en el 2014 el rechazo a los fascistas socava a toda la oposición. La permanencia de Maduro disuade, además, la concurrencia a las marchas. No han logrado penetrar en los barrios populares, donde siempre afrontan el riesgo de una adversa confrontación armada.

La gran burguesía venezolana instiga el golpe con el sostén regional de Macri, Temer, Santos y Peña Nieto. Impulsa desde hace meses en la OEA un plan desestabilizador. Pero tampoco ha logrado resultados en ese terreno. Las sanciones contra Venezuela no prosperaron por la oposición de varias cancillerías y quedó bloqueada la unanimidad que en los años 60 tenía la expulsión de Cuba.

Es también notorio el protagonismo golpista de los Estados Unidos, que intenta recuperar el control de la principal reserva continental de crudo. El Departamento de Estado busca repetir los operativos de Irak o Libia, sabiendo que luego de tumbar a Maduro nadie se acordará dónde queda Venezuela. Basta observar como los medios omiten en la actualidad, cualquier mención de los países ya intervenidos por el Pentágono. Una vez liquidado el adversario los informativos se ocupan de otros temas.

Las metas estratégicas del imperialismo no son registradas por quienes resaltan el coqueteo de algún diario yanqui con el presidente venezolano o las ambigüedades verbales de Trump. Suponen que esos irrelevantes datos ilustran la ausencia de conflicto entre el Estados Unidos y el chavismo. Pero no registran que la inmensa mayoría de la prensa ataca virulentamente a Maduro y que el multimillonario de la Casa Blanca desmiente cada día lo afirmado en la jornada anterior.

Trump no es indiferente, ni neutral. Simplemente delega en la CIA y el Pentágono la implementación de una conspiración diseñada a través de los planes Sharps y Venezuela Freedom 2. Esas operaciones incluyen espionaje, despliegue de tropas y cobertura del terrorismo. Se desenvuelven en forma sigilosa, mientras la gran prensa descalifica cualquier denuncia sobre esos preparativos. Cuestionan especialmente las «exageraciones de la izquierda», para que nadie moleste a los conspiradores.

Algunos analistas estiman que la presencia de Chevron en Venezuela -o los continuados negocios de PDVSA en Estados Unidos- ilustran una estrecha asociación entre ambos gobiernos. Deducen de esa relación la ausencia de un escenario golpista. Pero esas conexiones no alteran en lo más mínimo la decisión imperial de derrocar al gobierno bolivariano.

Las actividades de empresas yanquis en Venezuela (y de sus contrapartes en Estados Unidos) han persistido desde el inicio del proceso chavista. Pero tanto Bush, como Obama y Trump han buscado recuperar el manejo imperial directo del petróleo. No les alcanza con una tensa relación de socios o clientes. Pretenden instaurar el modelo de privatización imperante en México y expulsar a Rusia y China de su patio trasero.

LA ACTITUD DE LA IZQUIERDA

Si el diagnostico de un golpe reaccionario es correcto la postura de la izquierda no debería suscitar divergencias. Nuestros principales enemigos son la derecha y el imperialismo y doblegarlos es siempre una prioridad. Este principio elemental debe ser reafirmado en los momentos críticos, cuando lo obvio puede tornarse difuso.

Cualquiera fueran nuestras críticas a Salvador Allende nuestra batalla central era contra Pinochet. Y correspondía adoptar la misma conducta frente a los gorilas argentinos de 1955 o los saboteadores de Arbenz, Torrijos y los distintos gobiernos antiimperialistas de la región. Esta misma postura supone hoy en Venezuela apuntalar una acción común contra la escala derechista.

En los escenarios de golpe también resulta indispensable distinguir a los responsables de la crisis. No es lo mismo los causantes de un desastre que los impotentes para resolverlo.

Esta diferencia se verifica en el terreno económico. Los errores cometidos por Maduro son tan numerosos como injustificables, pero los culpables del deterioro actual son los capitalistas. El gobierno es tolerante o incapaz. No se ubica en el mismo plano. Quiénes comenten el garrafal error de identificar a ambos sectores confunden responsabilidades de distinta índole.

Los desaciertos del gobierno se han verificado en el inoperante cambio de billetes, en el inadmisible endeudamiento externo o en el descontrol de los precios y del contrabando. Pero el desplome de la economía ha sido causado por los acaudalados que manipulan las divisas, disparan la inflación, manejan los bienes importados y desabastecen la provisión de bienes básicos.

El Ejecutivo no responde o actúa mal por muchas razones: ineficiencia, tolerancia a la corrupción, amparo a la boliburguesía, connivencia con millonarios disfrazados de chavistas. Por eso no corta el sostén a los grupos privados que reciben dólares baratos para importar caro. Pero el desmoronamiento de la producción ha sido una acción de la clase dominante para tumbar a Maduro. Desconocer ese conflicto retrata un insólito nivel de miopía.

Esta ceguera impide registrar otro dato clave del momento: la resistencia del chavismo a la embestida derechista. Con métodos y actitudes muy cuestionables Maduro no se rinde. Mantiene el verticalismo del PSUV, favorece la proscripción de las corrientes críticas y preserva una burocracia que asfixia las respuestas desde abajo. Pero a diferencia de Dilma o de Lugo no se entrega. Se ubica en las antípodas de la capitulación que consumó Syriza en Grecia.

Esa postura explica el odio de los poderosos. El gobierno adoptó la excelente decisión de retirarse de la OEA. Abandonó el Ministerio de Colonias y concretó la ruptura que siempre ha exigido la izquierda. Esta decisión debería suscitar el contundente apoyo que muy pocos han explicitado.

Como toda administración acosada por la derecha, el gobierno recurre a la fuerza para defenderse. Los comunicadores del establishment denuncian esa reacción con un infrecuente grado de histeria. Se olvidan de las justificaciones que habitualmente aportan para gobiernos de otro signo frente situaciones semejantes. Pero Maduro también ha recibido cuestionamientos inversos por su relativa contemplación hacia los fascistas. Sólo adoptó medidas acotadas ante al salvajismo opositor.

En esa respuesta el oficialismo seguramente ha cometido injusticias. Es el lamentable costo de cualquier enfrenamiento significativo con la contrarrevolución. Esas adversidades han estado presentes en todas las batallas contra la reacción desde Bolívar hasta Fidel. Hay que evitar en este delicado terreno la auto-indulgencia, pero sin repetir las calumnias que propaga la oposición.

Actualmente Maduro dirige sus cañones contra la brutalidad derechista y no contra el pueblo. Por eso carecen de sentido las comparaciones con Gadaffi o Sadam Hussein. No perpetró ninguna masacre de militantes de izquierda, ni participó en aventuras bélicas instigadas por Estados Unidos. La analogía con Stalin es más ridícula, pero recuerda que el espectro de Hitler sobrevuela a muchos opositores asociados con Uribe o nostálgicos de Pinochet.

POSTURAS SOCIALDEMÓCRATAS

En los últimos meses se han multiplicado también entre los adversarios de la derecha, las miradas que culpan a Maduro por el desgarro de Venezuela. Esas opiniones repiten la vieja actitud socialdemócrata de sumarse a la reacción en los momentos críticos.

Cuestionan la legitimidad del gobierno con los mismos argumentos de la oposición. En lugar de acusar a la CIA, a los escuálidos o a la OEA, concentran sus objeciones sobre el chavismo. Adoptan esa postura en nombre de un ideal democrático tan abstracto, como divorciado de la batalla por definir quién prevalece en el manejo del estado.

Esa postura ha incidido en varios pensadores del pos-progresismo ligados al autonomismo. No sólo acusan a Maduro por la situación actual. Afirman que reforzó un liderazgo autoritario para mantener el modelo rentista petrolero.

Esta caracterización es muy semejante a la tesis liberal que atribuye todos los problemas de Venezuela a políticas populistas, implementadas por tiranos que malgastan los recursos del estado. Con un lenguaje más diplomático el diagnóstico es semejante.

Otras miradas del mismo signo resaltan en forma más categórica la responsabilidad del líder chavista. Convocan, además, a evitar el «simplismo conspirativo de culpar a la derecha o al imperialismo» por el drama del país. ¿Pero las conspiraciones de la reacción son imaginarias? ¿Los asesinatos, los paramilitares y los planes del Pentágono son paranoicas invenciones bolivarianas?

Sin responder a este elemental interrogante, esa postura también descarta cualquier comparación con lo ocurrido en Chile en 1973. Pero tampoco explica la invalidez de esa analogía. Presupone las diferencias entre ambas situaciones como un sobreentendido, sin notar las enormes semejanzas que existen en el terreno del desabastecimiento, la irritación conservadora de la clase media o la intervención de la CIA.

Los paralelos objetados con Allende son en cambio aceptados para el caso del primer peronismo, que es visto como un antecedente directo del chavismo. ¿Pero el parecido se ubica en los años de estabilidad o en los momentos previos al golpe del 55? La preocupación por la escalada de violencia sugiere que la semejanza está referida a este último período. Y en una situación de ese tipo: ¿Cuál era la prioridad? ¿Confrontar con el autoritarismo de Perón o resistir a los gorilas?

Los socialdemócratas y pos-progresistas enfatizan la culpabilidad autoritaria de Maduro. Por eso desdeñan el peligro golpista y desestiman la necesidad de preparar alguna defensa contra las provocaciones de la derecha.

Pero las consecuencias de esa actitud se verifican cuando los oligarcas y sus bandidos recuperan el gobierno. Lo ocurrido hace poco en Honduras, Paraguay o Brasil, ni siquiera suscita alertas entre los diabolizadores del chavismo.

También objetan el extractivismo, el endeudamiento y los contratos petroleros. Pero no explicitan si postulan alternativas anticapitalistas y socialistas frente a estas evidentes falencias de Maduro. Lo mismo ocurre con el desabastecimiento y la especulación. ¿Proponen actuar con mayor firmeza contra los banqueros y los pulpos comerciales? ¿Promueven medidas de confiscación, nacionalización o control popular directo?

Para la adopción de estas iniciativas podrían concebir puentes con el gobierno, pero nunca con la oposición. Los detractores del chavismo soslayan esta diferencia.

CONVOCATORIAS POS-PROGRESISTAS

La óptica socialdemócrata ha signado el urgente llamado a la paz que firmaron numerosos intelectuales. Esa declaración promueve un proceso de pacificación, rechazando tanto la deriva autoritaria del chavismo como la actitud violenta de sectores de la derecha.

La convocatoria propicia un equilibrio para superar la polarización y recurre a un lenguaje más próximo a las cancillerías que la militancia popular. Este tono es acorde con la implícita adscripción a una teoría de los dos demonios. Frente a ambos extremos propone transitar por la avenida del medio.

Pero esa equidistancia queda inmediatamente desmentida por la responsabilidad primordial que le asigna al gobierno. Subraya esa culpabilidad no sólo ignorando el acoso de la derecha. El imperialismo es apenas mencionado al pasar.

El texto recibió una contundente respuesta auspiciada por la REDH y suscripta por muchos intelectuales. Esa crítica objeta acertadamente la fascinación con el republicanismo convencional y recuerda la preeminente gravitación de fuerzas extra-constitucionales en las situaciones críticas.

La recaída liberal de los pensadores pos-progresistas recrea lo ocurrido con los gramscianos socialdemócratas de los años 80. La enemistad de ese grupo con el leninismo y la revolución cubana se asemeja a la hostilidad actual hacia el chavismo. Varios firmantes del llamamiento han transitado por los dos periodos.

Pero la vertiente socialdemócrata actual es tardía y carece de la referencia política que aportaba el PSOE español. La deriva social-liberal de ese partido ha demolido por completo el imaginario progresista inicial Esa orfandad quizás explica el actual reencuentro con el viejo liberalismo.

En algunos casos ese desemboque corona la división que afectó a distintas variantes del autonomismo. Las posturas frente al proceso bolivariano desencadenaron esa fractura. Quienes optaron por situarse en la vereda opositora cuestionan a los que se «aferran al chavismo» .

Pero este segundo sector maduró las insuficiencias precedentes y ha sabido comprender la necesidad de batallar por el poder del estado, en perspectivas socialistas afines al marxismo latinoamericano.

En cambio el otro segmento, continúa navegando en la ambigüedad de generalidades sobre el anti-patriarcado y el anti-extractivismo, sin ofrecer ningún ejemplo concreto de lo que propone. Al quedar absorbidos por el universo liberal, sus enigmáticas vaguedades ya no enriquecen el pensamiento de la izquierda. Entre olvidos de la lucha de clases y fascinaciones por la institucionalidad burguesa, sus denuncias del extractivismo se convierten en una pintoresca curiosidad.

DESPISTES DEL DOGMATISMO

Un discurso convergente con la socialdemocracia es también propagado con argumentos sectarios. En este caso Maduro es presentado como un gobierno corrupto, entreguista y ajustador que consolida un régimen dictatorial. En otras ocasiones esa misma ilegitimidad es descripta con categorías más indirectas (presidente de facto) o sofisticadas (jefe bonapartista).

Pero todas las variantes coinciden en subrayar la responsabilidad primordial de un gobierno autoritario que desgarra al país. La sintonía de este enfoque con el relato de medios salta a la vista. Pero el principal problema no se ubica en la retórica, sino en la acción práctica.

Todos los todos los días hay marchas de la derecha y del gobierno. Los abanderados del rigor socialista: ¿A cuál de las dos movilizaciones concurren? ¿Con cuál se identifican? Si estiman que el oficialismo es el enemigo principal deberían hacer causa común con los escuálidos de las guarimbas.

En Buenos Aires, por ejemplo, convocaron en mayo pasado a una movilización exigiendo la salida de Maduro . Todos los transeúntes que observaron esa marcha, percibieron con claridad quién ocuparía inmediatamente la presidencia de Venezuela, si se derroca al actual mandatario. Notaron también la total coincidencia de este llamado con los mensajes emitidos cotidianamente por los noticieros.

No es la primera vez que sectores provenientes de la izquierda convergen tan nítidamente con la derecha. Un antecedente en Argentina bajo el kirchnerismo fue la presencia de banderas rojas en las marchas agro-sojeras y en las manifestaciones de los caceroleros. Pero lo que fue patético en Buenos Aires puede tornarse dramático en Caracas.

Otras visiones equiparan a Maduro con la oposición, estimando que bajo la mascarada de una aparente contraposición se esconden coincidencias mayúsculas. Por eso especulan sobre el momento en que esa convergencia se tornará explicita.

Esta curiosa interpretación contrasta con las batallas campales entre ambos sectores que registra el resto de los mortales. Resulta un poco difícil interpretar a las guarimbas, los asesinatos y las amenazas del Pentágono como una reyerta ficticia entre dos allegados.

La única lógica de esa presentación es quitar dramatismo al conflicto actual, para interpretarlo como una simple lucha inter-burguesa por la apropiación de la renta. Por esa razón el totalitarismo de Maduro es visto como un peligro equivalente (o superior) a la oposición.

El mayor problema de ese enfoque no es su despiste, sino la implícita neutralidad que propicia. Como todos son iguales, el auto-golpe atribuido al gobierno es equiparado al golpe que propicia la derecha.

Pero esa equivalencia es obviamente falsa. En Venezuela no actúan las dos vertientes reaccionarias, que por ejemplo en Medio Oriente corporizan el yihadismo y las dictaduras. Tampoco prevalece el tipo de contrapunto entre trogloditas que oponía en Argentina a Isabel Perón con Videla.

El choque entre Maduro y Capriles-López se asemeja a la confrontación de Allende con Pinochet, de Perón con Lonardi o más recientemente de Dilma con Temer. Como no son iguales el triunfo de la derecha implicaría una terrible regresión política.

La neutralidad frente a esta disyuntiva es sinónimo de pasividad y retrata un grado de impotencia mayúscula frente a los grandes acontecimientos. Implica renunciar a la participación y compromiso con causas reales.

Como esa actitud da por sentado que el chavismo se acabó, limita todo su horizonte a redactar un balance de esa experiencia. Pero el mayor fracaso en la acción política nunca afecta a los procesos inacabados o frustrados. Lo peor es la intrascendencia frente a las grandes gestas.

Cualquiera sean los cuestionamientos a Maduro, el desenlace de Venezuela define el destino inmediato de toda la región. Si triunfan los reaccionarios prevalecerá un escenario de derrota y una sensación de impotencia frente al imperio. El fin del ciclo progresista será un dato y no un tema de evaluación entre pensadores de las ciencias sociales.

La derecha lo sabe y por eso acelera las campañas contra los intelectuales que defienden al chavismo. La reciente andanada de Clarín es un anticipo de la arremetida que preparan en un escenario regional pos-Maduro. Los sectarios no registran siquiera ese peligro.

COMICIOS FICTICIOS

En lo inmediato hay dos opciones políticas en juego: la derecha exige adelantar las elecciones generales y gobierno convocó a una Asamblea Constituyente. La oposición sólo está dispuesta a participar en comicios que le aseguren el primer puesto.

De las 19 elecciones realizadas bajo el chavismo, los bolivarianos ganaron 17 y reconocieron de inmediato las derrotas restantes. En cambio la derecha nunca aceptó resultados adversos. Siempre denunció algún fraude o recurrió al boicot. Cuando triunfó en elecciones parciales exigió la inmediata caída del gobierno.

En diciembre del 2015 obtuvieron mayoría en la Asamblea Nacional y proclamaron el derrocamiento de Maduro. Intentaron varios desconocimientos posteriores, recurrieron a la instalación de diputados truchos y falsificaron firmas para el revocatorio.

Capriles, Borges y López promueven ahora elecciones ficticias, en medio de la guerra económica y la provocación callejera. Auspician comicios tipo Colombia, donde entre voto y voto hay centenares de militantes populares asesinados. Pretenden concurrir a las urnas como Honduras bajo la presión del crimen de Berta. Promueven las votaciones que imperan en México entre cadáveres de periodistas, estudiantes y docentes.

Sería un terrible error sumarse a elecciones concebidas para preparar un cementerio de chavistas. A Maduro le exigen realizar comicios en un clima de guerra civil que ningún gobierno suele aceptar.

Venezuela atraviesa por una situación parecida a la prevaleciente en Nicaragua en el ocaso del primer sandinismo. El cerco militar y el desabastecimiento desgastaron a un pueblo exhausto, que votó a la derecha por simple agotamiento. En esas condiciones los comicios tienen un ganador preestablecido.

En cambio la comparación con el escenario que rodeó a la caída de la Unión Soviética carece de sentido. Venezuela no es una potencia que afronta la implosión interna, al cabo de un largo divorcio del régimen con la población. Es un vulnerable país latinoamericano acosado por Estados Unidos.

Algunos pensadores dan por descontado ese rol opresivo del imperialismo, para sugerir que no es determinante de la crisis actual. Suponen que las insistentes denuncias de esa dominación constituyen «un dato ya sabido» o un simple ritual de la izquierda. Pero olvidan que nunca está demás subrayar el demoledor impacto que ejercen las agresiones del Norte, sobre los gobiernos enemistados con Washington.

Todo el espectro de ex chavistas que acompaña el reclamo de elecciones generales confunde la democracia con el republicanismo liberal. Han perdido de vista cómo el derecho al autogobierno es sistemáticamente obstruido por la institucionalidad burguesa.

Por ese impedimento la inmensa mayoría de los regímenes constitucionales han perdido legitimidad. Cada vez resulta más evidente que la clase dominante utiliza los sistemas de votación para consolidar su poder. Ejerce ese control manejando la economía, la justicia, los medios de comunicación y el aparato represivo. La democracia real sólo puede emerger en un proceso socialista de transformación de la sociedad.

Es cierto que Maduro canceló el referéndum revocatorio, suspendió elecciones regionales y proscribió a políticos opositores. Estas medidas forman parte de una reacción ciega frente al acoso. Pero el líder chavista confronta con la hipocresía de mayor porte que exhiben los defensores de los regímenes electorales actuales.

Basta observar cómo en Brasil el impeachment fue consumado por un grupo de bandidos, con el amparo de los jueces y parlamentarios que manipulan el sistema de selección presidencial indirecta. A la OEA ni se le ocurrió intervenir frente a esa grosera violación de los principios democráticos.

El establishment tampoco se indigna ante el colegio electoral que ungió a Trump, luego de recibir varios millones de votos menos que Hilary. Les parece natural la monarquía imperante en España o Inglaterra o los burdos enjuagues que rodean a manipulación de cualquier elección en México. La sacro-santa democracia que exigen para Venezuela está complemente ausente en todos países capitalistas.

LAS POSIBILIDADES DE LA CONSTITUYENTE

Es evidente que la mejor oportunidad para una Constituyente transformadora se perdió hace varios años. El llamado actual es puramente defensivo e intenta lidiar con una situación exasperante.

Pero es inútil discutir sólo lo que no se hizo. Siempre habrá tiempo para esos balances. Lo importante es dirimir ahora en qué medida la convocatoria puede reabrir un camino de iniciativa popular.

Antes del llamado a la Constituyente el gobierno se limitaba a desenvolver una confrontación puramente burocrática, entre un poder del estado y otro. Auspiciaba el choque por arriba del Ejecutivo contra el Legislativo o del Tribunal Supremo de Justicia contra la Asamblea Nacional. Ahora apela formalmente al poder comunal y habrá que ver en si ese planteo se traduce en una movilización real.

Hay incontables signos de cansancio y escepticismo en el seno del chavismo. Pero nadie elige las condiciones en que batalla y el principal dilema gira en torno a la continuación o el abandono de la lucha. Quiénes han resuelto no bajar los brazos apuestan al resurgimiento del proyecto popular.

Varias corrientes de izquierda con planteos muy críticos hacia la gestión de Maduro, estiman que la convocatoria actual podría destrabar una dinámica de comunas contra los manejos burocráticos. Observan a la Constituyente como un imperfecto instrumento para desenvolver la disputa con los sectores del chavismo aburguesado, corrupto y boliburgués.

La Constituyente podría contribuir, además, a romper el empate de los últimos meses entre guarimbas y movilizaciones del gobierno. Si es encarada en forma adecuada podría quebrar el frente de la oposición, separando a los descontentos de los fascistas.

Pero es evidente que sin medidas drásticas en el plano económico-social, la Constituyente será un cascarón vacío. Si no ataca el desastre productivo con la nacionalización de los bancos, el comercio exterior y la expropiación de los saboteadores, no habrá recuperación del acompañamiento popular.

Son insuficientes los paliativos ensayados para aumentar la participación de los organismos de base en la distribución de los alimentos. Hay medidas radicales que no pueden posponerse.

En cualquier alternativa no será fácil reencauzar la economía al cabo de tantos desaciertos en el terreno de la deuda, la creación de zonas especiales de inversión o la tolerancia a la fuga de capital.

Chávez realizó una gran redistribución de la renta con inéditos métodos de politización popular, pero no logró cimentar un proceso de industrialización. Chocó con los capitalistas opositores y con la boliburguesía interna y no supo desactivar la cultura rentista, que socava todos los intentos de forjar una economía productiva. Las vacilaciones en romper con la estructura capitalista explican estos adversos resultados.

El contexto actual es más difícil por los acotados precios del petróleo y por el bloqueo que afrontan los proyectos de integración regional bajo restauración conservadora. Pero conviene igualmente recordar que todos los procesos revolucionarios despegaron en la adversidad y la Constituyente aporta un marco para retomar la iniciativa.

Algunos críticos de ese llamado objetan la modalidad sectorial y comunal de elección. Afirman que con ese formato la «asamblea será trucha, corporativa o ilegítima». También aquí repiten el endiosamiento que hace la derecha (cuando le conviene) del constitucionalismo convencional. Esa reivindicación no sorprende entre comunicadores del establishment, pero inquieta entre los entusiastas de la revolución rusa.

Al cabo de tres décadas de regímenes pos-dictatoriales muchos han olvidado las duplicidades de la democracia burguesa. Convendría recordar cómo Lenin y Trotsky defendieron en 1917 la legitimidad de los soviets, desconociendo una Asamblea Constituyente que rivalizaba con el poder revolucionario.

La coyuntura venezolana actual es muy distinta. Pero la revolución bolchevique no sólo enseñó a registrar el trasfondo social, los conflictos de clase y los intereses en juego. Indicó también un camino para superar la hipocresía del liberalismo burgués y confirmó que los actos de fuerza contra la reacción, forman parte de la confrontación con la barbarie derechista.

La izquierda deberá definir si converge con la oposición en el boicot o participa en la Constituyente. También cabe una tercera opción para un minúsculo auditorio, con mensajes de «si, no y todo lo contrario».

En el resto de la región urge la solidaridad. Tal como ocurrió con Cuba durante el periodo especial hay que poner el hombro en las situaciones difíciles. Cabe esperar que muchos compañeros asuman esa actitud antes que sea tarde.

REAGRUPAMIENTO INTELECTUAL

Venezuela suscita no sólo intensos debates. También ha determinado significativos reagrupamientos de intelectuales que suscribieron llamamientos contrapuestos. Ese posicionamiento ha sido más relevante que los controvertidos detalles de las distintas declaraciones. Se ha consumado una gran división de campos.

La convocatoria socialdemócrata impugnada por el texto de la REDH fue complementado por otras respuestas contundentes . La delimitación política ha sido vertiginosa.

Frente a la tensión creada por los manifiestos varios firmantes convocaron a preservar el dialogo fraternal. Ese respeto es indispensable, pero las reacciones indignadas se explican por lo que está en juego. Si la derecha se impone sobrará el tiempo para los lamentos y los seminarios de investigación de lo ocurrido.

Como la primera declaración contiene un llamado a la paz, muchos pensadores adhirieron en forma espontánea para favorecer un freno de la violencia. Al evaluar más detenidamente el contenido del texto, algunos retiraron su adhesión y otros la mantuvieron con argumentos defensivos. Resaltan su continuada solidaridad con el proceso bolivariano o remarcan sus discrepancias con otros firmantes.

Pero lo más significativo ha sido la rápida y generalizada reacción que suscitó el documento antichavista y el gran rechazo que generó el planteo socialdemócrata. Ese impulso indujo a una súbita convergencia de intelectuales de la izquierda y el nacionalismo radical. Si este entrelazamiento se consolida, Venezuela habrá despertado un reencuentro del pensamiento crítico con las tradiciones revolucionarias de América Latina.

12-6-2017

RESUMEN

Los medios silencian la violencia de la oposición venezolana y la represión imperante en los gobiernos derechistas de la región. La estrategia de golpe institucional afronta serios límites, pero la izquierda debe confrontar con esa amenaza, apoyando decisiones antiimperialistas y distinguiendo el boicot capitalista de la inoperancia oficial.

Siguiendo pautas socialdemócratas, el pos-progresismo objeta al chavismo, desecha el peligro golpista e identifica erróneamente al autoritarismo. Los dogmáticos ignoran al enemigo principal y convergen con los conservadores o se deslizan hacia una pasiva neutralidad.

La derecha sólo pretende comicios que le aseguren primacía. En condiciones muy adversas la Constituyente reabre oportunidades y suscita un reencuentro de la intelectualidad radical.

LECTURAS ADICIONALES

Mazzeo, Miguel Venezuela: sobre defecciones y oportunismos, 11-5-2017,

http://www.marcha.org.ar/35517-2/

Houtart, François La Venezuela de hoy y de mañana, 24-5-2017, http://www.jornada.unam.mx/2017/05/24/opinion/023a2pol

Almeyra, Guillermo. Venezuela: la prioridad absoluta

21-5-2017, http://www.jornada.unam.mx/2017/05/21/politica/019a2pol

Olmedo, Beluche La Asamblea Nacional Constituyente y la lucha por una salida obrera, popular y socialista a la crisis venezolana, 15-5-2017, https://www.aporrea.org/actualidad/a246009.html

Boron, Atilio. Venezuela: no callar, pero para decir la verdad 17-5- 2017 https://latinta.com.ar/2017/05/venezuela-no-callar-pero-para-decir-la-verdad/17

Guerrero, Modesto Emilio. La prueba histórica de Maduro Por Guerrero

8-5-2017, https://www.pagina12.com.ar/36336-encrucijada-venezolana

Curcio, Pasqualina ¿Entonces, dónde estaban los billetes de 100 bolívares?

20-12-2017, https://www.aporrea.org/economia/a238881.html

Cieza, Guillermo. Tres hipótesis para el actual momento que vive Venezuela Bolivariana. 23-11-2016 http://www.resumenlatinoamericano.org/2016/11/23/tres-hipotesis-para-el-actual-momento-que-vive-venezuela-bolivariana/

Bacher, Norberto. EL IMPERIALISMO QUIERE ACABAR CON VENEZUELA.,

23-4-2015, http://redcritica.net/?p=262

Toledo, Enrique. Comentarios a la Entrevista de Eduardo Lander, 22-4-2017

https://ladiaria.com.uy/articulo/2017/4/comentarios-a-la-entrevista-de-eduardo-lander/

Fuente del Artículo.

https://www.aporrea.org/actualidad/a247569.html

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Trump’s America Rethinking 1984 and Brave New World

by Henry A. Giroux

Introduction

With the rise of Donald Trump to the office of President of the United States, politics has descended, like never before, to a theater of the absurd. Unbridled anti-intellectualism, deception, and “vindictive chaos” offer the rhetorical tools for repeating elements of a morally reprehensible past in the guise of “making America great again.” Advancing an aggressively alarmist agenda bolstered by “alternative facts,” the Trump administration has unleashed a type of anti-politics that unburdens people of any responsibility to challenge, let alone collectively transform, the fundamental precepts of a society torn asunder by blatant misogyny, massive inequality, open bigotry, and violence against immigrants, Muslims, and poor minorities of color.1

In the new age of Trump, justice becomes the enemy of democratic leadership, and the capacity to name this collectively agreed upon reality recedes with each assertion of fakery in infinite repetition. When evidence, science, and reason are purged of their legitimacy, politics capitulates to the venomous ideals, policies, and practices one associates with a totalitarian past. Cast into a political, existential, and ethical crisis in which it now finds itself immersed, the United States mimics a failed state as the credibility of its democratic institutions and the trustworthiness of its leadership are called into question on the global stage. Despite his populist posturing, Trump’s contempt of democratic processes is matched by his commitment to the market and economic policies that favor the financial elite. In short, as the Washington Post observed, Trump is a “unique threat to democracy,” and a triumph for the forces of nativism, racism, and misogyny.2

Trump’s ascendancy in U.S. politics has made visible a plague of deep seated civic illiteracy, a corrupt political system, and a contempt for reason that has been decades in the making; it also points to the withering of civic attachments, the decline of public life, and the use of violence and fear to shock and numb everyday people. Galvanizing his base of true-believers in post-election rallies, the country witnesses how politics is transformed into a spectacle of fear, divisions, and disinformation. Under President Trump the scourge of twentieth-century fascism has returned as neo-fascism, not only in the menacing plague of populist rallies, fear-mongering, hate, and humiliation, but also in an emboldened culture of war, militarization, and violence that looms over society like a rising storm.

Cultural memory should always serve as a mode of moral witnessing and protection against tyranny. Yet, history, as Marx observed, sometimes repeats itself with farcical vengeance. When it does, it signals a crisis of memory, politics, and civic literacy. This is particularly true in the current moment, as the return of menacing ghosts of the past has been abetted by a comforting silence that the culture of consumption, privatization, and individualization produces in the space that politics once occupied.

The reality of Trump’s election may be the most momentous development of the age, because of its enormity and the shock it has produced. The whole world is watching, pondering how such a dreadful event could have happened. How have we arrived here? Albert Camus understood this threat well. He warned us about how the plague of fascism can reappear in updated forms. For Camus, the disease of fascism could only be fought with the antibody of consciousness, one that embraced the past as a way of protecting the present and the future against the unimaginable damage now forgotten. The words that form the concluding paragraph of The Plague are as relevant today as they were when they were written more than half a century ago. Camus writes:

[As] he listened to the cries of joy rising from the town, Rieux remembered that such joy is always imperiled. He knew what those jubilant crowds did not know but could have learned from books: that the plague bacillus never dies or disappears for good; that it can lie dormant for years and years in furniture and linen chests; that it bides its time in bedrooms, cellars, trunks, and bookshelves; and that perhaps the day would come when, for the bane and the enlightening of men, it would rouse up its rats again and send them forth to die in a happy city.3

What follows is an attempt to assert the significance of historical memory as fundamental to the preservation of democracy in the face of an unprecedented shift towards neo-fascism. Reviving the memory of a dystopian past strikingly represented in Orwell’s and Huxley’s fiction is a way to understand, perhaps the only way left for us to fully grasp, the present descent of the United States into an authoritarian nightmare. Focusing on their engagement with authoritarian visions, language, truth, and lies offers a critical arsenal of defense against a Trump era of tweets and news fakery, and the more generalized and more lethal attacks on reason, science, and liberal modernity.

Orwell’s Nightmare

Before we credit Trump with using the great novel as his codebook, it is actually the case that George Orwell’s terrifying vision of a totalitarian society has been a waking dream in the United States for many years. For instance, 1984 provided a stunningly prophetic image of the totalitarian machinery of the surveillance state that was brought to life in 2013 through Edward Snowden’s exposure of the mass spying conducted by the United States National Security Agency. Orwell’s genius was not limited to this predictive capacity alone. In addition, his fiction explores how modern democratic populations are won over by authoritarian ideologies and rituals, revealing how language specifically functioned in the service of deception, abuse, and violence. He warned in exquisite and alarming detail how “totalitarian practice becomes internalized in totalitarian thinking.”4 For Orwell, the mind-controlling totalitarian state took as its first priority a war against what it called “thought crimes,” nullifying opposition to its authority not simply by controlling access to information but by undermining the very basis on which critical challenges could be waged and communicated. Orwell illustrated his point by providing examples of language that undermined the critical formative culture necessary for producing thinking citizens central to any healthy democracy. In recognizing how language fundamentally structures as much as it expresses thought, Orwell made clear how language could be distorted and circulated to function in the service of violence, deception, and misuse, and in doing so utterly collapse any distinction between good and evil, truth and lies.

According to Orwell, totalitarian power drained meaning of any substance by turning language against itself, exemplified infamously through his Ministry of Truth which dissolved politics into a pathology by promoting slogans such as: “War is Peace,” “Freedom is Slavery,” and “Ignorance is Strength.” Hannah Arendt added theoretical weight to Orwell’s fictional nightmare by arguing that neo-fascism begins with a contempt for critical thought and that the foundation for authoritarianism lies in a kind of mass thoughtlessness in which a citizenry “is deprived not only of its capacity to act but also its capacity to think and to judge.”5

The intersection, if not merger, of popular culture and U.S. politics was evident in the frenzied media circus that took place after Trump assumed the presidency, a fact not lost on the U.S. public. Orwell’s novel 1984 surged as the number one best seller on Amazon.com both in the United States and Canada. This followed two significant political events. First, Kellyanne Conway, Trump’s advisor, in a move reminiscent of the linguistic inventions of Orwell’s Ministry of Truth coined the term “alternative facts” to justify why press secretary Sean Spicer lied in advancing disproved claims about the size of Trump’s inauguration crowd.6 With apologies to his late father—a pastor—Bill Moyers has called Conway the “Queen of Bullshit.”7 The concept of “alternative facts” or more precisely what should be called outright lies, is an updated term of what Orwell called “Doublethink,” in which people blindly accept contradictory ideas or allow truth to be subverted in the name of unquestioned commonsense.

Second, almost within hours of his presidency, Trump penned a series of executive orders that compelled Adam Gopnik, a writer for the The New Yorker, to rethink the relevance of 1984. He had to go back to Orwell’s book, he writes, “Because the single most striking thing about [Trump’s] matchlessly strange first week is how primitive, atavistic, and uncomplicatedly brutal Trump’s brand of authoritarianism is turning out to be.”8

Unfortunately, the machinery of remolding, manipulation, and distortion has gained enormous traction at the present time in U.S. society, especially under the Trump administration. In this Orwellian universe, facts have been purged of their legitimacy, and the distinction between right and wrong disappears, promoting what Viktor Frankl once called “the mask of nihilism.”9 In this world view, there are only winners and losers. Under such circumstances, “greed, vengeance and gratuitous cruelty aren’t wrong, but are legitimate motivations for political behavior.”10 This is a discourse that reinforces a future in which neo-fascism thrives and democracies die. It is the discourse of a dystopian society marked by a deep-seated anti-intellectualism intensified by the incessant undermining and collapse of civic literacy and civic culture. Offering no room for deciphering fact from fiction, the flow of disinformation works to dismantle self-reflection while it serves to infantilize and depoliticize large segments of the polity.

As Orwell often remarked, historical memory is dangerous to authoritarian regimes because it has the power to both question the past and reveal it as a site of injustice. Currently, Orwell’s machinery of organized forgetting is reinforced by a burgeoning landscape of mega-malls and theme parks, media driven spectacles of violence, and a culture of consumerism, self-interest, and sensationalism for those who can afford participation. For the rest, the ongoing financial starvation and evisceration of public schools and public universities ensures that the lessons of history are neutered or displaced altogether by an instrumentalist curriculum whose hallmark is job-ready skills. In Orwell’s Ministry of Truth, it is a crime to read history against the grain. In fact, history is falsified so as to render it useless as a crucial pedagogical practice both for understanding the conditions that shape the present and for remembering what should never be forgotten. As Orwell makes clear, this is precisely why tyrants consider historical memory dangerous; history can readily be put to use in identifying present-day abuses of power and corruption.

The Trump administration offered a pointed example of this Orwellian principle when it recently issued a statement regarding the observance of International Holocaust Remembrance day. In the statement, the White House refused to mention its Jewish victims, thus erasing them from a monstrous act directed against an entire people. Politico reported that the official White House “statement drew widespread criticism for overlooking the Jews’ suffering, and was cheered by neo-Nazi website the Daily Stormer.”11 Accounts of these events read like passages out of Orwell’s 1984 and speak to what the historian Timothy Snyder calls the Trump administration’s efforts to look to authoritarian regimes of the 1930s as potential models.12

This act of erasure is but another example of the willingness of the Trump administration to empty language of any meaning, a practice that constitutes a flight from historical memory, ethics, justice, and social responsibility. Under such circumstances, government takes on the workings of a dis-imagination machine, characterized by an utter disregard for the truth, and often accompanied, as in Trump’s case, by “primitive schoolyard taunts and threats.”13 In this instance, Orwell’s “Ignorance is Strength” materializes in the Trump administration’s weaponized attempt not only to rewrite history, but also to obliterate it, all of which contributes to what might be called a “drugged complacency.”14 Trump’s contemptuous and boisterous claim that he loves the uneducated and his willingness to act on that assertion by flooding the media and the wider public with an endless proliferation of peddled falsehoods reveal his contempt for intellect, reason, and truth. As the master of phony stories, Trump is not only at war with historical remembrance, science, and rationality, he also wages a demolition campaign against democratic ideals by unapologetically embracing humiliation, racism, and exclusion for those he labels as criminals, terrorists, and losers, categories equated with Muslims, Mexicans, women, the disabled, and the list only grows. As John Wight observes, Trump’s language of hate “is redolent of the demonization suffered by Jewish people in Germany in the 1930s, which echoes a warning from history.”15

Orwell’s point about duplicitous language was that all governments lie. The rhetorical manipulation definitive of Orwellian language is not distinctive to the Trump administration, though it has taken on an unapologetic register in redefining it and deploying it with reckless abandon. The draconian use of lies, propaganda, misinformation, and falsification has a long legacy in the United States, with other recent examples evident under the presidency of George W. Bush. Under the Bush-Cheney administration, for example, “doublethink” and “doublespeak” became normalized as state sponsored torture was shamelessly renamed as “enhanced interrogation.” Barbaric state practices such as sending prisoners to countries where there were no limits on torture were framed in the innocuous language of “rendition.”16 Such language made a mockery of policy discourse and eroded public engagement. It also contributed to the transformation of institutions that were meant to limit human suffering and misfortune, and protect citizens from the excesses of the market and state violence, into something like their opposite.17

The attack on reason, dissent, and truth itself finds its Orwellian apogee in Team Trump’s endless proliferation of lies: including claims that China is responsible for climate change, former President Obama was not born in the United States, the murder rate in the United States is at its highest in 47 years, and voter fraud prevented Trump from winning the popular vote for the presidency. Such lies, big and small, do not function simply as mystification; they offer justification for aggressive immigration crackdowns, for effectively silencing the Environmental Protection Agency, and for trying to undo Obamacare. Too often the relentless fabrications serve to distract the press, focusing their energies on exposing the untrustworthiness of the person and not on the symbolic, legal, and material violence that such pronouncements and harsh policies invariably unleash.

Allow me to underscore one more striking example. In moments that speak to an alarming flight from moral and social responsibility, Trump has adopted terms strongly affiliated with the legacy of anti-Semitism and Nazi ideology. For example, historian Susan Dunn refers to his use of the phrase “America First” as a “sulfurous expression” connected historically to “the name of the isolationist, defeatist, anti-Semitic national organization that urged the United States to Appease Adolf Hitler.” It is also associated with its most powerful advocate, Charles Lindbergh, a notorious anti-Semite who once declared that the United States’ greatest internal threat came from Jews who posed a danger to the nation because of their “large ownership and influence in our motion pictures, our press, our radio, and our government.”18 Though Trump denies he has given a platform to neo-Nazi groups, let alone a White House senior advisor, the shocking uptick in bomb threats to dozens of Jewish community centres across the United States can hardly be said to be coincidental.19

Once he was elected to the presidency, Trump took ownership of the notion of “fake news,” inverting its original usage as critique of his perpetual lying and redeploying it as a pejorative label aimed at journalists who criticized his policies. Even Trump’s inaugural address was filled with lies about rising crime rates and the claim of unchecked carnage in the United States, though crime rates are at historical lows. His blatant disregard for the truth reached another high point soon afterwards with his nonsensical and false claim that the mainstream media lied about the size of his inaugural crowd, or more recently his assertion that the leaks involving his national security adviser were “real” but the news about them was “fake.” The Washington Post fact-checked Trump’s address to the joint session of Congress and listed 13 of his most notable “inaccuracies” or what can rightfully be called lies.20 Trump’s penchant for lying and his irrepressible urge to tell them are more than what Gopnik calls “Big Brother crude” and the expression of a “pure raging authoritarian id,” they also speak to an effort to undermine freedom of speech and truthfulness as core democratic values.21 Trump’s lies signal more than a Twitter fetish aimed at invalidating the work of reason and evidence-based assertions. Trump’s endless threats, fabrications, outrages, and “orchestrated chaos,” produced with a “dizzying velocity,” also point to a strategy for asserting power, while encouraging if not emboldening his followers to think the unthinkable ethically and politically.22 While it may be true that all administrations lie, what is unique to the Trump administration as Charles Sykes, a former conservative radio host, observes “is an attack on credibility itself.”23

White Supremacy and the Politics of Racial Cleansing

Echoes of earlier authoritarian societies are not only audible in Trump’s falsehoods, petulance, and crudeness but also in his slash-and-burn policies and his less discussed embrace of elements of white supremacy. For example, his racism was on full display in the issuance of two executive orders banning citizens from seven Muslim-majority countries—Iran, Iraq, Syria, Yemen, Somalia, Sudan, and Libya. Trump’s immigration orders further threaten the security of the United States given their demagogic design and rhetoric of barring by serving as a powerful recruiting tool for terrorists.

The conditions permitting such an executive order to be thinkable, let alone entered into policy, not only signal a society that has stopped questioning itself, but also points to its embrace of a form of social engineering that is once again being constructed around an imagined assault (alleged terrorists from the countries named in the ban were accountable for zero U.S. deaths) that legitimates a form of state sponsored racial and religious purging driven by an attempt to create a white Christian nation governed by biblical values.24 Fear is now managed and buttressed by normalizing the claims of white supremacists and militant right-wing extremists that racial purification should be accepted as a general condition of society and its securitization.

Under Trump’s regime of hatred, cruelty, and misery, massive exploitation associated with neoliberal capitalism merges with a politics of exclusion and disposability. Racial cleansing based on generalized notions of identity echoes the sordid principles of earlier policies of prohibition and eventual extermination that we saw in past regimes. This is not to suggest that Trump’s immigration policies have risen, as yet, to the level of genocidal vitriol and sordid extermination policies of totalitarian regimes that gave birth to unimaginable horrors and intolerable acts of mass violence.25 But it is to suggest that they contain elements of a past totalitarianism that “heralds a possible model for the future.”26 What I am arguing is that this form of radical exclusion based on the denigration of Islam as a closed and timeless culture marks a terrifying entry into a political experience that suggests that older elements of fascism are crystallizing into new forms.

The malleability of truth has made it easier for governments, including the Trump administration to wage an ongoing and ruthless assault on the immigrants, social state, workers, unions, higher education, students, poor minorities, and any vestige of the social contract. Under the Trump administration, the principles of casino capitalism, a permanent war culture, the militarization of everyday life, the privatization of public wealth, the elimination of social protections, and the deregulation of economic activity will be accelerated. As democratic institutions decay, Trump does not even pretend to defend the fiction of democracy. He only recites his own fictions all the while annihilating the truth and destroying the possibility of critical thinking and analysis.

There can be little doubt about the ideological direction of the Trump administration given his appointment of billionaires, generals, white supremacists, representatives of the corporate elite, and general incompetents to the highest levels of government. Public spheres that once offered at least the glimmer of progressive ideas, enlightened social policies, non-commodified values, and critical dialogue and exchange have and will be increasingly commercialized—or replaced by private spaces and corporate settings whose ultimate fidelity is to increasing profit margins. What we are witnessing under the Trump administration is more than an aesthetics of vulgarity as the mainstream media sometimes suggest. Instead, we are observing a politics fueled by a market-driven view of society that has turned its back on the very idea that social values, public trust, and communal relations are fundamental to a democratic society. It is to Orwell’s credit that in his dystopian view of society, he opened a door for all to see a “nightmarish future” in which everyday life becomes harsh, an object of state surveillance, and control—a society in which the slogan “ignorance becomes strength” morphs into a guiding principle of the highest levels of government, mainstream media, education, and the popular culture.

Huxley’s World of Manufactured Ignorance

Aldous Huxley’s Brave New World offers a very different and no less critical register to the landscape of state oppression, one that is especially relevant with the rise of Donald Trump, the ever-present Reality TV star performer and the imperial wizard of the spectacle and a fatuous celebrity culture, to the head of government, director of the executive branch and commander-in-chief of the U.S. armed forces. Huxley believed that social control and the propagation of ignorance would be introduced by those in power through a vast machinery of manufactured needs, desires, and identifications. For him, oppression took the form of voluntary slavery produced through a range of technologies, refined forms of propaganda, and massive forms of manipulation and seduction. Accordingly, the real drugs of a control society and social planning in late modernity were to be found in a culture that offers up immediate pleasure, sensation, and gratification. This new mode of persuasion seduced people into chasing commodities, and infantilized them through the mass production of easily digestible entertainment, mass rallies, and a politics of distraction that dampened, if not obliterated, the very possibility of thinking itself. For Huxley, the subject had lost his or her sense of agency and had become the product of a scientifically and systemically manufactured form of idiocy and conformity.

If Orwell’s dark image is the stuff of government oppression—“a boot stamping on a human face—forever,” Huxley’s dystopia is the stuff of entertaining diversions, staged spectacles, and a cauterizing of the social imagination. For instance, as public schools are defunded to the point where they serve mostly a warehousing function, they no longer provide a bulwark against civic illiteracy. In addition, the educational function of wider cultural apparatuses is now present in the new mechanisms of social planning and engagement found in the hallucinatory power of a mind-deadening entertainment industry, the culture of extreme sports, and other forms of public pedagogy, which extend from Hollywood movies and video games to mainstream television, news, and the social media. These cultural apparatuses are the echo chambers that produce spectacles of extreme violence, representations of hyper-masculinity, the infantilization produced by consumer culture and frenzied shoppers, and the power of a fatuous celebrity culture encouraging the worship of lifestyles, all of which confer enormous authority on the likes of the rich and infamous, such as the dreadful Kardashians.

But behind Trump’s clownish persona, the amalgam of Trump’s blatant contempt for the truth, his willingness to taunt and threaten in his inaugural address, and his rush to enact a series of regressive executive orders, the ghost of fascism reasserts itself with a familiar mix of fear and revenge. Unleashing promises he had made to his angry, die-hard ultra-nationalists, and white supremacist supporters, the billionaire populist played on the desires and desperation of a range of groups whom he believes have no place in U.S. society. The underlying ignorance, cruelty, and punishing, if not criminogenic, intent behind such “demolition crew” policies was amplified when Trump suggested that he intended to pass legislation amounting to a severe reduction of environmental protections. Little did his cheering crowds suspect that they would be paying for the wall through massive taxation on imports from Mexico. He also asserted his willingness to resume the practice of state sponsored torture, despite warnings from military experts of serious blowback for Americans, and deny federal funding to those cities willing to provide sanctuary to illegal immigrants. And this was just the beginning. The financial elite now find their savior in Trump as they will receive more tax cuts, and happily embrace minimal government regulations, while their addiction to greed spins out of control. Should we be surprised?

As Huxley predicted, the memory of totalitarian methods of popular seduction, with its ready supply of simplistic answers, its vulgar spectacles, and its taste for massification, hawking fear, and its exploitation of the desire for strong leaders, has faded in a society beset by an amnesiac producing culture of immediacy, sensationalism, and mindless entertainment. Under such circumstances, it is difficult to misjudge the depth and tragedy of the collapse of civic culture and democratic public spheres. For those outside the influence of a consumer culture, that depoliticizes and infantilizes, there is a permanent war culture that trades in fear and paranoia concerning enemies at home and abroad while maintaining the largest prison system in the world “with 2.2 million people in jail and more than 4.8 million on parole.”27

Another shocking and revelatory indication of the repressive fist of neo-fascism in the Trump regime took place when Trump’s chief White House right-wing strategist, Steve Bannon, stated in an interview that “the media should be embarrassed and humiliated and keep its mouth shut and just listen for awhile…. You’re the opposition party. Not the Democratic Party.… The media is the opposition party. They don’t understand the country.” Unsurprisingly, Bannon also referred to himself in the same interview as “Darth Vader.”28 A more appropriate comparison would have been to Joseph Goebbels, the Reich Minister of Propaganda in the Third Reich. This is more than an off-the-cuff angry comment. It is a blatant refusal to see the essential role of a robust and critical media in a democracy. In the views of Trump and Bannon, real journalism is denounced, especially when it functions as “the enemy of injustice, corruption, oppression and deceit.”29

How else to explain a U.S. president calling journalists “among the most dishonest human beings on earth,” going so far as to claim that critical media are “the enemy of the American people”?30 These are ominous and alarming comments that not only suggest that journalists can be tried with treason but also echo previous fascist totalitarian regimes which waged war on both the press and democracy itself. As Roger Cohen observes:

“Enemy of the people,” is a phrase with a near-perfect [fascist] totalitarian pedigree deployed with refinements by the Nazis…. For Goebbels, writing in 1941, every Jew was “a sworn enemy of the German people.” Here the people’ are an aroused mob imbued with some mythical essence of nationhood or goodness by a charismatic leader. The enemy is everyone else. Citizenship, with its shared rights and responsibilities, has ceased to be.31

A public shaped by manufactured ignorance and indifferent to the task of discerning the truth from lies largely applauded this expression of totalitarian bravado, especially when it incites hatred and violence. Trump’s call to build a wall between the United States and Mexico and his consideration of using the National Guard to round up illegal immigrants arouse applause among his followers.32 So does his penchant for disparaging all critics as losers, which is reminiscent of the ways failed contestants were treated on his reality TV show, The Apprentice.33 Dissenting journalists and others are refused access to government officials, derided as purveyors of fake news, become objects of retribution while being told to shut up, and, in the course of being symbolically fired, are relegated to zones of terminal exclusion.34

Under the new authoritarian state, perhaps the gravest threat one faces is not simply being subject to the dictates of “arbitrary power” but when far too few people seem interested in contesting such undemocratic use of power. It is precisely the poisonous and pervasive spread of political indifference that puts at risk the fundamental principles of justice and freedom which lie at the heart of a robust democracy. Trump’s presidency signals the unimaginable in that the democratic imagination has been transformed into a public relations machine that marshals its inhabitants into the neoliberal dream worlds of obedient subjects, babbling consumers, and armies of exploitative labor. This is the brave new surveillance/punishing state that merges Orwell’s Big Brother with Huxley’s mind-altering modes of entertainment, education, and propaganda.

The question now confronting us is what will U.S. society look like under a Trump administration? For those not marked for terminal exclusion and disposability, it may well mimic Huxley’s nightmarish world in which corruption is rampant, ignorance is a political weapon, and pleasure is utilized as a form of control, offering nothing more than the swindle of fulfillment, if not something more self-deluding and defeating. Both Huxley and Orwell presented their visions of closed dystopian societies as warnings, as critical frameworks to shake us out of our complacency, because they believed that avoiding a catastrophic future necessitated a more open society disinclined to model itself after the horrific images they so brilliantly imagined. Orwell believed in the power of those living under such oppression to imagine otherwise, to think beyond the dictates of the authoritarian state and to offer up spirited forms of broad-based resistance willing to reclaim the reigns of political emancipation. For Huxley, there was hope in a pessimism that had exhausted itself, one which left people to reflect on the implications of a totalitarian power that controls pleasure as well as pain, and the utterly disintegrated social fabric that would be its consequence. For Orwell, optimism had to be tempered by a sense of educated hope, one that enabled people to expand a narrow conception of self-interest, place themselves in the bigger picture, connect their individual well-being to the well-being of others, and make a commitment to struggle for an alternative future. History is open and only time will tell who was right.

Democracies in Exile

Democracy in the United States is under siege, but the forces of resistance are mobilizing around a renewed consciousness in which civic courage and the ethical imagination are being realized through mass demonstrations in which individuals are putting their bodies on the line once again, refusing Trump’s machinery of misogyny, nativism, and white supremacy. Airports are being occupied, people are demonstrating in the streets of major cities, town halls have become sites of resistance, universities are being transformed into sanctuaries to protect undocumented students, and liberal and progressive politicians are speaking out against the emerging neo-fascism. Democracy may be in exile in the United States and imperiled in Europe and other parts of the globe, but the spirit that animates it is far from defeated. Once again the public memory of prophecy is in the air echoing Martin Luther King Jr’s call “to make real the promise of democracy.”

In what follows, I want to offer one strategy for resistance by developing an idea that I call “democracies in exile.” This concept is intended to provide a rhetorical referent and material space that refuses the sense of expulsion, isolation, and punishment that derives from being metaphorically (or materially) barred from one’s own country and unites the ideal and promise of an insurrectional democracy with systemic forms of political engagement. It offers a model of critical consciousness and an “ethical space where we encounter the pain of others and truly reflect on its significance to a shared human community.”35 Such sanctuaries do more than simply offer refugees protection and services such “as emergency shelters, recreation, public transit, libraries, food banks, and police and fire services without asking questions about their status.”36 They also point to and beyond the identification of structures of domination and repression in search of new understanding and imaginative response to the ominous forces at work in U.S. society marked by a collapse of civic culture, literacy, and shared citizenship. Such spaces constitute new apparatuses for people to learn together, to engage in extended dialogue, and to fashion political formations in the service of fighting for political, economic, and social justice and transformation. This radically expanded notion of sanctuary takes seriously the fact that no democracy can survive without informed citizens.

Democracies in exile are grounded in a discourse of critique and hope, self-reflection, and a comprehensive understanding of politics. As a mode of critique, they offer spaces for critical dialogue, collaboration, and what it means to rethink the significance of politics. As a discourse of hope, they offer the possibility of organizing new levels of resistance designed to dismantle a society that is emulating totalitarian conditions given its attack on dissent, the social contract, and individuals and groups who are being marked as deficient or disposable because of their religion, race, or country of origin. These models for democracy are open collectivities joined in the spirit of compassion and justice; they mark the antithesis of Trump’s society of walls, punitive laws, and gated communities. They signal a mode of witnessing and organized resistance inspired by a renewed commitment to justice and equality. This is a spirit of redemption matched by mass protests such as the recent Day without Immigrants strike and the 4.2 million people who took to the streets in protest on Trump’s second day in office. In both cases, the aim was “to demonstrate the productive power of the people” in the struggle to take back democracy.37

Democracies in exile offer the opportunity to fuse popular movements and traditional sites of struggle such as unions, churches, and synagogues. For example, churches throughout the United States are using private homes in their parishes as shelters while at the same time “creating a modern-underground railroad to ferry undocumented immigrants from house to house or into Canada.”38 Hiding and housing immigrants is but one important register of political resistance that such sanctuaries can provide. Organizations such as the Protective Leadership Institute and the State Innovation Exchange are fighting back against conservative state legislation by modeling progressive legislation, putting ongoing pressure on politicians, educating people on issues and how to employ the skills for disruptive political strategies, and building “a progressive power base in the states.”39 In addition, cities such as New York have proclaimed themselves as sanctuary cities and students in “as many as 100 colleges and universities across the country” have held protests “demanding their schools become sanctuary campuses.”40

Such outposts offer new models of collaboration, united by a perpetual striving for a more just society. As such, they join in solidarity and in their differences, mediated by a respect for the common good, human dignity, and decency. Together they resist a demagogue and his coterie of reactionaries who harbor a rapacious desire to concentrate power in the hands of a financial elite and the economic, political, and religious fundamentalists who seek to amass power by any means necessary. This mode of opposition connects the task of both raising consciousness and mobilizing against the suffocating ideologies, worldviews, and policies that are driving the new species of fascism. These alternative spaces and new public spheres that reflect what Sara Evans and Harry Boyte call “free spaces,” which take on the task of ongoing community education designed to revitalize civic education and civic courage.41

The language of exile signals the need for diverse institutions and public spheres to organize against the poisonous legacies and neo-fascist strictures of racial purity, economic oppression, and sexual violence that are still with us, and rejects the toxic reach of a government dominated by authoritarians with their legions of conservative lawyers, think tanks, pundits, and intellectual thugs. These spaces for resistance make clear that we will demand our right of return to a country and a vision that has served as beacons of hope for centuries, energized in our rejection of all forms of exploitation and racial cleansing.

What might it mean to create public spheres and institutions that represent models of a democracy in exile—sanctuaries that preserve the ideals, values, and experiences of a radical democracy? What might it mean, to imagine diverse democratic landscapes of exile as Islands of freedom that inspire and energize young people, educators, workers, artists, and others to engage in political and pedagogical forms of resistance that are disruptive, transformative, and emancipatory? What might it mean to create multiple protective spaces of resistance that would allow us to think critically, ask troubling questions, take risks, transgress established norms and fill the spaces of everyday life with ongoing acts of non-violent opposition? What will it take to create entire cities whose diverse institutions function as sanctuaries those who fear expulsion and state terror? How might we together generate modes of coordinated resistance that challenge this new and terrifying horizon of neo-fascism that has overshadowed the ideals of an already fragile and wounded democracy?

The concept of democracies in exile is not a prescription or rationale for cynicism, nor is it a retreat from one’s role as an informed and engaged citizen. On the contrary, it is a space of energized hope where the realities of neo-fascism along with its racist, morally obscene, and politically death-dealing practices can be revealed, analyzed, challenged, and end. The United States now occupies an historical moment in which there will likely be an overwhelming acceleration of violence, oppression, lawlessness, and corruption. These are truly frightening times that must be confronted if a democratic future is not to be cancelled out. This certainly raises questions about what role educational institutions should take in the face of impending tyranny.

One of the challenges facing the current generation of educators, students, progressives, and other concerned citizens is the need to address the role they might play in the face of neo-fascism. At the heart of such efforts is the question of what education should accomplish in a democracy under siege? What work do educators have to do to create the economic, political, and ethical conditions necessary to endow young people and the general public with the capacities to think, question, doubt, imagine the unimaginable, and defend education as essential for inspiring an informed thoughtful citizenry integral to the existence of a robust democracy? In a world in which there is an increasing abandonment of egalitarian and democratic impulses and the erasure of historical memory, what will it take to educate young people and the broader polity to learn from the past and understand the present in order to challenge authority and hold power accountable?

One option is for universities to become sanctuaries for democracies in exile. That would mean creating public spaces not only for the most vulnerable, illegal immigrants, and those deemed disposable, but also to serve as beacon for equipping students and others with the knowledge, skills, experiences, and values they need to participate in the struggle to keep the ideal and practices of democracies alive. For many universities, this would mean renouncing their utterly instrumental approach to knowledge, empowering faculty to connect their work with important social issues, refusing to treat students as customers, and choosing administrative leaders who have a vision rooted in the imperatives of justice, ethics, social responsibility, and democratic values.42 The culture of business has become the business of education and to be frank it has corrupted the mission of too many universities. It is necessary for students, faculty, and others to reverse this trend at a time when the dark shadows of neo-fascism are engulfing so much of the planet, threatening not only spaces for critical inquiry but also democracy itself.

We must also ask, what role might education, historical memory, and critical pedagogy have in the larger society in which the social has been individualized, political life has been collapsed into the therapeutic, and education has been reduced to either a private affair or a kind of algorithmic mode of regulation in which everything is reduced to a desired empirical outcome? What role could a resuscitated critical education play in challenging the deadly neoliberal claim that all problems are individual, when the roots of such problems lie in larger systemic forces? What role might universities fulfill in preserving and scrutinizing cultural memory in order to ensure our current generation and the next are on the right side of history? Students and others need the historical knowledge, critical tools, and analytic skills to be able to understand the underlying roots and forces that gave rise to Trump’s ascendency as the President of the United States. Understanding how “the possible triumph in America of a fascist-tinged authoritarian regime” is posed to destroy “a fragile liberal democracy” is the first step towards a viable and sustained resistance.43 What cannot be forgotten is that this an authoritarian regime that draws from a fascist history that unleashed nothing short of large-scale terror, violence, and the death of civic imagination.

Manufactured ignorance erases history and in that space it is easy to forget that Trump is not simply the product of the deep-seated racism, attack on the welfare state, and the free-market frenzy that has driven the Republican Party since the 1980s. He is also the result of the liberal elite and the Democratic Party that separated itself from the needs of working people, minorities of color, and young people by becoming nothing more than the party of the financial elite. The neoliberal elite of the Democratic Party who are so anxious to condemn Trump and his coterie as demagogic and authoritarian are the same people who gave us the surveillance state, bailed out Wall Street, ushered in the mass incarceration state, and punished whistle blowers. Chris Hedges is right in arguing that the Democratic Party is an appendage of the market. Their embrace of “neoliberalism and [refusal] to challenge the imperial wars empowered the economic and political structures that destroyed our democracy and gave rise to Trump.”44 The only answer the Democratic Party has to Trump is to strike back when he overreaches and make a case for the good old days when they were in power. What they refuse to acknowledge is that their policies help render possible Trump’s victory and that what they share with Trump is their mutual support for bankers, the rule of big corporations, neoliberalism, and the assumption that capitalism and democracy are synonymous. What is needed is a new understanding of political, a new democratic socialist party, and a radical restructuring of politics itself.

At the same time, any confrontation with the current historical moment has to be contoured with a sense of hope and possibility so that intellectuals, artists, workers, educators, and young people can imagine otherwise in order to act otherwise. While many countries have transformed into what Stanley Aronowitz calls a repressive “national security state,” there are signs that neo-fascism in its various versions is currently being challenged, especially by young people, and that the radical imagination is still alive.45 No society is without resistance, and hope can never be reduced to merely an abstraction. Hope has to be informed, militant, and concrete. As I have written elsewhere:

Progressives with structural power need desperately to join with those who have been written out of the script of democracy to rethink politics, find a new beginning and develop a vision that is on the side of justice and democracy. Hope in the abstract is not enough. We need a form of militant hope and practice that engages with the forces of authoritarianism on the educational and political fronts so as to become a foundation for what might be called hope in action—that is, a new force of collective resistance and a vehicle for anger transformed into collective struggle, a principle for making despair unconvincing and struggle possible.46

Nothing will change unless people begin to take seriously the deeply rooted cultural and subjective underpinnings of oppression in the United States and what it might require to make such issues meaningful in both personal and collective ways, in order to make them critical and transformative. This is fundamentally a pedagogical as well as a political concern. As Charles Derber has explained, knowing “how to express possibilities and convey them authentically and persuasively seems crucially important” if any viable notion of resistance is to take place.47 The current regime of neo-fascism cultivates support—to call this indoctrination would be far too simplistic—through a new and pervasive sensibility in which people surrender themselves (believing it to be in their interests) to both casino capitalism and a general belief in its call for amplified security, a punishing notion of law and order, and a range of domestic policies that echo the bigotry, racism, and script of racial purification of earlier fascist regimes. This updated version of U.S. fascism does not simply repress independent thought, but constitutes new modes of thinking reproduced and reinforced through a diverse set of cultural apparatuses ranging from the schools and media to the Internet.

Now is the time to refuse to normalize one of the most dangerous governments ever to emerge in the United States, and to talk back, occupy the streets, challenge illegal legalities, engage in general strikes, and never forget that while Muslims might be under attack today, the authoritarian fanatics will come tomorrow for other religious and ethnic groups as well as for the dissenting journalists, environmentalists, feminists, intellectuals, students, and anyone else who falls under the ever-expanding category and rubric of the dangerous “other.” Dark clouds are on the horizon and can be seen in Trump’s order to the Department of Homeland Security to draw up a list of “Muslim organizations and individuals that, in the language of the executive action, have been ‘radicalized.”48 Given Trump’s hatred of dissent, it is plausible that this list will not only be used to criminalize Muslim individuals and their organizations, it will also in due time “allow the government to target the press, activists, labor leaders, dissident intellectuals and the left.”

One initial indication of the Trump administration creating a list of alleged wrong doers or those not passing an ideological litmus test took place when his transition team asked the energy department for a list of names of individuals who had worked on climate change. Under public pressure, the administration later rescinded this request.49 Couple these political interventions with the unprecedented attack on the media by the Trump administration and the barring of the New York Times, CNN, and other alleged “fake news” media outlets from press conferences and what becomes clear is that the apparatuses that make democracy possible are not only under siege but bear the threat of being dismantled. The Trump administration’s use of the category of “fake news” to discredit critical media outlets is part of a massive disinformation campaign designed to destroy the essential categories of truth, reason, evidence, and any viable standards of judgment.

Fear and terror are totalizing in Trump’s appropriation of these tools and aim to be all-embracing. Under such circumstances, a courageous and broad-based resistance is the only option; that is, a necessity forged with an unshakable commitment to economic, political, and social justice. This must be a form of collective resistance that is not episodic but systemic, ongoing, loud, educative, and disruptive. Under the reign of Trump, the words of Frederick Douglass ring especially true: “If there is no struggle, there is no progress…. This struggle may be a moral one; or it may be a physical one; or it may be both moral and physical; but it must be a struggle. Power concedes nothing without a demand. It never did and it never will.”50

There is no choice but to stop Trump’s machinery of civil and social death from functioning. It has to be brought to an end in every space, landscape, and institution in which it tries to shut down the foundations of democracy. Reason and thoughtfulness have to awake from the narcotizing effects of a culture of spectacle, consumerism, militarism, and the celebration of unchecked self-interests. The body of democracy is on life support and the wounds now being inflicted upon it are alarming.

Fortunately, diverse groups, extending from union members and women’s movements to other progressively oriented social formations such as the Black Lives Matter movement, the Moral Monday Movement, and the block the pipelines campaigns, along with growing resistance by teachers, actors, students, and artists are organizing to protest Trump’s neo-fascist ideology and policies. There is reason to hope when the current onslaught of violence and repression produced by the glaringly visible and deeply brutal neo-fascism of the Trump regime has ignited the great collective power of resistance. Optimism and sanity are in the air, and the urgency of mass action has a renewed relevance. The Women’s March on Washington was a hopeful symbol of collective opposition. Thousands of scientists have rallied against the attacks on scientific inquiry, the perils of climate change, and other forms of evidence-based research, and they are planning further marches in 2017.51 A number of big city mayors are refusing to allow their cities to become pale imitations of the Reich, demonstrations are taking place every day throughout the country, students are mobilizing on campuses, and all over the globe women are marching to protect their rights.

What we are witnessing is the imminent necessity to support a collective effort that enables a level of critical thinking, civic literacy, and political courage that will inspire and energize a massive broad-based struggle intent on producing ongoing forms of non-violent resistance at all levels of society. It is important to heed Rabbi Michael Lerner’s insistence that a democracy minded public, workers, and activists of various stripes need a new language of critique and possibility, one that embraces a movement for a world of love, courage, and justice, while being committed to a mode of nonviolence in which the means are as ethical as the ends sought by such struggles.52 Such a call is as historically mindful as it is insightful, drawing upon legacies of non-violent resistance by renowned activists as diverse as Bertrand Russell, Saul Alinsky, Paulo Freire, and Martin Luther King Jr. Despite their diverse projects and methods, these voices for change all shared a commitment to a collective and fearless struggle in which nonviolent strategies rejected passivity and compromise for powerful expressions of opposition. To be successful, such struggles have to be coordinated, focused, and relentless. Single-issue movements will have to join with others in supporting both a comprehensive politics and a mass collective movement. We would do well to heed the words, once again, of the great abolitionist Frederick Douglass, who argued that “It is not light that is needed, but fire; it is not the gentle shower, but thunder. We need the storm, the whirlwind, the earthquake. The feeling of the nation must be quickened; the conscience of the nation must be roused; the propriety of the nation must be startled; the hypocrisy of the nation must be exposed; and the crimes against God and man must be proclaimed and denounced.”53

We live in a time when authoritarian forms are with us again. Hopefully, rage and anger will move beyond condemnation and demonstrations and develop into a movement whose power will be on the side of justice not injustice, bridges not walls, dignity not disrespect, and compassion not hate. Let us hope it develops into a worldwide movement capable of dispelling Orwell and Huxley’s nightmarish vision of the future in our own time. The dark shadow of neo-fascism may be spreading, but it can be stopped. And that prospect raises serious questions about what educators, artists, youth, intellectuals, and others will do today to make sure that they do not succumb to the authoritarian forces circling U.S. society and other parts of the globe, waiting for the resistance to stop and for the lights to go out. My friend the late Howard Zinn rightly insisted that hope is the willingness “to hold out, even in times of pessimism, the possibility of surprise.” Or, to add to this eloquent plea, I would say, collective opposition is no longer an option; it is a necessity.

Notes

  1. On the issue of inequality, see Michael Yates,The Great Inequality (New York: Routledge, 2016).
  2. Editorial Board, “Donald Trump is a Unique Threat to American Democracy,”Washington Post, July 22, 2016.
  3. Albert Camus,The Plague (New York: Vintage, 1991), 308.
  4. Robert Kuttner, “George Orwell and the Power of a Well-Placed Lie,” Moyers and Company, January 25, 2017.
  5. Hannah Arendt, “Hannah Arendt: From an Interview with Roger Errera,”New York Review of Books, October 26, 1978.
  6. Aaron Blake, “Kellyanne Conway says Donald Trump’s Team has ‘Alternative Facts,’ Which Pretty Much Says It All,”Washington Post, January 22, 2017.
  7. Bill Moyers, “Trump’s Queen of Bull Hits a Bump in the Road,” Moyers and Company, February 7, 2017.
  8. Adam Gopnik, “Orwell’s ‘1984’ and Trump’s America,”New Yorker, January 27, 2017.
  9. Viktor Frankl,The Will to Meaning (New York: Penguin, 1988), 21.
  10. Masha Gessen, “Bring Back Hypocrisy!”New York Times, February 19, 2017.
  11. Josh Dawsey, Isaac Arnsdorf, Nahal Toosi and Michael Crowley, “White House Nixed Holocaust Statement Naming Jews,” Politico, February 3, 2017.
  12. Kali Holloway, “Time Is Already Running Out on Our Democracy, Scholar Says,” Alternet, February 13, 2017.
  13. Gopnik, “Orwell’s ‘1984’ and Trump’s America.”
  14. This term comes from one of my students, Erin Ramlo, in a final paper titled “Avoiding the Void: Mapping Addiction and Neoliberal Subjectivity,” May 2016.
  15. John Wight, “Muslim Bans, White Supremacy and Fascism in Our Time,” Counterpunch, January 31, 2017.
  16. See, for instance, Henry A. Giroux,Hearts of Darkness (New York: Routledge, 2010); America’s Addiction to Terrorism (New York: Monthly Review Press, 2016).
  17. This theme has been taken up powerfully by a number of theorists. See C. Wright Mills,The Sociological Imagination (New York: Oxford University Press, 2000); Richard Sennett, The Fall of Public Man (New York: Norton, 1974); Zygmunt Bauman,In Search of Politics(Stanford,, CA: Stanford University Press, 1999); and Henry A. Giroux,Public Spaces, Private Lives(Lanham, MD: Rowman and Littlefield, 2001).
  18. Susan Dunn, “Trump’s ‘America First’ Has Ugly Echoes from U.S. History,” CNN, April 28, 2016.
  19. Matt Ferner, “More Bomb Threats Close Jewish Community Centers Across the Nation,” Huffington Post, February 20, 2017.
  20. Glenn Kessler and Michelle Ye Hee Lee, “Fact-Checking President Trump’s Address to Congress,”Washington Post, February 28, 2017.
  21. Gopnik, “Orwell’s ‘1984’ and Trump’s America.”
  22. Frank Bruni, “Donald Trump Will Numb You,”New York Times, February 19, 2017.
  23. Charles J. Sykes, “Why Nobody Cares the President is Lying,” New York Times, February 4, 2017.
  24. See, for instance, Jeremy Scahill’s searing exposé of Mike Pence’s religious fundamentalism and the fanatics he associates with, all of whom now have access to the White House. Jeremy Scahill, “Mike Pence Will Be the Most Powerful Christian Supremacist in U.S. History,” The Intercept, November 15 2016.
  25. This issue has been brilliantly explored by Zygmunt Bauman inWasted Lives(London: Polity, 2004) andIdentity (London: Polity, 2004).
  26. Marie Luise Knott,Unlearning with Hannah Arendt (New York: Other, 2011, 2013), 17.
  27. Les Leopold, “Why America Has More Prisoners than Any Police State,” Alternet, March 7, 2016.
  28. Joe Macaré, “Real Journalism is the Enemy of Injustice and Deceit,” February 21, 2017. Personal correspondence with the author.
  29. Julie Hirschfeld Davis and Matthew Rosenberg, “With False Claims, Trump Attacks Media on Turnout and Intelligence Rift,”New York Times, January 21, 2017.
  30. Michael M. Grynbaum, “Trump Calls the News Media the ‘Enemy of the American People,’New York Times, February 17, 2017.
  31. Roger Cohen, “The Unmaking of Europe,”New York Times, February 24, 2017.
  32. Garance Burke, “DHS Weighed Nat Guard for Immigration Roundups,” Associated Press, February 17, 2017.
  33. Greg Elmer and Paula Todd, “Don’t Be a Loser,” Television and News Media17, no. 7 (2016), 660.
  34. Frank Rich, “Trump’s Speech Gave Us America the Ugly. Don’t Let It Become Prophesy,”New York Daily Intelligencer blog, January 22, 2017.
  35. Brad Evans, “Humans in Dark Times,”New York Times, February 23, 2017.
  36. Jon Wells, “Steeltown Sanctuary,”Hamilton Spectator, February 24, 2017.
  37. Shutdown Collective, “To Halt the Slide Into Authoritarianism, We Need a General Strike,” Truthout, February 11, 2017.
  38. Salvador Hernandez and Adolfo Flores, “Churches are Readying Homes and Underground Railroads to Hide Immigrants from Deportation Under Trump,” BuzzFeed, February 25, 2017.
  39. Theo Anderson, “How the Left’s Long March Back Will Begin in the States,”In These Times, February 6, 2017; Katie Klabusich, “States and Cities Push Back on Reproductive Health Attacks Saturday,” Truthout,March 4, 2017.
  40. Juan González, “Immigrants Fighting for Sanctuary Cities and Campuses to Protect Millions from Trump Deportation Push,” Democracy Now!, November 22, 2016.
  41. Sara M. Evans and Harry C. Boyte,Free Spaces (New York: Harper and Row, 1986). See also Harry C. Boyte, “Free Spaces Can Help Us Fight Trumpism,”Nation, December 5, 2016.
  42. See, for instance, Henry A. Giroux,Neoliberalism’s War on Higher Education (Chicago: Haymarket, 2014); Henry Heller,The Capitalist University (London: Pluto, 2016).
  43. Harvey J. Kaye, “Who Says It Can’t Happen Here?,” Moyers and Company, February 27, 2017.
  44. Chris Hedges, “Donald Trump’s Greatest Allies Are the Liberal Elites,” Truthdig, March 7, 2017.
  45. Stanley Aronowitz, “Where is the Outrage?”Situations 5, no. 2 (2014): 33.
  46. Henry A. Giroux, “War Culture, Militarism and Racist Violence Under Trump,” Truthout, December 14, 2016.
  47. Charles Derber, private correspondence with the author, January 29, 2014.
  48. Chris Hedges, “Make America Ungovernable,” Truthdig, February 5, 2017.
  49. Chris Mooney and Juliet Eilperin, “Trump Transition Says Request for Names of Climate Scientists Was ‘Not Authorized,’Washington Post, December 14, 2016.
  50. Frederick Douglass, speech delivered at Canandaigua, New York, August 3, 1857.
  51. Dana Nuccitelli, “This Is Not Normal—Climate Researchers Take to the Streets to Protect Science,”Guardian, December 16, 2016.
  52. See, Rabbi Michael Lerner, “Overcoming Trump-ism,”Tikkun (Winter 2017), 4–9; Rabbi Michael Lerner, “Yearning for a World of Love and Justice,”Tikkun, April 30, 2015.
  53. Frederick Douglass, “The Meaning of July Fourth for the Negro,” speech delivered in Rochester, New York, July 5, 1852, available at http://historyisaweapon.com.

Source:

Trump’s America

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Entrevista: “Hoy en la política hay más emociones que argumentos”

Entresvista a Boaventura de Sousa Santos

Boaventura de Sousa Santos, es uno de los sociólogos más importantes del mundo por sus análisis sobre las crisis de las democracias contemporáneas. Ha publicado trabajos acerca de la globalización, la sociología del derecho, epistemología y derechos humanos. Este año estará presente en la Feria del Libro de Bogotá para exponer su último libro Democracia y transformación Social, un texto en el que expone, entre otras cosas, las posibilidades que tienen las izquierdas, a pesar de su fracaso; los retos de la transformación social por las vías pacíficas; y dedica un apartado especial al proceso de paz en Colombia.

SEMANA: Ante los recientes resultados electorales en el mundo existe la sensación de que la democracia está en riesgo. ¿Comparte esta apreciación?

BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS: Aunque los procesos electorales recientes son muy distintos, todos apuntan a la misma crisis de la democracia. En el caso de Trump y del brexit tenemos un fenómeno que es la posverdad. Es decir, procesos en donde hay manipulación de emociones, a través de mentiras, en donde los hechos y la realidad no cuentan porque no se usan los argumentos para convencer, sino las emociones de los ciudadanos. De alguna manera, ocurrió lo mismo en Colombia durante el plebiscito porque fueron difundidas muchas ideas falsas: como que las jurisdicciones especiales de paz serían una manera de impunidad en relación con todos los crímenes cometidos por las Farc.

SEMANA: Pero el único problema de la democracia no es la posverdad…

B.S.S.: No, hay otro riesgo, el uso de chivos expiatorios: tratar de encontrar grupos de personas para culparlos de una situación particular y crear unidad nacional a través del miedo por una amenaza común. Por ejemplo, en Europa, se creó la idea de que los refugiados y los migrantes son la fuente y la causa de todos los problemas del continente. Así mismo, Estados Unidos utilizó a los migrantes latinos, y después a los musulmanes, como chivos expiatorios para culparlos del desempleo, la pobreza y la inseguridad. En Colombia ocurrió con las Farc, el supuesto culpable de los males del país.

SEMANA: Usted ha dicho que Europa necesita de los migrantes…

B.S.S.: Sí. La media de edad de los europeos es mucho más alta que en otros países. Por eso, las políticas públicas apuntan a un equilibrio de las generaciones. Tiene que haber gente más joven que trabaje y que pague impuestos para poder financiar la seguridad social, la educación, las pensiones y la salud. Los cálculos dicen que necesitamos entre 1.000 y 30 millones de jóvenes. Por esa razón, deberíamos tener otra posición frente a los migrantes y refugiados: muchos de ellos son mano de obra calificada. Sin embargo, los partidos políticos quieren utilizar el miedo a la inseguridad en los ciudadanos para gobernar.

SEMANA: ¿Cómo juzgará la historia este momento, en especial el actuar con los migrantes y los refugiados?

B.S.S.: La historia será bastante crítica porque es un tiempo en el que las sociedades son políticamente democráticas, pero socialmente fascistas, debido a la desigualdad y a que el Estado cada vez está más dominado por los grupos económicos poderosos y empresas criminales. Es un tiempo donde por primera vez el capitalismo y la economía amenazan con destruir la naturaleza. Y cada vez más se habla de una manera irresponsable de guerra nuclear.

SEMANA: ¿Los problemas ambientales pueden causar nuevos desafíos para la democracia?

B.S.S.: Buena parte de los refugiados de la próxima década van a ser refugiados ambientales. En África ocurre y en India también. No estamos encontrando soluciones para resolver un problema ecológico porque el modelo de desarrollo pasa por una explotación de la naturaleza sin precedentes, y a esto se le suma la agricultura industrial, que será el peligro de Colombia próximamente:muchos países que apoyan el proceso de paz porque tienen intereses en el territorio para explotar la agricultura industrial.

SEMANA: ¿Cómo define el populismo y por qué se extiende por el mundo?

B.S.S.: El populismo para mí es siempre de derecha. No considero que pueda haber populismo de izquierda, aunque se habla y se dice que Chávez era un populista de izquierda. El populismo es una forma de política que se basa en la manipulación de la emoción de los ciudadanos porque impide la mediación política de los partidos, porque no hay mediaciones o programas políticos entre los ciudadanos y los gobernantes. En el populismo no se puede discutir, no se razona, no se argumenta, siempre hay manipulación.

SEMANA: ¿Considera que la reaparición de la derecha en América Latina es un fracaso de la izquierda?

B.S.S.: Sí, claro. Pero hay dos causas fundamentales por las que la izquierda fracasó. Fue un error asumir el poder político sin hacer una reforma política y económica, lo que condujo, por ejemplo, a que en Brasil la derecha lograra destituir a la presidenta Dilma Rousseff. No hubo reforma política porque tampoco hubo un modelo de desarrollo nuevo. Se ha mantenido el modelo extractivista, que representa una gran continuidad con el periodo colonial, cuando la agricultura industrial no elaboraba productos manufacturados, solo materia prima como petróleo y oro. Como el costo de estos minerales era alto, la izquierda podía gobernar cómodamente. Sin embargo, ante la crisis fueron insostenibles.

Por otro lado, estos gobiernos emergieron en un periodo en que EE.UU estaba concentrado en el Medio Oriente, Irak en la primera década sobre todo, y por eso descuidaron mucho su «patio trasero» que siempre fue América Latina. Cuando EE.UU vuelve su mirada a América Latina lo hace de una forma contundente apoyando el golpe de Estado en Honduras en 2009 y después torna su mirada a América Latina.

SEMANA: ¿Por qué la proliferación de fascismos y nacionalismos en el mundo de hoy?

B.S.S.: La crisis económica en Europa de 2008 generó recortes en salarios y en los servicios públicos. Esto no fue producido por las migraciones, sino por los capitales financieros que están totalmente desregulados. Luego vino la crisis de Grecia en 2011 y esto generó un descontento y una frustración de los ciudadanos que estábamos acostumbrados a tener más protección. Pero la extrema derecha no va a decir que necesitamos combatir el Fondo Monetario Internacional y los capitales financieros. Necesita crear los chivos expiatorios. Marie Le Pen dijo “nuestras fronteras son trincheras”, es decir, vamos a cerrar el país como Trump, que quiere cerrar la frontera con México. Se culpa a otros de la crisis y no se atiende el problema real.

SEMANA: El filósofo Slavoj Zizek, ante la realidad mundial migratoria y de desigualdad, hace un llamado en su libro por una nueva lucha de clases, por un mundo más solidario. ¿Esta idea se puede relacionar con la suya de reestructurar la izquierda?

 

 B.S.S.: Sí, pienso que las izquierdas tienen que refundarse para minimizar sus diferencias y pensar que el régimen económico dominante en este momento, que dio una libertad sin límites a los capitales financieros, no es compatible con la izquierda. La izquierda tiene que pensar en alternativas conscientes y fuertes al neoliberalismo, y no que puede gobernar un país con recetas nuevas de este modelo económico, que además está en crisis.

El mismo Trump critica el neoliberalismo aunque le conviene este modelo. El presidente norteamericano está mostrando que Estados Unidos está más interesado en dominar a través de la guerra que hacerlo económicamente porque, a largo plazo, la dominación no va a ser posible mediante el neoliberalismo.

SEMANA: ¿Las redes sociales son útiles o inútiles para la democracia?

B.S.S.: Esta es una de las contradicciones de nuestro tiempo. Nosotros saludamos a las redes sociales y a internet como plataformas, como una forma de democratización del conocimiento y de la información. Pero en tiempos recientes, en el régimen de la posverdad, las redes sociales y el internet son utilizados para manipular la opinión pública con base en una cosa que es difícil de entender para una persona no técnica: Los algoritmos son los mecanismos con los que se puede medir el éxito de un mensaje, no con base en la verdad de los hechos. Por eso, si la mentira funciona y se difunde, es útil para las redes.

Uno de los casos más interesantes para estudiar es un grupo que poco antes de las elecciones en EE.UU. dijo que el papa Francisco apoyaba a Trump. El mensaje se volvió viral porque el algoritmo dice que la gente de derecha cree en ideas de este tipo. La verdad es que el papa no apoyó a ningún candidato, pero la mentira tuvo una influencia en los potenciales votantes de Trump. Y esto es una muestra del gran daño que las redes sociales pueden hacer en la opinión pública.

SEMANA: ¿Considera que parte de la crisis de la democracia se debe a que los medios de comunicación han perdido credibilidad?

B.S.S.: En el régimen de la posverdad refutar no funciona porque el daño ya está hecho. En los últimos tiempos, muchos medios de comunicación no apostaron por un periodismo riguroso porque están dominados por grandes convenios económicos. Por ejemplo, en Europa el grupo de Rupert Murdoch, el magnate que acapara varios medios de comunicación en Inglaterra, está intentando desacreditar al líder del partido de los laboristas, que es Jeremy Corbyn, cuando se anuncia que va a haber elecciones. Es decir, ya hay una estrategia desde los mismos medios enfocada en destruir al candidato de izquierda con mentiras para poder garantizar el apoyo al partido conservador. Por eso es muy difícil combatir las noticias falsas. Afortunadamente, también hay muchos buenos periodistas, el problema es que los sacan de los medios o que son amenazados y asesinados.

SEMANA: En su última columna dijo que era tiempo de democratizar la revolución y de revolucionar la democracia. ¿Nos puede explicar esta idea?

B.S.S.: Al inicio del siglo XX se creó una oposición entre una revolución muy violenta, pero con cambios muy rápidos; y las transformaciones legales democráticas, conocido como el Reformismo. La primera iba contra las instituciones democráticas y la otra utilizaba las instituciones. Las dos se quedaron divididas, pero se organizaron en dos bloques; el soviético (revolución) y el bloque europeo, norteamericano y de otros países de América Latina, que eran democráticos. Con la caída del muro de Berlín los dos bloques colapsan. No solo el soviético, la idea de una democracia que promovía más igualdad social, justicia social, más derechos sociales y redistribución de riqueza también fracasa. En este momento en la agenda política no hay revolución y en los países capitalistas los ocho hombres más ricos del mundo tienen una concentración de riqueza brutal. Esto es la negación de la democracia. Estamos en un proceso de retroceso y no de progreso de la democracia.

SEMANA: ¿Y qué propone?

B.S.S.: que pensemos, sobre todo para las izquierdas, la posibilidad de articular una nueva revolución con democracia y la democracia con revolución. Lo principal es que los fines nunca justifican los medios. La revolución siempre justificó las atrocidades por alcanzar sus objetivos. Por eso tuvimos los crímenes de Stalin. Es necesario crear nuevas asambleas constituyentes que busquen articular la democracia participativa con la democracia representativa. Nosotros no podemos democratizar el Estado si no democratizamos la sociedad y eso es lo que llamo revolucionar la democracia. La democracia y el socialismo fracasaron. Propongo reinventar la democracia: el régimen político debe estar dado por la participación de la gente y no por el capital financiero.

SEMANA: Hoy se tejen diferentes conjeturas sobre el papel de los jóvenes de la sociedad, algunos afirman que les preocupa más el mundo virtual (muy ensimismados) que el real. ¿Hay futuro para el planeta?

B.S.S.: Yo trabajo bastante con jóvenes y debo decir que nunca son cínicos o pasivos. Lo que pasa es que la política que tenemos no es buena para politizar a los jóvenes. Entonces los jóvenes buscan formas alternativas. Por ejemplo, trabajo mucho con raperos de Brasil, Portugal, Angola y México. Son jóvenes que transforman sus lúdicas y sus letras en formas de protesta, en formas de organización, de lucha contra la droga. Ellos se están inventando otras formas y han encontrado otras herramientas como la música, por eso no soy pesimista con ellos.

Soy pesimista con los políticos y los profesionales que no son capaces de identificar las angustias de las jóvenes y encontrar formas de canalizar su fuerza y su entusiasmo. Algunos buscan transformarlos en consumistas que no tienen metas o ideales. Por eso, muchos se hacen sicarios, como pasa en Colombia o en México. Eso es lo que me molesta del sistema político y económico, que quiere crear jóvenes “ricos” y consumistas.

SEMANA: ¿Cómo puede actuar la sociedad civil para que la paz sea democrática y no solo beneficie a los poderosos como lo expone en su último libro ‘Democracia y transformación social’?

B.S.S.: En Colombia se está mirando el proceso por una vía legalista y no por una vía jurídica y económica. La paz no puede perder de vista las razones que llevaron a la formación de las FARC: la concentración de la tierra ha sido un problema estructural de ese país por lo tanto debe haber una reforma agraria. También es necesaria una reforma política para que los guerrilleros puedan entrar en la vida política y que no los maten como pasó con la Unión Patriótica. Para eso es necesario la participación popular de todos los sectores de la sociedad y la compañía de los colombianos al proceso.

Mi temor con Colombia, que es un país que está muy cerca de mi corazón porque lo estudio desde hace más de 15 años, es que si no se logra la paz democrática esto solo va a ser un suceso que desencadenará otros periodos de violencia, y puede ser nefasto para una sociedad civil que me ha impresionado por su capacidad de resistencia. Estamos viendo este año que asesinan a los líderes defensores de derechos humanos en Cauca o Antioquia, quizá los paramilitares saben de eso. Este año la violencia contra los líderes es más grande que el año pasado y así pienso que la paz va a ser muy difícil.

SEMANA: Pero usted ha dicho también que Colombia podría ser un ejemplo para el mundo…

B.S.S.: Yo creo que Colombia es el país que puede dar una buena noticia por la democracia. La única buena noticia que puede venir de América Latina es el éxito del proceso de paz y eso es una gran responsabilidad.

Fuente de la Entrevista:

http://www.semana.com/cultura/articulo/hoy-en-la-politica-hay-mas-emociones-que-argumentos/522850

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Subimperialismo I: revisión de un concepto

Claudio Katz

Las características del subimperialismo fueron estudiadas por Marini en su exposición de la teoría de la dependencia. Ese concepto suscitó controversias en la década del 70 y ha sido reconsiderado en los últimos años. ¿Tiene relevancia y utilidad?

FUNDAMENTOS Y OBJECIONES

Marini asignó al subimperialismo una dimensión económica, otra geopolítico-militar y aplicó ambos significados al caso brasileño.

En el primer terreno observó que las inversiones extranjeras habían aumentado la capacidad de producción, generando excedentes invendibles en el mercado interno. Destacó que las empresas multinacionales promovían la colocación de esos sobrantes en los países vecinos y utilizó el nuevo término para describir esa acción compensatoria (Marini, 2008: 151-164).

El subimperialismo retrataba la conversión de una economía latinoamericana dependiente en exportadora de mercancías y capitales. Las firmas contrarrestaban la estrechez del mercado local con ventas en el radio circundante. Esa incursión externa desbordaba la esfera industrial e incluía a las finanzas (Marini, 2007: 54-73).

Marini reformuló una tesis expuesta por Luxemburg a principios del siglo XX. Ese enfoque ilustraba cómo las principales economías europeas afrontaban la adversidad de sus estrechos mercados internos. Señalaba que las potencias contrarrestaban esa limitación con políticas imperialistas de expansión hacia las colonias (Luxemburg, 1968: 158-190).

El teórico de la dependencia retomó esa idea de una salida externa para los desequilibrios de sub-consumo. Pero ubicó el fenómeno en economías de menor porte y le atribuyó una escala más acotada (Marini, 1973: 99-100).

Marini vinculó el segundo sentido del subimperialismo al protagonismo geopolítico de Brasil. Señaló que el principal país de Sudamérica actuaba fuera de sus fronteras con métodos prusianos, para cumplir con un doble papel de gendarme anticomunista y potencia regional autónoma.

Presentó ese rol como un rasgo complementario y funcional de la expansión económica. Destacó que los gobiernos brasileños actuaban en sintonía con el Pentágono siguiendo las reglas de la guerra fría.

El subimperialismo implicaba un perfil represivo pero no meramente subordinado a los dictados del Norte. Las clases dominantes buscaban su propia preeminencia, para garantizar los intereses de las corporaciones instaladas en el país (Marini, 2007: 54-73).

Marini subrayó esta combinación de dependencia, coordinación y autonomía de Brasil, en el período de convulsiones abierto por la revolución cubana. Presentó al subimperialismo como un instrumento de los opresores para sofocar la amenaza revolucionaria. Señaló que operaba en una época signada por disyuntivas entre dos modelos antagónicos: el socialismo y el fascismo.

Otra exponente de la misma teoría ratificó esa caracterización, destacando que el principal propósito de la acción subimperial era impedir la gestación de un escenario pos-capitalista a escala regional (Bambirra, 1986: 177-179).

Pero el concepto fue objetado dentro del campo marxista. Los pensadores próximos a la ortodoxia comunista cuestionaron la revisión de las tesis leninistas y el desconocimiento del rol dominante de las finanzas.

Rechazaron la existencia de un poder subimperial en Brasil, destacando su incompatibilidad con el sometimiento del país a las potencias del Primer Mundo (Fernández; Ocampo, 1974). Los críticos percibieron que Marini tomaba distancia de los viejos diagnósticos sobre el imperialismo y descalificaron esa reconsideración sin evaluar sus fundamentos.

También Cardoso impugnó el nuevo concepto. Cuestionó la consistencia del subimperialismo y señaló que Marini sobrevaloraba las crisis de realización (Martins, 2011: 233-236).

Otro tipo de observaciones planteó un importante teórico marxista que convergió con el dependentismo. No invalidó el subimperialismo, pero sí su aplicación a Brasil. Estimó que, por su elevada subordinación a Estados Unidos, el país sudamericano no alcanzaba ese estatus (Cueva, 2012: 200).

También el principal colega de Marini mantuvo reservas frente a la nueva categoría. Señaló que planteaba un desarrollo posible, pero dudó de su concreción. Observó que un estatus subimperial generaría conflictos indeseados de las clases dominantes con el poder norteamericano (Dos Santos, 1978: 446-447).

EVALUACIÓN DE UN CONCEPTO

Marini replanteó la teoría clásica del imperialismo asimilando distintas actualizaciones. Una reevaluación remarcaba la nueva hegemonía militar de Estados Unidos (Sweezy-Magdoff) y otra subrayaba la atenuación de las confrontaciones bélicas junto al agravamiento de las disputas económicas (Mandel).

El teórico brasileño absorbió esas ideas, junto a la caracterización de un imperialismo colectivo apadrinado por el Pentágono, para gestionar el creciente entrelazamiento internacional del capital (Amin) (Katz, 2011: 33-49).

No sólo fusionó varios elementos de esas miradas (Munck, 1981). También retomó las tesis de otro pensador que subrayaba el nuevo accionar conjunto de las potencias, en desmedro de las viejas contradicciones inter-imperialistas (Thalheimer, 1946).

Bajo esas influencias Marini habló de una novedosa «cooperación hegemónica» entre los centros. Añadió a ese esquema el papel de los países intermedios. Describió la conexión de las potencias subimperiales con los dominadores del planeta.

Su enfoque resaltó el rol de los nuevos centros intermedios de acumulación en la pirámide imperial de posguerra. El análisis de esos países fue su principal objeto de estudio.

Denominó subimperialismo a las semiperiferias estudiadas por la Teoría del Sistema Mundial (Dos Santos, 2009). Indagó la legalidad específica de esas formaciones en la dinámica global (Marini, 2013: 24-26).

El pensador brasileño optó por el término subimperialismo en polémica con otra denominación (satélite privilegiado), que sobrevaloraba la incidencia geopolítica del fenómeno, en desmedro de su impacto económico. La misma objeción formuló contra otra calificación (potencia mediana), que omitía el papel de las empresas multinacionales (Marini, 1991: 31-32).

Con mayor énfasis rechazó la presentación de Brasil como una potencia imperialista. Descartó, además, clasificar al país en el casillero de los imperialismos menores de posguerra (Suiza, Bélgica u Holanda).

Marini situó en el status subimperial a las economías dependientes intermedias, que mantenían relaciones singulares con el imperialismo central. Frente a la errónea identificación del prefijo «sub» con la subordinación a mandatos ajenos, precisó que esa conexión implicaba una combinación del sometimiento con asociación y autonomía.

Señaló que el subimperialismo involucraba a economías en proceso de industrialización, sujetas a los turbulentos efectos del ciclo dependiente. Este modelo fue posteriormente teorizado como un patrón de reproducción de ciertos países subdesarrollados (Osorio, 2012).

En el terreno geopolítico estimó que la acción subimperial implicaba cursos expansionistas, amoldados a la hegemonía mundial de Estados Unidos. Subrayó el papel de los liderazgos regionales asociados a la supremacía del imperialismo norteamericano.

Marini vinculó también la vigencia del subimperialismo al tipo de predominio prevaleciente en la cúspide de las clases dominantes. Destacó la preeminencia alcanzada en Brasil por las empresas industriales y sus socios financieros. Resaltó que ese sector comandaba la expansión al vecindario próximo (Bueno, 2010).

Con esa observación sugirió importantes márgenes de variabilidad del subimperialismo, en función del sector capitalista predominante. Señaló la vigencia de fases cambiantes de ese estatus y planteó que esa modalidad carecía de la estabilidad imperante en las potencias imperiales.

Marini también puntualizó el acceso selectivo a la condición subimperial. Estimó que sólo algunas economías intermedias reunían los requisitos exigidos para alcanzar ese estamento. Ubicó a Brasil pero no a la Argentina en ese lugar.

Para el teórico dependentista un posicionamiento subimperial suponía gran cohesión política de la burguesía en torno a su estado. Entendía que la ausencia de esa homogeneidad, impedía tanto a la Argentina como a México, emular el lugar alcanzado por Brasil. En el primer caso atribuía esa limitación a la prolongada crisis del sistema político y en el segundo a la gran dependencia hacia Estados Unidos (Luce, 2015: 31-32, 37).

Marini precisó que en contextos económicos semejantes el tipo de estado era determinante de la acción subimperial. Con este razonamiento redujo a pocos casos los países con ese tipo de aptitudes. Situó en ese campo a Brasil, Israel, Irán y África del Sur (Luce, 2011).

La teoría de Marini tuvo ciertos precedentes en caracterizaciones de los imperios subsidiarios (España) o relegados (Rusia). Pero fue concebida como un rasgo exclusivo del capitalismo de posguerra. No retrotraía la vigencia del subimperialismo brasileño al siglo XIX. Su concepto contribuyó a superar anacronismos e incentivó un fructífero programa de investigación.

OTRO ESCENARIO

Un análisis actual del subimperialismo debería registrar la diferencia radical que separa al capitalismo del siglo XXI con el vigente en la época de Marini.

Desde los años 80 el modelo keynesiano de posguerra quedó sustituido por un esquema neoliberal de agresión permanente contra trabajadores. La precarización deteriora el salario y el desplazamiento de la industria a Oriente abarata la fuerza de trabajo. El desempleo intensifica la marginalidad urbana y los capitalistas utilizan la informatización para aumentar la rentabilidad, destruyendo empleos y potenciando las desigualdades.

Este contexto difiere del estudiado por Marini. Las economías intermedias que focalizaron su atención continúan cumpliendo un rol clave, pero operan en un nuevo marco de empresas transnacionales, tratados de libre-comercio y finanzas mundializadas.

En comparación a los años 70, los mercados internos de los países intermedios han perdido relevancia frente a la actividad exportadora. La cadena global de producción incrementa, además, las variedades de esas formaciones (Domingues, 2012: 47-55).

En la actualidad se verifican tres modalidades de economías equivalentes a las indagadas por Marini. Algunas semiperiferias con mayor desarrollo precedente mantienen su vieja especialización en exportaciones básicas y una reducida incidencia global (Argentina). Otras se insertaron en procesos mundiales de fabricación sin expandir su influencia regional (Corea del Sur). Un tercer tipo exhibe enorme peso en su zona aledaña con bajo porcentual de PBI per cápita (India).

Estas economías continúan distanciadas de los países nítidamente periféricos (Mozambique, Angola, Bolivia) y de las potencias centrales (Estados Unidos, Alemania, Japón). Se ubican en el lugar investigado por Marini. Pero, a diferencia de la etapa precedente, ha irrumpido una nítida diferenciación al interior de ese segmento, en función de la conexión que cada país ha establecido con la mundialización neoliberal.

También se ha profundizado la brecha entre estructuras económicas semiperiféricas y roles subimperiales. Lo que determina el pasaje del primer estatus al segundo no es la incidencia en la cadena de valor. Países más enlazados a la internacionalización productiva (Corea) o poco integrados a esa red (Argentina) no han modificado sus carencias subimperiales. El potencial divorcio entre ambas situaciones que sugirió Marini ha cobrado nuevas formas.

INTERPRETACIONES ECONÓMICAS

La distinción entre economías intermedias y potencias subimperiales es un dato clave del escenario actual. Esta diferencia fue omitida en las caracterizaciones que extendieron a México o Argentina el papel asignado por Marini a Brasil. Se supuso que la performance subimperial correspondía a naciones latinoamericanas con cierto desarrollo industrial y consiguiente distanciamiento de los países puramente agro-mineros (Bambirra, 1986: 177-179).

Un gran estudioso de la teoría de la dependencia mantiene ese criterio, resaltando la envergadura alcanzada por las empresas multilatinas (Techint, Slim, Cemex) (Osorio, 2009: 219-221). Estima que los bloques regionales y las uniones aduaneras han potenciado la vocación subimperial de todos los estados que albergan ese tipo de compañías (Osorio, 2007). Pero el peso de esas firmas no ubica necesariamente en el mismo casillero subimperial a países con perfiles geopolíticos, militares y estatales muy distintos.

En los últimos años este problema desbordó el ámbito latinoamericano. La aparición del bloque integrado por los BRICS abrió el debate sobre la validez de la categoría subimperial para ese conglomerado.

Autores que valorizan el enfoque de Marini retomaron sus objeciones a la simple caracterización de los integrantes de ese grupo como potencias medianas. Recuerdan las insuficiencias de un mote divulgado por la ciencia política convencional (Bond, 2015: 243-247).

Pero una clasificación de los BRICS en el universo subimperial omitiría la heterogeneidad de ese bloque. Uno de los participantes de esa sociedad -China- ya traspasó el estatus intermedio e ingresó en el núcleo de las economías centrales. Este dato impide situar a todo el alineamiento en el estamento estudiado por Marini.

Esa aplicación afronta además otro inconveniente: los BRICS han establecido una alianza económica sin clara proyección geopolítica. Sus miembros mantienen relaciones muy diferentes con las potencias centrales.

Basta comparar la ligazón de India con Estados Unidos con la establecida por China o Rusia para notar ese abismo. Cada componente del conglomerado actúa en función de sus prioridades regionales y la búsqueda de esa preeminencia mantiene abiertos los potenciales conflictos entre China, India y Rusia.

A diferencia del imperialismo colectivo de la tríada, los BRICS no surgieron en escenarios pos-bélicos para garantizar objetivos estratégicos comunes. Ese grupo emergió para conformar un espacio de negociación dentro de la globalización neoliberal. Es una alianza al interior de esa estructura.

Por esta razón todas las cumbres de los BRICS han girado en torno a iniciativas económicas (bancos, inversiones, uso de monedas) y recrean debates empresariales afines al foro de Davos (García, 2015: 243-247). Este curso ha confirmado que el concepto de subimperio no se extiende a un bloque. Es sólo pertinente para potencias regionales que disputan influencia zonal.

REPLANTEO DE UN ESTATUS

Las formas subimperiales han cambiado en un escenario geopolítico signado por la extinción de la guerra fría. Desapareció el propósito anticomunista primordial que condicionaba todas las relaciones de Estados Unidos con sus socios. Los conflictos entre las clases dominantes se procesan ahora en un marco de negocios globalizados y rediseños de fronteras, que contrastan con el congelado mapa de posguerra.

El viejo contexto de bipolaridad aún vigente en el debut del neoliberalismo (1985-89) fue sucedido por una fase de supremacía unipolar (1989-2008) y otra de multipolaridad (2008-2017).

Pero en períodos tan cambiantes ha persistido un dato ordenador del planteo de Marini: la preponderancia militar estadounidense. La primera potencia mantiene el liderazgo de la gestión imperial concertada, que a mitad del siglo XX sustituyó a las viejas confrontaciones inter-imperialistas.

Esa preeminencia persiste junto a la pérdida de primacía económica norteamericana. El garante del orden capitalista mantiene su función protectora de las clases dominantes del planeta. Ya no tiene capacidad de acción unilateral, pero preserva un gran poder de intervención.

Estados Unidos fija por ejemplo las pautas del club nuclear, que penaliza a quienes intentan acceder en forma autónoma a esos recursos. También dirige las coaliciones de Occidente que perpetran ocupaciones o desplazan gobiernos contestatarios. Las agresiones que Bush consumaba con pretextos banales fueron continuadas con modalidades encubiertas por Obama.

La lógica del subimperialismo se adecúa a ese padrinazgo del Pentágono. Pero adopta un contenido amoldado a los crecientes conflictos por la primacía regional dentro de la mundialización neoliberal.

Esas tensiones no tienen la envergadura mundial que caracterizó a la primera mitad del siglo XX (Panitch, 2015: 62). Presentan una escala acotada que no repite lo ocurrido en el pasado. Tampoco prepara la tercera guerra mundial que erróneamente anticipan algunos autores (Sousa, 2014). Los subimperios actúan para reforzar su primacía, sin involucrar a las grandes potencias en conflagraciones generales.

Otro dato del periodo es la ausencia de proporcionalidad entre la supremacía económica y la hegemonía político-militar. Japón y Alemania se han consolidado como dominantes en el primer terreno y huérfanos en el segundo, mientras que Francia e Inglaterra han protagonizado un curso inverso.

Como en la época de Marini los subimperios actuales son potencias regionales en el plano económico y político-militar y estatal. Deben reunir estas dos condiciones y no sólo una de ellas.

No basta con la presencia de empresas transnacionales (Corea, México, Chile), acciones belicistas sistemáticas (Colombia) o esporádicas incursiones guerreras (Argentina durante Malvinas). Sólo quiénes concentran todos los componentes del perfil subimperial asumen ese rol.

Tal como señaló Marini la denominación corriente de esos países -potencias intermedias- no alcanza para caracterizarlos. Pero son naciones que ubicadas en ese estrato. Ninguna es un típico país del Tercer Mundo.

En la actualidad el aspecto geopolítico-militar es determinante del estatus subimperial. Esa condición exige un grado de autonomía suficiente para remover tableros a favor de las principales clases dominantes de cada zona.

Pero la condición subimperial también requiere mantener la sintonía con la primera potencia. Estos dos rasgos subrayados por Marini (asociación con Estados Unidos y poder propio) han persistido.

La propia denominación de subimperio indica una elevada gravitación de la acción militar. Economías poderosas con reducidos ejércitos quedan excluidas de ese estamento. Por eso los subimperios corresponden, en general, a países que ya desenvolvieron en el pasado un rol militar significativo fuera de sus fronteras.

El ejercicio efectivo de ese poder es incierto por el vulnerable lugar de esos países en la jerarquía global. Los gendarmes regionales están corroídos por agudos desequilibrios, que contrastan con la estabilidad alcanzada por los imperios centrales. Esa fragilidad determina la transitoriedad de los subimperios. Pocos candidatos del espectro posible logran corporizar efectivamente esa condición (Moyo, 2015: 189-192).

CONTROVERTIDAS EXTENSIONES

En nuestra reformulación sólo algunos países -como Turquía o India-cumplen actualmente los requisitos del subimperio. Son economías semiperiféricas con gran desenvolvimiento intermedio, que mantienen una estrecha relación con Estados Unidos y buscan aumentar su predominio regional. El componente geopolítico-militar define un estatus que se ajusta a varios enunciados de la teoría marxista de la dependencia.

Otra interpretación propone una mirada ampliada del subimperialismo, como nuevo determinante de conflictos de gran porte. Este enfoque rechaza el sentido que asignó Marini al concepto. Considera que el crecimiento de posguerra redujo la brecha centro-periferia y facilitó un gran desarrollo de los capitalismos nativos. Estima que esa expansión genera confrontaciones subimperiales, que recrean los clásicos choques inter-imperialistas del pasado (Callinicos, 2001).

Con este abordaje se postuló en la década pasada un listado más extendido de subimperios. En Medio Oriente, Irak, Egipto y Siria fueron añadidos a Turquía e Irán. En Asia, la India fue acompañada de Pakistán y Vietnam y en el continente negro Nigeria se sumó a Sudáfrica. En América Latina, Brasil quedó complementado con Argentina.

En esta interpretación todo país con proyección regional y procesos de acumulación significativos participa del universo subimperial. Esta ampliación del concepto pondera el impacto local del fenómeno. Resalta su gravitación zonal y relativiza las conexiones con la estructura global del imperialismo.

Marini propuso un número inferior de subimperios por la doble impronta que asignaba al fenómeno. Definió esa condición por relaciones de asociación y autonomía con las potencias centrales y por acciones de gendarme regional. Por eso su listado excluía a Irak, Egipto, Siria, Vietnam, Nigeria o Argentina. Su enfoque no magnificaba la presencia de los subimperios y evitaba divorciarlos del orden mundial.

En esa mirada había una implícita distinción entre subimperios potenciales y efectivos. Pakistán y Argentina podían contener pretensiones de ese estatus, pero no lograban consumarlo. Bajo gobiernos dictatoriales ambos países mantenían su estrecha subordinación al Pentágono sin desenvolver estrategias autónomas.

Marini evitaba, además, confundir aspiraciones subimperiales con acciones antiimperialistas. Aunque Vietnam afrontaba serios conflictos con sus vecinos, estuvo involucrado en la principal guerra contra Estados Unidos del continente asiático. Por su parte, Egipto y Siria confrontaban primordialmente con Israel, que era el principal exponente de los intereses norteamericanos en Medio Oriente.

La mirada extendida del subimperio omite estas caracterizaciones indispensables, para ubicar adecuadamente la categoría en cada circunstancia. Además, concibe guerras entre esas formaciones como un rasgo de la época actual. Atribuye ese alcance a los conflictos armados que enfrentaron a Grecia con Turquía, a India con Paquistán y a Irak con Irán. Supone que esas sangrías reemplazan a las conflagraciones entre potencias centrales de la era del imperialismo clásico.

Pero esa comparación es inadecuada no sólo por la diferente magnitud de ambos conflictos. Omite la relación que presentan los choques regionales con el papel rector de Washington. Aunque Irak inició la guerra contra Irán con objetivos propios, esa aventura fue propiciada por Estados Unidos para doblegar al régimen de los Ayatollah.

Los subimperios no repiten las viejas rivalidades inter-imperialistas. Se desenvuelven en un período de extinción de esas conflagraciones. Estados Unidos ya no guerrea con Japón por el control del Pacífico, ni con Alemania por la supremacía en Europa. Coordinan una gestión imperial conjunta y a veces enlazada con la acción de subimperios regionales.

La tesis extendida exagera el poder de las configuraciones intermedias. Olvida que esos países actúan por referencia a un imperialismo colectivo liderado por Estados Unidos. No registra que los conflictos bélicos entre subimperios tienden a quedar acotados por los umbrales que fijan las potencias globales.

Una caracterización sobredimensionada de los subimperios conduce, además, a evaluaciones políticas erróneas. Por asignarle a la Argentina un status subimperial se interpretó la guerra de las Malvinas como una confrontación inter-imperial entre potencias de distinta envergadura (Callinicos, 2001).

Esa mirada omitió que el trasfondo de ese conflicto era la usurpación colonial de una porción del territorio argentino. En Malvinas, no colisionó un imperio maduro con otro en gestación. El colonialismo británico reafirmó su atropello de la soberanía del país sudamericano. La legitimidad de una demanda nacional de Argentina queda diluida en la caracterización subimperial de ese país.

INCOMPRESIÓN DE UNA CATEOGRÍA

Un autor crítico del subimperialismo objeta la sustitución del análisis clasista de la explotación por interpretaciones centradas en la sujeción de países. Cuestiona especialmente la existencia de una regla tripartita de opresión nacional, considerando que es falso imaginar una explotación en cadena de Bolivia por Brasil y de Brasil por Estados Unidos. Afirma que para analizar la tensión entre burguesías por el reparto de plusvalía, no hay ninguna necesidad de recurrir a las categorías del imperialismo (Astarita, 2010: 62-64).

Pero esta mirada atribuye a Marini una tesis que nunca postuló. Jamás supuso que el subimperialismo implicaba mecanismos de explotación entre países. Siempre especificó que las empresas multinacionales lucraban con la extracción de plusvalía a los trabajadores de naciones vecinas a Brasil.

Explicó de qué forma ese proceso obedecía a contradicciones del capitalismo. Señaló que el curso de la acumulación chocaba con límites a la realización del valor, que inducían a los capitalistas a compensar desequilibrios desbordando las fronteras.

Marini tampoco reformuló el esquema tripartito de metrópolis-satélites postulado por Gunder Frank. Desenvolvió una tesis marxista singular, que ha sido malinterpretada por las lecturas antidependentistas (Katz, 2017).

Pero el principal problema de esa crítica al subimperialismo es el desconocimiento del sentido geopolítico-militar del concepto. No capta su relevante papel en la jerarquía global imperante bajo el capitalismo contemporáneo.

El objetor supone que basta con señalar la dinámica agresivo-competitiva de este sistema para comprender su funcionamiento. Pero ignora que esa caracterización es tan sólo el punto de partida del problema. El capitalismo opera a escala mundial y depende de un orden coercitivo que requiere dispositivos imperiales.

Por omitir este dato desconoce cómo el análisis del subimperialismo contribuye a esclarecer las múltiples formas actuales de opresión mundial. Esos dispositivos son indispensables para la reproducción del capitalismo.

El subimperialismo es una categoría de ese orden mundial y su validez proviene de la existencia de guerras y conflictos regionales. Al olvidar esa estructura (o suponer que al economista no le corresponde evaluar ese tema), el crítico empobrece el análisis inaugurado por Marini.

Más que analizar cadenas de exacción del excedente entre economías grandes, medianas y pequeñas, el subimperialismo alude al papel geopolítico de las potencias regionales. Es un concepto esclarecedor de la estructura piramidal de dominadores, socios y vasallos que sostiene al capitalismo

CONTRAPOSICIÓN CON SEMICOLONIA

Algunos autores consideran que el subimperialismo contradice la tradicional contraposición entre el centro y la periferia. Resaltan especialmente el atraso de Brasil y recuerdan su distancia con las potencias centrales. Estiman que el país continúa sometido a una condición semicolonial compartida con Argentina y México (Matos, 2009). Esa visión subraya, de hecho, la persistencia del escenario descripto por los marxistas clásicos a principio del siglo XX.

Pero este abordaje desconoce la obsolescencia del viejo retrato de un puñado de potencias sofocando a indistintas periferias. Ese tipo de dominación imperial fue reemplazada hace mucho tiempo por otras sujeciones. Las tres formas típicas de subordinación de la centuria precedente (colonias, semicolonias y capitalismos dependientes) dieron lugar a variedades más complejas de estratificación, que fueron analizadas por un teórico marxista en los años 70 (Mandel, 1986).

El retraso productivo, el rentismo agrario o la estrechez de los mercados no definen actualmente el estatus semicolonial de un país. Sólo indican brechas de desarrollos o modalidades de inserción internacional. Esa categoría no esclarece si un país es agro-minero o industrial mediano. Tampoco clarifica si alcanzó cierto desenvolvimiento del mercado interno o depende de las exportaciones.

La noción semicolonia retrata un estatus político. Ilustra el grado de autonomía con las principales potencias. En las colonias las autoridades son designadas por las metrópolis y en las semicolonias son digitadas en forma encubierta por los centros.

Las colonias son actualmente marginales y las semicolonias persisten sólo en aquellos países que padecen la subordinación total al Departamento de Estado. Honduras es un ejemplo de ese tipo. Lo mismo ocurre con Haití. Pero ese estatus no rige para Brasil que es ocupante de esa isla. No es lógico colocarlos en el mismo plano, olvidando que el principal país sudamericano es miembro del G 20.

Por el margen de autonomía que tienen sus estados, Brasil, México o Argentina están situados fuera del casillero semicolonial. Esa condición se extinguió en el siglo pasado y no reapareció con la preeminencia de gobiernos afines a Washington. El estado es manejado por clases dominantes locales y no por emisarios de la embajada estadounidense.

Es cierto que la economía brasileña depende de recursos naturales y padece un alto grado de apropiación externa. Pero esos rasgos no definen por sí mismos el posicionamiento del país en el orden global. Hay potencias imperialistas con grandes reservas naturales (Estados Unidos) y otras con significativa extranjerización de su economía (Holanda).

Tampoco las crisis económicas recurrentes determinan la ubicación internacional de cada país. Muchas naciones de la periferia inferior languidecen sin grandes turbulencias periódicas y otras del centro afrontan un alto grado de inestabilidad económica.

Quienes sitúan a Brasil en el universo semicolonial resaltan la brecha de productividad o PBI per cápita, que separa al país de las economías avanzadas. Pero una fractura semejante se verifica con las empobrecidas naciones de la periferia inferior. La distancia con Nicaragua o Mozambique es tan significativa como la existente con Francia o Japón.

Marini justamente indagó el universo del subimperialismo para superar la simplificada ubicación de Brasil en la periferia del planeta. En una conceptualización actualizada de distintas ubicaciones geopolíticas correspondería distinguir a las potencias dominantes de los países que cargan con grados muy diferenciados de dependencia. La subordinación de Honduras contrasta con la autonomía de Brasil.

INCONSISTENCIAS DOGMÁTICAS

La reivindicación del concepto semicolonia en contraposición a la noción de subimperialismo, presupone la total actualidad del diagnóstico expuesto por Lenin sobre el imperialismo. Esa mirada se asemeja a la adoptada por la ortodoxia comunista frente a Marini en los años 70. Ambas desestiman los cambios registrados en la dinámica imperial desde la mitad del siglo XX.

En nuestro libro sobre el imperialismo (Katz, 2011) hemos expuesto una actualización con abordajes semejantes a Marini. Registramos los mismos cambios que el pensador brasileño intuyó en la posguerra en tres planos: la existencia de una mayor integración mundial de los capitales, la ausencia de guerras inter-imperialistas y el rol dominante de Estados Unidos. Resaltamos la gravitación del mismo proceso de «cooperación hegemónica» entre las potencias imperiales. Nuestra revalorización del subimperialismo se apoya en esta coincidente mirada.

Algunos críticos objetan nuestro enfoque con los mismos argumentos que cuestionan la tesis subimperial. Aceptan la vigencia de fuertes tendencias a la convergencia entre capitales de distinto origen nacional, pero subrayan la dinámica contradictoria de ese proceso. Destacan que no se han creado clases dominantes transnacionales despegadas de los viejos estados. Consideran que este marco genera tendencias explosivas que habríamos ignorado. No aclaran, sin embargo, cuál ha sido nuestra omisión (Cri; Marcos, 2014).

Desde el momento que la burguesía no forjó clases y estados mundializados esos desequilibrios saltan a la vista. Los objetores se limitan a exponer las mismas tensiones que registramos nosotros y que a su vez recogemos de otros autores.

Pero su retrato de ese curso es llamativo. Por un lado aceptan la preeminencia de empresas multinacionales y por otra parte postulan su irrelevancia. Resaltan la asociación internacional de capitales y al mismo tiempo subrayan la continuidad de la rivalidad. Con esa dualidad no especifican cuál es la tendencia predominante.

Los objetores entienden que ambos procesos coexisten con la misma fuerza del pasado. Pero en ese caso prevalecería una continuidad del escenario leninista, que ha sido alterado por la mayor integración de los capitales. Ejemplifican la persistencia de las viejas rivalidades, en las disputas que actualmente oponen a Alemania con Estados Unidos por el manejo de las crisis monetarias. Afirman que omitimos esas contradicciones.

Pero nuestro enfoque no desconoce esos choques. Simplemente los contextualiza en un escenario de ausencia de guerras entre potencias. Postulamos que las conflagraciones que inspiraron las tesis de Lenin no se verifican en la actualidad. Por eso nadie vislumbra la repetición de conflictos armados entre Estados Unidos, Francia, Alemania, Japón o Inglaterra.

No queda claro si los críticos opinan lo contrario y pronostican la reaparición de confrontaciones entre los ejércitos que integran la OTAN. En lugar de precisar ese diagnóstico retratan las divergencias suscitadas por las cotizaciones del euro y el dólar. Pero es evidente que esas discrepancias financieras no se equiparan con los choques, que desembocaron en la Primera o Segunda Guerra Mundial.

No alcanza con exponer generalidades sobre las tensiones inter-imperiales. Hay que mensurar su envergadura y potencial desenlace. Por eso señalamos que carecen de corroboración las hipótesis de reiteración de lo ocurrido a comienzo del siglo XX.

La triada ejerce actualmente un chantaje nuclear contra terceros que no extiende a sus miembros. Los conflictos económicos en el seno de esa alianza no se proyectan a la esfera militar. Nadie quiere desarmar el sistema de protección capitalista que controla el Pentágono y una eventual confrontación con Rusia o China, tampoco repetiría los conflictos inter-imperialistas del pasado.

En vez de abordar estos problemas, los objetores se limitan a constatar la existencia de tendencias opuestas. Registran la mayor integración mundial de capitales y al mismo tiempo objetan la disipación de las guerras inter-imperialistas.

Pero con esa exposición de cursos diversos no evalúan las consecuencias de sus propias formulaciones. Si hay mayor entrelazamiento burgués mundial y también idénticas posibilidades de guerras, no se entiende la lógica de la indagación.

Esa inconsistencia deriva de suponer que el capitalismo contemporáneo es un calco del vigente en la centuria pasada. Para conservar la lealtad a la teoría clásica del imperialismo -con datos que modifican ese escenario- crean un nubarrón de oscuridades.

Ese eclecticismo se extiende a la evaluación del rol estadounidense. Los críticos reconocen el abismo de fuerzas militares que separa a la primera potencia de cualquier otro concurrente. Pero no deducen ningún corolario de esa singularidad.

Resaltan el agotamiento del liderazgo norteamericano sin compartir los pronósticos de reemplazo de esa supremacía. Optan por la ambigüedad. Rechazan las teorías del declive y también las tesis de continuidad de la primacía norteamericana.

Con ese posicionamiento repiten lo obvio (Estados Unidos ya no cuenta con la fuerza de posguerra), sin explicar por qué razón el dólar perdura como refugio ante las crisis, las compañías yanquis lideran el desarrollo de la tecnología informática y el Pentágono persiste como pilar de la OTAN.

Para subrayar analogías con el escenario leninista los críticos registran «trazas kaustkianas» en nuestro enfoque, señalando afinidades con el «modelo ultra-imperialista». Estiman que esta visión supone imaginar un «imperio sin desafíos», en la «gestión de un capitalismo estable y fuerte» (Chingo, 2012).

Nuestro texto abunda en datos y evaluaciones de los desequilibrios que genera el imperialismo actual. Una simple lectura de esas caracterizaciones desmiente cualquier impresión de estabilidad del sistema. Pero ordenamos esas contradicciones en la lógica de un sistema económico más internacionalizado y gestionado de manera colectiva bajo el comando estadounidense.

A diferencia de los enfoques dogmáticos, Lenin situaba cada problema en la especificidad de su tiempo. Por eso resaltaba la peculiaridad bélica de los conflictos frente a las expectativas pacifistas de Kautsky. Esta contraposición podría actualizarse contrastando las visiones antiimperialistas, con las ilusiones socialdemócratas en el intervencionismo imperial «humanitario».

En lugar de intentar esa aplicación, los críticos trazan una divisoria entre intérpretes de la crisis (ellos) y teóricos de la estabilidad (nosotros). Esta clasificación carece de sentido.

Para comprender el imperialismo actual hay que asumir riesgos analíticos, reconocer hallazgos y abandonar tesis perimidas. Nuestros objetores soslayan estos compromisos y quedan afectados por el mal que nos achacan: navegar en la ambigüedad. Al reconocer una cosa y lo contrario, no aportan sugerencias sobre la dinámica actual de la opresión imperial y sus complementos subimperiales.

Marini delineó varias ideas para comprender esos procesos. ¿Pero cómo operan en la actualidad? Plantearemos nuestra respuesta en el próximo texto.

16-3-2017.

RESUMEN

Marini asignó al subimperialismo una dimensión económica compensatoria del sub-consumo y otra geopolítico-militar de protagonismo brasileño. Reconsideró la teoría clásica del imperialismo y registró la nueva hegemonía regional de ciertas formaciones intermedias.

La mundialización neoliberal diferencia a esas economías por su lugar en la cadena de valor. El subimperialismo actual no tiene aplicaciones puramente económicas, ni se extiende a bloques de países. Rige para gendarmes asociados y autónomos de Estados Unidos. No se repiten las conflagraciones inter-imperialistas del pasado. Los mecanismos de dominación global se han diversificado y la semicolonia ha perdido relevancia conceptual.

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Fuente del Artículo:

https://www.aporrea.org/ideologia/a243740.html

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