El gran escritor escocés, Robert Louis Stevenson, famoso autor de La isla del tesoro, La flecha negra y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, quien fue un lector apasionado, dijo lo siguiente en relación con la lectura: “En todo aquello susceptible de recibir el nombre de lectura, el proceso tiene que ser absorbente y voluptuoso; tenemos que deleitarnos con el libro, embelesarnos y olvidarnos de nosotros mismos, y acabar la lectura con la cabeza rebosante del más abigarrado y caleidoscópico baile de imágenes, incapaces de dormir o de tener un pensamiento continuado”.
No se puede decir de mejor modo, porque, por principio, la lectura es mucho más que una herramienta, aunque también sea sin duda una herramienta. El buen uso que le demos es lo que puede lograr la consecución de lo que decimos perseguir en nuestro proselitismo cultural que se ha propuesto incorporar a más personas a la lectura.
Los lectores que a la vez somos promotores o fomentadores del libro deseamos que cada vez sean más las personas que participen en este placer, y sabemos que si consiguen hacerlo como una actividad cotidiana y gozosa, este ejercicio contribuirá sin duda a la construcción de su autonomía y de su conciencia ciudadana. Pero si nuestro voluntarismo únicamente tiene como fuerza el afán de cumplir estadísticas, es casi seguro que no conseguiremos más lectores aunque nuestro objetivo sea ése.
No existe nada parecido a una fábrica de lectores. Ojalá pudieran darse cuenta de esto todos los proselitistas del libro. A pesar de lo que creen algunos, ni siquiera existen recetas infalibles para lograr lectores. Deberíamos saberlo y reconocerlo todos. Cada quien hace lo que cree y lo que puede en los ámbitos de sus capacidades y sus talentos y cada quien, si de verdad quiere compartir la lectura con sus semejantes, busca las formas más imaginativas, creativas y cordiales para mostrarles que leer es una fiesta.
Por lo demás, quienes leen lo saben: los lectores se hacen lenta y pacientemente, con esmero y con la conciencia de participar en una afición gozosa y constructiva (para ellos mismos) que los lleva a entregarse, felizmente, en los amorosos brazos de la lectura.
La lectura siempre es algo más. Hay siempre algo más en la lectura. Un algo más que es inasible, incalculable, incuantificable, que escapa a toda estadística. La lectura, a pesar de ser una herramienta y de resolver cosas prácticas de todos los días, también es un instrumento sin un para qué inmediato.
Leemos un libro, un poema, una página, un párrafo, una línea, y su efecto inspirador, educador, sensibilizador, etcétera, tal vez cobre su fuerza más intensa tiempo después; tal vez al día siguiente, o al cabo de una semana; quizá luego de unos meses o de algunos años. Los beneficios de la lectura no son necesariamente inmediatos, sino que pueden aparecer cuando creíamos que los habíamos olvidado. Nos traen entonces el recuerdo de un instante, de una emoción sublime, la resurrección de una experiencia, y es cuando la lectura cobra su sentido más profundo.
Las semillas del libro, entonces, no cayeron en tierra vana, sino que requerían tiempo para germinar con una chispa, como esas semillas de dura y rugosa cubierta que solo están preparadas para germinar después de que el incendio ha arrasado el bosque. Un día, cuando más necesitamos las palabras escritas que leímos hace tanto tiempo llegan a nuestra memoria, o más bien reviven, y nos dan la verdad que necesitamos. Quien piense que la lectura solo es para el momento y para probar que se ha leído, es que solo ve lo epidérmico de los libros.
Cuando uno lee pone todos sus sentidos en las páginas, pero también toda la experiencia acumulada de lector. No lee únicamente el libro que tiene en esos momentos en las manos y ante sus ojos, sino que relee también las pretéritas páginas de otros libros y, entre ellos, por supuesto, las del libro de la vida.
La lectura, y cada vez me convenzo más de esto, no es necesariamente un hábito. Puede serlo, pero sobre todo lo es para los lectores profesionales o para los que han convertido el libro en un vicio. Para los demás puede ser un hobby, una afición, un feliz gusto que no admite horarios ni disciplinas ni imposiciones, mucho menos autoimposiciones. Se lee cuando uno lo desea y se suspende la lectura cuando así se nos antoja.
Conspirar contra el placer
Hacer de la lectura una obligación es comenzar a conspirar contra ella que es, esencialmente, placer. ¡Qué maravilla, en cambio, cuando abrimos los ojos y nos está esperando el libro que suspendimos la noche anterior, y nos morimos de ganas por saber cómo continúa y hacia dónde va a dar! ¡Qué alegría cuando nadie nos fuerza a leer lo que no queremos y cuando el antojo nos lleva hacia una lectura placentera con una fuerza más poderosa que el deber!
Dejemos el deber para los profesionales que tienen que entregar un trabajo y por fuerza han de terminar un libro incluso si no les gusta o si les fastidia o si les harta. No tienen de otra: es su trabajo, es su rutina y, como es precisamente su rutina, tienen que girar y girar para darle vuelta a la rueda, una y otra vez, una y otra vez, como los brutos o los bueyes uncidos a la carreta y las más de las veces con los ojos tapados. Los que leen por placer tendrán, qué duda cabe, otras obligaciones muy distintas que nada tienen que ver con la lectura. Por ello los libros los libran de esos quehaceres poco gratos pero necesarios para su subsistencia.
No hay que confundir las cosas: los libros serían en este caso la mejor manera de escapar de la rutina insatisfactoria, del mismo modo que muchos lectores profesionales nos libramos momentáneamente de nuestra carga bibliográfica caminando sin rumbo y mirando el paisaje, dialogando o escuchando música, pero no hablando necesariamente del peso de los libros que hemos tenido que llevar sobre la espalda todo el día para ganarnos el sustento en la escritura, la edición, la academia, el aula, la redacción, la oficina, etcétera. Incluso Borges, de vez en cuando, dormía.
La lectura tiene que ser siempre un premio y jamás un castigo. El premio que nos damos cuando ya hemos hecho los deberes que por algo se llaman así (el deber nos obliga a hacerlos o tener que hacerlos sin otra alternativa). La lectura es un placer, no es un deber: el placer que nos permitimos, sin tener que entregarle cuentas a nadie, sin estar obligados a contestar interrogatorios molestos o impertinentes.
Cuando castigamos a un niño y su castigo es ponerlo a leer lo que estamos haciendo es mostrarle el lado más terrible de la lectura: ¡Qué tan mala es la lectura que puede servir para atormentarnos! En cambio, cuando compartimos lo que leemos, dotamos de fuerza apasionada un gozo y transmitimos esa pasión y algo queda en el alma, en el espíritu, en la inteligencia de quien nos acompaña en la lectura.
No castigar jamás a nadie con la lectura debería ser el único imperativo en relación con los libros, aunque vengan y nos digan algunos que a ellos los obligaban a leer y por ello son hoy lectores y que incluso los golpeaban si no leían: en realidad, se equivocan, pues se hicieron lectores a pesar de la obligación; pero cuántos que pudieron ser lectores no se habrán perdido en el camino de la obligación a causa de no tener la misma fuerza de voluntad de los que sí se hicieron lectores.
No nos engañemos y no engañemos a los demás: ningún placer se aprende por la fuerza, y si nos fuerzan o nos obligan a dar placer, lo que nos queda realmente, lo que aprendemos en verdad es el rencor, la frustración y el odio. Muchos de los que hoy odian los libros, le deben ese odio a quienes los obligaron a leer aquellos libros que no deseaban leer.
La lectura, conforme vamos adentrándonos en ella, nos va entregando más y más satisfacciones, pero solo si la hacemos libremente. ¿Y cómo puede ser libre?, se preguntan suspicaces, irónicos y muchas veces molestos y mordaces algunos profesores, algunos promotores o muchos padres de familia. ¿Cómo puede hacerse en libertad? Yo les respondo: siendo más creativos y menos severos. Si lo único que tenemos como argumento, para que los demás lean, es la obligación, nuestro argumento es muy flaco y nuestra creatividad ninguna.
He escuchado a tantos apóstoles de la obligación, a tantos convictos del deber que llego a preguntarme si alguna vez han experimentado el placer cuando hacen el amor. Es que la lectura parece un asunto tan grave que tiene que investirse de disciplinas militares y de tormentos medievales. Pero si admitimos que leer es un placer, ¿cómo entonces conciliamos lo placentero con la obligación?, ¿cómo justificar y explicar que, siendo un placer, tengamos que obligar a realizarlo? Sería tanto como decirle a alguien a la hora de hacer el amor: te voy a obligar a que disfrutes este placer que estoy por darte, ¡y ay de ti si te resistes!
Quienes hayan leído al Marqués de Sade saben de lo que estoy hablando, pero si creen que el Marqués de Sade enseñó el placer es que lo han leído muy mal. Sade no es un autor que enseñe placer alguno. Lo que enseña realmente es el dolor. Desde luego si la gente piensa, como en la Antigüedad, que la letra con sangre entra, esta gente está más cerca de Sade que del auténtico placer, y nada hay peor que el mundo sea regido por la obligación y no por la libertad, aunque se haga en nombre del bien y la cultura.
La libertad de leer
La lectura es, ante todo, un ejercicio pleno de libertad y, si queremos sumar a más personas a nuestro banquete, tenemos que echar mano de mecanismos creativos, sutiles, imaginativos, gratos, a fin de conseguir que el verbo leer recupere su sentido lúdico y generador de consecuencias placenteras. No obligar a leer, sino compartir la lectura. No imponer los libros o los textos, sino ofrecer opciones de lectura en un ambiente donde la democracia y el ejercicio de la libertad comiencen, precisamente, con elegir lo que queremos disfrutar. Mientras no entendamos esto seguiremos sin entender por qué mucha gente no lee o se resiste a leer.
Por lo demás, la lectura, aunque quiera medirse, es un bien intangible e inmensurable. Por eso su medida exacta no está en la cantidad de libros, páginas palabras o caracteres leídos, sino en la forma en que enriquecen nuestra vida. Podemos hacer indicadores y diseñar métodos estadísticos para la lectura, pero éstos no revelarán jamás lo más profundo de las consecuencias lectoras.
Lo que podemos medir, de algún modo, con los números, es justamente las consecuencias de la lectura, la cultura y la educación que se traducen en un más amplio desarrollo sociocultural, mejores condiciones de vida y mayores capacidades y oportunidades intelectuales, que favorecen una sociedad con mayor bienestar, más inteligente y, por tanto, menos egoísta, más solidaria, más libre, más justa y más tolerante.
Fuente: http://campusmilenio.mx/index.php?option=com_k2&view=item&id=5865:por-que-es-imposible-fabricar-lectores&Itemid=143