Racismo e izquierda: la clasificación de la tribu

Por: Santiago Alba Rico

La última entrega de mi amigo antagonista Helios F. Garcés cierra, como estaba acordado, este debate, pero lo cierra también porque, de algún modo, no admite réplica. Consiste en una acusación sumarísima con pujos de “objetividad” parajudicial (el “discernimiento” o “criba” incontestable de los que son racistas y los que no lo son) y en un programa vago y muy “izquierdista” que deja en la sombra lo que este debate debería haber aclarado: quién es el sujeto o sujetos de las luchas, cuáles los procedimientos y las alternativas, y qué significa “verdadera descolonización”. A la acusación, arrinconado en mi cuerpo, sucumbo; el programa, en su vago izquierdismo, lo suscribo sin apenas objeciones.

La última entrega de mi antagonista amigo Helios F. Garcés me deja sin defensa; me vuelve, de hecho, indefendible a mis propios ojos. En rendirse uno tarda tres líneas; en convencerse toda la vida. No se trataba ni de una cosa ni de otra, pero confesaré que un debate en el que el adversario intelectual, al que lógicamente se considera equivocado, no se limita a equivocarse, sino que, al hacerlo, se vuelve “racista” y cómplice por añadidura de todos los crímenes coloniales, es un debate muy incómodo. Me declaro vencido: no soy “negro” y además no renuncio a mis ancestros “blancos”. ¿Quiénes son? Múltiples y promiscuos: de Espartaco a Silvia Federici, de los hermanos Graco a Robespierre, de Sócrates a Olympe de Gouges, de Francisco de Asís a Kant y Marx, de Francisco de Vitoria a David Harvey, de Sor Juana Inés de la Cruz a Edward Said y John Berger… entre otros muchos. También algunos reaccionarios como Joseph de Maistre, que nos mostró, de otra manera que Kant, los “límites de la razón”; o Chesterton, quien habló de la tradición como de “la democracia de los muertos”, en una línea muy parecida, por cierto, a la de la antropóloga indígena Silvia Rivera Cusicanqui (“los muertos viven, hablan y orientan a los vivos, y permiten identificar los límites éticos que no puedes rebasar”).

Creo con Chomsky en la “naturaleza humana”, en “algo” que nos distingue de un perro y de una silla y que es “universal”: la capacidad lingüística, repartida, como los dones de Zeus, a todos los humanos por igual. La capacidad lingüística implica la capacidad y, aún más, la necesidad –la comezón– de hacer clasificaciones. Lo propio del ser humano es clasificar; lo propio de la “tribu”, como átomo social de la humanidad, es distribuir los cuerpos en cuadros taxonómicos que, una vez establecidos, deciden (criban) la normalidad y la anomalía, el dentro y el afuera y, en la mayor parte de los casos, la vida y la muerte. No es un hecho baladí el que históricamente, en todas las sociedades conocidas, hayan sido ciertas clases, ciertos géneros y ciertas “razas” las que han impuesto sus clasificaciones y por lo tanto el grado y calidad de “corporización” de los individuos, su acceso a bienes y servicios y sus posibilidades de supervivencia. Que los ricos, los hombres y los “blancos” (incluyendo en este rubro la labor formateadora de los japoneses en Asia) hayan impuesto su actividad taxonómica con pretensiones de “naturaleza” y “generalidad” sólo indica todo el daño que la capacidad lingüística universal puede hacer cuando se “particulariza” y se “tribaliza”, en términos económicos, políticos y sociales, al servicio de un sector privilegiado y sus intereses excluyentes. Esa práctica clasificatoria tribal –que corporiza negativamente ciertos cuerpos– alcanza su colofón global bajo el capitalismo, un orden sin precedentes bajo cuya vocación de infinito “la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer y borrarse, sin que nadie –negros, blancos, mujeres, hombres– pueda escapar a ello”. Es lo que el filósofo camerunés Achile Mbembe, profesor en Johannesburgo, autor de una Crítica de la razón negra a la que pertenece esta cita, describe como “el devenir negro de la humanidad”.

Ahora bien. La capacidad lingüística universal, que permite –y exige– esta voluntad clasificatoria, permite también –y demanda– las revueltas anti-clasificatorias. Lo he escrito en otro sitio: el ser humano es el único animal que hace clasificaciones y es también el único animal que se rebela contra ellas. Es lo que el francés Gaston Bachelard y el árabe Mohamed Al-Yabri llamaban con otro nombre “rupturas epistemológicas”, alojadas potencialmente en todas las tribus y todas las culturas en la medida misma en que son, además de históricas, lingüísticas. Uno de los momentos “ancestrales” de “rebelión taxonómica” o “ruptura epistemológica” que más me gustan dentro de mi “tradición” (el equivalente casi contemporáneo, contra la tribu, del descubrimiento de la geometría, tan bellamente descrito por Plutarco y tan bellamente comentado por Michel Serres) se produce en plena guerra del Peloponeso entre los dos imperios helénicos de la antigüedad, el de Atenas y el de Esparta. Estamos en el año 427 a. de C. y Atenas ha conquistado la isla de Mitilene, aliada hasta entonces de los espartanos. Los vencedores, guiados por su cultura democrática, se reúnen en asamblea para discutir y votar si deben o no matar a todos los hombres de la isla y esclavizar a sus niños y sus mujeres. Según el relato de TucídidesCleón defiende el exterminio de los mitiléneos; Diódoto la clemencia. Uno y otro, en todo caso, apoyan sus argumentos en el horizonte de los intereses tribales de los atenienses. Uno a favor de la severidad, el otro a favor del perdón, tanto Cleón como Diódoto responden a la única pregunta que entiende –y casi permite plantear– el orden clasificatorio de su época y su tribu: ¿qué es “lo conveniente” para nosotros, los ciudadanos de Atenas? Pues bien, es en el marco de esa guerra, en la que participó como hoplita, en una asamblea muy parecida a la de Mitilene, es en ese momento –digo– cuando Sócrates levanta la mano y, ante el asombro escandalizado de todos, cambia la pregunta y declara en voz alta: “No, no se trata de averiguar qué es ‘lo conveniente’ para nosotros sino de conocer qué es ‘lo justo’ para todos”. Como sabemos, la tribu ateniense mató a Sócrates por insistir en hacer esta pregunta; y como sabemos una Constitución democrática digna de ese nombre es siempre el resultado de una deliberación colectiva, si se quiere ficticia, en torno a “lo justo” y no a “lo conveniente”; el resultado, es decir, de una deliberación colectiva anti-tribal.

Ese momento “ancestral” de ruptura clasificatoria en el orden político, paralelo al de la geometría en el orden científico, va a marcar el devenir histórico de la tribu europea. Explotando la geometría, virgen inocente, y en nombre de la justicia (en su variante cristiana o positivista), Europa va a conquistar y destruir buena parte del mundo. Hoy la geometría violada, al servicio de un capitalismo global, complace por igual a EEUU y a Arabia Saudí, a Rusia y a China; y la justicia nombrada, victoriosa en la retórica, sirve para un roto y un descosido: sobre todo para rotos y descosidos. Ahora bien, nadie acusaría a la geometría de haber bombardeado Hiroshima o destruido el gueto de Varsovia; y no deberiamos acusar al gesto de Sócrates de fundar el colonialismo, el racismo y el machismo. Al contrario. Todos los avances que se han hecho “conforme a Derecho” –diría el “racista” Carlos Fernández Liria— se han hecho a partir de ese gesto, incapaz de neutralizar, desde luego, la vocación de infinito del capitalismo y la actividad clasificatoria de la tribu europea, pero que se conserva tan separado de ellas como el aceite del agua. Que la discusión sobre “lo justo” se mantenga siempre abierta, que muchas veces se confundan interesadamente “lo justo” y “lo conveniente” y que se cometan atroces injusticias en nombre de lo “justo” (lo que es, por cierto, la normalidad de todo etnocentrismo) sólo indica una cosa: que “lo justo” no ha vencido y que Sócrates, asesinado en Grecia, sigue siendo asesinado todos los días en Siria, en Iraq, en Afganistán, en nuestras fronteras, en nuestros CIEs y en nuestros parlamentos. Pero este alucinante, escandaloso, extraterrestre “cambio de pregunta”, compatible –como todo– con el colonialismo y el racismo, es imprescindible para liberarnos de ellos. Sócrates no es europeo: hay Sócrates con nombres árabes y kurdos y chinos y rusos y gitanos y cameruneses repartidos por todo el mundo. No se me ocurre qué favor mejor podríamos hacer al capitalismo –y al tribalismo europeo–, asesino de Sócrates, que el de ayudar a matarlo otra vez mediante una presunta “episteme liberadora” que se limita a afirmar que “lo conveniente” para los “negros” es “más justo” que “lo justo” para los “blancos”.

Helios F. Garcés, que no responde a mis preguntas porque soy blanco y por lo tanto altanero, me hace una pregunta a su vez: ¿qué va a hacer la izquierda para combatir el racismo? Yo no puedo hablar en nombre de la izquierda, que no existe, ni tampoco, al contrario que él, de un colectivo de activistas. Cuando accedió a debatir conmigo ya sabía quién era yo y que sólo me represento a mí mismo; por eso me ha parecido abusivo, y contradictorio con su honorable práctica política, que haya cedido a la tentación, para no responderme, de “clasificarme” y “corporizarme” en un paquete. Me salgo de ese paquete y respondo por mi cuenta. Suscribo, como he dicho, la mayor parte del programa abstracto que propone en su artículo: “lucha política y no identitaria” contra “el racismo policial, la segregación racial en las ciudades y en el sistema educativo, contra la discriminación laboral y sanitaria, el racismo penal y penitenciario, la ley de extranjería, la existencia de los CIE”; descolonización de los proyectos políticos; ruptura de los “guetos simbólicos” y promoción de “las mareas amplias”; incluso me gusta –y mucho– la frase relativa a los “atrasos” y los “progresos” (aunque sigue siendo tan vaga que no sé si coincidiremos en el “ellos” allí señalado ni en el objeto a defender: yo considero, por ejemplo, un atraso ir en coche y un progreso ir a pie, un atraso los brokers y un progreso las madres, un atraso Carrefour y un progreso los huertos, un atraso la comida basura y un progreso el matrimonio homosexual).

Sólo añadiría dos cosas más, también vagas, como es propio de una persona que combate el racismo con la mirada y con el teclado. La primera es que para combatir el racismo desde la izquierda es necesario distinguir no racialmente a los “iguales” de los “no iguales”. Si el marxismo olvidó que el racismo no se disolvía con la disolución de la contradicción capital/trabajo, no podemos olvidar, al revés, que esa contradicción, productora de racismo, no se disuelve con la contradicción “racial”. Como recuerda Jorge Moruno, “la crítica a los límites de la modernidad es la crítica a su principal mediación social: el trabajo (moderno)”. Si algo quiere decir “interseccionalidad” debe ser esto: revisar sin descanso quiénes son nuestros “iguales” y quiénes nuestros “desiguales” a partir de las distintas fuentes de “desigualdad” que atraviesan el mundo. La desigualdad económica no sólo racializa –porque corporiza– sino que cabalga, reconfigura e intensifica todas las otras “desigualdades”.

La otra respuesta tiene que ver con una esperanza que los textos de Garcés me quitan en parte. Me refiero a la esperanza de que los sufrientes en todo el mundo –los “negros” si se quiere– arranquen a Sócrates de las manos de los colonialistas europeos, que tan criminalmente lo han utilizado, y hagan realidad por fin su programa “ilustrado” (el de esa “rebelión clasificatoria” que el pensamiento decolonial deforma en un pastoso “todos los blancos son pardos”). Y como Garcés no me deja citar a Fanon, dejaré que lo haga en mi lugar –y en mi nombre– un filósofo negro antirracista que se considera su heredero. Me refiero al ya mencionado Achille Mbembe, quien dice lo siguiente al ser preguntado por la tentación “esencialista” del antirracismo “negro”: “El problema es cuando el esencialismo nos impide continuar el camino que gente como Fanon consideraba el horizonte de nuestras luchas. ¿Cuál es ese horizonte? El que abre el camino a una nueva condición, donde la raza ya no importa, donde la diferencia ya no cuenta, porque todos nos hemos vuelto simplemente seres humanos: el pasaje de la indiferencia a la diferencia”. Nunca superaremos la necesidad clasificatoria ni alcanzaremos jamás una sociedad en la que los cuerpos sean transparentes –lo que además no es deseable– pero conviene recordar que toda lucha contra las clasificaciones raciales es una lucha contra los clasificadores: contra los intereses particulares –de clase, género y “raza”– que hasta ahora han impedido la verdadera diferencia: es decir, la universalidad de los derechos.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=233807

Comparte este contenido: