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UNICEF: Al comenzar un nuevo año escolar en Afganistán, casi 400.000 niñas más se ven privadas de su derecho a la educación, lo que eleva el total a 2,2 millones.

Al comenzar un nuevo año escolar en Afganistán, casi 400.000 niñas más se ven privadas de su derecho a la educación, lo que eleva el total a 2,2 millones.

NUEVA YORK, 22 de marzo de 2025 – El inicio del nuevo año escolar en Afganistán marca el tercer aniversario de la prohibición de la educación secundaria para niñas. Esta decisión continúa perjudicando el futuro de millones de niñas afganas. Si esta prohibición persiste hasta 2030, más de cuatro millones de niñas se verán privadas de su derecho a la educación más allá de la primaria.

“Las consecuencias para estas niñas –y para Afganistán– son catastróficas.

La prohibición impacta negativamente el sistema de salud, la economía y el futuro del país. Al reducirse el número de niñas que reciben educación, estas enfrentan un mayor riesgo de matrimonio infantil, con repercusiones negativas en su bienestar y salud.

Además, el país experimentará una escasez de personal sanitario femenino cualificado. Esto pondrá en peligro vidas.

Con menos médicas y parteras, las niñas y las mujeres no recibirán el tratamiento médico ni el apoyo que necesitan. Estimamos 1.600 muertes maternas adicionales y más de 3.500 muertes infantiles. Estas no son solo cifras, sino vidas perdidas y familias destrozadas.

Durante más de tres años, se han violado los derechos de las niñas en Afganistán. Todas las niñas deben poder regresar a la escuela ya. Si a estas jóvenes capaces e inteligentes se les sigue negando la educación, las repercusiones durarán generaciones. Afganistán no puede dejar atrás a la mitad de su población.

En UNICEF, mantenemos nuestro compromiso inquebrantable con la infancia afgana, tanto niñas como niños. A pesar de la prohibición, hemos brindado acceso a la educación a 445.000 niños mediante el aprendizaje comunitario, de los cuales el 64% son niñas. También estamos empoderando a las maestras para garantizar que las niñas tengan modelos positivos a seguir.

Seguiremos defendiendo el derecho de todas las niñas afganas a recibir educación e instamos a las autoridades de facto a que levanten esta prohibición de inmediato. La educación no es solo un derecho fundamental; es el camino hacia una sociedad más sana, estable y próspera.

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Fuente de la Información: https://www.unicef.org/press-releases/new-school-year-starts-afghanistan-almost-400000-more-girls-deprived-their-right

 

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Una diatriba contra los trabajos absurdos

David Graber pronunció su versión particular de «el rey va desnudo» en su mítico artículo titulado «On the Phenomenon of Bullshit Jobs». Desveló lo que muchas personas sentían: que trabajo era absurdo, sin propósito.

David Graeber. Doctor en Antropología y profesor del Goldsmiths College de Londres. Con un largo historial de activismo y compromiso político, colaboró en medios como The Nation, The Guardian y Harper’s Magazine, entre otros. En 2006 la London School of Economics le reconoció como «un destacado antropólogo que transformó radicalmente el estudio de la cultura». Murió en 2020.

Avance

David Graeber: «Trabajos de mierda». Ariel, 2018

En el año 2013 el antropólogo David Graeber escribió un artículo titulado originalmente On the Phenomenon of Bullshit Jobs: A Work Rank (Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda: una diatriba laboral), que sacaba del armario a esas profesiones de nombres largos y contenido incierto. Enseguida se convirtió en un fenómeno. Se compartió viralmente, se tradujo de forma masiva y la página web de la revista donde se había publicado, Strike, se colgaba repetidamente por exceso de tráfico. No se quedó en meras palabras. En 2015 aparecieron carteles en el metro de Londres donde se reproducían algunas de sus frases. La respuesta fue tal que Graeber se dedicó también a pensar sobre esta y publicó un libro donde exploraba el tema con mayor detenimiento. Reproducimos aquí el texto original con conocimiento y permiso de la web destinada a la difusión de su legado: www.davidgraeber.org 

ArtÍculo

En el año 1930, John Maynard Keynes predijo que, a finales de siglo, la tecnología habría avanzado lo suficiente como para que países como Gran Bretaña o Estados Unidos hubieran conseguido una semana laboral de quince horas. Hay muchas razones para creer que tenía razón. En términos tecnológicos, somos perfectamente capaces de ello. Y, sin embargo, no ha ocurrido. En su lugar, la tecnología se ha utilizado, si acaso, para encontrar formas de hacernos trabajar más. Para lograrlo, se han tenido que crear puestos de trabajo que, de hecho, no tienen sentido. Muchísimas personas, sobre todo en Europa y Norteamérica, pasan toda su vida laboral realizando tareas que, en el fondo, creen que no son necesarias. El daño moral y espiritual que se deriva de esta situación es profundo. Es una cicatriz en nuestra alma colectiva. Sin embargo, prácticamente nadie habla de ello.

¿Por qué la utopía prometida por Keynes —aún esperada con impaciencia en los años 60— nunca se materializó? Hoy se dice que no tuvo en cuenta el aumento masivo del consumismo. Ante la disyuntiva de elegir entre menos horas y más juguetes y placeres, hemos optado colectivamente por lo segundo. Se trata de una bonita moraleja, pero si reflexionamos un momento veremos que no puede ser cierta. Sí, hemos sido testigos de la creación de un sinfín de nuevos empleos e industrias desde los años 20, pero muy pocos tienen algo que ver con la producción y distribución de sushi, iPhones o zapatillas deportivas de lujo.

Así pues, ¿cuáles son o en qué consisten exactamente estos nuevos empleos? Un informe reciente que compara el empleo en EE. UU. entre 1910 y 2000 ofrece ejemplos claros (y observo que muy similares a los del Reino Unido). A lo largo del último siglo, el número de trabajadores empleados en el servicio doméstico, en la industria y en el sector agrícola se ha reducido drásticamente. Al mismo tiempo, «los trabajadores profesionales, directivos, administrativos, comerciales y de servicios» se triplicaron, pasando «de una cuarta parte a tres cuartas partes del empleo total». En otras palabras, los empleos productivos, tal y como se predijo, se han automatizado en gran medida (incluso si se cuenta a los trabajadores industriales a nivel global, incluidas las masas trabajadoras de India y China, dichos trabajadores siguen sin ser un porcentaje tan grande de la población mundial como solían ser).

Pero, en lugar de permitir una reducción masiva de las horas de trabajo para liberar a la población mundial y que esta pueda dedicarse a sus propios proyectos, placeres, visiones e
ideas, hemos asistido a la expansión no tanto del sector «servicios» como del sector administrativo,
 hasta la creación de industrias completamente nuevas como los servicios financieros o el telemarketing, o la expansión sin precedentes de sectores como el derecho corporativo, la administración académica y sanitaria, los recursos humanos y las relaciones públicas. Y estas cifras ni siquiera reflejan a todas aquellas personas cuya labor consiste en proporcionar apoyo administrativo, técnico o de seguridad a estas industrias, ni tampoco a las que integran toda la serie de industrias auxiliares (bañar perros, repartir pizzas a domicilio toda la noche) que solo existen porque los demás trabajadores se dedican a trabajar en las otras. Esto es lo que propongo llamar «trabajos de mierda».

Es como si alguien se inventara trabajos sin sentido únicamente para mantenernos ocupados. Y aquí, precisamente, radica el misterio, ya que, en el capitalismo, esto es exactamente lo que se supone que no debe ocurrir. Claro, en los viejos estados socialistas ineficientes como la Unión Soviética, donde el empleo se consideraba tanto un derecho como un deber sagrado, el sistema se encargaba de crear tantos puestos de trabajo como fuera necesario (por eso en los grandes almacenes soviéticos hacían falta tres dependientes para vender un trozo de carne). Pero, por supuesto, este es el tipo de problema que se supone que soluciona la competencia del mercado. Según la teoría económica, al menos, lo último que va a hacer una empresa con ánimo de lucro es despilfarrar dinero en trabajadores que realmente no necesita. Pues esto es lo que, de algún modo, ocurre.

Aunque las empresas reduzcan sus plantillas de forma despiadada, los despidos y las reducciones de plantilla recaen invariablemente sobre esa clase de personas que realmente fabrican, mueven, arreglan y mantienen las cosas. A través de alguna extraña alquimia que nadie puede explicar, el número de asalariados que se dedican a llevar papeles de aquí para allá parece aumentar, y cada vez más empleados se encuentran —de manera no muy diferente a la de aquellos trabajadores soviéticos— trabajando 40 o incluso 50 horas semanales sobre el papel, pero en realidad trabajando quince, tal y como predijo Keynes, ya que el resto de su tiempo lo dedican a organizar seminarios de motivación, actualizar sus perfiles de Facebook o descargar series.

Está claro que la respuesta no es económica: es moral y política. La clase dominante se ha dado cuenta de que una población feliz y productiva con tiempo libre en sus manos es un peligro mortal
(pensemos en lo que empezó a ocurrir cuando esto empezó vislumbrarse en los años 60). Y, por otra parte, les resulta extraordinariamente conveniente la creencia de que el trabajo es un valor moral en sí mismo, y que cualquiera que no esté dispuesto a someterse a algún tipo de disciplina laboral intensa durante la mayor parte de sus horas de vigilia no merece nada.

Una vez, dándole vueltas al crecimiento aparentemente interminable de las tareas administrativas en los departamentos académicos británicos, se me ocurrió una posible imagen del infierno. El infierno es un conjunto de individuos que pasan la mayor parte de su tiempo trabajando en una tarea que no les gusta y en la que no son especialmente buenos. Digamos que se les contrató porque eran excelentes ebanistas y luego descubren que deben pasar gran parte de su tiempo friendo pescado. En verdad, no es una tarea realmente necesaria —al menos, solo hay un número muy limitado de pescados que haya que freír—, pero, de alguna manera, todos se obsesionan tanto con el resentimiento ante la idea de que algunos de sus compañeros de trabajo podrían estar pasando más tiempo haciendo armarios, y escaqueándose de sus responsabilidades asignadas de freír pescado, que en poco tiempo hay interminables pilas de pescado mal cocinado que no sirve para nada amontonándose por todo el taller y esto es lo único que realmente se hace. En mi opinión, esta es una descripción bastante exacta de la dinámica moral de nuestra propia economía.

Me doy cuenta, por supuesto, de que cualquier argumento de este tipo se va a topar con objeciones inmediatas: Y ¿quién eres tú para decir qué empleos son realmente «necesarios»? De hecho, ¿qué es necesario? Usted es profesor de antropología, es esto entonces lo «necesario?» (Y, de hecho, muchos lectores de tabloides considerarían la existencia de mi trabajo como la definición misma del despilfarro en gasto social). Por un lado, es evidente que es cierto. No puede haber una medida objetiva del valor social.

No me atrevería a decirle a alguien que está convencido de estar haciendo una contribución significativa al mundo que, en realidad, no lo está haciendo. Pero, ¿qué pasa con las personas que están convencidas de que su trabajo no tiene sentido? No hace mucho volví a ponerme en contacto con un amigo del colegio al que no veía desde que tenía doce años. Me sorprendió descubrir que, entretanto, se había convertido primero en poeta y luego en líder de un grupo de rock independiente. Había escuchado algunas de sus canciones en la radio sin saber que el cantante era alguien a quien conocía. Era brillante, innovador, y su trabajo había alegrado y mejorado sin duda la vida de personas de todo el mundo. Sin embargo, tras un par de álbumes fallidos, perdió su contrato y, acosado por las deudas y una hija recién nacida, acabó, como él mismo dijo, «eligiendo la opción por defecto de tanta gente sin rumbo: estudiar derecho». Ahora es abogado de empresa, trabaja en un importante bufete de Nueva York. Y es el primero en admitir que su trabajo carece de sentido, que no aporta nada al mundo y que, en su opinión, no debería existir.

Hay muchas preguntas que uno podría hacerse aquí, empezando por: ¿qué dice de nuestra sociedad el hecho de generar una demanda extremadamente limitada de poetas y músicos con talento, pero una demanda aparentemente infinita de especialistas en derecho corporativo?

(Respuesta: si el 1 por ciento de la población controla la mayor parte de la riqueza disponible, lo que llamamos «el mercado» refleja lo que ellos, y nadie más, consideran útil o importante). Pero aún más, demuestra que la mayoría de las personas que ocupan estos puestos son conscientes de ello en última instancia. De hecho, creo que no he conocido nunca a un abogado de empresa que no pensara que su trabajo era una mierda. Lo mismo ocurre con casi todas las nuevas industrias antes mencionadas. Hay toda una clase de profesionales asalariados que, si los conoces en una fiesta y admites que te dedicas a algo que podría considerarse interesante (la antropología, por ejemplo, podría servir), evitarán por todos los medios hablar de su trabajo. Pero, si les das unas copas, entonces empezarán a despotricar sobre lo inútil y estúpido que es su trabajo.

Hay una profunda violencia psicológica en esto. ¿Cómo se puede siquiera empezar a hablar de dignidad en el trabajo cuando uno siente en secreto que su trabajo no debería existir? ¿Cómo no va a
crear un sentimiento de profunda rabia y resentimiento? Sin embargo, la peculiar genialidad de nuestra sociedad es que sus gobernantes han encontrado la manera, como en el caso de los freidores de pescado, de asegurarse de que la rabia se dirige precisamente contra aquellos que realmente consiguen hacer un trabajo significativo. Por ejemplo: en nuestra sociedad, parece existir la regla general de que, cuanto más evidente es que el trabajo de uno beneficia a otras personas, menos probable es que le paguen bien por ello. De nuevo, es difícil encontrar una medida objetiva, pero una forma fácil de hacerse una idea es preguntarse: ¿qué pasaría si toda esta clase de personas simplemente desapareciera? Se diga lo que se diga de las personas profesionales de la enfermería, encargadas de la basura o los mecánicos, es obvio que si se esfumaran, los resultados serían inmediatos y catastróficos. Un mundo sin maestros ni estibadores no tardaría en tener problemas, e incluso uno sin escritores de ciencia ficción ni músicos de ska sería claramente un lugar peor. No está del todo claro cómo padecería la humanidad si desaparecieran todos los directores ejecutivos de empresas de capital riesgo, grupos de presión, investigadores de relaciones públicas, actuarios, teleoperadores, agentes judiciales o asesores jurídicos. (Muchos sospechan que podría mejorar notablemente.) Si descontamos un puñado de excepciones bien conocidas (los médicos, por ejemplo), la regla se cumple sorprendentemente bien.

Y lo que es aún más perverso, parece existir la sensación generalizada de que así es como deben ser las cosas. Este es uno de los puntos fuertes secretos del populismo de derechas. Se puede ver cuando los tabloides azuzan el resentimiento contra los trabajadores del metro por paralizar Londres durante los conflictos por sus condiciones contractuales: el mero hecho de que los trabajadores del metro puedan paralizar Londres demuestra que su trabajo es realmente necesario, pero esto parece ser precisamente lo que molesta a la gente. Es aún más claro en EE. UU., donde los republicanos han tenido un éxito notable movilizando el resentimiento contra el profesorado o los trabajadores del automóvil (y no, significativamente, contra los administradores de las escuelas o los directivos de la industria del automóvil que realmente causan los problemas) por sus salarios y beneficios supuestamente inflados. Es como si les dijeran: «¡Pero tú puedes enseñar a los niños! ¡O fabricar coches! ¡Tenéis trabajos de verdad! ¿Y encima tenéis el descaro de esperar pensiones y asistencia sanitaria de clase media?

Si alguien hubiera diseñado un régimen laboral perfectamente adaptado para mantener el poder del capital financiero, es difícil ver cómo podría haberlo hecho mejor. Los trabajadores reales y
productivos son exprimidos y explotados sin descanso. El resto se divide entre un estrato aterrorizado de desempleados, universalmente vilipendiados, y un estrato más amplio al que básicamente se paga por no hacer nada, en puestos diseñados para que se identifiquen con las perspectivas y sensibilidades de la clase dominante (gerentes, administradores, etc.) —y en particular con sus avatares financieros— pero que, al mismo tiempo, fomentan un resentimiento latente contra cualquiera cuyo trabajo tenga un valor social claro e innegable. Está claro que el sistema nunca se diseñó conscientemente. Surgió de casi un siglo de ensayo y error. Pero es la única explicación de por qué, a pesar de nuestras capacidades tecnológicas, no todos trabajamos tres o cuatro horas diarias.


La Imagen que ilustra este artículo ha sido creada con ayuda de la IA generativa de Adobe Firefly

autorDavid Graeber

Doctor en Antropología y profesor del Goldsmiths College de Londres. Con un largo historial de activismo y compromiso político, colaboró en medios como The Nation, The Guardian y Harper’s Magazine, entre otros. En 2006 la London School of Economics le reconoció como «un destacado antropólogo que transformó radicalmente el estudio de la cultura». Murió en 2020.

Fuente de la información:  https://www.nuevarevista.net

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Resistir entre poesía y danza

«Resistir creando entre poesía y danza» de la socióloga Jerny González Caqueo, es un extraordinario libro que nos permite conocer íntimamente el ajetreado mundo de una fragorosa mujer pampina, madre y militante: Nelly Lemus Villa. La autora es una socióloga residente del Desierto de Atacama y descendiente de abuelos Quechuas del Oasis de Pica. No es desmesurado decir entonces que cuando González escribe, deberíamos poner una eclesiástica atención.

La protagonista es una activista cultural comunista, profesora normalista y combatiente de la resistencia contra Pinochet. Nelly Lemus nació y se crió en el desierto, entre las oficinas salitreras, campamentos mineros y el puerto de Chañaral. Desde muy pequeña observó las cofradías danzantes que le rinden honores a la Virgen del Carmen en el pequeño pueblo de La Tirana. Así nació su pasión por la danza; bailando chunchos, morenos, gitanos, chinos y sambos caporales.

No son muchos los libros escritos sobre los habitantes de las zonas geográficas extremas del país; sobre la naturaleza, idiosincrasia y genio de aquellos naturales que saben amar su medio ambiente muy alejados de las metrópolis donde se toman las decisiones del país. No son muchos los trabajos escritos sobre las mujeres pampinas que paren a sus hijos, mientras que resolutas ayudan diariamente a “parar la olla”. Es un libro que todo estudiante debería leer, que todos los estudiosos deberían leer; que todos los bailarines deberían leer, que todo Chile debería leer.

Con este libro tenemos un gran escrito histórico, pero fresco y novedoso. Un detallado vistazo a una mujer pampina, divorciada, jefa de hogar, cuyo mayor pecado fue brillar con luz propia; destacarse del montón y desarrollar a todo vapor sus planteamiento artísticos y sociales. Una mujer que ha sabido comunicar por medio de sus movimientos corporales, el brío de sus poemas y las reliquias de su memoria. En los folios que el puño de González ha sabido muy bien llenar, Lemus ha quedado estampada merecidamente.

La madre de Nelly fue una mujer que tenía el desierto en la piel y que, al igual que sus antepasadas, sufría las penurias propias de la época: la explotación y las enfermedades. Pero el desierto fue también motivo para la unión, para la solidaridad, para las ollas comunes, la comunidad, la subsistencia. Para los pampinos el desierto fue el comienzo de una temida lucha obrera, el nacimiento de una organizada visión de la galaxia terrenal: la cofradía socialista la que le fue transmitida por su padre pionero seguidor de Lafferte y Recabarren, y por su madre: Mi mamá nos contaba historias que nos fueron uniendo fuertemente a la familia salitrera, recuerda Nelly.

Poner en el papel la vida – o parte de ella – de una mujer tan heterogénea como la mismísima pampa no es una tarea fácil. La socióloga tocopillana Jerny González logra captar las instancias aquellas, las emblemáticas, las importantes, aquellas que hacen de esta mujer – que en medio de la precariedad de los maestros, llega a ser una verdadera activista cultural – clase obrera en plenitud. Una poetisa bailarina, una devota artista del crudo Desierto de Atacama. La danza y la poesía han sido la pasión de la vida de Nelly Lemus y hay en este necesario libro, bellos momentos que describen esos movimientos. Ritmos y
momentos que todas las bailarinas y bailarines, profesionales o no, deberían otear.

Ficha Técnica:

Título: Resistir creando entre poesía y danza. La vida de Nelly Lemus Villa. Premio Escrituras de la Memoria, obra inédita año 2024, Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.

Autora: Jerny González Caqueo. Editorial: Pampa Negra Ediciones. Colección Hipocampo 003 Antofagasta, Chile. 2024

Fuente de la información: https://www.surysur.net

Fotografía: El Guillatún

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Educación y ética en un universo patriarcal obediente

Por:   Andrés García Barrios

 

La educación debe despojarse de los roles primitivos (es obvio que las mujeres y las nuevas generaciones ya lo están haciendo) y emprender un nuevo intento.

En materia de ética, soy muy radical. No es presunción. Pongo como ejemplo el pensar que los seres humanos debemos tratarnos a nosotros mismos y a los demás como un fin y nunca como un medio para llegar a algo. ¿Usted, querido lector, piensa lo mismo? ¡Excelente! ¡Bienvenido al grupo de los radicales!

¿Que por qué me digo radical si no es más que un principio básico de la ética, muy común y aceptado? Bueno, porque eso no le quita lo radical, lo absolutamente radical. Verán: admitir que somos fines y no medios, significa –según yo– aceptar que, al nacer, valemos ya enteramente por nosotros mismos; es decir que, en sentido ético, no tenemos que hacer nada para valer. Y algo mejor: ningún esfuerzo nos agrega valor, ni siquiera la educación está ahí para eso. Y es que ya no podemos valer más, somos todo lo que podemos llegar a ser. En otras palabras, si creyéramos que los seres humanos estamos aquí para cumplir una misión, sería misión cumplida.

María Montessori estaba de acuerdo con esto cuando decía que los seres humanos nacemos como un dechado de virtudes, y que es el medio creado por los adultos el que nos va distorsionando; pero ella iba aún más allá al pensar que esto no era así sólo en sentido ético sino en todos los sentidos: decía e incluso demostraba que, si los dejáramos libres, rodeados de las condiciones necesarias para su florecimiento, las infancias aprenderían por sí solas todo lo que necesitan: leer, escribir, matemáticas, historia, geografía, todo. Incluso se orientarían hacia el sentimiento moral y la razón ética, y los misterios de la espiritualidad.

Había en la Montessori resabios de antiguas filosofías y religiones según las cuales los seres humanos estaríamos en este mundo tras haber renunciado a esa inherente perfección. En realidad, ésta permanecería en nosotros como tesoro oculto u olvidado, cubierto por todo tipo de distracciones y falsedades que le impiden lucir. Lo conveniente sería hacer a un lado todo eso y hallar nuestra total plenitud. Descubrirnos. La educación, y en general la comunicación humana, servirían para ayudarnos unos a otros a liberarnos, como fines en si mismos que somos: seres terminados, personas cuyo sentido se cumple no afuera sino dentro.

La educación sería, repito, quitarnos eso que nos sobra, deseducarnos, desaprender; convivir sin que medie entre nosotros ninguna promesa de ser mejores, sin pretender que nadie se comporte de una forma determinada. Desde este punto de vista, solo podría ser docente quién dominara el difícil camino de no querer que los demás cambien.

En un sentido, María Montessori veía en las y los docentes ese espíritu universal (que solemos asociar con la madre) para quien sus hijos son perfectos y nada les falta. Esta visión coincidiría con la del mito bíblico en el que el Dios creador reconoce la bondad de los humanos y los fija en un estado de completud paradisiaco. En ese mito, el espíritu protector se desdobla en la figura del Dios restrictor (asociado con el padre) que pone leyes y castigos a fin de separar a sus criaturas del entorno materno y arrojarlos a un mundo exterior (también creado por él, por cierto). Los humanos, que aún no están listos para vivir ahí, se ven obligados –ahora sí– a cambiar y mejorar.

Es así como empiezan a aprender que no son suficiente; que tienen que perseguir algunos fines e, inevitablemente, colocarse a sí mismos como medios para alcanzarlos. Dios siempre dice que el único fin es cumplir su ley. Y castiga a quienes no lo hacen. Unos saben la ley porque Dios se las dicta. Otros la decumbren con sus razonamientos. Unos más advierten que la creación tiene un orden cíclico y que la ley se revela en sus repeticiones y cambios. Ciertamente, entre ellos prevalecen quienes creen que detrás de los ciclos está Dios, que los gobierna, pero no faltan los desencantados que, dejando de creer en fantasmas, afirman que todo es materia.

Para estas personas, esta materia –que no tiene causa externa sino que es eterna o procede de la nada– posee una ley intrínseca que la rige. Ella misma (la materia) revela esa ley de forma matemática y estadística. Los seres humanos podemos conocerla pero no podemos modificarla. Es decir, estamos condicionados por el flujo de la naturaleza y no podemos influir sobre él de ninguna forma. Sin embargo, ese flujo es tan complejo, tan lleno de “infinitas” variables, que nos crea una sensación de libertad: gracias a esto nos sentimos en él como pez en el agua, aunque estemos sometidos a todas las condiciones del entorno. Así pues, nuestra conciencia no es más que una especie de efecto fantasma de la materia y no tiene ninguna relevancia salvo la de gozar o padecer el entorno, y permitirnos testificar nuestra supervivencia o nuestro derrumbe. Ser medios o fines no depende en realidad de nosotros sino de esa determinación natural.

Otra postura científica (porque, como ya se dio cuenta, lector-lectora, es de ciencia que estamos hablando) sugiere que la materia –en su ductilidad– puede producir seres humanos conscientes capaces de voltear a su vez hacia la materia y modificarla, no al grado de cambiar sus leyes pero sí de aprovecharlas para su beneficio; reunidos en sociedades conscientes, los humanos se van dando cuenta de lo que es mejor para ellos, y van trazándose una y otra vez nuevos fines, y ensayando –dentro de los límites de la ley material– nuevas formas de organización para alcanzarlos. Este diálogo perpetuo y tormentoso entre la conciencia creciente y la dura materia, crea la historia humana. El pez se ha construido un barco y viaja sobre él conduciendo el timón y las velas para ir más rápido y más lejos y con más seguridad de lo que le permiten sus propias aletas y sus propios recursos.

Suena bien. Aunque no deja de resultar curioso esto de ser materia que adquiere conciencia y que tiene la capacidad de crearse su propio fin y sus propios medios de alcanzarlo. No sé a ustedes, pero a mí, el que la materia se sostenga a sí misma me parece una especie de levitación, tan milagrosa como aquello otro de haber surgido de la nada. Mística de la materia, podría llamarle. Pero me pregunto: creer en ello ¿no requerirá mucha fe?

Fe. ¿De qué se nutre?, ¿de nosotros mismos? Mmm… Siento que algo falta. Vuelve en mi auxilio la idea de una ética radical: ¿será que ésta también, como toda raíz (radical significa eso, de raíz), tiene que recibir su alimento del exterior? Si me veo a mí y a mis semejantes como seres que valen por sí mismos, ¿en qué fundamento ese valor? Las raíces de una ética radical ¿se abastecen de sí mismas o tienen que ir mas allá, hacia una fuente? Ludwig Wittgenstein, el gran filósofo alemán, se negaba a disertar sobre ética diciendo que el origen de ésta tendría que estar más allá de lo abarcable por el lenguaje y que por lo tanto, simplemente era mejor no hablar de  ella. A partir de entonces, quienes quieren hablar de ética y entender de medios y fines, se arriesgan a caer en el ridículo de apelar a la existencia de un ser inefable (del que no se puede hablar) que le dé sostén y sentido, y justifique el hecho de valorarnos por nosotros mismos. Así que surge de nuevo el Dios indemostrable. En beneficio de esta valiente y ridícula postura se puede decir que, si bien es tan absurda como todas las otras que hemos visto, a ella los calificativos de absurda e indemostrable no le caen tan mal: la fe que la sostiene y el Ser mismo que la justifica pueden reconocer, sin tanto pudor, su falta de evidencia y de toda lógica.

Consciente de esto, un gran filósofo del siglo XVII, místico y científico –Blas Pascal (ese del que nos hablaban los libros de física)– retaba al mundo entero a decidir, no sobre la existencia o no existencia de Dios (tan indemostrables una como la otra), sino sobre algo más sencillo (y a la vez más piadoso y tremendo): el beneficio de creer. Si ambas opciones eran igual de probables, ¿por qué elegir la que implicaba mayor pérdida? Después de todo, creer en Dios y ganar, era ganarlo todo; no creer y perder, era perderlo.

Como es obvio, no muchos colegas de Pascal se dejaron convencer por los místicos beneficios de la apuesta, y la controversia entre la ley de la materia y la ley de Dios (es decir, entre una ética autosustentable, por decirlo así, y una trascendente) fue en aumento. Llegado el siglo XX, la tensión entre ciencia/lenguaje y ética/espiritualidad era insostenible. Para los millones de incautos que no podían decidirse, la opción de Pascal casi se traducía en echar volados para elegir a cara o cruz en qué creer. Según yo, no puede haber nada más triste. En efecto, Karl Jaspers, otro sabio alemán, advirtió que el ser humano, antes agobiado de preguntas, ahora se estaba ahogando en respuestas: leyes, razones, dogmas, una especie de totalitarismo del juicio que hacía imposible decidir cualquier cosa con un poco de libertad, tomar aire. Entonces, contra todo ese maremágnum de ideas, Jaspers encontró a Dios. Lo hizo de la forma más sencilla que podía haber, casi sin pensarlo: diciendo sólo “Dios existe”. Con esa sola frase, sin pretender añadirle nada (enunciada no como dogma religioso sino como expresión existencial), Jaspers se abrió a un más allá no restrictivo, sin ley. Era un Dios sin determinaciones; es decir, no era determinado Dios, no era cierto tipo de Dios, era ese Dios del cual sólo se puede decir que existe. Sí, sólo eso. Ese Dios que existe (y del que no se podía ni debía decir otra cosa) era un Dios que nos evitaba la angustia de definirlo y de esa manera nos liberaba de nuestro discurso disertativo (omnipotente, omnisciente, omnipresente) que quiere conocer la realidad, la eternidad, la vida “como si nosotros las hubiéramos creado” (en palabras de la gran filósofa española María Zambrano). Esa sola frase “Dios existe”, sin más, nos eximía de todo esto (y de paso, le respondía a Wittgenstein y a su famosa idea de que “de lo que no se puede decir nada, es mejor no hablar”).

Para Jaspers, los seres humanos que deciden liberarse de sus condicionamientos opresores, son seres humanos capaces de amarse unos a otros, y de comunicarse y resolver sus problemas desde un nivel existencial profundo, sin juicios de ningún tipo (ni siquiera juicios éticos de valor) que los sigan determinando (por fin, nada de medios, fines y esas cosas). Es tal la confianza de Jaspers en ese tipo de comunicación que su amiga Hannah Arendt, otra gran filósofa, exclama: “En la vida de usted y en su filosofía se refleja cómo los seres humanos pueden hablar unos con otros incluso en las condiciones del diluvio”.

En fin, tal era el pensamiento de Jaspers. Seguramente, algunos lectores se sentirán motivados por él (a éstos les recomiendo su breve libro La filosofía desde el punto de vista de la existencia, publicado por el Fondo de Cultura Económica de México). Sin embargo, la verdad es que la gran mayoría de sus contemporáneos no creyeron que aquellas dos palabras fueran algo más que el mismo dogma de siempre, que pudieran ser la liberación de toda una época abrumada por la conciencia y la razón, o anestesiada por el cinismo y la violencia.

En un mundo así, sólo había un posible respiro; una postura que opinara que cada quien debía pensar lo que le diera la gana, que todo era verdad, que somos solo medios, solo fines, solo materia, solo espíritu o lo que queramos. Es la filosofía posmoderna, todavía vigente, que tanta gente critica pero que es la única que, advirtiendo la imposibilidad humana de coger al toro por los cuernos, se decidió a coger a los cuernos por el toro para mostrarnos lo ridículo de nuestro atrevimiento.

Respaldado en lo anterior, quiero terminar este artículo dando mi muy personal y posmoderno punto de vista. Pienso, para empezar, que toda la confusión y el sofoco de ideas que hicieron crisis a lo largo del siglo XX, son consecuencia de los hechos que narra aquel viejo mito patriarcal: una humanidad que atribuye a la madre la inevitable pulsión de sobreproteger a su progenie, asfixiándola al darle un valor de fin en sí misma por el que no tiene que hacer nada para ser perfecta; ello obliga al padre a ejercer la astucia y la ciencia para arrancar a los infantes de sus brazos, y a establecer leyes que les arrojen al mundo de los propósitos siempre incumplidos y que, manteniéndoles todo el tiempo ocupados, les impidan volver.

En realidad, los  humanos somos –como hemos demostrado– seres sin mucha capacidad de consideración, todavía poco razonables, frágiles e indefensos, maleducados y desarropados, y obligados de forma prematura a ganarnos el pan: verdaderos «niños de la calle» arrojados a las garras de un mundo para el que no estamos listos.

Animales inmaduros, merecemos darnos la oportunidad de recapitular, sin que deba antes mediar la destrucción del mundo, un nuevo diluvio. Para ello, hay que despojarnos de nuestros roles primitivos (es obvio que las mujeres y las nuevas generaciones ya lo están haciendo) y emprender un nuevo intento. Esta vez nuestra inspiración sería un Génesis protagonizado, ya no por el mismo Dios patriarcal sino por un Dios Materno (le llamo Dios materno –y no Diosa o Creadora– con intencional androginia). En esa nueva versión, el inicio sería igual, con la creación de una naturaleza desbordante y el resguardo de sus más jóvenes y frágiles criaturas –eternamente amados sólo por ser sí mismos– en un Edén. Ahí, un árbol del conocimiento iría creciendo a la par que los infantes. Mamá Dios (otro de sus nombres) pasaría los primeros años de su vida cuidándoles, educándoles (normas sociales, colaboración, inteligencia emocional, escucha activa y todo eso), enseñándoles a cultivar el árbol, platicando cuanto fuera posible de cómo es el mundo (mostrándoles fotos, por supuesto) y luego, con la edad, permitiéndoles breves incursiones en éste. Finalmente, cuando les sintiera preparados, les llevaría a comer el fruto del árbol del conocimiento y, dándoles su bendición, les vería partir, no sin recordarles “Ésta es su casa, vuelvan cuando quieran”, y un último y sollozante “No se pierdan”.

Ah, y una última cosa: la serpiente estaría presente, por supuesto, sólo que ahora se dedicaría a hacer campaña por el derecho animal.

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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La cultura superior: ¿La del líder o la del matón?

Por: Jorge Majfud *

El 4 de marzo de 2025, en un discurso en la University of Austin, el multimillonario CEO de Palantir, Alex Karp, se despachó con un clásico del siglo XIX: “No creo que todas las culturas sean iguales… Esta nación [Estados Unidos] es increíblemente especial y no deberíamos verla como igual, sino como superior”. Como detallamos en el libro Plutocracia: Tiranosaurios del Antropoceno (2024) y en varios programas de televisión, Karp es miembro de la secta de Silicon Valley que, con el apoyo de la CIA y la corpoligarquía de Wall Street promueve el reemplazo de la ineficiente democracia liberal por una monarquía empresarial.

Ahora, nuestra nación, nuestra cultura ¿es superior en qué? ¿En eficiencia para invadir, esclavizar, oprimir otros pueblos? ¿Superior en fanatismo y arrogancia? ¿Superior en la histórica psicopatología de las tribus que se creen elegidas por sus propios dioses (vaya casualidad) y, lejos de ser eso una responsabilidad solidaria con “los pueblos inferiores” se convierte automáticamente en licencia para matar, robar y exterminar al resto? ¿No es la historia de la colonización anglosajona de Asia, África y América la historia del despojo de tierras, bienes y la obsesiva explotación de seres humanos (indios, africanos, mestizos, blancos pobres) que fueron vistos como instrumentos de capitalización en lugar de seres humanos? ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de “cultura superior” así, con esas afirmaciones indiscriminadas y con un oculto pero fuerte contenido místico religioso, como lo fue el Destino Manifiesto?

No sólo hemos respondido a esto en los diarios hace un cuarto de siglo, sino que por entonces advertimos del fascismo que iba a suicidar a ese occidente orgulloso que ahora se queja de que lo están suicidando sus enemigos, como lo dijo Elon Musk días antes. Uno de aquellos extensos ensayos, escrito en 2002 y publicado por el diario La República de Uruguay en enero de 2003 y por Monthly Review de Nueva York en 2006, llevaba por título “El lento suicidio de Occidente”.

Esta la ideología del egoísmo y del individuo alienado como ideales superiores, promovida desde Adam Smith en el siglo XVIII y radicalizada por escritores como Ayn Rand y presidentes, desde potencias mundiales como Donald Trump y marionetas neocoloniales como Javier Milei, se ha revelado como lo que es: puro y duro supremacismo, pura y dura patología caníbal. Tanto el racismo como el patriotismo imperialista son expresiones de egolatría tribal, disimulados en sus opuestos: el amor y la necesidad de sobrevivencia de la especie.

Para darle un barniz de justificación intelectual, los ideólogos de la derecha fascista del siglo XXI recurren a metáforas zoológicas como la del macho alfa. Esta imagen está basada en la manada de lobos esteparios donde un pequeño grupo de lobos sigue a un macho que los salvará del frío y del hambre. Una imagen épica que seduce a millonarios que nunca sufrieron ni el hambre ni el frío. Para el resto que no son millonarios pero que se representan como amenazados por los de abajo (ver “La paradoja de las clases sociales”), el macho alfa es la traducción ideológica de una catarsis del privilegiado histórico que ve que sus derechos especiales pierden el adjetivo especial y pasan a ser sólo derechos, sustantivo desnudo. Es decir, reaccionan furiosos ante la posible pérdida de derechos especiales de género, de clase, de raza, de ciudadanía, de cultura, de hegemonía.

Todos derechos especiales justificados como en el siglo XIX: tenemos derecho a esclavizar a los negros y expoliar a nuestras colonias porque somos una raza superior, una cultura superior y, por ello mismo, Dios nos ama a nosotros y odia a nuestros enemigos, a quienes debemos exterminar antes de que a ellos se le ocurra la misma idea, pero sin nuestros buenos argumentos.

Irónicamente, la idea de ser “elegidos de Dios” o de la naturaleza no impulsa a los fanáticos a cuidar de los “humanos inferiores”, como cuidan de sus mascotas, sino todo lo contrario: el destino de los inferiores y de los débiles debe ser la esclavitud, la obediencia o el exterminio. Si se defienden, son terroristas.

La última versión de estos supremacismos que tanto cometen un genocidio en Palestina o en el Congo con fanático orgullo y convicción como demonizan a las mujeres que en Estados Unidos reclaman derechos iguales, más recientemente encontró su metáfora explicalotodo en la imagen del macho alfa del lobo estepario. Sin embargo, si prestamos atención a la conducta de estos animales y de otras especies, veremos una realidad mucho más compleja y contradictoria.

El profesor de Emory Universiy, Frans de Waal, por décadas uno de los expertos más reconocidos en el estudio de chimpancés, se encargó de demoler esta fantasía. La idea de macho alfa procede de los estudios de lobos en los años 40, pero, no sin ironía, el mismo de Waal se lamentó de que un político estadounidense (el ultraconservador y presidente de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich) popularizó su libro Chimpanzee Politics (1982) y el concepto de macho alfa, por las razones equivocadas.

Según de Waal, los macho alfa no son los bullies, sino los líderes conciliadores. “Los machos alfa entre los chimpancés son populares si mantienen la paz y aportan armonía al grupo”. Cuando un verdadero líder enferma (caso mencionado del chimpancé Amos), no es sacrificado, sino que el grupo se hace cargo de su cuidado.

Según de Wall, “debemos distinguir entre dominio y liderazgo. Hay machos que pueden ser la fuerza dominante, pero esos machos terminan mal en el sentido de que los expulsan o los matan… Luego están los machos que tienen cualidades de liderazgo, que disuelven peleas, defienden al desvalido, consuelan al que sufre. Si tiene ese tipo de macho alfa, entonces el grupo se une a él y le permiten permanecer en el poder durante mucho tiempo”. Tiempo que suele ser de cuatro años, aunque hay registros de machos alfa que fueron líderes por 12 años, los cuales solían distribuir la comida y mantener una alianza política con otros líderes más jóvenes, según de Waal. Según de Waal, el macho alfa líder será juzgado según su habilidad de resolver conflictos y de establecer un orden pacífico para su sociedad.

En un conflicto, los líderes alfa “no toman partido por su mejor amigo; evitan o resuelven peleas y, en general, defienden a los más desvalidos. Esto los hace extremadamente populares en el grupo porque brindan seguridad a los miembros de menor rango”.

El macho alfa es el líder por tener el apoyo de la mayoría, pero otros machos jóvenes usarán siempre la misma estrategia para destronarlo e imponerse como dominantes: primero comenzarán con provocaciones indirectas y a distancia para testear la reacción del líder. Si no hay reacción, el joven más fuerte tratará de conquistar a otros machos jóvenes para incrementar sus provocaciones que irán ganando terreno y se volverán más violentas. Luego conquistará aliados con algunos favores. Aunque al candidato alfa bully no les importan los bebés sino el poder, intentará mostrarse cariñoso con las crías de diferentes hembras, exactamente como hacen los políticos en campaña electoral.

*Novelista, ensayista y profesor universitario uruguayo. Actualmente es profesor en Jacksonville University

Rebelión

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El brutalismo, fase superior del neoliberalismo

Por: Amador Fernández-Savater *

“Lo significativo no es lo que acaba y consagra, sino lo que inicia, anuncia y prefigura”

(Achille Mbembe)

¿En qué tiempo vivimos? ¿Cómo calificar nuestra época? Algo decisivo se juega, para el pensamiento crítico, en esta cuestión de los nombres. Los nombres de la época. El mapa de los nombres orienta estrategias, señala los movimientos del adversario, revela resistencias posibles.

¿A qué nos enfrentamos hoy? Si no sabemos cómo se llama, ¿cómo lo vamos a combatir?

El pensador camerunés Achille Mbembe propone el término de “brutalismo”. Proveniente del universo de la arquitectura, donde denomina un estilo de construcción masivo, industrial, altamente contaminante, el brutalismo como imagen del mundo contemporáneo nombra un proceso de guerra total contra la materia.

El diagnóstico de Mbembe no es simplemente político o económico, cultural ni siquiera antropológico, sino civilizatorio, cósmico, cosmopolítico. Designa la relación dominante con lo existente. Una relación de forzamiento y extracción, de explotación intensiva y depredación.

El mundo se ha convertido en una gigantesca mina a cielo abierto. La función de los poderes contemporáneos, dice Mbembe, es “hacer posible la extracción”. Hay una versión derechista del brutalismo y una versión progresista, pero ambas gestionan con distintas intensidades y modalidades una misma empresa de perforación. De los cuerpos y los territorios, pasando por el lenguaje y lo simbólico.

¿Un nuevo imperialismo? Sí, pero que ya no instituye o edifica una civilización de valores, una nueva idea del Bien o una cultura superior, sino que fractura y fisura los cuerpos –individuales, colectivos, terrestres– para extraer de ellos todo tipo de energías hasta el agotamiento, amenazando así con la “combustión del mundo”.

Mbembe identifica tendencias a nivel planetario que afectan a la humanidad en su conjunto. Pero piensa desde un lugar particular: África, su historia, sus heridas y sus resistencias. El mundo entero experimenta hoy un “devenir negro” en el que la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer. El esclavo negro prefigura una tendencia global. Todos estamos en peligro.

Economía libidinal brutalista

¿Qué tipo de ser humano, de subjetividades y deseos, quiere producir el brutalismo contemporáneo?

Por un lado, tiene el loco proyecto de erradicación del inconsciente, “esa inmensa reserva de noche con la que el psicoanálisis intentó reconciliarnos”. El cuerpo humano no es mero cuerpo biológico, neuro-químico, sino también “materia ensoñada” (León Rozitchner) que anhela, que fantasea, que utopiza. El inconsciente es una piel de plátano en todos los planes de control, incluyendo los de uno sobre sí mismo. Todo lo desvía, lo tuerce, lo complica.

Hay que extirpar esa dimensión ingobernable, capturar en las redes de datos todas las fuerzas y las potencialidades humanas, cartografiar enteramente la materia hasta que el mapa sustituya al territorio. El brutalismo pretende la digitalización integral del mundo, disolver el inconsciente (que nos hace únicos e irrepetibles) en el algoritmo, en el número, en el dominio de lo cuantitativo. Abolir el misterio que somos, blanquear la noche.

Pero lo único que consigue es dejar vía libre a las pulsiones más oscuras y destructivas. ¿Por qué? La racionalización general –digitalización, algoritmización, protocolización– bloquea las energías afectivas y amorosas, esa potencia de Eros que según Freud es el único contrapeso posible a Tánatos. El proyecto de erradicación del inconsciente conduce a una insensibilización general.

La indiferencia al dolor de los demás, el gusto por herir y matar, por ver sufrir. La crueldad y el sadismo son rasgos clave de los poderes contemporáneos. Mbembe habla, en un capítulo particularmente escalofriante, del “virilismo” contemporáneo. La economía libidinal del brutalismo ya no pasa por la represión o la contención pulsional, sino por el desenfreno, la desinhibición, la desublimación y la ausencia de límites. Decirlo todo, hacerlo todo, mostrarlo todo y gozar con ello.

El virilismo configura una zona frenética, dice Mbembe, sin rastro de los viejos sentimientos de culpabilidad, pudor o inhibición. Una figura lo expresa quizá mejor que ninguna otra: el triunfo de la imagen del padre incestuoso en las páginas pornográficas. Vuelta atrás: si el asesinato del padre despótico a manos de sus hijos había supuesto para Freud el pasaje a la civilización, el límite y la ley, el fantasma del padre abusador vuelve a poblar hoy los deseos más oscuros.

Ayer, el principio de realidad (el mandato paterno) obligaba a renunciar o posponer el placer, a sustituirlo por una compensación sublimatoria. Hoy, nos exige todo lo contrario: no posponer, aplazar o sustituir nada, sino acceder al goce de forma directa, literal y sin mediaciones. Consumir (objetos, cuerpos, experiencias, relaciones). De la represión a la presión. De la desexualización a la hipersexualización. Del padre de la prohibición al padre del abuso. La culpa consiste hoy en no haber gozado lo suficiente.

Colonizar siempre supuso brutalizar. La plantación y la colonia son, según Mbembe, prefiguraciones del brutalismo. Sin contenciones, ni mediaciones simbólicas, se puede y se debe gozar absolutamente de los otros, convertidos en mero “harén de objetos” (Franz Fanon). ¿Podemos entender así, libidinalmente, una clave del ascenso de las nuevas derechas? Se presentan como defensores de una “libertad” que sólo es el derecho de los fuertes a gozar de los débiles como si de objetos desechables se tratara.

De fondo, como un efecto derivado del virilismo, el miedo a la castración, el pánico genital y el horror a lo femenino se extienden por todos lados. El brutalismo aspira incluso a desembarazarse completamente de las mujeres. Onanismo generalizado, sexualidad sin contacto, tecnosexualidad, con el cerebro sustituyendo al falo como órgano privilegiado.

El virilismo no sería la última palabra del patriarcado.

Cuerpos-frontera

Al final de su libro sobre Los orígenes del totalitarismo, más de seiscientas páginas dedicadas al estudio de las condiciones históricas y sociales que hicieron posible el nazismo y el estalinismo, Hannah Arendt afirma sorprendentemente que la única certeza que ha alcanzado es que el totalitarismo nace en un mundo donde el conjunto de la población se ha vuelto superflua. Los campos de concentración (y luego de exterminio) fueron el solo lugar que los poderes encontraron entonces para albergar a los que sobraban.

¿Cómo leemos esto hoy, cuando nuestra época está atravesada por el mismo fenómeno de masas errantes? La guerra siempre fue un dispositivo de regulación posible del exceso de población indeseada y el totalitarismo un régimen de guerra permanente. El brutalismo contemporáneo, diferente al nazismo o al estalinismo, hereda sin embargo la misma función. Ante el miedo a repartir y el pánico “a la multiplicación de los otros”, la gestión brutal de las migraciones.

A los seres humanos que sobran, Mbembe los llama “cuerpos-frontera”. ¿Qué se hace con ellos? Aislar y confinar, encerrar y deportar, dejar morir. La biopolítica (que cuida la vida para explotarla) se encabalga con una necropolítica (que produce y se hace cargo de la población superflua).

El mundo contemporáneo no conoce solamente formas de control suaves y seductoras (moda, diseño, publicidad), sino también métodos de guerra. Hoy, por todas partes, se endurecen los controles, las detenciones, los confinamientos. Se trocean los espacios, se decide autoritariamente quién puede desplazarse y quién no. No sólo se promueve la movilidad de los sujetos (de casa, de trabajo, de función), sino que se sujeta, se controla, se fija. Gaza como paradigma de gobierno.

Mientras los dirigentes europeos celebraban recientemente los ochenta años de liberación de Auschwitz los campos vuelven por sus fueros. Campos de internamiento, de retención, de relegación y apartamiento. Para migrantes, refugiados, solicitantes de asilo. Campos, en definitiva, para extranjeros. Samos, Chios, Lesbos, Idomeni, Lampedusa, Ventimiglia, Sicilia, Subótica. Las rutas migratorias más letales en todo el mundo son las europeas, 10.000 personas perdieron la vida tratando de entrar en España el año pasado.

También la sangría y la depredación operan en la gestión de las circulaciones complejas de los cuerpos-frontera, explica Mbembe, a través del control de las conexiones, las movilidades y los intercambios. La guerra contra los migrantes (esa materia en movimiento) es además negocio lucrativo y factor económico.

Las pulsiones imperialistas se conjugan hoy con la nostalgia y la melancolía. Los otrora conquistadores, envejecidos y cansados, se sienten invadidos por las “razas energéticas” llenas de vitalidad. El mundo se vuelve pequeño y bajo amenaza. Es la percepción que explotan las extremas derechas europeas. La patria ya no debe expandirse, sino defenderse. El estilo afirmativo y entusiasta de un Jose Antonio se vuelve puro miedo y victimismo en Vox.

Utopías de la materia

¿Cómo resistir al brutalismo? Mbembe no se regodea en un ejercicio de catastrofismo, sino que se atreve a utopizar. ¿Qué significa esto?

El pensador camerunés encuentra inspiración en Ernst Bloch, el gran pensador de la utopía y la esperanza del siglo XX. ¿Qué es la utopía para Bloch? Nada de lo que solemos pensar asociado a ese término: especulaciones de futuro, proyección de escenarios, modelos perfectos. No, la utopía es potencia, latencia y posibilidad ya inscritas en el presente.

A diferencia de la crítica convencional, la crítica utópica no sólo dibuja una cartografía crítica de los poderes contemporáneos, sino que también señala potencialidades de resistencia, de cambio, de otros mundos posibles. No sólo denuncia, enjuicia o cancela, sino que enuncia nuevos posibles, invitando a quien la escucha a darlos a luz, a desplegarlos. Pone en tensión lo que hay y lo que podría haber, siendo esto último no una posibilidad abstracta, sino una fuerza en proceso.

Si hoy asistimos a un “devenir-negro del mundo”, ¿no podrían resultarnos inspiradoras las resistencias que las culturas africanas han opuesto siempre a su devenir-cosa? Lo particular se vuelve universal y la utopía, como quería Walter Benjamin, ya no está en el futuro sino en “el salto de tigre al pasado”.

Estas resistencias pasan, tal y como yo lo leo, por otra concepción y otra relación con la materia. La materia según las culturas africanas pre-colonización es tejido de relaciones, es diferencia, es cambio. El animismo expresaría esto en un plano espiritual: el mundo está poblado por una multitud de seres vivos, de sujetos activos, de divinidades múltiples, de antepasados, de intercesores.

O la reparación o los funerales, dice Mbembe. El reto no es indignarse o darse golpes en el pecho, sino regenerar la materia herida. Por ejemplo, en el caso del debate sobre la descolonización de los museos, no se trata simplemente de “devolver” los objetos robados a sus lugares de origen, sino de entender que esos objetos no eran “cosas” (ni útiles ni obras de arte), sino vehículos y canales de energía, de fuerzas vitales y de virtualidades que habilitaban la metamorfosis de la materia. Recrear una relación activa con la memoria.

Si la materia no es un objeto para ser explotado, sino un ecosistema participativo, una reserva de potenciales, un conjunto de subjetividades, ¿qué formas políticas podrían convenirle?

Más allá de la democracia liberal y del nacionalismo vitalista, del suelo y la sangre, Mbembe propone una “democracia de los vivos” que practicaría el cuidado a todos los habitantes de la tierra, humanos y no humanos. Una economía de “los bienes comunes” que nos obligaría a renunciar a nuestras obsesiones de apropiación exclusiva. Y una “des-fronterización” del mundo capaz de proteger el derecho de cada uno a partir, a moverse y a estar de paso. A ser extranjero, para sí mismo y para los demás.

La materia misma utopiza, decía Ernst Bloch. No es una masa pasiva que espera su forma del exterior, sino que tiene en sí misma su propio movimiento, su propio principio activo, está preñada de futuro. ¿Es por eso que el brutalismo le hace la guerra? Lo que ella nos exige es ser “como el fuego en el horno” que madura y realiza los potenciales. No forzarla ni violarla, sino escuchar y prolongar su creación.

*Investigador independiente, activista, escritor, editor, “filósofo pirata” español.

Lobo Suelto

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De la educación humana y un final incierto

Las declaraciones de Elon Musk en 2024 y puestas en escena recientemente, sobre la educación y el trabajo están dirigidas masivamente a provocar cambios performativos en la conducta humana.

 

El avance tecnológico es una realidad incontrastable, tanto como el desplazamiento del capitalismo digital no solo a producir nuevas subjetividades, sino a la producción masiva de nuevas colonialidades digitales.

 

Hace unos meses nos habíamos preguntado si la educación necesitaba de la Inteligencia Artificial (IA) o era a la inversa y poco después arriesgamos la hipótesis sobre la “transeducación” como un “experimento en marcha”. Recorrimos algunos tópicos propios de la reforma mercantilista de la educación y sus conceptualizaciones afines al proceso de colonialidad del saber, por el cual el docente se transforma en un mero “facilitador”, al que se lo separa aún más de su especificidad, que es enseñar, para transformarlo en una suerte de lacayo digital de las Tecnologías del Aprendizaje y el Conocimiento (TAC).

 

La separación del docente de su especificidad, tiene condicionamientos histórico/políticos de larga data; sólo para ejemplificar, la actividad docente está separada de la realización del currículum educativo que debe implementar, pero del que no participa porque se piensa y diseña en oficinas donde supuestos “especialistas” que, por lo general, responden a intereses externos (privados) al debate sobre la educación pública, lo definen.

 

En la actualidad, la distancia es mayor. Durante un tiempo la elección de los materiales de trabajo para el aula, gozaba de cierta autonomía docente, a pesar de que el canon escolar se ajustaba a los movimientos editoriales que promovían sus productos desde su propia impronta ideológica en el mercado de manuales, libros de texto y de lecturas. Pero, aun así, había margen para la decisión docente, incluso en algunos casos, incorporando materiales que no estaban “consagrados” en el canon.

 

La paradoja es que la “brecha digital”, que al principio de su entrada en escena, la problemática era la inversión que los gobiernos no hacían en conectividad y, por otra parte, las desigualdades sociales en la población estudiantil de todos los niveles de la enseñanza, tal como lo desnudó la pandemia del COVID 19, lo cierto es que cuando esa problemática aun persista e incluso se agudice por efecto de las políticas de “ajuste” permanentes, la noción de “brecha digital” ahora tiene otra significativa relevancia, en tanto el progreso transeducativo se profundice, porque la tecnología será, en un principio mediatizadora hasta operar el desplazamiento definitivo de la docencia humana que pasará a ser una pieza de museo (digital) de la educación.

 

Y eso es lo que pretenden las grandes corporaciones tecnológicas y sus EdTech con Elon Musk como referente indiscutido y otros como Ray Kurzweil, quien fuera director de Google y realizara uno de los principales aportes transhumanistas con su concepto de “singularidad tecnológica”, la que en un futuro mediato sustituirá a la “singularidad humana”.

 

También vale recordar que Andrej Karpathy fue director del departamento de inteligencia artificial de Tesla, una de las empresas de Elon Musk, es creador de Eureka Labs, una escuela nativa de IA. Desde su novedoso e inquietante “emprendimiento”, proyectará lo que él mismo definió en un posteo como “simbiosis en el profesor y la IA”.

 

Elon Musk, la primera fortuna de mundo, ha dicho en Viva Technology París 2024 y se ha reproducido en casi todos los medios, que la IA podrá ofrecer enseñanza personalizada y que “cada niño tendría un Eistein como profesor”, pero que los valores éticos y morales serían responsabilidad de los padres.

 

Está claro que a pesar de los apologistas que ven la IA como una potente expresión del principio de la “singularidad tecnológica” que puede reemplazar a la singularidad humana en diversos ámbitos del conocimiento, en este caso concreto al docente; lo que asoma, si se me permite continuar con la hipótesis de la transeducación, es un proyecto político, que en el área educativa provocará supresión de puestos de trabajo porque la IA, según sus creadores, puede dar enseñanza y tutorías personalizadas; realizar la adaptación de los contenidos según las capacidades de lxs estudiantes, también la automatización de las evaluaciones, entre otras tareas.

 

Un proyecto político que con fuerte contenido ideológico pretende poner a la mayoría de la humanidad bajo el control disciplinar de nuevas formas de aprendizaje, vinculado no al conocimiento, que será reservado para unos pocos, sino a la instrucción a través del entrenamiento y la selección de los más “aptos”.

 

También había declarado el milmillonario del saludo nazi, que en un futuro los médicos y abogados también serían reemplazados por la IA. Está claro que el proyecto es político, porque como alguna vez dijimos, el capitalismo no tiene plan B, y de lo que se trata es de sustituciones en el proceso transhumanista.

 

Poner la educación de manera experimental es, sin duda, el punto de partida original para la instalación de un paradigma que encontró en la reforma neoliberal y con la pandemia como vehículo, el escenario para la intrusión tecno/colonial/corporativa.

 

En 2014 El propio Musk funda Ad Astra, una escuela experimental con la premisa de educar a sus hijos y a los hijos de sus empleados de SpaceX, su compañía espacial donde se alojaba la escuela de manera clandestina. Luego de la pandemia la escuela se reabre en Bastrop, en el Estado de Texas y para este ciclo 2024/2025 el anuncio es su red X dice: “¡Ad Astra se lanza en Bastrop, Texas! Las solicitudes para el año escolar 2024-2025 ya están abiertas”.

 

El proyecto combina la pedagogía de María Montessori de principios del siglo XX (propuesta que vincula lo social con la pedagogía y registra la dinámica de comportamiento de lxs alumnxs) con el plan de estudios conocido como STEM (por sus siglas en inglés) ciencia, tecnología, ingeniería y matemática, pero que en el caso de Ad Astra refiere a ciencia, inteligencia artificial, robótica y matemática. Sin embargo no es muy transparente su funcionamiento, puesto que le escuela se une a Xplor Education, una organización que se dedica a la creación de escuelas Montessori y que según lo que dice su página web en el apartado misión: “Nos asociamos con las empresas más innovadoras de Estados Unidos para brindar una educación Montessori distintiva para la primera infancia que conduce a individuos más capaces…”.

 

Lo que nos confirma que el verdadero paradigma que contiene la totalidad de lo que supone los cambios en educación es el mercado. La pedagogía Montessori, siempre ha sido una propuesta para las familias “favorecidas” por el sistema capitalista, es decir que siempre fue un privilegio de la élite, de escuelas privadas, cuando no una pantalla que encubre la mercadotecnia de la educación, en estos casos donde las EdTech se están apoderando de los sistemas educativos.

 

No podemos dejar de señalar en este encuadre donde los más ricos aparecen como lo protagonistas del mayor saqueo en la historia de la humanidad puesto que “la fortuna de cada milmillonario creció, en promedio, a un ritmo de dos millones de dólares al día y, en el caso de los diez milmillonarios más ricos, a un ritmo de 100 millones de dólares al día”, según el Informe OXFAN 2025 y Elon Musk es el primero de la lista que encabeza el saqueo.

 

El recortador del presupuesto público, titular del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE por sus siglas en inglés), nombrado por Donald Trump para desmantelar el Estado, lo que incluye despidos masivos, cierre de dependencias, hace que sus empleados del DOGE trabajen 120 horas semanales, según su propio posteo. Además de no tener remuneración.

 

La paradoja es que quien se supone viene a recortar el presupuesto federal en los Estados Unidos ha sido un expoliador de los dineros públicos que se fueron sumando a su obscena fortuna en forma de subsidios, contratos, préstamos y créditos que se estiman en USD 38.000 millones, según el Washington Post.

 

También se suman las sospechas de que los datos gubernamentales recogidos por el DOGE estuviesen siendo utilizados para alimentar las empresas de IA de Musk.

 

La trazabilidad de esa información tomada de las fuentes federales son un tesoro invaluable para alimentar la IA generativa, porque no se trata de la captura de conductas en internet sino de la data real sobre el comportamiento subjetivo de la población.

 

Con esta información, no necesitamos mucho más para saber el por qué de los planes tecno/coloniales para la educación.

 

El proyecto político es adueñarse en directo de la conciencia colectiva, asaltando las subjetividades, cosa que ya vemos como proceso en el comportamiento de las redes sociales donde el avance del fascismo digital es ostensible en expresiones descalificadoras, racistas, xenófobas, patriarcales contra quienes pretendan hacer una crítica al régimen “libertario” en cualquiera de sus versiones, la imperialista (Donald Trump) o la colonial (Javier Milei).

 

A la manera de conclusión

 

La tecnología en modo transhumanista se convierte en una amenaza continua porque es un instrumento de las corporaciones para establecer un dominio colectivo a través de las tecnologías del aprendizaje y la comunicación hasta completar el circuito con la IA como sustituto humano.

 

Como educadores críticos, no podemos permitir que el fascismo digitalizado nos desplace de la interacción con lxs estudiantes, que nos anule la pulsión humana para implantarnos una subjetividad performativa de los intereses de los milmillonarios que por ahora siguen gobernando nuestros destinos.

 

Somos muchxs más quienes podemos utilizar esos caminos digitales para encontrarnos, como lo hacemos en las calles, para potenciar la resistencia, primero y quebrar el paradigma, después.

 

La educación es uno de los pilares de la cohesión social, asegurar la lucha por el carácter público, apropiarse en las aulas de la tecnología, invertir la carga de la prueba manteniendo los procesos de enseñanza-aprendizaje, pueden ser las primeras acciones contra el fascismo digital.

 

No es la tecnología el problema, son los usos que el capitalismo hace de ella para satisfacer los intereses de esas minorías milmillonarias.

 

En lugar de que los docentes, abogados y médicos sean sustituidos por la IA, sería interesante experimentar el remplazo de los milmillonarios por algoritmos que distribuyan sus fortunas en la población mundial para que la humanidad salga de la pobreza en un par de milisegundos. Sería el hecho más humanizante que la tecnología nos podría dar.

 

De la educación humana y un final incierto

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