Al menos 33 jóvenes fueron asesinados en las últimas dos semanas. Masacres que Duque minimiza como «homicidios colectivos». Con esta actitud, no hará que el país sea más seguro que el de su predecesor, opina Uta Thofern.
Cinco amigos visitaban una plantación de caña de azúcar donde se les vio con vida por última vez. Sus padres los encontraron en los arbustos: tiroteados y apuñalados. Uno de ellos con la garganta cortada. Jair, la víctima más joven, tenía solo 14 años. Los cinco estudiantes vivían en una comunidad afrocolombiana al sureste de Cali. Sus padres son trabajadores comunes.
Ocho jóvenes fueron asesinados unos días después en una fiesta en Samaniego, a 500 kilómetros de distancia. Tenían un trasfondo completamente diferente: la mayoría eran estudiantes de clase media, hijos de maestros, comerciantes, médicos. No tenían nada en común con otros tres jóvenes que fueron encontrados muertos pocos días después en el mismo municipio de Nariño y que pertenecían al pueblo indígena awá.
Sobre las 17 víctimas de este fin de semana todavía se sabe menos. Cinco estaban en las cercanías del departamento de Arauca, no lejos de la frontera con Venezuela, seis en la comunidad de El Tambo, en el departamento del Cauca, y seis más en un pueblo cerca de Tumaco, en Nariño, en la frontera con Ecuador.
Lo que conecta a las 33 víctimas es la inexplicabilidad de sus muertes, la total falta de sentido de lo sucedido, y el hecho de que su juventud y la proximidad temporal de los hechos desencadenan más discusiones que los actos de violencia «habituales» a los que se ha acostumbrado Colombia en las últimas décadas. La ONU contabilizó 36 masacres el año pasado, es decir, en promedio tres al mes. Este año, el número ya es mayor.
En la mayoría de los casos, no está claro quiénes son los perpetradores. Los sospechosos habituales son los miembros del último grupo guerrillero que queda, el ELN, disidentes de las FARC que eludieron el desarme y el narcotráfico organizado, que ahora está controlado en gran parte por carteles mexicanos. Los grupos paramilitares, que también se cree son responsables de crímenes, generalmente no son mencionados por el gobierno actual. Se dice que el expresidente Álvaro Uribe tiene vínculos con estos grupos y en este contexto se encuentra actualmente bajo arresto domiciliario por decisión de la Corte Suprema. Y Uribe es el mentor del actual presidente Iván Duque.
Independientemente de cuál de los diferentes grupos armados sea responsable de qué delito, el comportamiento y la elección de palabras del gobierno, y por cierto también de la oposición, muestran cuán altamente politizado está el debate sobre la violencia y la seguridad en el país. La postura sobre el proceso de paz con las FARC es decisiva para cada una de estas posiciones.
El anterior gobierno del ganador del Premio Nobel de la Paz, Juan Manuel Santos, observó pasivamente cómo los diversos grupos armados se aprovecharon del vacío de poder dejado por las FARC. El lema parecía ser: mejor guardar silencio que dejar que surjan críticas al proceso de paz. Y ganar así las próximas elecciones. Pero con Duque, el ganador fue un pupilo del hombre que como ningún otro defendió una política de fuerza militar intransigente contra la guerrilla y luchó contra el proceso de paz. Hasta el día de hoy, no ha analizado las causas sociales tras el surgimiento de la guerrilla.
Por el momento, Duque es el responsable del destino de su país. Un presidente al que después del asesinato de 33 jóvenes lo primero que se le ocurre es decir que estos actos no deben calificarse como masacres, sino como «homicidios colectivos”. Y que en segundo lugar hace hincapié en las estadísticas de asesinatos casi igualmente malas de su predecesor. ¿Cómo ayuda esto a las madres y padres de los muertos? ¿Qué pasa con los padres cuyos hijos están planeando una fiesta el próximo fin de semana? ¿Mejorará esto la infraestructura y las economías de las muchas regiones que han sido abandonadas por el gobierno?
En Colombia el problema no se centra solo en la falta de seguridad. Pero una paz solo de papel no es suficiente. Para un futuro verdaderamente pacífico se necesita un gobierno capaz de actuar, que enfrente la gran desigualdad social e invierta en las regiones olvidadas. A Duque le quedan solo dos años para emanciparse, lo que difícilmente será suficiente. La comunidad internacional debe despedirse de la ilusión de que el acuerdo de paz resolverá el problema de Colombia.