Guadalupe Jover
Rechazar el libro de texto supone la necesidad de una biblioteca individual del alumnado, así como para el centro educativo y, por supuesto, tiempo para que el docente cree materiales y escenarios de aprendizaje.
Los primeros libros que salen por la puerta cuando hacemos limpieza en casa son, sin duda alguna, los libros de texto de nuestros hijos. Probablemente son los volúmenes más caros de los comprados en el último año. Paradójicamente, los más perecederos también, los más prescindibles a la hora de salvar aquellos que han de conformar nuestra biblioteca familiar, la biblioteca individual de quienes aún se hallan en edad escolar. Cierto que hay excepciones, pero son las menos.
Rechazar el uso del libro de texto no implica rechazar un buen mapa que nos ayude a no perdernos en nuestro recorrido por la historia heredada, por el conocimiento científico, por las obras maestras de la literatura y las artes. Qué útil sería para docentes y estudiantes contar con un puñado de buenos manuales de las diferentes áreas de conocimiento -pienso en la Breve historia del mundo o la Historia del arte, de Gombrich, por ejemplo-, o de los problemas esenciales de nuestro tiempo. Libros que conservamos con mimo, que releemos de tanto en tanto, a los que recurrimos cuando necesitamos recuperar un fragmento perdido en el disco duro de nuestra memoria. Qué útil sería contar con manuales válidos para varios cursos y que saltaran las bardas de la división disciplinar; que nos ayudaran a combatir los efectos indeseados de la especialización posterior y la preocupante miopía en la percepción de lo global.
Pero los libros de texto son de todo menos esto. En su afán de competir con la hiperestimulación sensorial del televisor, con las multipantallas del ordenador, descomponen hasta el infinito aquel plano general que nos valdría para orientarnos, hasta el punto de que acaban por llamar “unidad didáctica” a un batido de conceptos disociados y descontextualizados. Libros que no dejan margen para el cuestionamiento crítico del mundo heredado, para la construcción propia (individual y colectiva) del conocimiento, para la proyección interdisciplinar. En su afán por “estar a la altura” de los infinitos currículos escolares, no son sino un zoológico de saberes disecados y desnaturalizados (las más de las veces).
Estar contra el libro de texto no implica -bien al contrario- renunciar a la provisión de una buena biblioteca individual a lo largo de la escolaridad obligatoria, integrada por aquellos libros que forman lectores y amueblan cabezas (o sacuden conciencias). Libros tras cuya lectura ya no somos los mismos y que nos llevan, indefectiblemente, a otros libros.
Lo que la supresión del libro de texto debiera suponer es, por tanto, un replanteamiento colectivo acerca de cuáles son las preguntas esenciales de nuestro tiempo; cuáles son las lecturas, experiencias y aprendizajes necesarios en el proceso formativo de niñas, niños y adolescentes.
Renunciar al libro de texto implicaría además contar con buenas bibliotecas escolares que permitieran sustituir la lectura intensiva de un solo libro por la lectura crítica de una pluralidad de voces: a veces complementarias, a veces antagónicas. Renunciar al libro de texto supondría no asumir que nuestro sendero está trazado de antemano, sino que somos nosotros -docentes y estudiantes- quienes hemos de diseñar nuestro preciso itinerario dentro del mapa acordado por el conjunto de la ciudadanía. Una educación democrática es sin duda inversamente proporcional a la fuerza coercitiva de un libro de texto del que no se puede, siquiera, discrepar.
No nos vale, por tanto, el creciente proceso de sustitución de los antiguos libros de texto por unas plataformas digitales que las más de las veces no encierran sino un pdf más o menos enriquecido y una invitación aún mayor a la fragmentación y el zapping, y que confunden la necesaria evaluación con la provisión de un aluvión de ejercicios autocorregibles cuyo efecto más inmediato es la multiplicación de deberes para el alumnado, eximido ya el docente de la tarea de corregir. Cuando más necesitados andamos de aprender a establecer vínculos, la escuela parece empeñada en lo contrario.
Prescindir del libro de texto supondría además cuestionar la autoridad de las voces hasta ahora hegemónicas -las órdenes religiosas y algunas multinacionales para quienes la educación no es sino un enjundioso nicho de negocio- y favorecer la presencia de miradas y colectivos hasta ahora acallados o relegados a la periferia de la vida escolar.
No es fácil, sin embargo, acabar con la hegemonía del libro de texto. Hacerlo requeriría transformar de manera radical -desde su raíz, esto es, desde su formación inicial- la consideración y el papel del docente, que dejaría de verse como un ejecutor en la cadena de montaje para erigirse en artesano conocedor de la complejidad de cuanto forma parte del proceso educativo. Conllevaría además revisar su condiciones laborales -muchos más tiempos para la formación y la creación de contextos y materiales que puedan favorecer los aprendizajes; para la coordinación; para el intercambio-.
Y exigiría, en fin, transformar la consideración y el papel de los aprendices, a quienes se les brindaría al fin la posibilidad de erigirse en sujetos capaces de combinar sus filiaciones -esas que no elegimos, como no elegimos en qué familia nacemos- y sus afiliaciones, elecciones propias entre una pluralidad de opciones que nos hacen construirnos como personas únicas y libres, responsables y autónomas.
Fuente del articulo: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/04/26/contra-el-libro-de-texto-y-favor-del-manual/
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