«Lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia.» (Mahatma Gandhi).
En diversas fuentes de información y por el principal medio de comunicación del mundo de hoy-las redes sociales-, así como en las películas de Hollywood y Netflix, se dice, repite y afirma que ha habido un holocausto, asociado exclusivamente con el genocidio que tuvo lugar en Europa durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial bajo el régimen de la Alemania.
Y, ciertamente, debe decirse que ese fue un acontecimiento horripilante, aborrecible, deleznable, donde murieron, según algunas fuentes, algo así como 9 millones de judíos en la llamada «solución final». Por su puesto, que el holocausto del pueblo judío a manos del ejército nazi fue un episodio histórico terrible.
Al respecto, rescatamos dos expresiones que son importantes.
Una, la de genocidio, que es la destrucción organizada y deliberada, total o en gran parte, de grupos raciales o étnicos por parte de un gobierno o sus agentes, que puede implicar no solamente matanzas masivas sino también deportaciones forzadas (limpieza étnica), violaciones sistemáticas, y el sometimiento económico y biológico. El artículo número dos de la Convención sobre Genocidio de 1948, de la Organización de Naciones Unidas, lo describe como las acciones llevadas a cabo con la intención de «destruir, total o parcialmente, una nación, una etnia, raza o grupo religioso».
Dos, el holocausto se define como «gran matanza de personas, especialmente la que tiene como fin exterminar un grupo social por motivos de etnia, religión o política».
¿Habrá alguna duda que lo anterior está ocurriendo con el pueblo de Palestina?
Veamos
¿Un revanchismo histórico?
El secretario general de la ONU, António Guterres, aseguró: «Me horroriza la noticia del ataque en Gaza contra un convoy de ambulancias frente al hospital Al Shifa. Las imágenes de cadáveres esparcidos por la calle ante el hospital son estremecedoras». También destacó que: «No llegan alimentos, agua ni medicinas suficientes para satisfacer las necesidades de la población. El combustible para los hospitales y las plantas de agua se está agotando».
Guterres indicó que, desde hace casi un mes, la población civil de Gaza, incluidos niños y mujeres, «ha sido asediada, se le ha negado ayuda, ha sido asesinada y bombardeada para expulsarla de sus hogares».
Siete relatores especiales de las Naciones Unidas alertan que se agota el tiempo para evitar «un genocidio y una catástrofe en Gaza» y «estamos convencidos de que el pueblo palestino está en grave riesgo de sufrir un genocidio».
Además, han dicho que «el tiempo para la acción es ahora» para evitar un genocidio y aseguran que «los aliados de Israel tienen también responsabilidad y deben actuar para evitar este desastroso desarrollo de los acontecimientos».
Los firmantes del comunicado, incluida la relatora de la ONU para Palestina Francesca Albanese, han expresado también su «profunda frustración» por la consigna israelí a «diezmar una Franja de Gaza asediada».
Por último, subrayaron que las recientes imágenes y las noticias alarmantes y preocupantes sobre los palestinos que agarran desesperadamente harina y otros suministros humanitarios en almacenes de la ONU, beben agua del mar en la falta de agua potable o son sometidos a cirugía sin anestesia, «muestran que hemos llegado a un punto de ruptura» en lo que respecta a necesidades humanitarias de los civiles asediados en la Franja de Gaza.
Craig Mokhiber, ex alto funcionario de la ONU, escribió una carta de renuncia el ataque israelí a Gaza al Alto Representante de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, donde denunció:
– Que «estamos viendo cómo se desarrolla un genocidio ante nuestros ojos, y la Organización a la que servimos parece impotente para detenerlo».
– Que la actual matanza masiva del pueblo palestino, está «enraizada en una ideología colonial etnonacionalista de colonos, como continuación de décadas de su persecución y purga sistemáticas, basadas enteramente en su condición de árabes, y unida a declaraciones explícitas de intenciones por parte de dirigentes del gobierno y el ejército israelíes, no deja lugar a dudas ni a debate».
– «En Gaza, se atacan gratuitamente hogares civiles, escuelas, iglesias, mezquitas e instituciones médicas, y se masacra a miles de civiles. En Cisjordania, incluida la Jerusalén ocupada, se confiscan y reasignan viviendas basándose exclusivamente en la raza, y los violentos pogromos de colonos van acompañados de unidades militares israelíes. El apartheid impera en todo el país».
– «El proyecto colonial europeo, etnonacionalista y de colonos en Palestina ha entrado en su fase final, hacia la destrucción acelerada de los últimos restos de vida palestina indígena en Palestina. Es más, los gobiernos de Estados Unidos, el Reino Unido y gran parte de Europa son totalmente cómplices de este horrible asalto. Estos gobiernos no sólo se niegan a cumplir sus obligaciones de garantizar el respeto de los Convenios de Ginebra, sino que, de hecho, están armando activamente el asalto, proporcionando apoyo económico y de inteligencia, y dando cobertura política y diplomática a las atrocidades de Israel».
– «Los medios de comunicación corporativos occidentales, cada vez más capturados y adyacentes al Estado, violan abiertamente el artículo 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), deshumanizando continuamente a los palestinos para facilitar el genocidio y difundiendo propaganda de guerra y apología del odio nacional, racial o religioso que constituye incitación a la discriminación, la hostilidad y la violencia. Las empresas de medios sociales con sede en Estados Unidos suprimen las voces de los defensores de los derechos humanos mientras amplifican la propaganda proisraelí».
– «El Consejo de Seguridad, con su poder de protección, ha sido bloqueado de nuevo por la intransigencia de Estados Unidos. Décadas de distracción por las promesas ilusorias y en gran medida falsas de Oslo han desviado a la Organización de su deber fundamental de defender el derecho internacional, los derechos humanos internacionales y la propia Carta».
-«El mantra de la «solución de dos Estados» se ha convertido en una burla abierta en los pasillos de la ONU, tanto por su absoluta imposibilidad de hecho, como por su total incapacidad para dar cuenta de los derechos humanos inalienables del pueblo palestino».
– «En las últimas décadas, partes clave de la ONU se han rendido al poder de Estados Unidos y al miedo del lobby israelí, abandonando estos principios y retirándose del propio derecho internacional. Hemos perdido mucho con este abandono, sobre todo nuestra propia credibilidad mundial. Pero el pueblo palestino ha sufrido las mayores pérdidas como consecuencia de nuestros fracasos».
El representante permanente de Rusia ante la ONU, Vasili Nebenzia, ha dicho que, aunque Washington y sus aliados dicen exigir el cumplimiento del derecho internacional humanitario en todas las hostilidades, ahora prefieren ignorar «la horrible destrucción en Gaza, muchas veces superior a todo lo que han criticado airadamente en otros contextos regionales».
Nebenzia manifestó que el conflicto palestino-israelí «ha sido y sigue siendo el epicentro» de las crisis de Oriente Medio, y afirmó que la nueva escalada de violencia demuestra que la normalización de las relaciones entre Tel Aviv y los Estados árabes «no puede ni debe producirse a costa de los palestinos».
Es una lástima que nuestros colegas occidentales del Consejo de Seguridad de la ONU sigan saboteando cualquier esfuerzo para una desescalada sobre el terreno e impidiendo que el Consejo tome medidas urgentes para normalizar la situación lo antes posible.
El alto diplomático también afirmó que el objetivo de Washington «no es sólo desviar la atención del fracaso de su propia política, culpando a Irán, Hezbolá y los palestinos de la Franja de Gaza de todos los problemas», sino también persuadir al Consejo de Seguridad para que legalice la campaña terrestre de Israel en el enclave palestino.
Afirmó que actualmente los países occidentales prefieren ignorar «la horrible destrucción en Gaza, muchas veces superior a todo lo que han criticado airadamente en otros contextos regionales: los ataques contra objetivos civiles, incluidos hospitales, la muerte de miles de niños y el atroz sufrimiento de los civiles sometidos a un bloqueo total».
Finalmente, este diplomático ruso condenó las declaraciones «insultantes» de los funcionarios israelíes con respecto a todos los palestinos, así como sobre la supuesta «responsabilidad colectiva de todo un pueblo por las acciones de Hamás» y «el bloqueo total de la Franja por parte de Israel es inaceptable. Un bloqueo así, además de provocar el pánico entre la ya asustada y desesperada población civil, socava directamente la labor de los servicios médicos y de rescate, lo que provocará más víctimas civiles»
Por su parte, la ministra de Igualdad del Gobierno español, Irene Montero, también se pronunció, condenando, con términos enérgicos, las atrocidades del régimen de Tel Aviv contra el pueblo oprimido palestino en la Franja de Gaza y aseguró que los israelíes son «asesinos» puesto que están bombardeando ambulancias que trasladan heridos, y también bombardean sin escrúpulos y contra toda la legalidad internacional a la población civil en la cárcel al aire libre más grande del mundo, y han cerrado toda la posibilidad de ayuda humanitaria.
Tras resaltar la complicidad de EE.UU., en el genocidio de los palestinos, Montero dijo que «ningún dirigente político ni siquiera Netanyahu se atrevería a hacer este genocidio a plena luz del día si no se supiese protegido por las principales potencias económicas y políticas a nivel internacional, especialmente por parte de EE.UU. y la Unión Europea».
En conclusión
Más claro imposible, porque desde el inicio de la agresión israelí contra Gaza, han muerto miles de palestinos, incluidos niños, mujeres y ancianos, además de miles de heridos.
Y, lo peor de todo, es el silencio y la indolencia de la comunidad internacional ante los delitos graves que comete «un régimen infractor de la ley como Israel», lo cual «hace añicos la santidad del derecho internacional y permite la continuación del genocidio con impunidad».
Y, aunque la Asamblea General de Naciones Unidas ha pedido una «tregua humanitaria inmediata y duradera» y «la entrega de víveres y servicios esenciales a la población de la Franja de Gaza», la pregunta de rigor es: ¿Cuántos han de morir para hablar de sanciones económicas y acabar con ese genocidio y holocausto?
Ha pasado el tiempo y parece que ahora todo es peor, porque el 11 de julio de 2014, el escritor uruguayo, Eduardo Galeano, ya dijo: «La llamada comunidad internacional, ¿existe? ¿Es algo más que un club de mercaderes, banqueros y guerreros? ¿Es algo más que el nombre artístico que los Estados Unidos se ponen cuando hacen teatro?»
«Ante la tragedia de Gaza, la hipocresía mundial se luce una vez más. Como siempre, la indiferencia, los discursos vacíos, las declaraciones huecas, las declaraciones altisonantes, las posturas ambiguas, rinden tributo a la sagrada impunidad».
Fonseca es un municipio ubicado en el sur del departamento de La Guajira, en una depresión sedimentada a orillas del río Rancherías y bordeada por la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá, en zona fronteriza con Venezuela. Esta localidad adquirió una importancia especial en el contexto del Acuerdo de Paz de La Habana, ya que en su jurisdicción se instauró el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación “Amaury Rodríguez” para firmantes de paz, y posteriormente, fue definido como un municipio priorizado para la política de desarrollo rural inscrita en los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial.
Durante el último año este municipio ha sido escenario de una dinámica de efervescencia política singular, determinada por la construcción del movimiento “El Cambio para Avanzar en Fonseca”, el cual postuló para la alcaldía de ese municipio a Benedicto González Montenegro, un firmante del Acuerdo de Paz que ha liderado la constitución de una fuerza política forjada desde las entrañas del pueblo, y que ha originado vientos de esperanza que han recorrido la geografía de estos territorios y ha creado un cambio notable en la subjetividad de una parte significativa de este pueblo.
La campaña de Benedicto González y de su equipo de candidatos al Concejo Municipal, ha trastocado el panorama político de Fonseca, en la medida en que logró crear las condiciones para que la ciudadanía realice un ejercicio de deliberación democrática, sobre la base de la reflexión en torno a los problemas más sensibles para la población de este municipio, y primordialmente, respecto a las potencialidades de progreso rural y urbano, de igualdad y de paz con justicia social.
La campaña de El Cambio para Avanzar en Fonseca, se ha caracterizado por ser una campaña para la paz, con un programa de gobierno con sentido social. Es explícito que se trata de una campaña modesta, sin estridencias y sin el derroche de recursos que lamentablemente ha distinguido a la cultura política de esta región. Por el contrario, esta campaña se ha dirigido hacia el despertar de la conciencia, y se ha deslindado en la práctica de las formas tradicionales del quehacer político- electoral.
El panorama para el evento electoral del 29 de octubre era incierto, ya que en el ambiente se respiraba la presencia de tres fuerzas políticas. Por el despliegue de propaganda, de casas de campaña, de aparatos de sonido y de vehículos de alta gama, resultaba evidente para cualquier transeúnte la presencia de las candidaturas de Enrique Fonseca (apoyado de manera abierta por la administración actual del municipio); de Micher Pérez, un dirigente tradicional con amplia trayectoria y experiencia en contiendas electorales y espacios de representación política (ex concejal y ex diputado a la asamblea departamental). Mientras que, en otra vertiente, se destacaba en el Radio Bemba del pueblo de Fonseca la candidatura de Benedicto González, como la opción alternativa.
En cualquier panadería o esquina de Fonseca las conversaciones de la gente coincidían en afirmar que estas elecciones estaban peleadas, y que cualquiera de los tres candidatos podría ganar. El balance de la gente era sencillo: Enrique Fonseca tiene el dinero y el caudal de recursos de la alcaldía; Micher Pérez es un viejo zorro de la política y tiene una fuerza acumulada; y Benedicto González se perfilaba como una opción emergente y alternativa, sobre la base de la efervescencia popular de esperanza que había despertado en la conciencia del pueblo fonsequero.
El domingo 29 de octubre desde muy temprano hubo una alta presencia de la ciudadanía en los puestos de votación urbanos y rurales de Fonseca. Todo indicaba que se trataría de una fiesta electoral, en la cual el pueblo iba a decidir sus representantes territoriales para los próximos cuatro años. Para un observador ajeno, resultó verdaderamente admirable el espíritu de civismo de esta población.
Sin embargo, también desde muy temprano se registraron incidentes e irregularidades en torno al proceso electoral. En el interior de los Puestos de Votación, se produjeron actividades de intimidación al elector, y se ejecutaron atropellos en contra de testigos de la campaña de Benedicto González, quienes fueron víctimas de acciones de avasallamiento por parte de algunos de los designados como autoridades electorales, que derivaron en su desalojo arbitrario e ilegal del recinto electoral, con lo cual se vulneraron derechos y se imponía por la vía de facto una situación de vulnerabilidad para el proceso electoral.
De igual manera, en las adyacencias de los Puestos de Votación se registraron múltiples hechos turbios, que además de producir tensiones, generaron una atmósfera de desconfianza y de descontento en la población. El corolario de incidentes y hechos ilícitos registrados en diálogos con ciudadanos (de campañas diversas) en las calles de Fonseca se puede resumir en:
– Caravanas de buses inter- urbanos que ingresaron al municipio con personas provenientes de otras localidades, e incluso del departamento del Cesar;
– Grupos de compradores de votos en determinadas casas y en acción itinerante a través de camionetas de alta gama.
– Acciones de constreñimiento explícito al elector que se identificaba con la campaña de Benedicto González, mediante amenazas y actos de intimidación por parte de funcionarios de la Alcaldía.
El conjunto de elementos reseñados se tornó más grave ante la complicidad – y en el mejor de los casos, la pusilanimidad- de las autoridades. La Policía Nacional de Colombia divulgó unos canales telefónicos para recopilar denunciar irregularidades, primordialmente la de compras de votos, pero en la mayoría de los casos registrados no respondieron las llamadas o mensajes y en los casos que atendían las denuncias, llegaban tarde y su acción resultó impotente o indolente, incluso en casos donde era evidente la práctica corrupta de compra de votos.
La desconfianza creció en horas de la tarde, ya que después de mediodía se acentuaron y se hicieron más evidentes las acciones de compra de votos. Vehículos de alta gama ingresaban a las comunidades para sacar a los votantes de sus casas. Todo esto ocurría ante la mirada atónita de la ciudadanía, y la actitud complaciente de las autoridades.
A eso de las dos de la tarde, en las redes sociales se difundían noticias sobre incidentes en los Puestos de Votación: a algunos votantes les entregaron tarjetones marcados, y en otros casos, funcionarios públicos de la administración municipal se apoderaron de mesas de votación y proscribieron de manera absoluta la presencia de testigos de las otras candidaturas.
Estos hechos fueron el detonante para que la indignación ciudadana ante tan grotescos hechos, se convirtiera en una asonada espontánea, sin dirección y sin objetivos precisados. En el colegio Calixto Maestre decenas de personas irrumpieron en el recinto, y aparentemente hubo la destrucción de material electoral. En el Puesto de votación del Corregimiento de Conejo, ingresaron decenas de personas y dañaron el material electoral. En el colegio María Inmaculada se produjeron incidentes de violencia en el exterior, los cuales redundaron en miedo e incertidumbre, y de acuerdo con la versión de testigos electorales de diversas campañas, esta situación fue aprovechada para la trasgresión de la cadena de custodia del material electoral. En el Hatico hubo conatos de violencia entre los propios miembros de los Puestos de votación (jurados y testigos electorales).
El escalamiento de incidentes desbordó el normal desenvolvimiento del proceso electoral. Durante un recorrido por los puestos de votación, se registraron testimonios de material electoral destruido en dos puestos de votación, trasgresión de las cadenas de custodia del material electoral, expulsión forzosa de testigos electorales y de jurados que se negaron a convalidar procesos de escrutinio que ni cumplían con la norma (posteriormente fueron llamados para que firmaran las actas de escrutinio).
El proceso de preconteo de votos y su divulgación en la página oficial de Registraduría Nacional, no generaron expectativas, alegrías o tristezas en el municipio de Fonseca. En las calles y en las casas de este municipio no se hablaba de los resultados electorales, la noticia que recorrió las calles y los caminos, así como las redes sociales de Fonseca fue el despertar de un pueblo que no iba a permitir un fraude descarado.
Al día siguiente, las tertulias programadas y espontáneas destacaron la irreverencia de la gente, la osadía de expresar su indignación para la contención de una operación sistemática de fraude, hubo un consenso generalizado en que las acciones de la campaña patrocinada por la administración municipal fueron grotescas.
En un ejercicio de indagación de opiniones y percepciones, la gente no resaltaba únicamente a la movilización para defender los votos, o para mitigar las irregularidades, sino que además se mencionaba que la situación no se desbordó aún más, porque la gente no tenía la intención de ejercer la violencia dirigida hacia parcialidades políticas en particular, de dañar la planta física de los colegios, y mucho menos de encender en una oleada de disturbios a la ciudad de Fonseca, o los corregimientos.
El 29 no hubo celebraciones, y pese a las tensiones, no se registraron confrontaciones entre simpatizantes de las campañas, y por el contrario, en redes sociales circularon exhortaciones a la calma y la cordura por parte de Benedicto González y Micher Pérez.
El lunes 30 no hubo más boletines oficiales de escrutinio. No hay certezas de ningún tipo sobre lo que va a suceder. La vida de los fonsequeros transcurrió con normalidad; en apariencia no había sucedido nada extraordinario. Pero por debajo de la superficie, más allá de las apariencias, en las conversaciones de la gente se comentaba con indignación la práctica de compra de votos, se refería que la campaña de la administración había perdido miles de millones de pesos porque las elecciones deben anularse.
Pero, además, se habla en todas partes de la apertura de una puerta de esperanza para el futuro, más allá de los resultados electorales, independientemente del rumbo que tomen las cosas, lo más sobresaliente entonces es que se ha tejido un movimiento de esencia popular y de sentido social. El lunes el fenómeno implicaba un cambio cualitativo, de manera insistente las personas señalaban de manera contundente que el pueblo de Fonseca ha despertado para escribir su propia historia.
Mil delegados, provenientes de todo el país, participaron en el XXXIII Congreso de la Unión Nacional de Educadores (UNE), realizado este sábado 07 de octubre en Quito, evento en el que se discutió el informe de labores de la directiva saliente, la situación política y económica del país, la postura de UNE frente al balotaje electoral y la problemática educativa.
Desde muy temprano, las delegaciones se inscribieron en las mesas de acreditación que constataron la presencia de 23 provincias y 1000 delegados. Una vez instalado el Congreso, se procedió a la elección de la mesa directiva, se realizó la sesión inaugural en donde intervinieron representantes de varias organizaciones sociales e instituciones.
La sesión plenaria tuvo exposiciones sobre varios tópicos y arribó a varias resoluciones y conclusiones:
1. Frente a la segunda vuelta electoral, no podemos ser cómplices de elegir un gobierno que no va a resolver los problemas del país; por un lado está la corrupción y prepotencia del pasado y, por otro lado, la demagogia del presente y neoliberalismo.
2. Convocamos a las organizaciones sociales, populares, movimiento indígena, instituciones a defender los interés de los pueblos del Ecuador que se encuentran amenazados frente a cualquiera de las dos opciones que lleguen a Carondelet.
3. Exigir al Gobierno saliente y entrante respetar la voluntad popular expresada en las consultas populares del Yasuní y Choco Andino. Además, expresamos nuestra solidaridad con los pobladores de los territorios movilizados en defensa de la vida.
4. Insistir frente a la Corte Constitucional la inconstitucionalidad del reglamento a la LOEI.
5. Señalar que la educación vive una grave crisis que se expresa en miles niños, niñas, jóvenes que día a día abandonan las aulas educativas; cientos de planteles están tomados por la violencia que vive el país y que, en dónde en su mayoría, carecen a la vez de servicios y derechos básicos.
6. Demandar de la nueva Asamblea Nacional cumpla con un PGE 2024 acorde a lo que establece la Constitución, en especial en áreas como salud y educación. Así como en políticas sociales que permitan la reactivación económica y generación de fuentes de trabajo.
7. Desarrollar acciones de movilización en defensa de la Transitoria Trigésima Tercera (escalafonamiento), exigencia de mayor número de partidas para el ingreso al Magisterio, reintegro de docentes desvinculados y respeto a la jornada laboral.
Las actividades del XXXII Congreso Nacional culminaron con la elección del nuevo Comité Ejecutivo Nacional de UNE, que en esta ocasión estará presidido por el profesor Andrés Quishpe (Nuevo presidente nacional de UNE) y la maestra de la ciudad de Guayaquil, María Eugenia Rodríguez, Vicepresidente Nacional, entre otros cargos que recayeron en dirigentes de varias provincias.
La cultura humana –me refiero a todo aquello en lo cual la vida humana se ha elevado por encima de sus condiciones animales y se distingue de la vida animal (y omito diferenciar entre cultura y civilización)– muestra al observador, según es notorio, dos aspectos. Por un lado, abarca todo el saber y poder-hacer que los hombres han adquirido para gobernar las fuerzas de la naturaleza y arrancarle bienes que satisfagan sus necesidades; por el otro, comprende todas las normas necesarias para regular los vínculos recíprocos entre los hombres y, en particular, la distribución de los bienes asequibles. (Freud, El porvenir de una ilusión (1927)
Freud, exiliado por el nazismo, creador de un discurso revulsivo para la época, presenta las ideas directrices para este texto ¿Por qué rechazar los discursos de odio? En primer lugar, recordaré a propios y extraños, que el psicoanálisis no puede ejercerse bajo el imperio del totalitarismo. “Raros son esos tiempos felices en los que se puede pensar lo que se quiere y decir lo que se piensa.” (Publio Cornelio Tácito [c. 55-c. 120]). La época, en la que mediante múltiples artificios neoliberales se cuestionó la legitimidad del Estado, nos hace notar que el fruto no cae lejos del árbol. Por lo menos en cuanto al feroz y continuado ataque del neoliberalismo contra el Estado, en su rol ligado a la cuestión social. Sobre la que huelga decir, los gobiernos de nuestra democracia, han mostrado las mayores dificultades.
La pobreza y miseria a nuestro alrededor son innegables, pero también innegable resulta el esfuerzo puesto desde la democracia y el Estado, en su contra y sobre todo, desde la salud y la educación. La educación pública, por ejemplo, es una de las instituciones más valiosas de nuestra identidad. La ciudad de Rosario es un claro ejemplo de un ecosistema que en parte late, respira y se mueve a partir del sistema universitario público (entiendo que lo mismo vale para Córdoba (La Docta), La Plata, Tucumán, pero no puedo ir tan lejos en este breve escrito).
La memoria es una virtud reverenciada universalmente
Vuelvo a lo que convoca, o a lo que debe convocarnos, no es posible, bajo ningún concepto, aceptar el cuestionamiento a la convivencia democrática, que pregonan los sectores antidemocráticos libertarios. Pretender someter a la democracia argentina a tal cuestionamiento en favor de las virtudes del libre mercado, no contrasta elementos del mismo valor.
Si uno lo piensa un poco, no es difícil comprender ciertas alianzas. Luego de juzgados los responsables del Terrorismo de Estado en argentina, quedó demostrado que tanto la propiedad privada, como la vida, la dignidad o la libertad, fueron instituciones profundamente violadas en ese desgraciado abismo social y cultural.
Fueron también demostradas las pocas bondades del régimen neoliberal asumido por la dictadura que inició en 1976 (o antes, las fronteras son una cuestión complicada; a veces me pregunto si la muerte del compañero presidente, en La Moneda, no fue también una muerte en Buenos Aires, en Rosario, en Córdoba, en La Plata, en Tucumán). En cuanto a la rapiña a la que se liberaron los perpetradores de los crímenes de Estado, argumentar en ese sentido significa agotarse en una verdad de Perogrullo, sin embargo podemos nombrar algo en particular: apropiaciones de propiedades y de seres humanos (robo de bebés), circulación de prisioneros al modo de la mercancía; incluso intercambio de éstos entre regímenes dictatoriales de Sudamérica, o en el alcantarillado de los centros de detención clandestina; que no un es eufemismo para campos de concentración, es decir, que no es lo mismo/pero es igual. Red de las profundidades de la aberración humana que ha sido juzgada y condenada en nuestro país.
No es cierto que haya algo nuevo en las propuestas libertarias. No es cierto que haya algo nuevo allí, es el pasado que vuelve como farsa, no como destino.
Como Jack el Destripador, el neoliberalismo se fue perfeccionando y hace poco, quirúrgicamente, prometió la revolución de la alegría, hoy más al estilo de El Joker promete lo que pueda decir una motosierra para cada quién.
De lo que existe/de lo que no debe existir
Los virtuosos lloran en los velorios y ríen en las fiestas, los canallas ni una cosa ni la otra. Uno no sabe nunca qué hacen. Hay quienes sólo se sientan a tomar café. Es mentira que no exista un mercado para los órganos, para las personas, aun para la violencia (Sayak Valencia, demostrando un extraordinario poder de análisis en su libro Capitalismo gore –2010, Editorial Melusina– habla de Biomercado), pero la conciencia de la humanidad los tiene por los lugares más despreciables y deben permanecer en la ilegalidad; en ese sentido la propuesta libertaria viene a ilegalizar lo legal y a legalizar lo ilegal, pretende reintroducir el descarte de nuestro tiempo histórico. Viene a proponer una transformación radical de nuestros valores y nuestras tradiciones (las democráticas, las primeras). Viene a poner todo patas para arriba, no creo que con buenas intenciones. Si llegara, muy probablemente nos despertaremos de la pesadilla más pobres y tristes que antes de ella. Volvamos al sueño y al suelo, de una patria justa, libre y soberana, con mejores políticas de techo, tierra, trabajo, paz y dignidad, que de eso se trata la libertad de nuestros sueños, que es la libertad de que todo sea como lo soñamos.
*Psicoanalista, Ph. D., Psicólogo. Docente en Facultad de Psicología – Universidad Nacional de Rosario (UNR)
El imaginario colectivo que define los sentidos sociales y organiza la manera en que los sujetos se piensan, se ven, se proyectan y representan, concibe a la pobreza como un signo de incapacidad personal o de inferioridad moral.
A través de complejos dispositivos simbólicos, las élites dominantes han conseguido instalar un marco de sentido que despolitiza a la pobreza y a la desigualdad social. Marco de sentido que hace que el pobre se sienta culpable de su pobreza y proyecte su enojo y su ira contra sí mismo, lo que obtura la queja y el reclamo.
Ese imaginario se asienta en una narrativa de la voluntad articulada en torno a la idea de que cada individuo es un puro producto de sí mismo.
El esfuerzo, el mérito, la culpa, la responsabilidad, son las nociones que organizan la manera en que se piensa, se conceptualiza y se simboliza, la pobreza y la desigualdad social.
Esas nociones le dan forma a un imaginario que define, en base a frases sencillas y simples sentencias, una legalidad social que ordena admirar al rico y esforzarse, y que prohíbe responsabilizar a los otros por la “suerte” propia. Querer es poder, solo depende de vos, son algunas de esas sentencias, simples y sencillas.
Consignas tan esperanzadoras como culpabilizadoras que estructuran la manera en que se piensa y se conceptualiza, la desigualdad y la pobreza.
Esa legalidad social ordena además la forma en que el pobre se relaciona con su pobreza y la manera en que ve a los ricos.
Ese marco de sentido presenta a la pobreza como un signo de incapacidad, le asigna al individuo toda la responsabilidad y le da forma a una explicación que remite a distintos aspectos de la subjetividad, como la falta de aptitudes, destrezas o habilidades, y la escasa disposición al esfuerzo.
Al devenir en signo de incapacidad personal, la pobreza se vive vergonzosamente. Se disimula, se oculta, solo se alude a ella puertas adentro. El problema deviene así, efectivamente, en drama personal o familiar. Los padecimientos que la pobreza produce no se comentan, y no dan lugar a la queja, porque ésta ha devenido en una confesión implícita de incapacidad e inferioridad subjetiva.
La riqueza aparece, en cambio, como la expresión más evidente de la capacidad, de la astucia, de la habilidad.
Al rico se lo admira, se lo envidia, de manera más o menos disimulada, pero muy rara vez se lo critica. Su lugar, su posición, está legitimada por una narrativa que ve a la riqueza como una consecuencia natural del mérito.
La meritocracia se anuda, se articula con una cultura de la positividad, con una narrativa de la voluntad, que vela, que anula y hasta le niega estatuto de realidad a las restricciones, a la imposibilidad.
En la sociedad de la positividad no hay lugar para el antagonismo, para la contradicción, por eso la riqueza deja de ser vista como la contracara de la pobreza.
El despojo original, que le dio forma al orden capitalista, queda así invisibilizado. Como queda velada la explotación, la apropiación de los frutos del trabajo ajeno. Porque a la propiedad se la presenta como una consecuencia del mérito. El rico es rico porque aportó mucho, porque generó mucho, no porque se apropió de mucho.
Se desdibuja, de esta manera, el carácter social de la producción. Que deviene en una realidad espectral, apenas visible, opaca, casi imposible de percibir tras el brillo rutilante que dimana la subjetividad del heroico emprendedor.
La negación del despojo y la explotación es, por ello -a la misma vez- una negación de las capacidades y portentos del explotado. Porque implica la negación de que fue él, con su trabajo, el que generó la riqueza.
La narrativa del mérito y la positividad, enmascara y oculta la explotación. Y, además, agrede la dignidad y la subjetividad del pobre. El pobre no sabe, no puede, no es capaz, por eso es pobre. Ello oculta el hecho evidente de que la pobreza material impide, restringe, limita, constriñe y torna -a veces- imposible el desarrollo de las capacidades y hasta el de la propia individualidad.
La subjetividad del pobre es agredida por esa narrativa culpabilizadora que lo censura por no poder, cuando no pudo poder.
A esa agresión se le suma la que genera la pobreza en una era de riqueza, en un ecosistema social organizado en torno al consumo y que asigna rangos en base a la relación que se tiene con los objetos. En el marco de una sociedad de la abundancia y el consumo, en la que el acceso al goce está -en gran medida- mediado y condicionado por las posibilidades de adquirir, la pobreza genera una interdicción al placer, y por ello, una intensa frustración.
Esa restricción del goce genera una tensión, que al ver obturada toda posibilidad de convertirse en reclamo, se convierte en angustia.
Una parte del enfado que se produce como consecuencia de esa interdicción, el pobre la dirige contra sí mismo, en tanto él tiende a verse como el responsable principal de su pobreza. Porque la narrativa meritocrática les asigna a los individuos la responsabilidad exclusiva de su situación.
La sociedad de la positividad se asienta, como no podía ser de otra manera, sobre un conjunto de negaciones: la de la existencia de marcos materiales condicionantes; la de unas diferencias en los puntos de partida que perfilan y tornan previsibles las biografías; la de la violencia estructural del sistema capitalista; la del despojo original y la de la explotación.
Esas negaciones permiten estructurar una cultura de la voluntad, el mérito y la responsabilidad personal, que despolitiza la pobreza y la desigualdad, que obtura los contenciosos de clase, porque niega la existencia misma de las clases.
La cultura de la voluntad limita la política al ámbito abstracto e inmaterial de los derechos, porque un sujeto “liberado” todo lo podrá, pero a la vez también podrá ser responsabilizado por todo.
La que queda así, liberada, efectivamente de toda responsabilidad, de toda interpelación, de toda crítica, es la civilización capitalista.
La cultura de la voluntad legitima la violencia estructural, el despojo y la explotación, y mediante complejos mecanismos simbólicos redirige la tensión resultante hacia los costados o hacia abajo.
Esa cultura no encuentra casi contestación alguna, ello explica por qué ha devenido en sentido común una narrativa culpabilizadora de la mayoría pobre y oprimida.
Esa falta de contestación es, en buena medida, consecuencia del disciplinamiento (por la vía de la integración) de aquellos a quienes las mayorías oprimidas le confiaron la tarea de representarlos.
Apelando al pragmatismo como dispositivo de justificación, esos representantes han contribuido fuertemente a limitar la política al mero ámbito de la gestión. El orden, dicen, no solo no puede ser sustituido por otro, sino que tampoco puede ser modificado sustancialmente.
Eso genera la inexistencia de proyectos, de una alternativa, de un algo con el que contrastar lo dado y enjuiciarlo. Y es eso, lo que sustenta la positividad, la negación de toda negatividad.
El docente e investigador argentino Mariano Narodowski (Buenos Aires, 1961) vaticina una transformación de los sistemas de aprendizaje de la mano de la tecnolgía para la próxima década. Exministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires (2007-2009) y actualmente profesor de la Universidad de Torcuato Di Tella, en la capital, se autodefine como “un educador del siglo XVII que habla mientras sus alumnos toman nota y preguntan”. En Futuros sin Escuelas. Tecnocapitalismo, impotencia reflexiva y Pansophia secuestrada (Puertabierta Ediciones, 2022), un provocador primer volumen de una serie de publicaciones de varios autores sobre el futuro de la educación, escribe: “Esta tarde se cerró la última escuela”, una advertencia de los escenarios que anticipa.
En su texto plantea una especie de dicotomía entre la tecnología educativa y la tecnología digital, la vieja tecnología versus la nueva. ¿Está llegando el final de la escuela tal y como la conocemos hasta hoy para caminar hacia un nuevo sistema en el futuro?
La modernidad europea occidental planteó desde el principio la escuela como un instrumento para la igualdad, lo que yo llamo la pansofía, o sea el saber humano para todos. Se planteó la tecnología escolar como un medio para, no como un fin en sí mismo. Por lo tanto, es totalmente razonable pensar que puede haber otros medios que puedan superar, sustituir o complementar a la tecnología escolar, sobre todo teniendo en cuenta que, si bien tuvo grandes éxitos en la historia humana (nunca como ahora tantas personas dominan la lengua escrita, por ejemplo), también es cierto que en 300 años de historia, la escuela nunca alcanzó la pansofía. Muchos países del mundo, entre los cuales están los latinoamericanos, están muy lejos de lograrla. La igualdad frente al conocimiento es sólo patrimonio de un puñado de países ricos.
¿Cuál es el mayor impacto social de la expansión de la tecnología digital en las escuelas?
En la segunda mitad del siglo XX, aparecieron tecnologías de enseñanza de transmisión del conocimiento que tienen que ver con pantallas, con redes, con inteligencia artificial (IA) que, en gran medida, presentan desafíos a la tecnología escolar. El más importante es que la tecnología escolar perdió el monopolio de la enseñanza: hasta la Segunda Guerra Mundial, el único lugar legítimo para aprender cosas eran las escuelas, mientras que hoy son un lugar más entre muchos otros. Es razonable que estas nuevas tecnologías de enseñanza se mezclen con lo escolar o puedan superarlo. Todavía estamos lejos de eso, aunque en la pandemia ya se demostró que esas tecnologías lograron -aunque no del todo bien- sustituir una parte de la escolarización.
A medida que las grandes corporaciones inviertan más, mayor y más rápido se va a imponer la innovación
¿La pandemia aceleró este proceso de digitalización escolar?
La pandemia evidenció los problemas de las instituciones escolares y profundizó muchos de ellos. También aceleró la incorporación de algunas tecnologías digitales y no lo hizo más porque las tecnologías digitales de la educación, en general, son del siglo XX, como el Google Classroom. Recién ahora, con el chat GPT-4, hay algunos experimentos un poco más interesantes, como Khan Academy, que sí está tratando de cambiar la lógica de lo digital aplicado a la educación. A medida que las grandes corporaciones inviertan más, mayor y más rápido se va a imponer la innovación. No creo que los cambios vengan por el lado de la política. Al contrario, la política intentará mantener al máximo el sistema escolar como lo conocemos. Los cambios vendrán del lado de la innovación tecnológica y del mercado. Va a llegar un momento en que los docentes, las familias y los propios estudiantes van a ver un cambio en sus vidas, tal y como nosotros vimos un cambio en las nuestras al incorporar los teléfonos inteligentes.
¿Esa aceleración provocada por la pandemia ha profundizado la brecha escolar digital?
Posiblemente, sí. Pero cada vez más gente tiene dispositivos porque son cada vez más baratos. Lo mismo ocurre con la conectividad, aunque eso no quiere decir que sea universal. Es probable que en una década tanto los dispositivos como la conectividad ya no sean un problema.
Hasta ahora lo ha sido. Naciones Unidas advirtió del aumento de la brecha digital por la pandemia entre niños, niñas y adolescentes, sobre todo en América Latina.
Hay una brecha y eso es innegable, pero si miramos el corto-mediano plazo hacia atrás veremos que esa brecha, sobre todo con los teléfonos inteligentes, se está acortando muchísimo de una forma aceleradísima por la reducción de precios de estos dispositivos, directamente relacionada con la lógica de mercado. Incluso la penetración de los teléfonos inteligentes en los países más pobres de África es cada vez más importante, aunque hay muchos problemas de conectividad.
Al final de su texto escribe un post scriptum en el que imagina que en 2030 “el desplazamiento de lo escolar hacia otros formatos” será “imparable”, habla del avance de las neurociencias con nano robots y chips, de los screening fetal para “exportar” a los mejores individuos a los países ricos y del cerebro como commodity. Un escenario un poco inquietante. ¿Es una exageración o caminamos hacia allá?
Hay muchos escenarios futuros: proyectar una única ucronía es un ejercicio de deshonestidad intelectual. Yo presento distintos escenarios basándome en la idea de que la defensa irrestricta de la escuela actual es un efecto de nostalgia y pensando que lo que viene van a ser distintos acoplamientos entre distintas tecnologías con el cuerpo. Entiendo que puede ser un poco inquietante, pero en toda la historia de la humanidad hubo cambios de ese tipo. El Homo Sapiens inició la lechería, el ordeñe de vacas y cabras, y eso implicó una modificación genética para que los cuerpos puedan admitir bien la lactosa; lo mismo pasó con la revolución agrícola para aceptar las harinas. No hay motivos para pensar que esos cambios evolutivos se hayan terminado. No creo que sea exagerado, depende del grado de aceleración. La sociedad capitalista es una sociedad de aceleración: necesita destruir lo viejo para generar lo nuevo, es parte de su propia dinámica. En el caso de la enseñanza, no hay motivo para pensar que eso no va a ocurrir, sería un efecto de la nostalgia y de la defensa de la escuela en bloque, que a mí me parece incorrecta, porque la escuela siempre fue un medio, no un fin en sí mismo.
La sociedad capitalista necesita destruir lo viejo para generar lo nuevo, es parte de su propia dinámica. En el caso de la enseñanza, no hay motivo para pensar que eso no va a ocurrir
En su tesis también apunta que los docentes podrían desaparecer.
Los procesos de mecanización y automatización se dan en todas las profesiones. Algunos procesos docentes ya están automatizados, por ejemplo, plataformas adaptativas para matemáticas, los nuevos procesos de Khan Academy vinculados a la inteligencia artificial usando GPT-4. No hay motivos para pensar que esto no pueda suceder en la docencia. Los modelos actuales de inteligencia artificial no son inteligencias artificiales reflexivas, son puramente memorísticas e intuitivas y todavía no tienen capacidad de enseñar, pero todo esto avanza rápidamente y puede haber un escenario diferente.
Dice que esa extinción de los docentes podría ser debido al cambio en las relaciones, que hoy son asimétricas. ¿Lo puede explicar?
Uno de los grandes logros de la tecnología escolar es la asimetría entre el que enseña y el que aprende, que es una relación típica de la enseñanza. Pero los procesos de mecanización en el capitalismo tienden a desjerarquizar las funciones, haciéndolas más simples y entre equivalentes. La pregunta es ¿se va a perder esta organización asimétrica?
También habla del futuro de la certificación escolar.
Hay muchas instituciones de educación superior, de formación profesional o escuelas corporativas que dejaron de interesarse por los títulos o los certificados oficiales porque los adecúan al mercado y a las necesidades de la demanda. Cada vez será más propio de cada institución poder certificar por fuera de la certificación estatal. Eso es un problema para los sistemas educativos porque la certificación educativa todavía es un monopolio estatal en todo el mundo. Tenemos mecanismos como el blockchain, que son contratos digitales entre dos personas y que una vez que se suscriben ya son inviolables. Así, la tecnología escolar pierde el monopolio estatal y genera un campo para que otras tecnologías puedan interactuar. Eso tiene enormes consecuencias: es profundamente disruptivo y de alguna manera nos anticipa escenarios mucho más disgregados, menos cohesionados. Pero este es un tema muy controversial.
La cohesión social ya se está perdiendo ahora porque los estados no tienen capacidad de disciplinar
Si se pierde la cohesión social, una de las funciones de la educación, aumenta la desigualdad y las diferencias sociales.
No necesariamente, pero sí es probable. Hay que ver cómo se organiza esa sociedad o esa comunidad. La cohesión social ya se está perdiendo ahora porque los estados no tienen capacidad de disciplinar. Las escuelas tratan de satisfacer a la demanda y cuanto más satisfacen a la demanda, menos cohesión social hay porque se disgrega todo mucho más. Eso está pasando en todo el mundo y no me parece que la política pueda torcer este rumbo. Chile es un caso emblemático.
Cierra su propuesta con la idea de “entregarnos a lo desconocido”. ¿Hay que resignarse a lo que se viene?
Es una idea antiesencialista y anti nostálgica para entender que el futuro no necesariamente es negativo.
Fuente e Imagen: https://eldiariodelaeducacion.com/2023/07/24/mariano-narodowski-la-politica-intentara-mantener-el-sistema-escolar-asi-los-cambios-vendran-de-la-innovacion-y-el-mercado/
En su libro Pocos contra muchos, la politóloga italiana Nadia Urbinati analiza la forma en que las elites políticas y económicas se han divorciado de la ciudadanía y explica por qué los ruidosos movimientos de protesta social contemporáneos no logran traducir sus demandas en conflictos políticos. Además, invita a pensar, desde la tradición de la izquierda democrática, la necesidad de una «democracia social» en la que los partidos actúen como mediadores entre la ciudadanía y las instituciones.
¿Cómo y por qué «los pocos» se han divorciado de sus responsabilidades? ¿De qué modo quienes detentan poder económico y político se han desresponsabilizado del cuerpo social? ¿Y de qué forma enfrentan «los muchos» esta situación? Estos interrogantes son abordados de manera minuciosa por la politóloga italiana Nadia Urbinati en su libro Pocos contra muchos, publicado recientemente en español por Katz Editores. En su ensayo, Urbinati muestra por qué los nuevos estallidos sociales parecen estar condenados al fracaso y en qué forma una democracia minimalista –nacida de las ruinas de la democracia social que sostenía al Estado de Bienestar– ha producido una licuefacción de las estructuras partidarias clásicas. Urbinati muestra, además, el maridaje entre neoliberalismo y populismo (al que define como algo más que una retórica y una ideología). Su trabajo constituye un aporte a repensar la importancia de la organización partidaria y de las mediaciones institucionales dentro de la tradición de las izquierdas democráticas y reformistas.
La publicación en español del libro de Urbinati conecta con el desarrollo de numerosos movimientos de protesta que, en la actualidad latinoamericana, no logran traducir sus demandas a la arena institucional. Profesora de Teoría Política en la Universidad de Columbia, especialista en pensamiento político moderno y tradiciones democráticas y antidemocráticas, Urbinati fue, además, copresidenta del Seminario de Pensamiento Político y Social de la Universidad de Columbia y fundadora del Taller sobre Política, Religión y Derechos Humanos del Departamento de Ciencias Políticas de la misma casa de estudios. Ha sido colaboradora de los periódicos L’Unità, Il Fatto Quotidiano y La Repubblica. Actualmente colabora con la revista Left y con el periódico Domani. En 2008, el presidente italiano Giorgio Napolitano la nombró Comandante de la Orden del Mérito de la República Italiana «por su contribución al estudio de la democracia». Es, asimismo, autora de diversos libros, entre los que se destacan Yo: el pueblo (Grano de Sal, México, 2021), La democracia representativa (Prometeo, Buenos Aires, 2017), La democracia desfigurada (Prometeo, Buenos Aires, 2014), La mutazione antiegualitaria [La mutación antiigualitaria] (Laterza, Roma, 2013) y Liberi e uguali [Libres e iguales] (Laterza, Roma, 2011).
En esta entrevista, Urbinati analiza las nuevas dimensiones de la confrontación entre «los pocos» y «los muchos», indaga en los nuevos movimientos de protesta y explica por qué se dirigen ya no solo contra quienes concentran el poder económico, sino también contra quienes detentan el poder político.
Desde hace muchos años, usted trabaja sobre diversas cuestiones vinculadas a la teoría política, centrándose tanto en problemáticas que hacen a la democracia representativa como en la articulación de un conjunto de ideas sobre la categoría de «populismo». Su libroPocos contra muchosestá directamente relacionado con estos temas, pero introduce una novedad al dar cuenta de una serie de transformaciones, tanto en el ámbito político como en el social y económico, que han favorecido nuevos tipos de liderazgo, interpelación y protesta social. Usted sostiene que «los pocos» se han rebelado contra «los muchos», divorciándose de sus responsabilidades. Y, a la vez, expresa que «los muchos» se manifiestan contra «los pocos», pero sin lograr traducir la convulsión en conflicto. ¿Cómo se han separado las elites de sus responsabilidades? ¿Por qué debemos pensar ahora no solo en la rebelión de «los muchos» contra «los pocos», sino de «los pocos» contra «los muchos»? ¿Qué herramientas tienen «los pocos» para rebelarse contra «los muchos»?
Comencé a pensar este libro hace unos años, a partir del desarrollo de algunos procesos de movilización social que llamaron mi atención. Me refiero, particularmente, al levantamiento popular en Chile de 2019, a la emergencia de los «chalecos amarillos» en Francia y a movilizaciones como las que tuvieron lugar en Italia a comienzos del siglo XXI con el llamado movimiento girotondi. En principio, me resultaba interesante analizar el impacto que generaban esas grandes convulsiones sociales que tendían a desatarse por situaciones que políticamente consideraríamos menores –el aumento del precio del metro en Chile, la suba del precio del combustible en Francia–, pero que claramente expresaban algo más que el punto concreto que producía la explosión inicial. Indagando en estas ruidosas manifestaciones sociales, llegué a la conclusión de que existía, definitivamente, un punto en común en ellas. Todas constituían formas de acción colectiva que se producían en la forma de revueltas iracundas, de rebeliones y de levantamientos, pero ninguna de ellas lograba traducirse en un conflicto político. Politológicamente, el conflicto tiene unos rasgos muy definidos, que lo diferencian, justamente, de la convulsión o el estallido. El conflicto se asocia a expresiones y formas de protesta que se desarrollan con liderazgos partidarios, sindicales o sociales, y tiene un objetivo concreto que puede alcanzarse a través de una negociación. Cuando hay conflicto, las organizaciones que desarrollan las protestas tienen representaciones capaces de operar no solo por fuera, sino también por dentro de las instituciones –razón por la cual muchos de sus movimientos son también calculados–. Dicho muy concretamente: hay conflicto cuando puedo demostrar mi fuerza a mi adversario, tengo representantes para negociar y organizaciones para representar. La razón por la que estos estallidos no llegan, en términos generales, a configurarse en la forma de un conflicto político se debe a que «los muchos» han perdido esas organizaciones clásicas con las que contaban para rebelarse frente a «los pocos». Esas organizaciones –sobre todo las partidarias– han cambiado tan fuertemente de forma y se han desligado tanto de su función mediadora entre sociedad e instituciones, que la sociedad solo puede manifestarse en forma explosiva, pero sin canales que la conecten con la política institucional real. Esto provoca, lógicamente, que, sin conducciones o relaciones partidarias mediadoras, las protestas, por más ruidosas que sean, acaben disipándose.
Este proceso me llevó a indagar en esa transformación de los partidos políticos. Una tarea que, por supuesto, considero importante, porque no existe ningún régimen político democrático sustentado en procesos electorales que no tenga una disposición natural a la organización en formas partidarias. Si observamos detenidamente esta esfera, nos percatamos de que se ha producido un franco declive de los partidos organizados, es decir, de los partidos como fuerzas ideológicas, como fuerzas que movilizan, que informan, que forman una clase dirigente desde abajo, que se organizan, que educan, que pretenden guiar a la ciudadanía y que buscan constituirse como mediadores entre ella y las instituciones. Lo que tenemos, en contrapartida, es una desresponsabilización de los partidos y de los cargos electos de esas funciones clásicas y el desarrollo de una actividad que se produce solo dentro de las instituciones, utilizando a los medios de comunicación para construir consensos. Lo que tenemos es una democracia minimalista solapada con una economía neoliberal. La democracia de partidos ha sido desplazada por una democracia de audiencias. La política se ha escindido de la sociedad, ha descartado su función mediadora y ha decidido moverse como una esfera diferente y diferenciada de la ciudadanía.
Dicho de otro modo: «los muchos» han perdido las organizaciones con las que podían luchar políticamente y conseguir objetivos concretos. Y, aun así, el siglo XXI parece haber inaugurado luchas constantes de «los muchos» contra «los pocos» –entendiendo a «los pocos» bajo dos parámetros: los económicamente poderosos (la oligarquía) y los políticamente poderosos (los partidos y sus representantes que se han escindido de la sociedad)–. La novedad es que ahora «los muchos» no tienen la capacidad –por carecer de organizaciones mediadoras– de traducir su descontento y su movilización en conflicto. La sociedad no logra, como decía Antonio Gramsci, pasar del estadio de la convulsión al del conflicto.
En su libro, usted plantea claramente un escenario de cambio. Afirma que, mientras que en el pasado «los muchos» habían conseguido una cierta estabilización del conflicto con «los pocos» a través de la organización en partidos políticos, ahora la contradicción parece haberse invertido: son «los pocos» los que se han rebelado contra «los muchos». ¿Cómo lo han hecho y cómo se ha producido esta transformación?
Cuando los partidos eran capaces de organizar a la sociedad, eran capaces también de poner a «los muchos» en una condición de poder. Como usted sabe, desde la antigua democracia en adelante, «los muchos» han precisado crear instituciones colectivas –asambleas, parlamentos, asociaciones, partidos–, pero también una identidad colectiva como actores políticos, como ciudadanos. Eso permitió estabilizar la tensión de clase entre quienes tienen poder –y no necesitan una organización partidaria– y quienes no tienen poder –y necesitan mucha organización partidaria–. Hoy esa situación se ha invertido. En tanto los partidos ya no son capaces (o no quieren) organizarse, los ciudadanos se encuentran en una condición de horizontalidad desorganizada, que los revela sin fuerza y sin capacidad de poner límites al poder de «los pocos». Si se quitan –como se ha hecho– los límites que «los muchos» pueden ponerles a «los pocos», estos últimos utilizan fácilmente las instituciones y los Estados para aumentar su propio poder. En Occidente, esto es particularmente visible en el declive de la fiscalidad sobre la herencia o sobre los ingresos. En este sentido, al igual que asistimos a una desresponsabilización de los partidos de su función mediadora y representativa, asistimos también a un proceso de desresponsabilización de los más ricos y los más poderosos respecto de sus obligaciones hacia la sociedad. Democracia minimalista –en la que los partidos se escinden del cuerpo social– y neoliberalismo –en la que «los pocos» se desresponsabilizan de sus obligaciones de cara a la ciudadanía– se unen.
«Los pocos», en definitiva, han decidido divorciarse de la sociedad…
Exactamente. Se han divorciado de sus responsabilidades y han decidido producir una suerte de autosecesión respecto del cuerpo social. Esto es, claro, muy problemático, porque, como sabemos, la responsabilidad siempre debe ser proporcional al poder que tenemos. No por nada consideramos que, por ejemplo, la tributación debe estar relacionada proporcionalmente con nuestra capacidad económica. Cuanto más tienes, más contribuyes. Hoy es exactamente al revés. Los que tienen más son los que menos contribuyen.
A diferencia de los antagonismos de clase y de la forma que adoptaron las luchas sociopolíticas después de la Segunda Guerra Mundial, usted entiende que el conflicto entre unos pocos y muchos, tal como está planteado hoy, no es productivo. No se resuelve, se mantienen sectores de poder y los movimientos de protesta expresan críticas, pero sin lograr reformas sustanciales. ¿Cuáles son las razones de la improductividad de este conflicto?
Considero que hay al menos dos razones fundamentales. Una es, como decía anteriormente, la transformación de los partidos políticos. Esa transformación va unida, por supuesto, a cambios sociológicos y económicos profundos, como el del declive del trabajo como cemento de la sociedad. No hay más que mirar hacia atrás para constatar que toda la arena política estaba sustanciada sobre la base de conflictos asociados al trabajo y al salario: discutíamos seguros de desempleo, jubilaciones, tiempo de trabajo, aumento de las escalas salariales. Esas eran las cuestiones fundamentales del conflicto político a partir de la segunda posguerra. La segunda cuestión se vincula a la forma en la que se ha transformado la economía global. El poder de las finanzas es hoy mucho más importante que en el pasado. Ese poder ha reducido la capacidad de maniobra de los Estados –sobre todo de los pequeños y medianos, que se encuentran en una situación de impotencia y de pérdida de margen de maniobra respecto de ese poder–. Los partidos políticos no pueden, a nivel interno, prometer grandes reformas o transformaciones, lo que conduce, en muchos casos, a una desafección política por parte de la ciudadanía, que percibe y siente que la política tradicional ya no le sirve, ya no le ayuda a resolver el conflicto. Mientras, desde el otro campo, los pocos están bien organizados, incluso a nivel global, y utilizan a los Estados para contener y reprimir a los muchos, pero ya no para crear las condiciones necesaria para una buena democracia colectiva en la que pocos y muchos puedan convivir.
Este proceso de conflicto y tensión entre «pocos» y «muchos» se asocia, en su obra, a una concepción de la democracia. Defiende, en rigor, la existencia de dos perspectivas democráticas: una que podemos definir como social, que asume que garantizar la igualdad y la libertad de los ciudadanos requiere no solo de canales de participación, sino también de políticas que garanticen las condiciones sociales de la ciudadanía, y una concepción minimalista, centrada solo en el aspecto procedimental, en el acceso al derecho de voto y en la garantía de los derechos civiles. ¿Hasta qué punto la renuncia a la democracia social ha permitido que «unos pocos» se desvinculen del sentido de la responsabilidad por la mayoría?
El hecho de que podamos mensurar dos concepciones claramente distintas de la democracia –una que podemos llamar social y otra que podemos designar como minimalista– no implica que la concepción social esté reñida con los procedimientos. Muy por el contrario, quienes, siguiendo a autores como Bobbio y Kelsen, nos situamos en los términos de una democracia social, entendemos que los procedimientos constituyen parte de la sustancia misma de la democracia, en tanto ubican a oficialismo y oposición en una posición de cooperación y compromiso con el régimen político. Sin embargo, y siguiendo el argumento de estos mismos autores, considero que la democracia no puede agotarse solo en esos procedimientos. El motivo es muy sencillo de comprender: la democracia está formada por ciudadanos que tienen una serie de derechos y que bregan por el mejoramiento de su vida. Y lo hacen a través de las instituciones, conformándose como una sociedad civil implicada políticamente. En tal sentido, y en contraste con quienes apelan al minimalismo democrático, esta perspectiva considera que la sociedad no constituye un cuerpo extraño a la democracia, sino que es la sustancia misma de ella. Los ciudadanos se implican para poder satisfacer sus necesidades y sus aspiraciones, y corresponde a la democracia desarrollar los mecanismos para garantizar esa satisfacción. Los partidos, en ese sentido, tienen un rol clave, en tanto interactúan con la ciudadanía –que participa en ellos– y, a la vez, actúan dentro de las instituciones. La lectura minimalista, en cambio, parte de supuestos muy diferentes, a tal punto que considera que los ciudadanos son, fundamentalmente, individuos que solo se reúnen y se asocian cuando lo precisan, por lo que reduce la democracia al momento del voto y la elección de los representantes. Son, de hecho, individuos más que ciudadanos. En la concepción minimalista de la democracia, lo que define la libertad política es, casi de modo exclusivo, la posibilidad de acceder al sufragio democrático. En definitiva, el apartado social no forma parte de esta concepción. Y el problema, en tal sentido, no tarda en aparecer, porque la posibilidad de acudir a votar no garantiza las condiciones para una vida decente. Pero si no se garantizan las condiciones para una vida decente, la confianza en la democracia disminuye. Dicho muy claramente: si la democracia solo puede prometerme pobreza, miseria y condiciones humillantes, ¿por qué tengo que ser democrático? Soy democrático porque mi libertad política tiene valor y tiene valor porque a través de ella puedo construir una vida decente. Ahora bien, si la democracia ya no puede hacer esto y deviene solo en las reglas del juego en el que juegan unos pocos que tienen algo propio que defender, resulta evidente que la democracia carece del mismo valor para unos que para otros. Este minimalismo, que habilita que las instituciones sean utilizadas como herramienta de unas elites que no se preocupan por las condiciones sociales de la democracia, le hace un flaco favor al régimen democrático. ¿Por qué muchos de nuestros conciudadanos van cada vez menos a votar y se preocupan cada vez menos por los procesos democráticos? No porque se hayan vuelto consumistas o individualistas –o al menos no solo por eso–, sino porque perciben que cuando la democracia es concebida en términos minimalistas, la política resulta una herramienta poco poderosa para defender el proyecto social común.
Usted analiza detenidamente los documentos desarrollados por la Comisión Trilateral -formada por Michael Crozier, Samuel P. Huntington y Jõji Watanuki- en 1975. Según esa Comisión, la causa de la crisis de la democracia vigente durante los llamados «treinta años gloriosos» fue el resultado del propio modelo del Estado del Bienestar. La propuesta de la Comisión era, por supuesto, acabar con este modelo en el que la democracia era entendida en su aspecto social y optar por una democracia más procedimental o mínima que privilegiara al individuo. Ciertamente, este modelo triunfó políticamente, sobre todo tras la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Sin embargo, el conflicto no ha desaparecido, sino que ha adoptado nuevas formas y ha visto emerger a nuevos actores. ¿Por qué ese modelo, nacido de críticas como las que planteaba la Comisión Trilateral, ha fracturado el cuerpo social? ¿En qué medida se conecta con la tradición republicana?
Efectivamente, yo parto del documento de la Comisión Trilateral de 1975, en tanto revela una serie de cambios en la concepción democrática, sobre todo en lo que concierne a Europa occidental y Estados Unidos. Hasta ese momento, y desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, había quedado claro que el establecimiento del pacto democrático implicaba una concepción social. Se había desarrollado el Plan Marshall, se había producido un acuerdo monetario para permitir la cooperación entre los distintos países y se habían forjado democracias sólidas en las que la preocupación por la dignidad de la vida de los ciudadanos era uno de los aspectos fundamentales. Sin embargo, la Comisión Trilateral consideraba que esas democracias estaban en crisis porque los gobiernos habían sobrecargado al Estado a través de políticas sociales que volvían a ese mismo Estado dependiente de las asociaciones y los movimientos de la sociedad. Según la Comisión Trilateral, los partidos organizados y la ciudadanía, que desarrollaba diversas demandas de redistribución, eran responsables de lo que denominaban una «crisis de la democracia». El argumento fundamental era que las políticas sociales y distributivas no solo habían sobrecargado al Estado, sino que habían generado una sociedad que manifestaba cada vez más demandas y reivindicaciones, lo que derivaba en protestas y huelgas permanentes. La recomendación de la Trilateral era reencauzar la democracia para darle «gobernabilidad». Y para reencauzarla, lo que se debía hacer era apostar por una concepción minimalista. Lógicamente, el objetivo planteado por la Trilateral apuntaba a licuar la democracia de partidos, a convertir las elecciones, no ya en un mecanismos de representación de demandas, sino meramente de elección autorizada de dirigentes políticos, y a fortalecer al individuo por sobre el ciudadano. La concepción que guiaba estos planteos era la de diferenciar Estado y sociedad: la sociedad está afuera, es un cuerpo diferente y extraño al cuerpo político. En ese marco, las responsabilidades de la política se reducen: tienen que ver con el orden público, con la moneda, con las relaciones internacionales. El resto de las intervenciones son de sostén y de infraestructura, pero ya no de políticas sociales, porque se considera que estas lastran al Estado, lo vuelven pretencioso y mantienen la fiscalidad en niveles elevados. Este ataque a la democracia social fue acompañado de toda una serie de procesos, entre los que podemos destacar el fin del Acuerdo Bretton Woods tal como lo conocíamos y el paso de Estados Unidos a una posición ofensiva a escala internacional, manifestándose en tensión incluso con la propia Europa. Y efectivamente, el programa de la Comisión Trilateral fue el que se desarrolló y llevó a un pasaje de la democracia social a la democracia minimalista. Esto condujo, evidentemente, a un divorcio de «los pocos» respecto de «los muchos», en tanto con un capitalismo liberado y una estructura democrática mínima los últimos ya no sentían ningún tipo de responsabilidad sobre el cuerpo social. Los ricos y poderosos se divorciaron de ese cuerpo social, se desligaron de sus responsabilidades. ¿Y qué implicó este proceso en términos democráticos? Que ya no haya un cuerpo social, sino dos. La democracia perdió sus bases sociales organizadas, las mediaciones partidarias que habían caracterizado el periodo de posguerra, y adoptó una dimensión republicana. En esa tradición, la republicana, el cuerpo social está compuesto de dos partes y no de una. Para nosotros, herederos de la Revolución Francesa, la democracia es una y el pueblo es uno, que incluye a todos los ciudadanos. Pero la concepción minimalista de la democracia, que ahora va unida al neoliberalismo en términos económicos, fractura ese demos y retorna al republicanismo. En el mundo de la República romana, el Senado y el pueblo eran dos partes y la libertad residía en la capacidad de estas dos partes de limitarse mutuamente. Hoy tenemos un retorno a esa tradición, que se manifiesta en un demos fracturado: por un lado, «los muchos» que no tienen poder social y económico, y, por otro lado, «los pocos» que sí lo tienen.
Permítame hacerle una pregunta sobre los movimientos de protesta, que usted trata ampliamente en su ensayo. Uno de los puntos cardinales de su análisis es que el divorcio entre las elites y el pueblo ha dado lugar a movimientos sociales muy distintos de aquellos que hemos conocido en el pasado. Usted cita como ejemplos el movimientogirotondi –que se desarrolló en Italia a principios de 2002-, Occupy Wall Street y los «chalecos amarillos» en Francia. ¿Cuáles cree que son las principales características de estos movimientos, qué subyace en su narrativa y por qué son fundamentalmente diferentes de las organizaciones de clase que hemos conocido en el siglo XX?
Una de las características centrales de estos movimientos es su marcado carácter estético. Constituyen, de hecho, movimientos muy llamativos y provocativos, lo que les permite atraer a los medios de comunicación. En tanto las mediaciones políticas institucionales están rotas, esa presencia mediática se vuelve fundamental para su supervivencia, lo que explica, al menos en parte, que sus acciones sean cada vez más ruidosas y radicales. Dicho de otro modo: a mayor radicalidad, mayor presencia mediática. Aun cuando puedan protestar, por ejemplo, contra el neoliberalismo, sus acciones están en consonancia con la estructura neoliberal: lo que buscan es una audiencia. En definitiva, esto revela, no su fuerza, sino la falta de ella: evidencia que carecen del poder que tenían las organizaciones clásicas como los partidos políticos. De hecho, carecen de elementos unificadores claros y de demandas comunes, como se verificó en el caso de los «chalecos amarillos». Cuando los manifestantes eran entrevistados individualmente, las respuestas solían ser casi siempre las mismas: «yo hablo por mí», «me represento a mí mismo», «no represento a nadie y nadie me representa». Esto los ubica en un plano muy diferente del de los movimientos clásicos de protesta social, que eran canalizados y organizados a través de instituciones mediadoras como partidos o sindicatos. Estos nuevos movimientos no pretenden ser –al menos no directamente– representativos de una idea o de una perspectiva común. Expresan ira, indignación, descontento y frustración. Pero eso no necesariamente constituye un punto de vista político compartido. Es por ello que, cuando estos movimientos se lanzan a las calles de modo espontáneo y buscan resolver una cuestión concreta, a menudo no consiguen la respuesta adecuada o esperada, porque carecen de apoyos institucionales para ello. Ya no tienen partidos u organizaciones que los representen en las instituciones porque, como hemos dicho, en la democracia minimalista se ha producido una escisión entre quienes están dentro del cuerpo político y quienes se encuentran fuera de él. Y es justamente por ello que estos movimientos resultan fuertemente explosivos en un momento determinado, pero luego se disipan y, sencillamente, deja de hablarse de ellos. Al final, no sabemos si han conseguido algo o no han conseguido nada: simplemente se esfuman, se disgregan. Lo que estos movimientos expresan es, en definitiva, la ruptura entre el pueblo y la política institucional, y la fisura entre «los pocos» y «los muchos». Son una evidencia de la ruptura de las mediaciones clásicas de la política.
Según su perspectiva, estos nuevos movimientos «antisistema» constituyen el «espíritu» de lo que usted denomina «política populista». Como usted sabe, el populismo es un concepto que tiende a volverse confuso, ya que su uso generalizado lo ha convertido en un arma arrojadiza de crítica política, a la vez que en un término peyorativo. En círculos periodísticos y políticos hay quien lo equipara a demagogia, quien lo vincula a autoritarismos de diversa índole y quien simplemente lo utiliza para referirse a cualquiera que invoque la idea de soberanía popular. En su trabajo, sin embargo, la categoría de populismo es asumida desde un análisis politológico, como se refleja en sus librosYo, el pueblo1y La democracia desfigurada2. Usted afirma, al mismo tiempo, que el populismo no es una ideología pero tampoco puede reducirse a una retórica. Entonces, ¿qué define exactamente el populismo y quién puede entrar en esta categoría política?
Efectivamente, el populismo no constituye una ideología –de hecho, puede asumirse bajo posiciones de derecha y de izquierda– y tampoco puede ser definido meramente como una retórica. Por supuesto, los movimientos populistas utilizan la retórica, pero este no es un rasgo único de ellos: al fin y al cabo, cuando se acercan los periodos electorales, todos los partidos, incluidos los no populistas, se vuelven, en ese aspecto, un poco populistas, en tanto tienden a presentarse como los mejores, le achacan al resto ser los peores y establecen una lógica dualista y binaria basada en el antagonismo entre un «ellos» y un «nosotros».
Lo definitorio del populismo es su forma de concebir la representación. Lo que el populismo hace es eliminar –o intentar eliminar– una serie de mediaciones que se corresponden con nuestra tradición democrático-representativa. En esa tradición, consideramos que los partidos políticos tienen la función de constituirse como mediadores entre lo que está fuera y lo que está dentro del Estado. En tal sentido, resultan necesarios para sostener una esfera de separación –mediada– entre Estado y sociedad. Esa separación nunca es total, justamente porque los propios partidos actúan dentro y fuera de las instituciones. Son, recalco, una institución mediadora. Interactúan con la sociedad civil al mismo tiempo que desarrollan una representación dentro de la institucionalidad estatal. En nuestra idea de representación hay, además, otras instituciones trascendentales: los sindicatos, las universidades, los movimientos sociales, la propia prensa. ¿Por qué? Porque nos permiten participar de la vida política. Pero si prestamos atención, percibimos que esa participación siembre es mediada, y si es mediada es porque hay una separación de esferas. Si nuestra democracia representativa tiene esta separación es porque considera que nosotros no establecemos un proceso de identificación absoluta con nuestros representantes, sino que, por el contrario, al ser una sociedad plural, no somos iguales a ellos.
Si la democracia representativa se fundamenta en esta separación, el populismo se basa en la idea de representación como identificación. El populismo elimina la mediación y la separación –porque quiere unir lo que está fuera y lo que está dentro– y, en este sentido, sostiene que el pueblo puede ser uno identificándose con un líder. A través del líder, la pluralidad y la complejidad se disipan, y el pueblo se articula como una unidad. Para conseguir esa articulación del pueblo como una unidad, el líder unifica demandas muy diversas a través de un antagonismo (que a veces puede ser más débil y otras más fuerte). Ese antagonismo puede dirigirse en la forma del «pueblo» contra los ricos, contra los inmigrantes, contra los movimientos de diversidad, contra las mujeres o contra el establishment. Pero necesariamente el líder populista precisa un punto de unión para constituir ese pueblo unitario. Precisa un antagonismo para unificar al pueblo. Y, al unificar, homogeneiza. Anula, en definitiva, el pluralismo interno del pueblo en nombre de una unidad que se funda en ese antagonismo. Es justamente por ello que el uso de la categoría de pueblo, por parte de los populistas, carece de pluralismo: hay un pueblo (uno solo) –que, naturalmente, es bueno– y hay unos «enemigos del pueblo» –que lógicamente son malos–.
¿Y por qué, según su análisis, la emergencia del populismo se correspondería con el auge del neoliberalismo? ¿Qué es lo que los hace maridar?
Que la política populista emerja fuertemente en tiempos neoliberales no tiene nada de extraño. De hecho, es muy lógico y ambos van de la mano. Hemos dicho que la ruptura de las mediaciones políticas clásicas ha provocado una crisis y que, como afirma Bernard Manin hacia el final de su libro Los principios del gobierno representativo[3], ya no vivimos en una sociedad democrática de los partidos, sino en una sociedad democrática de las audiencias. En tal sentido, constituimos un público desagregado que carece de organizaciones políticas que produzcan utopías y perspectivas de futuro. Y en una sociedad de este tipo, en la que las mediaciones se han roto, la forma más sencilla de unificar a un pueblo desagregado es mediante un proyecto populista. Aquí es donde la democracia minimalista, ligada al neoliberalismo, se une con la política populista.
Por supuesto, el populismo puede asumir diferentes formas, incluida la tecnocrática –como se verificó con el gobierno de Mario Draghi en Italia, que decía representar a todo el pueblo y no a los partidos–. Lo sustancial, lo característico, lo definitorio del populismo es la vocación de unir a ese pueblo desorganizado en torno de la figura de un líder. El populismo no es, por tanto, algo externo a la democracia, sino una transformación interna de esta. Es una forma política que se produce dentro de la democracia representativa y que no constituye un régimen: no tiene sus propias instituciones ni sus procedimientos. Utiliza los de la democracia, parasitándolos. Y cuando la democracia es minimalista, tanto más fácil. Si hay mediaciones y partidos clásicos, una ciudadanía activa y una democracia social, la política populista penetra mucho menos fácilmente.
En una democracia organizada en partidos, en la que la sociedad civil se articula también en sindicatos, en asociaciones intermedias, en la que hay, en definitiva, instituciones mediadoras fuertes, es más difícil que se desarrolle una política populista que en una democracia minimalista. Al reducir la representación a la participación en los momentos electorales, la democracia minimalista rompe la estructura clásica basada en partidos y, por ende, la conexión entre sociedad civil y sociedad política. Si bien los partidos no desaparecen, mutan a tal punto que dejan de ser máquinas de educación política, conocimiento y mediación, para pasar a ser máquinas electorales. Su función pasa a ser solo la selección de candidatos, triunfar y sostener a una elite política. Renuncian, en definitiva, a su función mediadora, a su función educadora, a su función realmente representativa. De este modo, la separación entre ciudadanos e instituciones se ensancha hasta un punto en el que la representación se fisura y se conforman, como decía anteriormente, dos cuerpos sin conexión entre sí. El populismo usufructúa plenamente esta democracia minimalista y la democracia de audiencias propia del neoliberalismo. Porque si la separación es amplia, puede unificar la idea de pueblo contra la elite política. El populismo está, en este sentido, completamente en sintonía con la democracia minimalista y el neoliberalismo.
¿Por qué afirma que el populismo desfigura la democracia? ¿De qué modo lo hace?
En primer lugar, el populismo redefine al pueblo. En las constituciones democráticas, el pueblo no constituye una entidad social, sino una entidad normativa y constitucional que incluye a todos y a todas del mismo modo: todos somos ciudadanos. El populismo modifica esta idea y pasa de la idea de un pueblo normativo y constitucional –que pone límites a la política– a la de un pueblo social y político: el pueblo como verdadera mayoría. Instala, en tal sentido, la idea de un «pueblo verdadero» contra el «pueblo formal». Esto implica que el líder define al pueblo, por lo que el pueblo, al ser, en definitiva, una entidad definida, es al mismo tiempo una entidad cerrada, con límites y, por ello mismo, en mi opinión, abierta a la intolerancia. Si el pueblo es encerrado en determinados límites o fronteras, se opera, necesariamente, una forma de exclusión. El segundo elemento de la desfiguración democrática interna que produce el populismo se vincula a la modificación de un principio sustancial de la tradición democrática: el de la mayoría. En la tradición clásica, entendemos que existe una mayoría y una oposición que luego puede constituirse también como mayoritaria. El populismo, en cambio, ve las cosas de un modo muy diferente. En su argumentación, la idea de mayoría va unida a la de un permanente poder del pueblo –definido en sus propios términos– que siempre es mayoritario. Así, rompe la dialéctica de las mayorías y las oposiciones circunstanciales, basadas, lógicamente, en el pluralismo existente en el pueblo. En tercer lugar, modifica la idea de representación, que deja de ser la del mandato político plural (un partido con unas ideas frente a otro con otras ideas) y, por ende, en la diferencia, para fundamentarse en la idea de similitud: el pueblo es representado por el líder y es semejante a él. Similitud con el líder, en lugar de la diferencia de ideas y de mediaciones institucionales.
En su país, Italia, quizás esto sea visible si lo contrastamos con el orden surgido tras la segunda posguerra. Era muy común que el Partido Comunista, sobre todo a partir de la dirección de Palmiro Togliatti, hablara del «pueblo comunista», mientras que los democristianos hablaban del «pueblo democristiano» y los socialistas del «pueblo socialista». ¿La diferencia radicaría en que estos actores partidarios, al asumir la existencia de una cultura política propia y, en tal sentido de un «pueblo propio», estaban asumiendo también la de un pueblo más amplio, más plural, más diverso?
Exactamente. Esa es la diferencia y, como usted bien lo ve, es enorme, en tanto esos «pueblos plurales» se reconocían en tanto plurales. Es decir, el Partido Comunista sabía que existía la Democracia Cristiana y la Democracia Cristiana sabía que existía el Partido Comunista y no cuestionaban su existencia y su representación popular. Evidentemente, intentaban conseguir más votos, quitándoselos al otro partido, pero asumían la existencia del pluralismo dentro del pueblo, lo que implicaba, a su vez, la existencia de distintas sensibilidades en su interior. El pueblo populista carece, en cambio, de pluralismo interno. «El pueblo populista es uno en el rostro del líder», como decía acertadamente Ernesto Laclau. E internamente no está formado por diferentes partidos. Ningún partido dice «yo soy el pueblo», mientras que el líder populista sí lo dice. De un pueblo plural se pasa a un pueblo singular y unitario, lo que modifica radicalmente la forma en que se piensa y se asume la democracia y en que se asume y se piensa la idea misma de cambio y de transformación.
El que usted describe es un escenario que podemos definir, mínimamente, como inquietante. No solo tenemos una democracia minimalista y una estructura económica neoliberal, sino que las mediaciones políticas que permitirían reconstruir una esfera posible para la democracia social están rotas. Usted pertenece, como es sabido, a la tradición de la izquierda democrática. ¿Qué responsabilidad le cabe a la izquierda en este proceso, teniendo en cuenta que, históricamente, y sobre todo durante la segunda posguerra, fue esa izquierda la que construyó, al menos parcialmente, una democracia política y social sólida?
Creo que una parte de la izquierda ha tenido una fuerte responsabilidad en algunos de estos procesos. Su principal error, o al menos uno de sus principales errores, ha sido la creencia de que el progreso podía provenir del mercado. Tras el fin de la Guerra Fría, una parte de la izquierda democrática asumió que era posible desarrollar políticas de justicia a través del mercado, entendiendo que había en él una fuerza virtuosa capaz de distribuir según el mérito y de intervenir en áreas en las que el Estado no podía hacerlo. Eran, por ejemplo, las ideas de Tony Blair y de otros dirigentes de la socialdemocracia. Según la concepción de la llamada Tercera Vía, el mercado estaba dotado de algún tipo de inteligencia ética. Esta concepción ha sido tremendamente nociva para la izquierda, en tanto la ciudadanía ha dejado de considerarla como una fuerza emancipatoria. Hoy, muchos ciudadanos y ciudadanas desconfían de esa izquierda democrática clásica, en tanto no perciben en ella a una fuerza política capaz de dar respuestas a sus problemáticas reales. En Italia, no son pocos quienes, habiendo votado a la izquierda, se han deslizado hacia la derecha. Tanto Giorgia Meloni como la Liga se han llevado votos de muchos antiguos comunistas que consideran que la izquierda ha abandonado no solo su proyecto político, sino también a su propia gente.
Esa misma izquierda, además, fue una de las que planteó la necesidad de licuar las estructuras partidarias clásicas… ¿no es cierto?
Por supuesto. Y en mi país se ve claramente con el caso del Partido Democrático.
Partido, por cierto, heredero de la tradición del Partido Comunista, luego rebautizado como Partido Democrático de la Izquierda y, finalmente, solo como Partido Democrático. Usted lo ha definido como un «hiperpartido por la cantidad de votantes, pero un micropartido en términos de contenidos»…
Efectivamente. Y conviene remontarse a esa historia. Cuando a inicios de la década de 1990, el viejo sistema político italiano entró en crisis por una serie de escándalos de corrupción, se generó una suerte de disposición a abandonar las formas clásicas. Uno de los casos más sintomáticos fue, justamente, el del Partido Comunista. Este partido, que había sido uno de los que más había contribuido a fortalecer la democracia partidista y a desarrollar en su interior una vida interna que siempre se relacionaba con su actuación en las instituciones, fue completamente desmantelado. En su mutación, que se ha completado con el desarrollo del Partido Democrático, se afirmó que debía pasarse de un partido fuertemente organizado, vivo y de militantes, a uno más centrado en los simpatizantes y los electores. No es casual que el Partido Democrático sea hoy un partido light o líquido, que carece de estructuras clásicas de liderazgo y de la apoyatura en organizaciones o ramas locales.
Una posición de este tipo ha llevado, además, a que el Partido Democrático se equipare a los partidos liberales. Algo que, en mi opinión, constituye un error. Por supuesto, como partido de izquierdas debe sostener principios y valores liberales, sobre todo en términos del «liberalismo de los derechos», pero no puede sostener una plataforma liberal en otras áreas. Sencillamente, entre otras cosas, porque eso no es creíble. No se trata ya del liberalismo de izquierdas, sino de una izquierda que ha aceptado la idea misma de privatización del Estado y que ha roto la conexión sentimental –como la llamaba Gramsci– con los sectores populares. La pretensión de la izquierda reformista y democrática no era la de desarrollar el liberalismo «a secas», sino la de unificar demandas de los sectores medios y las clases populares bajo la idea de igualdad como la estrella polar, respetando y ampliando, claro, las libertades y los derechos de la ciudadanía. Pero a esto se agrega otra dimensión, que es aquella sobre la que usted puntualiza: es un partido con votantes, sí, pero con escasos contenidos. Su conexión con los barrios populares es escasa, pero su apelación al triunfo es permanente («lo que importa es ganar»). El problema es que los partidos no solo tienen como naturaleza su vocación de triunfar, sino una serie de motivaciones políticas que son las que pueden llevarlos a la victoria. Esas motivaciones no son claras. Por eso el Partido Democrático es un hiperpartido por la cantidad de votantes, pero un micropartido en términos de contenidos. Tiene bastantes votos, pero no tiene vida política.
Y enfrente tenemos una extrema derecha cada vez más dura, como lo demuestra el gobierno de Meloni…
Por supuesto. Y en este sentido el reto es enorme. Si la izquierda no recupera su posición sobre la democracia social, no tendrá ni siquiera sentido que exista. Y digo esto en un país como Italia, que es hoy un laboratorio del destino de la democracia europea. Meloni y la extrema derecha están cambiando el rostro de Europa: pretenden una Europa de naciones, cerrada a la inmigración, cerrada a los feminismos, al mismo tiempo que neoliberal y privatista (porque la extrema derecha italiana no rompe con ese paradigma). El desafío que la izquierda tiene por delante es enorme, pero debe asumirlo y recuperar la dimensión partidaria y el ideario de la democracia social.
Me pregunto si este es un problema que atañe solo a los partidos de la izquierda o a la propia tradición política del socialismo democrático. Usted siempre ha formado parte de esa línea de pensamiento que, en Italia, ha tenido, en términos de filosofía política, exponentes destacados como Norberto Bobbio, pero también otros precedentes, como Carlo Rosselli –sobre quien usted escribió un hermoso texto que sirvió de prólogo a la reedición de Socialismo liberale–. ¿Qué ha sido de esta tradición político-intelectual? ¿Hacia dónde puede ir hoy una renovación de esta tradición ideológica de esa izquierda que tenía, como decía Bobbio, la igualdad como estrella polar?
Creo que aquí es donde reside realmente el gran desafío. Debemos repensar esa tradición. Como usted sabe, en 1994, Bobbio escribió su libro Derecha e izquierda. Lo hizo justamente en el momento en que el neoliberalismo y la democracia minimalista planteada por la Comisión Trilateral –de la que hablamos antes– estaban en pleno desarrollo. Eran tiempos de desmantelamiento de la democracia social, en los que los partidos clásicos perdían su rol mediador, en los que se pregonaba el triunfo total de la sociedad de mercado y de un modelo de consumo que parecía arrollador. En ese contexto, en el que la democracia sustentada en partidos fuertes y organizados estaba perdiendo peso, Bobbio planteó una idea fundamental: que la igualdad debía seguir siendo la «estrella polar» de la izquierda. Lo decía, repito, en tiempos en que se rompía el compromiso entre el capital y el trabajo, y en que la democracia se volvía minimalista: todos aspiraban, meramente, a la «gobernabilidad». Y entonces Bobbio dijo aquello. Por supuesto, como buen socialista democrático, al afirmar que la igualdad debía ser el eje de la izquierda, no quería poner en tensión la libertad: para Bobbio, la igualdad implicaba la extensión y la ampliación de la libertad, en tanto la entendía como «no dominación». Hoy estoy convencida de que debemos retomar esa idea. Creo que ha quedado en evidencia que quienes detentan poder, sobre todo económico, no están interesados en la igualdad. Ellos ya son iguales entre sí: son iguales entre «los pocos». A «los muchos», en cambio, la igualdad nos importa porque carecemos de poder: solo tenemos el del Estado para tratarnos como iguales, para darnos un estatuto de defensa ante la ley.
Ahora bien, ¿cuál es la igualdad que nos importa a nosotros, como personas de izquierda? No una igualdad que uniformiza, sino una igualdad que es conflictiva. No una igualdad que venga impuesta desde el Estado, sino una igualdad que asuma la pluralidad social y el conflicto. En la tradición de Maquiavelo, pero también de Piero Gobetti, el conflicto es una palanca de libertad. Es el alma de la política y es necesaria para la democracia. Es justamente por ello que los partidos son importantes, que las ideas políticas son importantes, que las alternativas son importantes. Las grandes movilizaciones y levantamientos populares expresan esa necesidad del conflicto, pero, como dijimos antes, no llegan a producirlo por la carencia de las estructuras que le dan sentido político real a ese conflicto. Hoy, más que nunca, una tradición de izquierda democrática y reformista tiene que pensar sobre esos ejes: sobre la importancia de los actores colectivos como los sindicatos, como los partidos, como las asociaciones sociales. Necesitamos instituciones mediadoras, formas de agregación de solidaridad entre personas que tienen algo en común que defender o por lo que luchar. La asociación, la organización, el conflicto y la contestación constituyen fundamentos de una democracia abierta. Y hoy, lamentablemente, la democracia está cerrada porque carecemos de esa dimensión, de ese horizonte en el que, como decía Bobbio, seamos conscientes de que hay posibilidad de hacer las cosas de otra forma. Advertir esa posibilidad ya sería, para la izquierda, un enorme progreso.
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