Por: Anna Torralbo
Todos hemos tenido todo tipo de maestros y todos recordamos con especial cariño a algunos de ellos. A veces incluso recordamos frases o gestos que, en su momento, sin saberlo, calaron en nosotros para siempre.
“La vista no puede ser vista”, no olvidaré nunca esta frase. Primero, porque el profesor la repetía sin cesar y en segundo lugar, porque por más que la escuchaba, no la entendía. Quien hablaba era ese profesor con la nariz altiva, el que nos miraba a nosotros, a los alumnos, con aborrecimiento. Era el mismo que nos decía que estaba estudiando para abogado porque los estudiantes no valorábamos la filosofía. “Sois una pérdida de tiempo”. Ese año suspendí la filosofía de bachillerato y, por supuesto, la odié también. A pesar de lo “bueno” que era el profesor en el tema, nunca consiguió que entendiéramos la filosofía ni que empatizáramos con ella; y mucho menos que la amáramos o, en su defecto, que nos gustara un poco.
Para suerte mía, y de muchos otros alumnos como yo, al año siguiente el profesor cogió la baja y llegó al instituto una profesora que nos hizo ver a los “grandes pensadores” y a los conceptos filosóficos desde otro punto de vista. Ese año aprobé con muy buenos resultados filosofía y años más tarde me matricularía en la carrera de Filosofía y letras.
Todos hemos tenido todo tipo de maestros, y todos recordamos con especial cariño a algunos de ellos. A veces incluso recordamos frases, o gestos que, en su momento (sin saberlo), calaron en nosotros para siempre. Y esto demuestra algo muy obvio pero poco tenido en cuenta: muy a menudo nos enseñan más las personas como personas, que el conocimiento que éstas puedan tener. Como maestros, seguramente no lleguemos a saber nunca si formamos parte del recuerdo grato de alguno de nuestros alumnos (siempre quiero pensar que sí, aunque solo sea uno). Lo que sí podemos hacer es acercarnos a la visión que tienen, interesarnos por aquello que, como alumnos, valoran de sus profesores. Y es que por jóvenes que sean, los alumnos saben bien qué es lo que les gusta y lo qué no, lo que les ayuda a aprender y lo que no.
Ahora, como maestra, observo a mí alrededor a cada uno de los alumnos, todos ellos diferentes, y me pregunto qué es lo que quieren y qué necesitan. Lo mejor que he podido hacer ha sido hablar directamente con ellos, proponerles que expliquen qué cualidades consideran que tiene que tener un buen maestro. Los jóvenes a los que les he preguntado lo han tenido bien claro:
En primer lugar, un buen maestro o profesor tiene que ser amable. Esta ha sido la cualidad más escrita, y es que por mucho contenido curricular, entre profesor y alumnos, ante todo, existe una relación personal. “Si un profesor no es amable, se me quitan las ganas de escucharlo”, comentaba uno de ellos. Y no es de extrañar, esto nos pasa a todos en cualquier esfera de nuestra vida, ¿por qué debería ser diferente con ellos?
Otra de las cualidades más deseada en un maestro es que sea creativo, que haga actividades “chulas” y juegos, y no fichas todo el rato. ¿Hablamos de innovación? Es graciosa esta palabra, cuando el deseo, consciente o inconsciente, de los alumnos de hoy y de antaño, siempre ha ido por delante de cualquier innovación educativa que los adultos podamos proponer. Lo que hoy se pueda implementar en el aula como algo innovador lleva años en las mentes de los niños. ¿A caso, como alumnos, no preferíamos salir a la calle, hacer experimentos, jugar, manipular que escuchar una lección magistral?
En tercer lugar, los alumnos han destacado que un buen maestro no tiene que reñir gritando. ¿De verdad gritan los maestros? ¿Por qué? Cualquiera sabe de primera mano cuán desagradable es que le griten a uno. Y, en más o menos medida, somos conscientes de la reacción que se produce inmediatamente tras el grito: te tapas los oídos (con la mano o mentalmente, desconectas vaya). Los maestros gritan por muchas razones (yo misma los oigo por los pasillos). Gritan para que los alumnos se sienten, para que los alumnos se callen, gritan porque un alumno pregunta algo que ya se ha explicado, porque no entienden algo que ya se ha dicho…
Siempre me pregunto por qué en esta profesión se permiten conductas que en otras, en un contexto parecido, son impensables. ¿Se imaginan a un comercial de telefonía móvil gritándole a un cliente porque éste no entiende cómo usar la agenda o cómo conectarse a una red wi-fi? ¿Acaso el comercial le reprochará que tenga que repetírselo? ¿Qué es lo que hace diferente esta situación? ¿Será que unos son adultos y los otros niños, y que a estos últimos no les debemos el mismo respeto ni la misma paciencia? ¿O será que en el primer caso el dinero cumple una función coaccionante? Nunca he entendido ciertas reacciones por parte de algunos profesores, y por suerte, veo que muchos alumnos comparten conmigo esta incomprensión. Cuando uno se hace maestro o profesor, sabe muy bien que tendrá delante niños y niñas de todos los tipos, y que precisamente le pagan para ayudar y explicar, tantas veces como haga falta. ¿Por qué se reniega entonces de una parte tan esencial y tan básica de nuestra profesión?
Y esto nos lleva a otra de las cuestiones también muy comentadas entre los alumnos: un buen profesor debe explicar las cosas muchas veces, y ayudarte si no entiendes algo. “Yo creo que tiene que hablar contigo si tienes alguna pregunta o dudas y escucharte y ayudarte”, comentaba uno de los alumnos. Es obvio, ¿no?, para eso nos pagan. Y en este caso no importa a qué tipo de educación nos estemos refiriendo, porque incluso en aquella más abierta y libre, los niños reciben explicaciones de algún tipo: dónde están las cosas, cómo usar una herramienta, etc.
Por supuesto, ha salido a colación el tema de los “ alumnos favoritos”, porque no nos engañemos, existen favoritos, y algunos lo saben disimular mejor que otros. ¿Cómo notáis quién es el favorito? “Porque le preguntan todo el rato a esa persona, porque se le perdona más cosas que a los demás, porque le dicen que es el mejor y que lo hace todo bien, porque siempre le piden los favores”. Sí, recuerdo bien eso. El favorito siempre ha sido destacado en clase, para que todos lo vean, anhelen ser como él/ella, y, de paso, para que tengan claro cuál es el modelo al que hay que aspirar.
Y bien, luego han habido muchos otros comentarios, algunos de ellos sorprendentemente populares también, como el “ buen olor”: “que no le huela mal el aliento”, “que huela bien”, “que no huela a tabaco”. Sin duda, el olor corporal ha imprimido en nuestro recuerdo a más de un profesor/a, para bien o para mal. Y de nuevo me viene a la cabeza eso que me pregunto desde que era una niña: ¿por qué los adultos piden cosas a los niños/as que ellos no cumplen? Desde la escuela siempre me han insistido en que tengo que lavarme los dientes después de comer, y así lo he hecho. Entonces, ¿por qué el aliento de algunos profesores huele a vino mezclado con café y cigarro? En más de una ocasión he escuchado a los profesores quejarse del olor general de una clase, o del olor o falta de aseo concreto de un alumno. ¿Nos preguntamos cómo olemos nosotros?
En fin, este artículo podría no terminarse nunca (a los niños y niñas a los que he preguntado se les ocurrieron miles de cosas), pero más que alargarlo, me gustaría dejar que fueran los propios profesores y maestros que entablaran esta conversación con sus alumnos.
Por mi parte, tras escribir todo esto, solo puedo pensar en una cosa: ¿No es acaso todo lo expuesto demasiado obvio? A veces tengo la sensación de que los profesores caminamos errantes y ciegos buscando una solución que está justo delante de nosotros, a veces se llama Clara, Rosa, Carlos, Georgina, Lucía, Lucas, Rodrigo….
Fuente noticia: http://www.eldiario.es/catalunya/opinions/cualidades-debe-tener-buen-maestro_6_611798826.html
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