La realidad de una persona con discapacidad en Senegal, especialmente en las zonas rurales, puede ser muy dura, aunque Khady es una niña afortunada. En el año 2014 empieza a asistir al centro Jacobo Romero Rivera, la segunda escuela pública de educación especial en Senegal, situada en Palmarin, una comunidad rural en la región de Fatick. Hoy no queda ni rastro de esa niña problemática, marginada y solitaria que era Khady. Ahora es muy sociable y sonriente, ya sabe hablar, tiene muchos amigos, además le encanta bailar sin avergonzarle su cojera y asiste a todos los eventos culturales de su comunidad. Es una alumna constante, motivada y trabajadora. “Me pidió una libreta para escribir y dibujar en casa”, dice su abuela. «Estoy muy contenta con su cambio de actitud, está mejorando mucho y al fin está integrada». Que Khady vaya a la escuela, aprenda y tenga cierta autonomía es posible gracias a Bego y Jon, la pareja gallego-francesa de cooperantes que impulsó la iniciativa de crear un centro en Palmarin.
Todo empezó en el año 2010, cuando Bego trabajó como psicóloga y maestra de educación especial en las distintas escuelas de la comunidad gracias a una beca del Centro Universitario de Cooperación Internacional para el Desarrollo (CUCID) de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Durante un año trabajó con los alumnos que presentaban dificultades de aprendizaje y problemas del lenguaje, como ya había hecho en otros centros de Perú, Bolivia y Nepal. Mientras desarrollaba su trabajo, descubrió varios casos de niños que no asistían a la escuela o que la abandonaban debido al escaso apoyo que recibían y al estigma que arrastraban por su discapacidad. En Senegal, 59 de cada 1.000 personas tienen alguna discapacidad y esta realidad afecta más a las mujeres que a los hombres, según un informe de la Agencia Nacional de Estadística y Demografía publicado en 2014. Además, la situación es compleja porque las personas con discapacidad a menudo son rechazadas por sus familias debido a sentimientos de vergüenza o culpabilidad.
Durante su estancia en Palmarin, Bego aprendió serer, el idioma local, y comenzó una labor de sensibilización en la comunidad acerca de la discapacidad física e intelectual que todavía continúa hoy. “Es imprescindible eliminar el estigma, sobre todo en los niños, que son rechazados debido a las falsas creencias conectadas al castigo divino”, asegura Bego. Su compañero Jon añade: “Antes de arrancar el proyecto nos hemos reunido con los padres, los jefes del pueblo, los profesores, el cura, el imán, el alcalde y también con el departamento de inspección educativa senegalés. Es fundamental que todas las partes implicadas estemos bien informadas, nos coordinemos y nos apoyemos”.
La escuela está ubicada en el recinto del colegio público de Palmarin, lo que garantiza la integración y la interacción con todos los niños del pueblo. Además, comparten los espacios de juego, los recreos y la biblioteca. “Algunos niños, con un refuerzo escolar y algunas horas de apoyo, pueden seguir el ritmo de la clase, otros no pueden y necesitan una atención más individualizada y adaptada a sus capacidades”, asegura Bego. “Aquí asisten los niños que, debido a sus necesidades educativas especiales, no se benefician de la educación en un colegio convencional. Aunque si algún alumno tiene posibilidades de reintegrarse en una escuela ordinaria, los maestros hablan con la familia y con el centro para que así sea. Es el caso de Cecile, que después de un año en el Jacobo Romero Rivera, comenzó a hablar, a leer y escribir con solo seis años. Actualmente asiste sin apoyo al sistema público ordinario”.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 15% de la población mundial presenta alguna discapacidad y, según la UNESCO, un 90% de los niños y niñas con discapacidad no asisten a la escuela en los países en desarrollo. Y Palmarin era un claro ejemplo. Este colectivo son uno de los grupos más marginados del mundo y constituyen la mayor minoría del planeta. Entre las razones por las que son rechazados destacan las relacionadas con las viejas supersticiones y el castigo divino. Debido al fuerte arraigo de estas ideas, las personas que presentan alguna discapacidad sufren incomprensión, marginación, rechazo e incluso son perseguidos en algunos casos.
Así ocurrió con Charles Camile, el alumno más joven de la escuela, que tiene tres años y padece una parálisis cerebral infantil debido a las complicaciones que tuvo su madre durante el parto. “Cuando nació CC –así le llaman– y se enteraron en el pueblo, algunos me perseguían porque querían deshacerse del bebé, convencidos de que mi hijo era una reencarnación del diablo”, afirma Rosalie, su progenitora. “Estoy muy orgullosa de mi hijo y no me importa lo que digan los demás, pero al principio no salía de casa y tenía mucho miedo de que le pudiera pasar algo”. CC tiene una movilidad muy reducida y una dependencia absoluta, sin embargo, está bien cuidado y recibe la atención que necesita. Gracias a la labor de sensibilización que ha hecho la Asociación J’aime Rever en la comunidad, Rosalie ya no teme por la vida de su hijo. “No solo han dejado de perseguirlo, sino que ahora todo el pueblo protege a mi bebé. En la escuela, todos los niños le adoran y cuidan de él”, dice.
Bego y Jon, fundadores de la asociación e impulsores del proyecto educativo, fueron puerta por puerta explicando a los padres que los niños con diversidad funcional no son reencarnaciones del demonio, sino que las causas de una discapacidad son otras y nadie es culpable de la situación.
La escuela Jacobo Romero Rivera, cuyo nombre hace honor al primo de Bego, que fue víctima del accidente de tren ocurrido en Santiago de Compostela en Julio del 2013, abrió sus puertas en Octubre del 2014 con el objetivo de proteger y defender el derecho universal a la educación, como recoge el Artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La evolución de los alumnos es la mejor garantía de su capacidad de aprendizaje. Gracias a ellos, al apoyo de la comunidad y al permiso del ayuntamiento la construcción de la escuela fue posible. Los obreros, electricistas y pintores del pueblo se involucraron en el proyecto y realizaron la obra con la ayuda de varios abuelos, que también quisieron aportar su granito de arena.
Hoy, el centro tiene 17 alumnos repartidos entre dos aulas. El programa educativo y los materiales pedagógicos están adaptados a las necesidades específicas de cada alumno. “Evaluamos a cada niño para conocer sus habilidades, su contexto socio-familiar, sus deseos, intereses y necesidades, que luego definen su programa de desarrollo individualizado (PDI). Este incluye el aprendizaje de tareas prácticas, como ir a la compra o cocinar pequeños platos; el desarrollo de habilidades sociales, como saludar, presentarse o conversar con los miembros de la comunidad; y tareas básicas de higiene, cuidado personal y autonomía en general. Asimismo, los alumnos aprenden lenguaje, lectura, escritura y cálculo”, comenta Bego, encargada de desarrollar el programa educativo. «Utilizamos como base el programa de educación pública senegalesa junto con diferentes programas de educación especial y lo adaptamos a la realidad del país», abunda. Para ello, cuentan con dos profesoras locales que han sido formadas específicamente para el puesto.
Agnés, de casi 24 años, tiene una historia similar a la de Khady. Vivía con su abuela porque su madre también la abandonó. Preocupada por su futuro, Anne Marie acudió a la escuela para inscribir a su nieta. Agnés jamás había cogido un lápiz hasta ese momento. Cada actividad era un descubrimiento y un nuevo estímulo al que respondía con ilusión. A pesar de su discapacidad intelectual y de la privación total de educación que ha tenido, Agnés ahora sabe escribir, pintar, coser, contar y hasta puede leer algunas palabras.
Cuando encontraron a Paul, andaba por el pueblo vagando, recogiendo basura y estaba casi siempre solo. Le expulsaron de la escuela porque no paraba quieto y no hablaba. Paul tiene 13 años y un trastorno generalizado del desarrollo no especificado. Presenta algunos rasgos de autismo que afectan a su interacción social, comunicación y conducta, aunque eso no le impide asistir a la escuela y aprender, como los demás. Tampoco queda nada del Paul de hace años. Le encanta jugar al fútbol con sus compañeros, reparar aparatos electrónicos como radios, linternas o ventiladores y le fascina amasar plastilina.
Casi todos los alumnos tienen autonomía para ir y venir solos de la escuela. Además, se ayudan unos a otros durante las horas de clase. En los recreos juegan con los alumnos que antes se burlaban de ellos y hoy han aprendido a quererlos y aceptarlos como son.
El trabajo que realiza la escuela hace posible que las personas con discapacidad participen de manera activa y efectiva en la sociedad, como recoge el artículo 24 de la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas discapacitadas, aprobada en diciembre del 2006 y ratificada por Senegal en la ley de orientación social nº 2010-15 relativa a la promoción y protección de los derechos de las personas discapacitadas, aprobada el 6 de Julio del 2010.
En pocos años, el cambio en la manera de ver y entender la discapacidad en la comunidad de Palmarin demuestra que es posible alcanzar el objetivo de escolarización universal de todos los niños con independencia de sus capacidades físicas o mentales. Al menos, en este lugar es posible, y ahora están más cerca de alcanzar una sociedad más igualitaria, más inclusiva y, por tanto, más justa. Nada de esto habría podido ocurrir sin la participación y el apoyo de toda la comunidad, que ya no entienden la discapacidad como un castigo de Dios sino como una diferencia que enriquece y refuerza la visión de la comunidad. En Palmarin, finalmente, cada niño es valorado por lo que es, y no por lo que sabe.
Esta comunidad rural y aislada, con acceso limitado al agua o la energía, y un porcentaje altísimo de analfabetismo, ha podido, ha querido y ha sabido transformar su mentalidad predominante por una más sensible y comprensiva frente a las personas más vulnerables. Este pequeño cambio supone un paso gigante hacia un desarrollo más sostenible y humano. Ahora es un lugar donde todos los niños tienen derecho a ser niños.
Fotografía: Paul, de 13 años, tiene un trastorno del desarrollo no especificado y ahora asiste a la escuela y está aprendiendo a relacionarse con los demás (M. M.).
(Por Marta Moreiras, publicado en elpais.com)
Fuente: http://www.radiopolar.com/noticia_121272.html
Imagen: http://www.radiopolar.com/images/noticias/20160706142815.jpg