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La educación pública en la pandemia o el valor de lo esencial

«Yo no he visto institución tan funcional en la vida como la de la escuela. En antropología se define «Función» como la contribución que hace una institución para el mantenimiento de toda la estructura social. La escuela, esa contribución la hace a la perfección.» (Juan Izuzquiza: Borregos que ladran)

Llega a su fin un extraordinario curso académico, es decir, un curso ajeno a lo ordinario o fuera de lo normal. Sin duda esa fue una de las primeras señales en marzo del año pasado de que algo verdaderamente grave estaba pasando. Cuando por aquel entonces se hizo incontestable que nos estábamos enfrentando a una pandemia ante la evidencia de la incontrolada propagación del SARS-CoV-2, uno de los acontecimientos de entre los muchos que se fueron precipitando y que nos hicieron afrontar ineludiblemente la cruda realidad fue el cierre de los centros educativos. Su funcionamiento es uno de esos elementos de nuestra cotidianeidad que son esenciales para otorgarnos esa sensación de normalidad que se nos olvida de tan naturalmente instalados que nos encontramos en ella, pero que es imprescindible para poder disfrutar de una existencia civilizada, es decir, una existencia en la que se dan las condiciones necesarias para que cada cual pueda plantearse la realización de un proyecto de vida propio con cierto nivel mínimo de confianza o, lo que es lo mismo, conviviendo con un grado de incertidumbre psíquicamente tolerable (no ansiogénico).

Un detalle que sintetiza lo dicho es que a la vuelta de las vacaciones de verano cada año, cuando en los medios de comunicación se habla de «la vuelta al cole» se la presenta como el reinicio irreversible de «la normalidad», o sea, del fin de esa etapa veraniega en la que parece que tácitamente hemos consensuado darnos una tregua, suspender –al menos aparentemente– el frenético flujo de actividades con las que tenemos ocupado nuestro tiempo diario según dicta esta omnímoda cultura del rendimiento.

Ciertamente era importante volver a la escuela en este curso que apura sus últimos días en el momento que escribo estas líneas. Se dijo el año pasado antes de su inicio que era fundamental, porque no era lo mismo la enseñanza telemática que la presencial. Que impedía que la institución cumpliera con una de sus funciones esenciales en nuestro Estado, el cual no sólo se define constitucionalmente como democrático y de derecho, sino también como social, lo que quiere decir que ha de procurar el cuidado de las condiciones mínimas que permitan el bienestar de sus ciudadanos. Entre esos mínimos se encuentra sin discusión la procura de una educación para todos ellos sin excepción.

No hay derechos sin obligaciones. Si se reconoce el derecho a la educación se está asumiendo una obligación por parte del Gobierno de garantizarla. Como se había constatado que la enseñanza por medios digitales y a distancia durante el confinamiento no cumplía satisfactoriamente con dicha obligación (la así llamada brecha digital acentuaba las injustas desigualdades sociales) era imperativo que los alumnos volvieran a los centros educativos. Lo que –no lo olvidemos– en plena pandemia suponía asumir un importante riesgo.

El verano pasado fue de mucha preocupación para el colectivo de los docentes. Los trabajadores de la sanidad eran los que entonces ya llevaban un largo tiempo en primera línea en la lucha contra la propagación de la COVID-19. Y estaban pagando un alto precio por ello. Todos lo reconocíamos, aunque sin duda no suficientemente. A partir del inicio del curso, tras ese verano, éramos los maestros y profesores los que con un riesgo significativo nos incorporábamos al colectivo de «los esenciales». La vuelta de los jóvenes a las aulas suponía la convivencia durante jornadas de unas seis horas al día de grupos de personas de número considerable en espacios cerrados. Con niños y adolescentes, por muy enmascarados que acudiesen al aula, no cabía seguridad de que su comportamiento se fuese a ajustar responsablemente a las exigencias de prevención que imponía la situación de pandemia.

Mientras que los funcionarios de casi todas las administraciones teletrabajaban y/o se bunkerizaban en sus despachos y oficinas con el fin de protegerse de los posibles contagios, incluso colocando a la puerta de los distintos edificios administrativos guardias jurado que impedían la entrada a todo usuario que no hubiese logrado con mucho trabajo una cita, nosotros, los integrantes del personal docente, teníamos que hacer lo de siempre: encerrarnos en nuestras aulas hora tras hora con clases, en muchos casos, de en torno a treinta alumnos.

Es verdad que se nos dieron unas instrucciones; aquí, en Andalucía, muy poco tiempo antes del comienzo de la actividad lectiva. De los equipos directivos que se encontraban al frente de los centros tuvieron que salir improvisados técnicos de prevención de riesgos para implementar las medidas que debían servir para disminuir la aparición de brotes de contagio. Eso supuso un trabajo monumental con el que se dejó totalmente solo al personal docente a cargo. De él saldría un responsable coordinador Covid, que ha sobrellevado una responsabilidad abrumadora pues ha estado al frente de la supervisión del dispositivo de prevención y control de contagios. Se nos endosó a los claustros de profesores la difícil decisión de cómo organizar la enseñanza para lograr que, sin renunciar a la presencia mayoritaria de los alumnos, no se pusiera en riesgo su salud y la de sus familiares. Nosotros, los docentes, teníamos que afrontar a diario una situación objetivamente de peligro, y solo iba a depender de nosotros, de nuestra precaución y suerte que no nos contagiásemos.

El curso dio comienzo –como es bien sabido– en septiembre: con mascarillas, con ventanas abiertas de par en par, con más limpieza. Dar una clase con mascarilla no es fácil cuando tratas de explicar contenidos académicos a nutridos grupos de chavales cuya atención has de captar, sobre todo cuando hace calor y notas que el sudor resbala por tu boca tras la dichosa tela. Entrar en un aula gélida las mañanas de invierno porque no se pueden cerrar puertas y ventanas para así evitar el efecto mórbido de los aerosoles exige mucho sentido del deber. Llevar adelante la enseñanza presencial cuando tienes que mantener la virtual duplica el trabajo, amén de convertirse en una tarea plagada de obstáculos cuando cuentas con una infraestructura informática obsoleta que no para de dar problemas y que requiere de un mantenimiento del que se encarga un profesor o profesora que, además, tiene que dedicarse a sus clases. Al mismo tiempo hemos sido vigilantes sanitarios de vanguardia tratando de detectar síntomas de contagio, en perpetuo contacto con los enlaces del servicio de salud, corrigiendo continuamente a los jóvenes que podían incurrir en un comportamiento que facilitara la transmisión del virus. En fin, ha sido duro, pero lo hemos hecho funcionar.

Hemos hecho funcionar la escuela, y al hacerla funcionar volvió la normalidad, esa normalidad tan necesaria para que esa esfera de nuestra existencia que parece haberse convertido en la dominante sobre todas la demás, a saber, la economía, echara a andar camino a la senda de recuperación que demanda el actual modelo capitalista en vigencia, y que exige el continuo crecimiento, porque la alternativa implica la ruina para muchos.

Creo que pocas inversiones tienen un efecto multiplicador tan alto en beneficios sociales como la educación. La inversión en educación –que no gasto– es el mejor factor favorecedor de la paz social. En las sociedades multiculturales como la nuestra es más preciso que nunca un espacio en el que se encuentren los integrantes de las nuevas generaciones donde se practique la convivencia de las diferencias culturales y de identidad procurando la corrección de las actitudes que puedan dar lugar a conflicto. La escuela es ese espacio, el único diría yo, en el que los jóvenes aprendices de ciudadanos no tienen más remedio que compartir su tiempo cada día con otros con los que sería difícil que pudiesen coincidir en otros lugares. Este ha sido un cambio notable del que yo he sido testigo en las últimas décadas: el paso de una sociedad como la española, relativamente homogénea desde el punto de vista de la identidad cultural, a una sociedad multicultural (la población extranjera pasó del 2% en 1990, por ejemplo, a casi un 13% en 2019) que puede correr el peligro en la actualidad de acabar fragmentándose y polarizándose más y más por el efecto de la tecnología digital que potencia las burbujas de filtro y las cámaras de eco, lo que facilita al mismo tiempo que prospere la ideología del rechazo al distinto.

Las aulas son hoy por hoy un lugar fundamental en el que aprender la práctica de la convivencia democrática. Todos los centros educativos de la red pública conforman una república del acogimiento cívico, formalmente exenta de factores que incidan en el agravamiento de las diferencias sociales, económicas, étnicas, culturales (la religión incluida), y de los que no hay garantías que estén libres los colegios propiedad de instituciones privadas como la Iglesia Católica o empresas que hacen de un derecho constitucional básico su negocio.

La escuela pública es el albergue social que a todos acoge dedicado a dar forma al complejo proceso de humanización, porque no hay humanidad en el individuo sin su integración social. A nuestros hijos les da la oportunidad de vivir la experiencia social extramuros de sus familias, porque cada particular familia no es la sociedad. Los expone en una primera ágora, imprescindible sobre todo en comunidades multiculturales como las nuestras. En sus aulas tienen que relacionarse con sus pares diversos con los que tendrán la oportunidad de comunicarse, intercambiarse ideas y creencias, contrastarlas y discutirlas. En este sentido nunca se subrayará suficientemente la importancia del componente laicista en una escuela pública verdaderamente democrática, que garantice el efectivo cumplimiento del derecho de libertad de conciencia.

En el muro exterior de un instituto en el que di clase durante bastantes años se podía leer una pintada que perduró curso tras curso. Rezaba así: «sistema de enseñanza, enseñanza del sistema». Es la condición paradójica de la educación institucionalizada de las sociedades democráticas. Por un lado es una pieza primordial sin la cual sería imposible el mantenimiento del sistema, pues transmite valores y conocimientos asentados como válidos de una generación a la siguiente; por otro lado, se supone que tiene que dotar a las ciudadanas y ciudadanos en formación de ese componente imprescindible para mantener la salud de tales sociedades y que no es otro que el libre pensamiento, la capacidad de contemplar con ojos críticos lo dado, lo recibido en herencia de las sucesivas generaciones a través de la tradición cultural; y aprender a procesar de manera razonable el conflicto, ineludible en sociedades como la nuestra donde se asume la diversidad y la discrepancia ideológica como hechos naturales.

¿Sería practicable nuestro estilo de vida sin los colegios e institutos? En una sociedad del rendimiento que sacraliza el trabajo, para el que parece que es éticamente justificable que no se conciba límite en cuanto al tiempo que se le dedica, la institución educativa contribuye a eso que se llama la conciliación entre la vida familiar y la laboral, que a mi modo de ver, en un modelo de sociedad como el nuestro actual, tiene más de disputa que de conciliación. Podría decirse que criar hijos en estos tiempos tiene mucho de heroicidad. No es de extrañar, pues, que los índices de natalidad en nuestro país, y en Europa en general, estén por los suelos.

No es capítulo menor en el asunto del modelo educativo la cuestión sobre el grado de autoridad y confianza que le otorgamos al maestro. Creo que pocos servidores públicos están tan sujetos a una continua inspección como lo está el docente. Sospechoso de adoctrinar para unos, de indolencia profesional para otros, obligado a dar cuenta permanentemente de las decisiones que toma ante sus alumnos, los padres de estos y la propia administración educativa, el salario emocional que se recibe en el desempeño de este oficio (del económico, mejor no hablar) es ciertamente escaso. No es de extrañar, pues, que entre los trabajos con mayores niveles del síndrome llamado burn out (o desgaste emocional por el desempeño de la profesión) se encuentre el docente.

Con el paso del tiempo y la evolución de la sociedad –sobre todo en lo referente a la situación de la mujer y la complejidad de los modelos de familia– el papel del maestro de educación primaria y del profesor de secundaria se ha ido cargando de responsabilidades que van más allá de su tarea de enseñanza de unos determinados conocimientos académicos. A menudo conducen a que el docente se vea implicado en aspectos emocionales y familiares muy delicados que afectan al alumnado. Es indiscutible que lo puramente académico ha ido perdiendo peso comparado con todo lo que tiene que ver con el bienestar físico y afectivo de los jóvenes. Ahora bien –quede esto claro–, no puede la institución educativa pública asumir como misión la corrección del creciente repertorio de taras sociales de origen extraescolar, máxime cuando colegios e institutos son territorios asediados por las presiones ideológicas de toda laya. Tanto poder no tienen. Lo tienen mucho más el inabarcable universo de las pantallas.

Es verdad que el sistema educativo es demasiado rígido y está sujeto a servidumbres políticas y sociales que le impiden desarrollar todo el potencial que podría si se confiase más en el trabajo docente. Tendría que aligerarse de burocracia y admitir un mayor margen de creatividad, al menos durante las etapas educativas en las que no entra en juego el factor de la competitividad, el cual exige el sometimiento a la evaluación de estándares cuantificables mediante los cuales clasificar a los jóvenes según las carreras académicas y profesionales que podrían cursar. Seguramente este aspecto escapa a las posibilidades de decisión de lo que quiere ser la escuela, pues tiene que ver más con lo que quiere ser la sociedad en la que la institución educativa se halla inserta. Es en ésta donde cabe detectar los talentos de los jóvenes, por lo que debe contar con las condiciones necesarias para que los profesores puedan hacerlo, que estos sepan reconocerlos y que tengan a su disposición los medios necesarios para cultivarlos y sacarles partido. Es esencial para un país que quiera estar vivo y con posibilidades de prosperar.

La educación pública en la pandemia o el valor de lo esencial

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Recrudece el trabajo infantil. La pandemia jaquea al empleo

Por: Sergio Ferrari

Las tibias señales de recuperación laboral de fines del año pasado en el continente chocan contra los impactos de las nuevas olas. Las proyecciones son inciertas y el futuro dependerá de cómo siga afectando la pandemia. Sin embargo, ya hay que programar la postpandemia.

La región deberá implementar políticas que estimulen la generación de empleos, particularmente entre los sectores más vulnerables: la juventud y las mujeres. Este es uno de los argumentos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) quienes publicaron en junio su Coyuntura Laboral en América Latina y el Caribe(https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/46955/1/S2100277_es.pdf ), donde analizan los efectos críticos del COVID-19 en el continente.

Según las dos organizaciones onusianas, la crisis económica del año pasado, la más significativa del último siglo, se expresó en una caída del Producto Interno Bruto de -7.1%, y en una tasa de desempleo media continental superior al 10%. La que tuvo una particular incidencia en los sectores hotelero (19.2%), de la construcción (11.7%), del comercio (10.8%) y del transporte (9.2%). Los cuatro, en conjunto, concentran cerca del 40% del empleo regional total. A la industria la afectó en un       8.6%, en tanto en la agricultura un 2.4%.

Los cálculos de los organismos internacionales señalan que, debido a la crisis sanitaria, el año pasado, se perdieron en el continente más de 26 millones de puestos de trabajo. La Organización Internacional del Trabajo reveló que la tasa de ocupación promedio de la región se redujo del 57.4% al 51.7% entre 2019 y 2020. Otro estudio señala que una de cada seis personas de entre 18 y 29 años ha perdido su empleo en la región desde que se desató la pandemia.

De cara al futuro cercano, la CEPAL y la OIT sugieren la implementación de estrategias que permitan sentar las bases para un retorno, con mejores condiciones laborales, para todos los trabajadores. Entre ellas: apuntalar la recuperación del empleo en las categorías y sectores altamente afectados; mejorar aspectos institucionales referidos a la salud y seguridad en el trabajo; la formalización de la situación de los trabajadores; la promoción de la inclusión laboral de las mujeres, así como la regulación adecuada de nuevas modalidades de trabajo.

En su diagnóstico del mundo del trabajo dado a conocer el tercer lunes de junio, las dos organizaciones sostienen que los impactos más negativos se observaron en el segundo trimestre del año pasado, cuando se implementaron las medidas de confinamiento para intentar contener el pico pandémico. Lo que implicó la caída de la actividad económica, del empleo y de las horas trabajadas.

Especial incidencia negativa se registró en el sector informal y en los países en los cuales dicho sector es predominante. Un número significativo de trabajadoras y trabajadores no pudo continuar con sus labores, lo que les impidió generar ingresos para sus hogares y actuar de forma contra cíclica, a diferencia de lo sucedido con el sector informal en crisis anteriores. El cierre temporal de los servicios de cuidado y de las escuelas repercutió, además, en una sobrecarga del trabajo en los hogares. Fueron entonces las mujeres las que soportaron el peso principal de esta tendencia dado el rol decisivo que juegan en los quehaceres hogareños y en la gestión de la vida familiar.

Drama en la tragedia: la niñez trabajadora

Un efecto significativo colateral de la crisis pandémica regional fue el retroceso en los esfuerzos que América Latina y el Caribe venían realizando con la perspectiva de reducir o eliminar el trabajo infantil hasta el 2025. Entre 2016 y 2020 cerca de 2.300.000 infantes habían podido dejar de trabajar.

A partir del COVID-19, el prolongado cierre de escuelas y el aumento de la pobreza entre las familias más vulnerables arrastraron a más niñas y niños de la región a buscar formas de subsistencia. Según un nuevo estudio de la OIT y UNICEF (Fondo de las Naciones Unidas para la infancia) que fue divulgado en la segunda semana de junio, más de 8 millones de niñas y niños de entre 5 y 17 años se ven obligada-os, actualmente, a trabajar en el continente. Se trata mayoritariamente de adolescentes varones, aunque un 33% corresponde a niñas. (https://data.unicef.org/resources/child-labour-2020-global-estimates-trends-and-the-road-forward/ ).

El número de niños y niñas en hogares con pocos ingresos aumentó como consecuencia de la pérdida del empleo o la reducción salarial de muchas familias, que deben ahora recurrir al trabajo infantil como aporte complementario a la sobrevivencia.

El trabajo infantil está presente tanto en las zonas rurales como en las urbanas, y casi la mitad (el 48.7%) se practica en el sector agrícola. Más del 50% de la niñez trabajadora realiza tareas peligrosas, es decir, con riesgos o consecuencias negativas para su salud, educación o bienestar.

Ante esta compleja realidad continental, la Organización Internacional del Trabajo y UNICEF recomiendan que se aumente el gasto en servicios públicos como la protección social; el acceso universal a una educación gratuita y de buena calidad y que se reabran las escuelas, pero de forma segura. También proponen el trabajo decente para la-os jóvenes en edad legal de trabajar; que se vuelva a prestar atención al trabajo infantil en la agricultura; que se promulguen leyes que protejan mejor a la niñez que promuevan sistemas integrales de protección de la infancia allí donde no existan.

Opciones de futuro

Coyuntura Laboral en América Latina y el Caribe analiza el impacto negativo de la pandemia –mayor que en todas las crisis anteriores– en los mercados laborales de América Latina y el Caribe. Y enumera sus expresiones más constantes: la destrucción y precarización del empleo; el aumento de la desocupación; la abrupta disminución de la participación laboral y los efectos en el empleo y en la participación de las mujeres, entre otros. Y sugiere anticipar los desafíos de corto y mediano plazo para una transición paulatina hacia la postpandemia.

Ésta dependerá tanto de la efectividad y la masificación de las medidas de control de la crisis sanitaria — en particular la vacunación–, como de la robustez de la recuperación de la actividad económica en un contexto de gran fragilidad.

Dada la profundidad del impacto de la crisis en 2020 y de las segundas y terceras olas que confrontan varios países, es muy probable que desde 2021 la región conviva con tasas de desocupación más altas respecto a los años precedentes.

Es posible, enfatizan la OIT y la CEPAL, que los empleos formales que se generen en el futuro, no recuperen en el corto plazo los niveles previos a la crisis sanitaria. Debido a los problemas que están experimentando muchas empresas, particularmente las micro, pequeñas y medianas, para sostener y recuperar su actividad.

En consecuencia, ciertos mecanismos como los seguros de desempleo, junto con las políticas de capacitación e intermediación laboral, son y serán muy importantes tanto para sostener los ingresos de los desocupados como para facilitar su retorno al mercado laboral.

Como opciones de salida de la crisis recomiendan la promoción de la inversión pública y privada con alta intensidad de mano de obra, especialmente en los sectores más afectados en cada país, “de manera que la reactivación del tejido productivo en esos sectores acelere la demanda del empleo a nivel sectorial”.

El sector informal, por otra parte, deberá estar también en el centro de la preocupación oficial. Será importante sostener políticas de ingreso para los trabajadores informales y sus familias durante las siguientes olas de la pandemia y en la postpandemia, enfatiza el estudio. Subraya también la atención particular, en esta etapa, a las opciones del trabajo femenino, particularmente afectado durante la crisis. “Para facilitar la reincorporación de las mujeres al mercado laboral — además de promover la recuperación del empleo–, se deberán priorizar las medidas que fortalezcan las políticas e instituciones de los sistemas de cuidado, tanto en términos de educación como de salud.

Coyuntura Laboral en América Latina y el Caribe subraya una realidad “novedosa” que explotó con fuerza en los últimos meses: los trabajadores intermediados por plataformas digitales. Constituyeron una fuente de empleo muy importante debido a la necesidad de reducir los contactos personales y de mantener el reparto de bienes esenciales. Sin embargo, la realidad muestra que existe una alta precarización de esta modalidad de trabajo caracterizada por la inestabilidad, largas jornadas, ausencia de protección socio-laboral y la falta de opciones de diálogo y representación. De ahí, la necesidad de bregar por condiciones realmente decentes en esta nueva modalidad laboral, insisten la OIT y la CEPAL.

Aunque no lo señalen explícitamente estos organismos, el futuro laboral-social en el continente – y a nivel mundial— va a generalizar el debate sobre quién pagará realmente los costos de la crisis. Una pugna esencial de sociedad, que, si bien ya se visualiza, sigue parcialmente velada por las restricciones pandémicas que limitan la movilización social. Todo anticipa que la recuperación del empleo y la vigencia de condiciones laborales decentes no solo dependerán de la buena voluntad de los gobiernos sino también de la presión social en las calles.

La pandemia jaquea al empleo

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Argentina: Reabrieron las escuelas, ¿pero volvió la educación?

Por: Luciano Román/LA NACION

¿Alcanza con reabrir las escuelas? Después de haber “militado” el cierre de las aulas durante más de un año, el Gobierno parece haber advertido que la situación ya resultaba insostenible. ¿Pero ha vuelto la educación? ¿O solo se ha improvisado un regreso limitado, desordenado y desganado a una apariencia de normalidad escolar? No son preguntas arbitrarias: desde que se anunció la vuelta a la presencialidad, casi ningún colegio ha regularizado una rutina continua. La jornada escolar es acotada, los alumnos van algunos días y otros no, la asistencia docente está muy condicionada y los edificios muestran las secuelas de haber estado mucho tiempo sin recibir ni siquiera un mantenimiento mínimo. Basta asomarse a la realidad cotidiana de cualquier colegio bonaerense para ver lo lejos que está el ciclo escolar de parecerse a la normalidad.

La decisión de haber mantenido las escuelas cerradas durante más de un año estuvo siempre floja de argumentos y de justificaciones. Provocó un daño que aún es difícil dimensionar, pero que muchos expertos definen como una verdadera tragedia generacional. Acentuó desigualdades, multiplicó la deserción, desarticuló las rutinas familiares y dejó a millones de chicos y adolescentes sin el amparo del colegio. Sin embargo, algún equívoco profundo y misterioso parece haber hecho que los gobiernos (nacional y provinciales), así como los gremios docentes, se sintieran cómodos con semejante despropósito. Quizá haya que desentrañar esa confusión para entender el desgano y la falta de convicción que parecen acompañar esta tardía apertura de las escuelas. ¿Por qué no se autorizan las jornadas completas en aquellos colegios que pueden garantizarlas? ¿Qué fundamento existe para que los protocolos sanitarios se puedan cumplir durante un turno limitado y no durante un turno completo? ¿Por qué no pueden ampliarse las “burbujas” en los colegios con matrículas más reducidas e instalaciones más amplias? “Volvamos, pero no mucho”, parece decir el Gobierno. Los gremios no celebran la vuelta al aula; la lamentan. Ni hablar de agregar días de clases, ampliar horarios y reducir recesos para compensar lo que se ha perdido. Propuestas de ese tipo suenan a herejías en un sistema educativo que siempre encuentra excusas para justificar la pérdida de días de clases.

El ministro de Educación de la Nación dijo la semana pasada, con pasmosa liviandad: “En aquellas escuelas donde haga frío se deben suspender las clases”. Podría haber dicho que el Estado iba a poner estufas, pero optó por el atajo más fácil. Es un criterio revelador: el Gobierno encubre su propia ineficiencia con el relato de que “cuidamos la salud de los chicos”. ¿Suspender más clases es cuidar la salud y el futuro de los chicos? ¿Cerrar escuelas es una forma de abrigar a los jóvenes? Para el relato de la indolencia demagógica, la respuesta es “sí”.

El problema es mucho más profundo que la falta de estufas, las jornadas reducidas y la asistencia alternada. Detrás de esta “escuela a media máquina” hay un profundo debilitamiento de la educación. Los alumnos son evaluados cada vez menos, la exigencia ha bajado al mismo ritmo que la actividad escolar, la interacción con los docentes se ha reducido. Los boletines de calificaciones son una mera formalidad llena de siglas incomprensibles. La escuela (como estructura y como institución) se ha desorganizado. La relación de los padres con el colegio ha quedado más fragmentada y desarticulada. Se ha resentido más el concepto de “comunidad educativa” y, en muchos casos, se han acentuado las desconfianzas, porque los padres (sobre todo en los sectores más vulnerables) sienten que la escuela los abandonó.

Esa escuela que estuvo más de un año cerrada ya era una institución en crisis: arrastraba problemas muy graves, tanto de calidad como de valores y de organización. La autoridad docente estaba cuestionada, la formación dejaba mucho que desear y los niveles de deserción eran muy altos. El trauma de este año y medio profundiza, entonces, un deterioro educativo que lleva décadas en la Argentina. ¿Se ha abandonado toda intención de recuperar la escuela pública? ¿Nos conformaremos con una escolaridad limitada y de baja intensidad? ¿El Gobierno le soltó la mano a “la escuela” para abrazarse al sindicalismo docente?

Mientras el ministro llama ahora a suspender las clases por el frío, en los últimos tres años Chubut tuvo solo sesenta días de clases. Se estima que 50.000 adolescentes de esa provincia, sobre un total de 170.000, han perdido el vínculo con la escuela en ese lapso. En Neuquén, un trabajo realizado por la ONG Barriletes en Bandada ha detectado que “hay chicos de tercer grado que todavía no saben leer” y que “recién están empezando a reconocer las letras”. Son apenas algunos de los datos recogidos por la historiadora María Victoria Baratta en su libro No esenciales. La infancia sacrificada.

Lo que se ve, en un contexto tan dramático y complejo como el que plantea la pandemia, es una escuela en retirada, a la que parece darle lo mismo estar abierta que cerrada, a la que un día de clases parece significarle poco y nada. Para el Gobierno, el reclamo por la reapertura de las escuelas ha sido casi un capricho de “padres opositores”, cuando no “negacionistas”. Después de mirar encuestas, ha concedido el regreso de la presencialidad en la provincia de Buenos Aires. Pero no parece preocupado por el hecho de que las escuelas sigan cerradas en Santa Cruz, en La Pampa, en Catamarca o en La Rioja.

Los datos, acá y en el mundo entero, son concluyentes: la actividad escolar produce muy bajo riesgo en materia de contagios. Y el costo de cerrar las aulas es, para chicos y adolescentes, enormemente más alto que el que supone la pandemia para esos grupos etarios. Si con protocolos adecuados han podido funcionar las industrias, el comercio y los servicios, ¿por qué no pudieron funcionar las escuelas? Los funcionarios responden con balbuceos; los gremios, con dogmatismo.

En el marco de esa indiferencia se debe interpretar la decisión oficial de suspender las pruebas Aprender. No se trata de una mera postergación, sino de una declaración de principios: de la misma manera que el Gobierno se ha sentido cómodo con las escuelas cerradas, se siente notoriamente incómodo con cualquier cosa que represente evaluación, exigencia, método, continuidad. Ni siquiera parece interesado en saber dónde estamos parados.

En lugar de multiplicar esfuerzos, la agudización de la crisis educativa alimenta un círculo vicioso: cada vez nos conformamos con menos y nivelamos más hacia abajo. Un sistema con dramáticos niveles de deserción tiende a conformarse con que los chicos vayan al colegio, aunque vayan de vez en cuando, aunque no estudien, aunque no aprendan.

¿Hay educación sin exámenes? ¿Se puede enseñar sin evaluar? Sin calificaciones y sin medición de rendimientos, la escuela se convierte en una ficción. Y en ese juego de ficciones, unos hacen que enseñan y otros hacen que aprenden, sin importar, en el fondo, que de verdad sucedan una u otra cosa. Tal vez haya que indagar en esta ideología de la ficción para entender lo que está pasando con la educación en la Argentina.

Por supuesto, no hay una salida rápida para una crisis de semejante envergadura. Pero tal vez se deba empezar por restablecer acuerdos básicos: la escuela debe estar abierta; no es lo mismo un día de clases que un día sin clases; no es lo mismo estudiar y esforzarse que no hacerlo. Para eso hay que macar un rumbo, dar señales claras y sostener una línea de coherencia. Pero primero hay que creer en la educación.

https://www.lanacion.com.ar/opinion/reabrieron-las-escuelas-pero-volvio-la-educacion-nid06072021/
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¿La pandemia de hoy o el capitalismo de siempre?

Por: Laura Álvarez Huwiler 

Nuevo libro: «Geografías del conflicto». Compilado por Daiana Melón y Mariana Relli Ugartamendía, aborda desde la pandemia al modelo agropecuario, de los humedales a la crisis habitacional, la crisis civilizatoria y las construcciones de alternativas populares. Material de libre descarga, compartimos uno de los quince capítulos.

“En esta confluencia de crisis sociales y ecológicas, ya no podemos permitirnos ser poco imaginativos; no podemos permitirnos soslayar el pensamiento utópico. Estas crisis son demasiado serias y las posibilidades demasiado avasallantes como para ser resueltas con las formas tradicionales de pensamiento, que son justamente las productoras de estas crisis”, escribía Murray Bookchin en 1972, sin haber vivido la actual crisis sanitaria desatada por el virus Covid-19. Quizás no imaginó específicamente esta pandemia, pero sí previó, como otras y otros ecologistas, las brutales consecuencias de un accionar cada vez más avasallante y destructor que como sociedad estamos teniendo sobre la naturaleza.

El 2020 ha sido, hasta ahora, aunque con diferencias dependiendo el lugar, un año trágico para la humanidad entera: colapsos de los sistemas de salud, muertes, encierro y la consecuente pérdida de socialización para personas adultas y jóvenes, una crisis económica mundial sólo comparable con la crisis del treinta, con sus correlatos de mayor desigualdad, desocupación y pobreza, por mencionar sólo algunas de las consecuencias más inmediatas de esta pandemia.

Según la propia Vicesecretaria General de las Naciones Unidas, Amina J. Mohammed, “entre 70 y 100 millones de personas podrían verse empujadas a la pobreza extrema; 265 millones de personas más podrían enfrentar una grave escasez de alimentos a fines de este año, y se estima que se han perdido 400 millones de puestos de trabajo, por supuesto, afectando de manera desproporcionada a las mujeres” [1].

A pesar de los diferentes análisis que pueden encontrarse sobre el origen y desarrollo de la pandemia del coronavirus, gran parte de los científicos y las científicas, incluso los de la “ciencia hegemónica”, coinciden en que es innegable la relación causal entre esta pandemia y los problemas causados por la destrucción de la biodiversidad [2]. Y esta destrucción de la biodiversidad existe gracias a una forma particular que cobra la escisión entre la sociedad y la naturaleza en el sistema capitalista. La sociedad capitalista no solo reproduce una objetivación de la naturaleza previa a este sistema, sino que además la mercantiliza, es decir, la convierte en recurso económico, elegantemente denominado como “recurso natural”.

Hoy más que nunca, debido a las visibles consecuencias de la actual pandemia, debemos cuestionar esta conversión de la naturaleza en recurso económico, como lo viene haciendo el movimiento socioambiental en las luchas en defensa de los bienes comunes. Pero esta mercantilización de la naturaleza, sin embargo, no es un hecho aislado, sino que es parte de la maquinaria irracional de producir, vender y consumir que en este sistema tiene como fin principal la generación de la rentabilidad capitalista.

Como parte de esta maquinaria irracional, por un lado, los gobiernos, los grandes laboratorios y las universidades vienen persiguiendo, desesperadamente, la vacuna contra esta enfermedad. Aunque, “si este tipo de pandemias echa raíces en las tramas de la producción capitalista, ¿cómo puede una vacuna ser la solución que todos esperamos?”, se pregunta Rob Wallace, investigador en la Universidad de Minnesotta [3].

Por otro lado, en simultáneo, los gobiernos buscan una solución inmediata que revierta la crisis económica que estamos atravesando, como la desesperada búsqueda de inversiones por las cuales los Estados capitalistas compiten, promocionando actividades rentables para las grandes empresas del mundo. Entre estas actividades se encuentran las causantes de un cambio ambiental global, es decir, las responsables de estas pandemias. Y, además, son causantes del cambio climático que ya está generando tantos o más desastres que el propio coronavirus, con sequías, deforestación e inundaciones, por mencionar sólo algunos de sus efectos.

Por lo tanto, cualquier salida que busquemos para terminar con las pandemias, deberá generar cambios profundos en la forma de producción, y, a su vez, debemos discutir quién decide qué y para qué producimos como sociedad. Tendremos que cuestionar si lo define la rentabilidad capitalista o las necesidades de las poblaciones. Pero, además, deberemos reflexionar sobre cuáles son las necesidades de la población, porque en el capitalismo no solo las cosas se fetichizan, sino también nuestras necesidades. Éstas, digamos, adquieren vida propia. Así, por ejemplo, se naturaliza la necesidad de producir por producir y consumir por consumir, transformando a “crecer o morir” o a “comprar o morir” en máximas de la sociedad actual, tal como decía Bookchin (1972).

Para terminar con este mundo de pandemias, entonces, no basta pensar cómo haremos para abastecer todas nuestras necesidades, sino que también debemos cuestionarnos acerca de nuestras propias necesidades.

Sin embargo, sólo podrán impulsar un cuestionamiento de este tipo sujetos libres para elegir sus necesidades, no para elegir ofertas en tiendas de supermercado; sujetos libres para modificar una forma de producción generadora de pandemias y, antes que nada, para modificar la finalidad de esa producción.

Pero lejos de una búsqueda de soluciones profundas, se nos presentan cotidianamente propuestas de salidas falsas a este problema, sean mágicas o simplemente superficiales, como lo son las que impulsan bonos verdes, energías limpias, explotación de la naturaleza en manos de empresas estatales, entre otras.

Una solución profunda no puede reducirse a una discusión de quiénes y cuánto tienen que pagar por destruir la naturaleza, desforestar, verter líquidos contaminantes o agrotóxicos en ríos. Es decir, esta solución no puede limitarse a impulsar políticas que busquen que los precios incorporen el costo de las “externalidades”.

En otras palabras, no se trata de plantear impuestos, propuesta histórica neoliberal, aunque ahora se vista con camisas progresistas. Su ya vieja y conocida proclama de “el que contamina paga” significa determinar un precio para la destrucción de la naturaleza y de nuestros cuerpos. De todos modos, incluso introduciéndonos en la lógica de los profetas de los impuestos verdes y sus amigos desarrollistas, surge el interrogante de cómo calcularían, a la luz de la situación actual, es decir, de una crisis económica y social sin precedentes, los “costos” en cuestión.

Tampoco puede restringirse la solución a una propuesta de “energías más limpias” llevadas adelante por una sociedad irracional, que las transformará en nuevos mercados para el capital. Las propuestas mágicas de un “capitalismo verde” no pueden ser la consigna de quienes busquen una solución real a este mundo de pandemias. Porque aquella irracionalidad, así como la objetivación de la naturaleza y del trabajo humano en tanto recursos para la rentabilidad, son inseparables de la esencia del sistema capitalista en el que vivimos.

Mucho menos puede reducirse a una discusión sobre si la explotación y destrucción de la naturaleza debería hacerse de forma privada –sea ésta con capitales nacionales o extranjeros–, estatal o mixta. Es decir, no importa quién destruye la biodiversidad, sino la destrucción misma. Así como no importa si quien explota a las trabajadoras es un capitalista bueno o malo, si nació en la Patagonia o en Alemania. La destrucción de la naturaleza y la explotación del trabajo humano no saben de banderas.

Por último, sobre todo no encontraremos la solución cuestionando el mal -o sub-desarrollo- que padecemos, ilusionándonos con un mejor o mayor desarrollo. Una ecología crítica no puede someterse a la promoción de un desarrollo sin más, sino que debe desnaturalizar la necesidad de ser una sociedad más y más productiva, es decir, desfetichizar la necesidad de producir de forma eficiente como objetivo en sí mismo, porque la “productividad” así como las “necesidades humanas” no pueden desprenderse del contexto social en el que surgen.

La productividad -o eficiencia- en el capitalismo se nos impone como imperativo, como meta para alcanzar un desarrollo que la sociedad ya no se cuestiona. Y la productividad en el sistema actual implica, en un país como Argentina, la necesidad de producir más commodities para exportar o para atraer inversiones extranjeras. Y, entonces, por ejemplo, para que la minería tenga una producción eficiente, sea más productiva y, por lo tanto, genere más divisas, tendrá que dinamitar montañas y utilizar grandes cantidades de agua y energía, contaminar ríos, es decir, generar “externalidades”, o sea, destruir la naturaleza [4].

Tampoco la agroindustria podría ser más productiva en este mundo dominado por la competencia y la rentabilidad capitalista dejando de utilizar agrotóxicos que generan, entre otras consecuencias, contaminación en los suelos y en los cuerpos de las personas, es decir, otras “externalidades” [5]. Por lo tanto, la búsqueda de una mayor productividad en este mundo gobernado por la rentabilidad capitalista, solo puede traducirse en más despojo y destrucción de la naturaleza. Pero no necesariamente porque todos los empresarios o los gobiernos estén ansiosos por contaminarnos, sino porque esta es la manera de hacerlo en un mundo irracional gobernado por la rentabilidad.

Por lo tanto, en lugar de ilusionarnos con regresar a esa “normalidad” que causó esta pandemia mundial, deberíamos detenernos a observar que cuando la máquina de producir, comprar y consumir se frenó como resultado de la cuarentena, se produjo una caída sin precedentes de la emisión de dióxido de carbono (CO2), una de las principales causantes del cambio climático. Por un momento, la naturaleza respiró, vimos más pájaros y más estrellas. Pero solo por un momento. Porque nuestros gobiernos no están frenando la maquinaria para pensar si podemos como humanidad producir de otra manera, para repensar nuestras necesidades reales y para que pensemos en cómo usar esa capacidad de enfrentar, dominar y destruir a la naturaleza, en reconstruir creativamente una nueva forma de reconciliarnos con ella.

Pero no hay tiempo para estas reflexiones, porque tenemos que pagar la deuda, salir de la crisis, buscar inversores, exportar, destruir montañas, contaminar aguas, incendiar bosques, destruir humedales para producir soja, impulsar proyectos de criaderos industriales de cerdos a gran escala, aunque puedan generar nuevas zoonosis y más. Eso nos dicen los gobiernos y eso es lo que están haciendo para buscar una “reactivación económica”. Es decir, volver a una, y quizás más fuerte, “normalidad” a la cual, como decía una pared de Hong Kong, no podemos retornar porque la normalidad era precisamente el problema.

Pero mientras empresarios y gobiernos buscan nuevos negocios pandémicos, en nuestra contradictoria sociedad se generan voces críticas, etiquetadas por los de arriba como “antidesarrollistas” o incluso “ecoterroristas”. Voces algunas sueltas y otras organizadas en asambleas, que se atreven a cuestionar los “bellos” discursos desarrollistas; que comenzaron a defender lo que quizás aún no identificaban como “bien común”, porque éstos eran sólo “el bosque”, “el cielo”, “el río”, “el agua”; y hubieran seguido existiendo como tales si una empresa o el Estado no hubieran dicho “¡esto es mío, lo voy a destruir para hacer dinero!”.

Sólo a partir de ese momento, aquello que era parte de un “entorno natural”, esas montañas, esos ríos, esos bosques, ese cielo y esa agua, empiezan a transformarse en un proceso de defender lo común.

La idea de “bienes comunes” se opone entonces a la de “recursos naturales”, en tanto representación de la mercantilización de la naturaleza.

Pero no debe enfrentarse para generar una nueva objetivación de la naturaleza, es decir, en tanto lista de “objetos naturales, pero ahora comunes” como algo preexistente a las luchas socioambientales, sino, justamente, para desfetichizar esa objetivación de la relación de dominación, para ir destruyendo aquella relación de dominación como modo predominante de relacionarnos con la naturaleza.

En sus proclamas “contra el saqueo y la contaminación”, esas voces que se multiplican buscan discutir la necesidad de más desarrollo capitalista y defender su derecho a la autodeterminación, porque para solucionar los problemas de raíz, esas voces saben que debemos construir relaciones diferentes, tanto entre seres humanos como con la naturaleza.

Cuestionar la relación de dominación de la humanidad sobre la naturaleza se va aunando así con una lucha contra la propia dominación de una parte de la humanidad por otra. Dominación que, como la maquinaria de necesitar, producir, consumir y comprar, no nos es impuesta desde afuera, sino que la hacemos funcionar a diario como sociedad.

Por ello, no es casualidad que estas voces busquen el modo asambleario como otra forma de hacer política no jerárquica, como otro modo de tomar decisiones, aunque no sin contradicciones, no sin frustraciones, no sin tropiezos, no sin vicios propios “heredados” de una sociedad capitalista, por lo tanto, irracional, patriarcal y jerárquica. Ninguna forma asamblearia, ni defensa ecologista en este mundo puede desprenderse del todo, como las necesidades sociales, del mundo en el que nacen. Pero, ahora, la búsqueda de una sociedad verdaderamente libre, no jerárquica y racional, que pueda definir sus necesidades, se hace sumamente imprescindible. Porque sabemos las y los ecologistas críticos que, si la sociedad actual continúa con este proceso de destrucción de la biodiversidad, es muy probable que, lejos de dominar completamente a la naturaleza como pretendería la soberbia humana, ésta sea incapaz de sustentarnos como especie.

**Link para descargar el libro.

Referencias bibliográficas

Álvarez Huwiler, L. (2017). Minería, dinamismo y despojo. RELACSO, 10.

Bookchin, M. [1999, (1972)]. La ecología de la libertad. Madrid: Nossa y Jara Editores.

Schmidt, M. y Toledo López, V. (2018). Agronegocio, impactos ambientales y conflictos por el uso de agroquímicos en el norte argentino. Revista Kavilando, 10 (1), 162-179.

Notas

[1] Noticias ONU, “La recuperación de la crisis económica debida al Covid-19, a debate en la ONU”, 8/9/2020.

[2] Puede leerse en el informe elaborado por 22 especialistas en el tema, convocados por la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas. https://ipbes.net/pandemics, 2020.

[3] El Salto, “Rob Wallace: Las vacunas pueden ayudar, pero hay que intervenir para que la Covid-19 no sea seguida de la Covid-20, Covid-21, etc.”, 16/11/2020.

[4] Para más información sobre las características que asumió la nueva forma de

producción minera a gran escala, puede leerse Álvarez Huwiler (2017).

[5] Para más información sobre las características del agronegocio y sus consecuencias ambientales y en la salud de la población, véase Schmidt, M., y Toledo López, V. (2018).

Laura Álvarez Huwiler. Investigadora del Centro de Investigación en Economía y Sociedad de la Argentina Contemporánea (UNQ) y Profesora en la UNAJ. Correo electrónico: lauralvhu@gmail.com

Fuente: https://rebelion.org/la-pandemia-de-hoy-o-el-capitalismo-de-siempre/

Fuente original: https://agenciatierraviva.com.ar/la-pandemia-de-hoy-o-el-capitalismo-de-siempre/

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Líbano: Los sindicatos de docentes se comprometen a ofrecer una educación de calidad en medio de la peor crisis económica de los últimos 30 años

Internacional de la educación 

El Líbano se ha visto sacudido por dos crisis extraordinarias en los últimos dos años: la explosión del puerto de Beirut y la pandemia de COVID-19. Desde entonces, el personal docente libanés y sus sindicatos han estado a la altura de los desafíos que les han planteado las crisis de salud pública, económica y de refugiados.

Solidaridad internacional

Tras la devastadora explosión que tuvo lugar en el puerto de Beirut el 4 de agosto de 2020, la Internacional de la Educación y sus afiliadas se solidarizaron rápidamente con la población de la capital libanesa, en particular con el personal docente y todo el conjunto estudiantil.

Rodolphe Abboud, secretario general del Teachers Syndicate of Lebanon (TSL), declaró que la explosión se produjo cuando el profesorado ya estaba lidiando con la pandemia mundial. Según Abboud, el sector de la educación del Líbano, especialmente el sector privado, que representa el 70 % de la educación en el país, «se está enfrentando a una importante crisis derivada de la pandemia de COVID-19 y de las crisis económica y financiera que ha provocado el despido de docentes en muchas instituciones educativas».

La Internacional de la Educación se ha puesto en contacto con los sindicatos de la educación locales para determinar la mejor manera de ayudar a la población afectada, especialmente al personal docente y a su alumnado, y ha intentado garantizar que se dé prioridad a la educación en la ayuda financiera proporcionada por la comunidad internacional.

«Junto con nuestras afiliadas de todo el mundo, nos solidarizamos plenamente con el personal docente y la población de Beirut que se está recuperando de esta terrible explosión», declaró en su momento el secretario general de la Internacional de la Educación, David Edwards.

Siete de cada diez personas necesitan ayuda económica

La explosión y la pandemia han sacudido aún más la economía del país y han provocado la «peor crisis económica de los últimos 30 años», según Manal Hdaife, de la Public Primary School Teachers’ League(PPSTL). «Decenas de miles de personas de todo el país han perdido su empleo y varios millones tienen dificultades para comprar los productos más básicos. A esto hay que sumarle la pandemia de coronavirus».

La grave crisis económica en la que estaba sumido el país antes del estallido de la pandemia se refleja en la deuda acumulada, que alcanzó el 170 % del PIB en 2020 y convirtió al Líbano en uno de los países más endeudados del mundo. Esta situación provocó una devaluación sin precedentes de la libra libanesa cuyas consecuencias para el poder adquisitivo de la población han sido devastadoras, ya que el Líbano depende en gran medida de la importación de los bienes que consume.

Según el Ministerio de Asuntos Sociales, además del aumento del desempleo y del impacto de la pandemia, el 70 % de la población necesita ayuda económica. La emergencia sanitaria y sus consecuencias socioeconómicas han provocado un incremento de la desigualdad en la distribución de los ingresos en el país, de la disparidad entre regiones y de las dificultades actuales para generar un crecimiento inclusivo. La crisis económica también ha afectado a la prestación de servicios públicos, incluida la educación.

La cancelación de la deuda: un paso clave para la recuperación económica y la calidad de la financiación

Las organizaciones miembros de la Internacional de la Educación en el Líbano apoyan las reclamaciones legítimas de cientos de miles de activistas que piden un cambio radical en el sistema político, caracterizado por la corrupción, el favoritismo y el clientelismo.

«Exigimos al gobierno que muestre voluntad política y se esfuerce por acabar con la interminable crisis económica que asola el Líbano», subrayó Hdaife. «Rechazamos medidas como la imposición de impuestos a personas con ingresos limitados, especialmente a empleados del sector público, y exigimos soluciones alternativas».

«Nuestro movimiento sindical considera que esta crisis se puede afrontar de forma estratégica: cancelando la deuda nacional del Líbano para que pueda apoyar al sector educativo y a otros sectores públicos. Dicha cancelación debería llevarse a cabo sin condiciones y los derechos humanos deberían constituir un elemento fundamental del proceso de reestructuración de la deuda».

Crisis superpuestas en la educación: la pandemia de COVID-19 y el alumnado refugiado

Incluso antes de la pandemia, la crisis siria, y la consiguiente gran afluencia de personas refugiadas, agravaron los déficits y los desafíos ya existentes en el sector educativo. Entre ellos, la grave escasez de docentes y la fragilidad de las infraestructuras educativas.

El Líbano es un país con una población de 4,5 millones de habitantes y que acoge a un gran número de personas refugiadas. Actualmente, en el Líbano viven más de dos millones de refugiados sirios y medio millón de refugiados palestinos. Más del 52 % de los refugiados sirios del Líbano son menores, y las cifras de ACNUR indican que alrededor de 450 000 refugiados del Líbano están en edad escolar.

De las 1 396 escuelas públicas del país, 1 014 reciben a más de 137 000 estudiantes refugiados sirios. Además, 144 escuelas se utilizan para impartir clase a estudiantes refugiados en turnos de tarde. Alrededor de 4 500 docentes de escuelas públicas imparten clase en los turnos de tarde y cobran una media de 10 USD por hora, sin compensación alguna por la preparación o la planificación de las lecciones. La COVID-19 ha agravado esta situación.

Los sindicatos llaman la atención sobre la crisis en el sector educativo

A través del Union Coordination Committee, compuesto por todas las organizaciones afiliadas a la Internacional de la Educación en el Líbano, los sindicatos de la educación han advertido en varias ocasiones al Ministerio de Educación que el alumnado y el profesorado del país se enfrentan a una crisis educativa.

El personal docente y sus sindicatos han denunciado el hecho de que no se les haya permitido participar ni se les haya consultado durante el proceso establecido para garantizar y proporcionar una educación a los niños y niñas refugiados, a pesar de ser los que están sobre el terreno, luchando por mantener un nivel mínimo de calidad en la educación del alumnado sirio y libanés.

Además, han puesto de relieve los obstáculos y los retos al aprendizaje, como las diferencias entre los planes de estudios libanés y sirio, la elevada ratio en las aulas, los diferentes niveles académicos del alumnado, las barreras lingüísticas, los gastos de transporte, el acoso escolar y el limitado apoyo psicosocial a los niños y niñas que sufren traumas, así como la falta de docentes formados para impartir clase a menores en tiempos de crisis.

Repercusiones de la crisis de refugiados en las niñas

Las repercusiones de la crisis de refugiados también han sido distintas en función del género. Las niñas son más vulnerables y la crisis ha reducido considerablemente sus posibilidades de acceso a la educación. Ello se debe a que a las niñas se les asignan responsabilidades de cuidado y muchas se ven obligadas a trabajar y a casarse a edades tempranas para ayudar económicamente a sus familias. Además, también son víctimas de la violencia de género.

Repercusiones de la crisis de COVID-19 en la educación de los niños y niñas refugiados

La crisis sanitaria del coronavirus también ha repercutido negativamente en la educación de los niños y niñas refugiados sirios en el Líbano. Tras el cierre de los establecimientos educativos, el Ministerio de Educación introdujo la educación a distancia por tres vías: televisión, en línea y en papel. A nivel nacional, el cierre afectó a más de 1,3 millones de estudiantes de todos los niveles educativos.

La decisión del Ministerio de utilizar la educación a distancia no estaba clara en relación con la educación de los niños y niñas refugiados, especialmente de aquellos que asistían a los turnos de tarde. Para colmar este vacío, los sindicatos de la educación intensificaron sus esfuerzos para garantizar que la brecha digital no dejara atrás al alumnado refugiado. Por ejemplo, los miembros de los sindicatos se ofrecieron para preparar clases televisadas y apoyar a los padres y a las madres por teléfono, y procuraron proporcionar tareas, orientación y correcciones a los niños y niñas refugiados sirios.

Acceso desigual a la educación

Gracias a todos estos esfuerzos, en la mitad de las escuelas públicas que dan clase a niños y niñas refugiados se pudo organizar una educación a distancia. Lamentablemente, muchos niños y niñas refugiados no han tenido acceso a los programas de educación a distancia debido a la falta de apoyo del Ministerio de Educación y a la falta de infraestructuras. Además, a muchos docentes que trabajaron en doble turno no se les pagó el sueldo durante la crisis.

Los sindicatos de la educación han trabajado sin descanso para construir un mejor entorno de aprendizaje para el alumnado refugiado, para demostrar su compromiso con la construcción de un futuro mejor y para reducir la pobreza y la vulnerabilidad de las personas refugiadas. Actualmente, siguen colaborando con el Gobierno para poner en práctica las mejores soluciones disponibles y piden solidaridad y apoyo para las personas vulnerables.

Grandes esfuerzos en favor del alumnado desfavorecido y desplazado

La PPSTLL, por ejemplo, está centrando sus esfuerzos en reducir el impacto de la crisis de COVID-19 en el alumnado y las comunidades desfavorecidas y desplazadas, ya que muchos viven en ciudades con poco acceso a los servicios sanitarios.

El sindicato ha insistido en la necesidad de una mayor solidaridad en tiempos de crisis y ha hecho un llamamiento a sus miembros para que aporten donaciones al fondo COVID-19 creado por el Ministerio de Salud del Líbano. A quienes les sea posible, se les ha pedido que proporcionen alimentos y asistencia a las personas necesitadas.

El sindicato también participó en el desarrollo de los programas de educación a distancia puestos en marcha para hacer frente a la crisis de aprendizaje y colaboró estrechamente con el Ministerio de Educación para proporcionar asesoramiento y experiencia.

El personal docente libanés está decidido a seguir ofreciendo una educación de calidad a todo el alumnado.

«Antes de los cierres, habíamos establecido un sistema de doble turno en mi escuela para que pudiera asistir un mayor número de niños y niñas. La situación a la que nos enfrentamos es muy complicada, pero no nos desalentaremos. Seguiremos trabajando para que todos los niños y niñas del Líbano tengan acceso a la educación. No importa de dónde vengan, todos merecen una buena educación y todas las oportunidades que esta ofrece», subrayó Hdaife, de la PPSTL.

https://www.ei-ie.org/es/item/25124:libano-los-sindicatos-de-docentes-se-comprometen-a-ofrecer-una-educacion-de-calidad-en-medio-de-la-peor-crisis-economica-de-los-ultimos-30-anos

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Pandemia, crisis y una educación regeneradora

Fuentes: Rebelión/Manuel Alejandro Ramirez Solorio

La actual pandemia que aqueja a todos los países del globo ha provocado una afectación en grandes dimensiones en los sistemas educativos. Aproximadamente 1500 billones de estudiantes y 60 millones de docentes han visto modificado su quehacer de forma radical.

El cierre de las escuelas y posteriormente la reapertura a través de metodologías distintas a la tradicional ha generado diversas problemáticas en el Proceso Enseñanza- Aprendizaje (PEA).  Sumado a ello, el contexto socioeconómico ha  tenido un papel trascendental, en América Latina el 45% de los hogares cuenta con acceso a internet, solamente el 42% de la población tiene conexión por medio de celulares y  37% tiene computadora.

En estas condiciones se han generado diversas problemáticas. El aprendizaje en casa ha afectado la salud, tanto mental como física, a causa de periodos de inactividad, mayor tiempo en las pantallas etc. Además de otros efectos que a largo plazo serán estudiados y se podrán ver  sus implicaciones más a fondo.

Los PEA  han sido impactados  en gran medida por el impacto social de la crisis, el estado de temor constante a la enfermedad,  cuadros de apatía, irritación y estrés.

Otros problemas aunados al Aprendizaje desde casa,  por la premura de la propia situación han sido la falta de medidas poco claras en la operatividad de la utilización de las herramientas tecnológicas (videoconferencia, correo electrónico, redes sociales etc.) y la congruencia entre los planes y programas de estudios estructurados para un PEA de forma presencial.

En el contexto mexicano, la problemática educativa se agrava al sumarse el clima de violencia que prevalece causado por más de 30 años de políticas neoliberales, y radicalmente acentuado desde la implantación de la “Estrategia de Combate a las Drogas” en el Sexenio de Felipe Calderón.

Además, es injusto olvidar que durante los gobiernos neoliberales, la educación fue asaltada por los tecnócratas. Se anuló toda filosofía pedagógica adversa a sus intereses (siempre afines a las grandes corporaciones) y se metió en el baúl de los recuerdos la experiencia histórica de la Escuela Mexicana.

Infiltrada la academia por las políticas de los organismos internacionales, se instituyeron medidas que nada tenían que ver con el contexto nacional, se importaron modelos arcaicos, se dio un giro en el concepto de escuela, transformándola en una especie de centro de adiestramiento para beneficio del sector privado, se mermaron los derechos laborales de los profesores y trabajadores de la educación y se fomentó consciente o inconscientemente en los niños y jóvenes un desinterés por la escuela.

No hay que dejar a un lado que en esa “transformación educativa” participaron las cúpulas empresariales y no pocas veces los elementos más conservadores y reaccionarios de la sociedad mexicana.

Envalentonados por mantener el poder político, los gurús neoliberales y sus lacayos impusieron gran carga administrativa a los profesores y administrativos escolares, su limitado enfoque cuantitativo fue entronizado a grado de dogma o canon incuestionable. La escuela como centro social, de solidaridad y diálogo fue relegada, y se convirtió en un enorme departamento de recursos humanos, saturado de gráficas, programas y formatos sin ton ni son.

Los resultados de la tragedia neoliberal y de la escuela tecnocrática se pueden ver sin necesidad de un profundo estudio; desinterés total de la escuela por parte de los “estudiantes”, violencia en las comunidades, un magisterio cada vez más paupérrimo y una estructura burocrática en el sistema educativo nacional que se resiste a la transformación.

En el marco de la Cuarta Transformación y del  próximo inicio a clases, es fundamental que el magisterio organizado, los padres de familia y los luchadores sociales busquen urgentemente una acercamiento con la Secretaría de Educación Pública, con los diputados progresistas y establezcan la necesidad de una transformación real en la concepción pedagógica en nuestro país.

Una educación alejada del neoliberalismo, una educación regeneradora, basada en el diálogo franco entre los actores sociales, con un enfoque crítico y social. Se implementen foros en todo el país, se visualicen las necesidades de cada contexto y se establezcan objetivos que puedan cumplirse. Se deje a un lado la simulación, se coloque una raya a grupúsculos reaccionarios ajenos y se dé el gran paso a una escuela transformadora y dialógica.

La Cuarta Transformación tendrá que darse en la escuela, con una educación regeneradora, con la experiencia de la historia pedagógica mexicana y forzosamente en un gran esfuerzo colectivo.

Manuel Alejandro Ramírez Solorio es Licenciado en Docencia en lengua y literatura, Maestrante en pedagogía, Subdirector de EMS y periodista independiente. 

Pandemia, crisis y una educación regeneradora

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En la Guajira la educación a distancia es un mito

Por: Radio Fe y Alegría

La educación a distancia está lejos de acercarse siquiera un poco a la educación presencial. Un reciente estudio de una universidad alemana lo confirma con una conclusión lapidaria: este proceso de estudio produce un efecto educativo similar al de las vacaciones, por lo cual el rendimiento y las competencias de los alumnos no progresan.

En algunos lugares la implementación de la educación a distancia, producto del confinamiento por el Coronavirus, es más difícil y precario que en otros. Por ejemplo, no es lo mismo la educación a distancia en Alemania que en Venezuela, un país que padece una Emergencia Humanitaria Compleja, según organizaciones no gubernamentales e informes de organismos internacionales. Peor aún, dentro del propio suelo venezolano, hay regiones donde las clases se hacen más cuesta arriba que en otras.

La Guajira venezolana lamentablemente se asoma como uno de los peores lugares dentro del país para llevar a cabo la educación a distancia, con zonas en las que hay apagones que llegan a superar las 72 horas, una señal telefónica prácticamente inexistente, hogares en los que no hay equipos tecnológicos para sobrellevar el proceso y profesores que caminan hasta 10 kilómetros hacia las escuelas, porque no cuentan con dinero para pagar transporte público, debido a que el sueldo que reciben apenas alcanza para comprar harina, arroz o azúcar.

“Yo creo que este año se debe repetir”

Liliana Vargas, una madre wayúu de dos niños pequeños, confiesa que la educación a distancia para ella no ha sido fácil, especialmente porque no tiene ni siquiera un teléfono inteligente para atender las tareas y actividades escolares de sus hijos.

“No recuerdo hasta cuándo tuve teléfono y tengo que visitar a las madres de los compañeritos de mis hijos y muchas me dicen ‘no tengo’, ‘no puedo’, ‘también estoy falla’. Entonces, bueno, hay veces que voy dos o tres veces a la escuela tratando de buscar, de resolver. Las actividades, de verdad, las entrego fallas. Y creo que no soy la única”, expresó Vargas.

“Somos muchas las representantes que estamos realmente tratando de resolver como se pueda. Escribiendo aquí, pidiendo por allá, prestando para poder copiar, para poder escribir, y de esa manera es lo que logramos entregar”, explicó.

Según Ricardo Reverol, jefe de circuito de educación de esta región, se han implementado guías pedagógicas preparadas y elaboradas por los docentes de grados y áreas, pero los padres y madres de este municipio que se ubica al norte del Zulia, aseguran que la educación se volvió fatigante y pobre, tanto para el estudiante como para el docente.

En la Guajira hay una matrícula de casi 24 mil alumnos desde preescolar hasta sexto año de bachillerato. Hay 174 escuelas. Sin embargo, el 80% de las que se encuentran en las zonas rurales permanecen cerradas, en su mayoría porque la conectividad es totalmente nula, lo cual ha puesto en peligro el año escolar 2020-2021.En los pueblos de Sinamaica y Paraguaipoa, algunos pagan tres mil (3.000) pesos colombianos, que al cambio equivalen a unos 3.000.000 de bolívares, por una hora de internet para poder descargar, investigar y enviar las actividades académicas. Otros pasan hasta cinco horas en las escuelas copiando las tareas por la falta de un teléfono inteligente.Cuando se le pregunta a la señora Liliana Vargas sobre qué opina del presente año escolar en líneas generales, no duda en responder que cree que hay que repetirlo. “Yo creo que este año, para mí como madre, se debe repetir. Los niños para mí no están aptos para el siguiente grado”, argumenta.

En esa misma línea, Josefina González, madre de una niña que cursa primer grado, manifestó que los niños en este año escolar 2020-2021 no han recibido el aprendizaje correspondiente, por lo cual hizo un llamado al Ministerio de Educación para evaluar las estrategias aplicadas en este municipio, ya que el resultado ha sido nulo para estas comunidades de difícil acceso. Podría decirse que la educación a distancia es un mito en el territorio Wayuú.

La educación a distancia está lejos de acercarse siquiera un poco a la educación presencial. Un reciente estudio de una universidad alemana lo confirma con una conclusión lapidaria: este proceso de estudio produce un efecto educativo similar al de las vacaciones, por lo cual el rendimiento y las competencias de los alumnos no progresan.

En algunos lugares la implementación de la educación a distancia, producto del confinamiento por el Coronavirus, es más difícil y precario que en otros. Por ejemplo, no es lo mismo la educación a distancia en Alemania que en Venezuela, un país que padece una Emergencia Humanitaria Compleja, según organizaciones no gubernamentales e informes de organismos internacionales. Peor aún, dentro del propio suelo venezolano, hay regiones donde las clases se hacen más cuesta arriba que en otras.

La Guajira venezolana lamentablemente se asoma como uno de los peores lugares dentro del país para llevar a cabo la educación a distancia, con zonas en las que hay apagones que llegan a superar las 72 horas, una señal telefónica prácticamente inexistente, hogares en los que no hay equipos tecnológicos para sobrellevar el proceso y profesores que caminan hasta 10 kilómetros hacia las escuelas, porque no cuentan con dinero para pagar transporte público, debido a que el sueldo que reciben apenas alcanza para comprar harina, arroz o azúcar.

“Yo creo que este año se debe repetir”

Liliana Vargas, una madre wayúu de dos niños pequeños, confiesa que la educación a distancia para ella no ha sido fácil, especialmente porque no tiene ni siquiera un teléfono inteligente para atender las tareas y actividades escolares de sus hijos.

“No recuerdo hasta cuándo tuve teléfono y tengo que visitar a las madres de los compañeritos de mis hijos y muchas me dicen ‘no tengo’, ‘no puedo’, ‘también estoy falla’. Entonces, bueno, hay veces que voy dos o tres veces a la escuela tratando de buscar, de resolver. Las actividades, de verdad, las entrego fallas. Y creo que no soy la única”, expresó Vargas.

“Somos muchas las representantes que estamos realmente tratando de resolver como se pueda. Escribiendo aquí, pidiendo por allá, prestando para poder copiar, para poder escribir, y de esa manera es lo que logramos entregar”, explicó.

Según Ricardo Reverol, jefe de circuito de educación de esta región, se han implementado guías pedagógicas preparadas y elaboradas por los docentes de grados y áreas, pero los padres y madres de este municipio que se ubica al norte del Zulia, aseguran que la educación se volvió fatigante y pobre, tanto para el estudiante como para el docente.

En la Guajira hay una matrícula de casi 24 mil alumnos desde preescolar hasta sexto año de bachillerato. Hay 174 escuelas. Sin embargo, el 80% de las que se encuentran en las zonas rurales permanecen cerradas, en su mayoría porque la conectividad es totalmente nula, lo cual ha puesto en peligro el año escolar 2020-2021.En los pueblos de Sinamaica y Paraguaipoa, algunos pagan tres mil (3.000) pesos colombianos, que al cambio equivalen a unos 3.000.000 de bolívares, por una hora de internet para poder descargar, investigar y enviar las actividades académicas. Otros pasan hasta cinco horas en las escuelas copiando las tareas por la falta de un teléfono inteligente.Cuando se le pregunta a la señora Liliana Vargas sobre qué opina del presente año escolar en líneas generales, no duda en responder que cree que hay que repetirlo. “Yo creo que este año, para mí como madre, se debe repetir. Los niños para mí no están aptos para el siguiente grado”, argumenta.

En esa misma línea, Josefina González, madre de una niña que cursa primer grado, manifestó que los niños en este año escolar 2020-2021 no han recibido el aprendizaje correspondiente, por lo cual hizo un llamado al Ministerio de Educación para evaluar las estrategias aplicadas en este municipio, ya que el resultado ha sido nulo para estas comunidades de difícil acceso. Podría decirse que la educación a distancia es un mito en el territorio Wayuú.

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