El Salvador/17 de Junio de 2016/ Adital
Por: Carlos Ayala Ramírez
Como se sabe, el éxito de un sistema educativo depende, en gran medida, de la calidad del magisterio. Se estima que, por encima de la infraestructura, la tecnología y el número de estudiantes por aula, un buen profesor es el que garantiza el éxito del proceso de aprendizaje, al igual que uno malo puede asegurar su fracaso. De ahí el por qué las profesoras y profesores son considerados el corazón de la enseñanza. Este énfasis en la calidad docente distingue a Paulo Freire, uno de los pedagogos más brillantes del siglo XX. En uno de sus últimos libros, Cartas a quien pretende enseñar, aborda los temas que fueron recurrentes en su trayectoria pedagógica, entre ellos, las cualidades del buen educador. El libro está dirigido a los maestros y maestras no para alabarlos de forma exagerada, sino para desafiarlos; no para darles orientaciones, sino para dialogar con ellos.
Según Freire, la tarea del enseñante, que también es aprendiz, es placentera y a la vez exigente. Exige seriedad, preparación científica, física, emocional, afectiva. En una de las diez cartas de las que consta el libro, se habla de las cualidades indispensables para el buen desempeño docente en el contexto de lo que denomina «educación progresista”. Pasamos revista, de manera resumida, a algunas de ellas, configuradas por la intuición pedagógica de Freire de que estudiamos, aprendemos, enseñamos y conocemos con nuestro cuerpo entero: con los sentimientos, los deseos, los miedos, las dudas, la pasión y también con la razón crítica (jamás solo con esta última). Veamos el tipo de actitudes y habilidades propuestas.
Humildad. Esta cualidad de ningún modo significa ánimo acomodaticio o cobardía. Al contrario, la humildad exige valentía, respeto y confianza hacia nosotros mismos y hacia los demás. La humildad, afirma Freire, nos ayuda a reconocer esta sentencia obvia: «Nadie lo sabe todo, nadie lo ignora todo. Todos sabemos algo, todos ignoramos algo”. Sin humildad difícilmente escucharemos a alguien al que consideramos demasiado alejado de nuestro nivel de competencia. La humildad es un antídoto contra la soberbia (del que pretende saberlo todo), contra las pretensiones de los iluminados que buscan imponer su visión y contra el autoritarismo al que pueden estar sometidos niños y jóvenes en el sistema escolar. ¿Cómo escuchar al otro, cómo dialogar, si solo me oigo y me veo a mí mismo, si nadie que no sea yo me mueve o me conmueve? La respuesta es mediante la humildad, entendida como la actitud que ayuda a no encerrarse en el circuito de la verdad personal, a estar abierto a aprender y enseñar.
A la humildad con que los docentes deben relacionarse con sus alumnos debe sumarse la amorosidad, o centralidad del amor en lo que se hace, sin la cual el trabajo pierde significado. La actitud de afecto no solo para los estudiantes, sino para el propio proceso de enseñar. Freire creía que sin una especie de «amor luchador” los educadores difícilmente sobrevivirían a las negatividades e injusticias con las que tienen que enfrentarse en su quehacer. Por eso se trata de un amor que lleva a hacerse presente en el derecho de luchar, denunciar y anunciar. Por consiguiente, esta forma de amar exige a su vez otra cualidad: la valentía de luchar.
Freire advierte que al poner en práctica un tipo de educación que provoca de manera crítica la conciencia del educando, necesariamente se desenmascaran algunos mitos que deforman lo real. Al cuestionar esos mitos, también se enfrenta al poder dominante, puesto que ellos son expresiones de ese poder, de su ideología. Y en seguida se es asaltado por miedos concretos: temor a perder el empleo, a no alcanzar cierta promoción. De ahí deviene la necesidad de poner límites a estos temores. Si no se quiere que el miedo paralice, debe controlársele, desarrollando en cada uno el coraje. El miedo sin valentía inmoviliza; en cambio, cuando ella está presente, empodera para encarar la amenaza.
Otra virtud indispensable de los buenos educadores es la tolerancia. Sin ella, según Freire, es imposible realizar un trabajo pedagógico serio, no es viable una experiencia democrática auténtica; sin ella, la práctica educativa progresista se desdice. La tolerancia no es una posición irresponsable, es decir, no significa ponerse en connivencia con lo intolerable, no es encubrir al agresor ni disfrazarlo. La tolerancia es la virtud que nos enseña a convivir, respetar y aprender con lo diferente. El acto de tolerar implica el clima de establecer límites y principios que deben ser respetados. Bajo el régimen autoritario, en el cual se exacerba la autoridad, o bajo el régimen licencioso, en el que la libertad no se limita, difícilmente aprenderemos la tolerancia. La tolerancia requiere respeto, cordialidad, apertura, delicadeza.
La seguridad es otra de las cualidades a cultivar. Implica competencia científica, claridad política e integridad ética. La seguridad exige una forma críticamente disciplinada de actuar con la que los educadores desafían a sus educandos. Tiene que ver, por un lado, con la competencia que la maestra o el maestro posee para enseñar a pensar y para revelar la realidad a sus alumnos, sin alharacas arrogantes. Y por otro, refiere al modo con el que los educadores ejercen su autoridad: creíble, respetuosa y servicial.
El texto de Freire, pues, al proponer estas cualidades, entre otras, contribuye a mantener un irrenunciable utópico en la educación: la excelencia docente. Esta incluye los criterios que se aplican a las comunidades de profesionales, que en este caso serían respeto por los educadores, reclutamiento exigente, salarios competitivos, ascenso por mérito, constante formación y evaluación del desempeño.
Fuente: http://site.adital.com.br/site/noticia.php?lang=ES&cod=89123
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