Centroamérica/Cuba/07 de Agosto de 2016/Autor: Jesús Arboleya Cervera/Fuente: Cuba debate
Suele decirse que las revoluciones “arrasan con el pasado”. Sin embargo, todo cambio revolucionario se sustenta en una historia y una cultura que determinan su naturaleza y peculiaridades. En ocasiones, estas tradiciones sirven de anclaje a la convocatoria popular y aportan al desarrollo de la conciencia colectiva, pero otras veces constituyen un lastre para las transformaciones que se pretende impulsar.
A diferencia de otras culturas latinoamericanas, portadoras de una sólida tradición autóctona, el exterminio o la asimilación de la población indígena determinó que la cultura cubana no se configurase a partir de esta base originaria, sino que devino producto de la “civilización occidental”, entendida como expresión de una cultura que surge de la evolución de los patrones impuestos por los colonialistas europeos en América.
Para dar cuenta de este proceso, el sabio cubano Fernando Ortiz afirmó que “la verdadera historia de Cuba es la historia de sus intrincadísimas transculturaciones” (Ortiz, 1991: 86-87). Lo que quiere decir que la nacionalidad cubana ha sido el resultado de la metabolización constante de lo foráneo y su síntesis en un producto cultural singular. Esto explica que si bien “lo extranjero” ha tenido siempre un atractivo especial para los cubanos, ello no ha impedido el desarrollo de una poderosa identidad nacional, inspiradora de las luchas por la independencia y soberanía que, a pesar de haber sido muy radicales en términos políticos, nunca han estado regidas por sentimientos xenófobos.
Las más relevantes transculturaciones fueron las que se gestaron a partir del aporte de los ancestros españoles y africanos, de por sí culturas muy ricas en su diversidad, pero otras muchas han incorporado sus ingredientes al “ajiaco cultural cubano” y entre las más sobresalientes se encuentra la cultura norteamericana, cuyas influencias emergen constantemente cuando tratamos de explicarnos ciertas conductas de los cubanos.
Siendo también un producto de la transculturación occidental, Estados Unidos ha vivido un proceso bastante similar en la formación de su propia cultura nacional, aunque desde una perspectiva anglosajona mucho más excluyente y discriminatoria, que ha impedido la consolidación de una expresión monolítica, en la que todos sus componentes, extraordinariamente diversos como resultado de la inmigración más numerosa de la historia, se sientan igualmente representados.
La cercanía geográfica, la complementación de sus economías y la hibridad de sus culturas han facilitado el contacto entre cubanos y norteamericanos desde el origen de ambas naciones, a pesar de las diferencias en cuanto al idioma, la religión, las tradiciones, así como el conflicto generado por las pretensiones hegemónicas norteamericanas respecto a Cuba a lo largo de esta historia.
En el proceso independentista estadounidense y su posterior desarrollo durante las primeras décadas del siglo XIX van a expresarse las ideas más progresistas de su época. Se trató de la primera revolución independentista de América, la que adoptó como propios los avances de la Revolución Industrial Inglesa en lo económico y se vio influida por las ideas que más tarde germinaron en la Revolución Francesa en lo político y lo cultural.
Estos valores encontraron terreno fértil en la sociedad criolla cubana y fueron asimiladas como una forma de resistencia y lucha frente al colonialismo español. Más importante aún, devino modelo de progreso y paradigma de la sociedad que se aspiraba alcanzar. No es de extrañar entonces que incluso entre los sectores más radicales del movimiento independentista cubano, la idea de la anexión a ese país apareciera como una alternativa deseable en los primeros momentos del proceso.
Tal concepto de la anexión era distinto a la propuesta que más adelante aparecerá como alternativa contrarrevolucionaria, ya que partía de la premisa de la unión voluntaria entre iguales, una vez consumada la liberación mediante el esfuerzo propio. Más que “anexión”, con las implicaciones antinacionalistas que tendría más tarde, se trataba de integrarse a la naciente república norteamericana tal y como lo habían hecho las antiguas colonias inglesas y así enfrentar las amenazas comunes que entrañaba la codicia de los imperios colonialistas europeos.
La ingenuidad de esta pretensión quedó rápidamente demostrada como resultado de la actitud que asumió el gobierno de Estados Unidos frente al proceso independista cubano desde sus inicios y fue rápidamente desechada por los revolucionarios. No obstante, el patrón republicano estadounidense y, en buena medida, su ideal de sociedad, continuaron influyendo significativamente en la conciencia nacional, antes y después de alcanzada la independencia.
Solo José Martí se distanció claramente de esta concepción: “¡Ni de Rousseau ni de Washington viene nuestra América, sino de sí misma!”, dijo entonces (Martí, 1975: tomo VIII, p. 244). Pero el avance de su prédica tendrá que recorrer un largo camino en la historia cubana y ni siquiera hoy puede asegurarse que ha sido asumida en toda su profundidad.
Según ha explicado el historiador cubanoamericano Louis A. Pérez, desde la época colonial “el progreso llegó a Cuba en forma de cosas norteamericanas (…) y las ideas asociadas al progreso, la ciencia y la tecnología, como paradigmas de modernidad y civilización, tenían un poderoso atractivo para quienes buscaban transformar el orden tradicional, (por lo que) los cubanos estuvieron entre los primeros pueblos, fuera de Estados Unidos, en caer bajo la influencia de la cultura material norteamericana (Pérez, 2006: 83-89). También resultó un patrón cultural “alternativo”, ya que partía de la falsa pretensión de rechazar tanto a la cultura española, por retrógrada, como la africana, degradada y anatemizada como resultado de la esclavitud y el racismo.
Tal influencia se consolidó cuando Cuba accedió a la independencia en 1902, después de cuatro años de ocupación militar norteamericana, para convertirse en laboratorio social del sistema neocolonial que implantó Estados Unidos por primera vez en la nueva República.
La combinación de sometimiento económico y político con la independencia formal, que caracteriza al neocolonialismo, obligó a Estados Unidos a integrar orgánicamente a la burguesía nativa al sistema de dominación, con la función específica de garantizar el orden institucional del país, lo que incapacitó a esta clase para desempeñar el papel nacionalista que desempeñaron sus sectores más avanzados durante el colonialismo, transformándose en testaferro del poder foráneo dentro de la nación, lo que también tendrá un impacto decisivo en la cultura nacional.
El capital proveniente de Estados Unidos llegó a controlar los renglones fundamentales de la economía cubana y la presencia militar de ese país devino un hecho común en Cuba. Una de las consecuencias de esta subordinación era que el apoyo de Estados Unidos determinaba las carreras de los políticos cubanos, consolidando la naturaleza antinacionalista de estos grupos y la corrupción crónica de la vida política del país, cuyas raíces se extendían al colonialismo. En última instancia, la corrupción no constituía una aberración del modelo, sino una necesidad para la subvención y subordinación de la burguesía testaferro, entronizando una práctica cuyas consecuencias éticas se extendió a otros sectores de la nación.
Tal régimen requería también de la promoción de una “ideología de la dependencia” que articulara la hegemonía a partir del reconocimiento de una supuesta superioridad norteamericana, la cual se expresaba no solo en términos económicos, políticos y militares, sino también culturales, achacándole, incluso, virtudes relacionadas con la propia condición humana. Aunque en buena medida fue consecuencia natural de la asimetría de poderes que conlleva la dominación política, también fue el resultado de un esfuerzo consciente y organizado del gobierno de Estados Unidos desde los primeros momentos.
Durante el gobierno de ocupación ya se apreciaron medidas encaminadas a “promover el respeto y admiración hacia las instituciones norteamericanas”, así como a “implantar en Cuba el sistema de enseñanza pública de los Estados Unidos”, para lo cual se crearon más de 3 000 escuelas cuyos programas se regían por contenidos y libros de texto estadounidenses que estaban orientados a facilitar la “asimilación” de los cubanos, tal y como se había intentado hacer con los inmigrantes en diversas partes de Estados Unidos. Con este objetivo se importaron cientos de pedagogos norteamericanos y más de 1 300 maestros cubanos fueron enviados a formarse en universidades norteamericanas (Vega, 2004: 160-168).
Aunque se hizo en función de mejorar la fuerza de trabajo que requerían las inversiones y extender el patrón cultural estadounidense con fines hegemónicos a toda la población, también significó un saldo cualitativo inmenso en relación con el sistema educacional existente durante el período colonial, con lo que en la práctica sirvió para demostrar una vez más las virtudes que implicaba “copiar a los yanquis”.
Esta combinación entre lo útil y lo nefasto caracterizará la penetración cultural norteamericana en Cuba, por lo que vale la pena distinguir dos elementos de la ideología de la dependencia frente a cuyas manifestaciones tendrá que abrirse paso el movimiento nacionalista cubano y la contracultura que lo acompaña: el “plattismo” en lo político y el “consumismo” en lo social.
La llamada “Enmienda Platt” fue un acuerdo del Congreso estadounidense impuesto como cláusula a la Constitución cubana de 1901, en la cual se establecía, como condición para conceder la independencia, el derecho de intervención de Estados Unidos en los asuntos internos del país y sus relaciones internacionales. Aunque rechazada por los sectores patrióticos, a la larga fue aceptada por los constituyentes cubanos al considerarla “un mal menor” que el mantenimiento del status quo vigente.
Para muchos historiadores, la Enmienda Platt constituyó una demostración innecesaria de dominación por parte de Estados Unidos, toda vez que su control del país no requería de una subordinación jurídica tan evidente, la cual afectaba la naturaleza misma del modelo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que entonces el mundo estaba regido por los imperios europeos, donde la condición de colonia era reconocida como “propiedad territorial” por el orden internacional, mientras los estados independientes estaban más expuestos a la competencia de las grandes potencias. En esta situación, Estados Unidos se vio impelido a “marcar su territorio”, como una garantía exigida por sus propios inversionistas.
En realidad, lo ideal para Estados Unidos era evitar el intervencionismo militar en el plano doméstico cubano y argumentar que la Enmienda Platt solo constituía un “compromiso” con la defensa del país que “ellos habían liberado”. Sin embargo, la oligarquía nativa cubana, una amalgama de intereses plagada de luchas intestinas, donde se mezclaban antiguos capitales españoles, criollos integristas y los nuevos ricos surgidos de las propias filas independentistas, enfrentados, por demás, a la voracidad de los monopolios norteamericanos, resultó incapaz de cumplir con la función de control político de la sociedad y la constante intervención militar norteamericana devino una necesidad para la estabilidad del régimen en las dos primeras décadas de la República. Hasta Theodore Roosevelt, tan propenso al uso del “garrote”, llegó a quejarse que los “revoltosos” políticos cubanos lo obligaban a actuar con una injerencia tan descarnada que afectaba los intereses estratégicos del imperio y la esencia del sistema hegemónico que pretendía extenderse a toda la región.
Mientras existió hasta 1934 como cláusula de la Constitución Cubana, el plattismo devino expresión descarnada de los límites impuestos a la soberanía de la nación. De cierta forma, una fórmula de dominación neocolonial imperfecta que hizo crisis con la revolución de 1930.
Frente a este proceso, la “mediación” norteamericana posibilitó el triunfo de la contrarrevolución mediante la utilización de las fuerzas armadas, las cuales, a partir de ese momento, pasaron a cumplir la función testaferro que la oligarquía nativa, como clase, no había sido capaz de desempeñar. Pero también exacerbó los sentimientos antimperialistas y el pensamiento martiano que, ignorado o adulterado en las primeras décadas de la República, emergió como referente de las luchas populares, fijando las fronteras de los bandos en pugna a partir de ese momento.
La política del “Buen Vecino”, promovida por el gobierno de Franklyn Delano Roosevelt en América, en buena medida expresión del deterioro de la hegemonía norteamericana como resultado de la crisis económica de 1930, trató de enmendar el entuerto y perfeccionar el sistema neocolonial cubano mediante la promoción de un proceso de apertura democrática controlado por el poder militar, lo que se vio favorecido por la coyuntura internacional que condujo a la Segunda Guerra Mundial.
La adopción de la Constitución de 1940, una de las más progresistas e incluyentes de la época, fue el principal resultado de este empeño, aunque muchas de sus leyes apenas encontraron aplicación práctica en la vida nacional. La década que sigue estará caracterizada por la sucesión de gobiernos electos por el voto popular, por lo que, a pesar de las trampas y distorsiones que siempre acompañaban estos procesos, pudiera afirmarse que la “democracia representativa” funcionó en Cuba durante este período.
El primer presidente electo a partir de ese momento fue Fulgencio Batista, precisamente el sargento convertido en general, que encabezó la sangrienta ofensiva contrarrevolucionaria de los años treinta y, más tarde, encabezando una coalición muy amplia que incluía a los comunistas, devino el artífice de la apertura democrática que se suponía funcional al mantenimiento del modelo hegemónico norteamericano.
Siguiendo esta lógica, Batista entregó el poder en 1944, cuando su candidato perdió las elecciones frente a los oponentes del Partido Auténtico. Supuestamente herederos de los ideales de la revolución de 1930, los auténticos encarnaron un movimiento popular no ajeno a las corrientes antimperialistas que habían tenido expresión en esas luchas -lo que explica algunas de sus posiciones en política internacional-, pero terminaron encabezando dos períodos de gobierno caracterizados por la corrupción, el bandolerismo y la implantación de una versión tropical del macartismo en Cuba, que contribuyó a extender el anticomunismo en algunos sectores populares.
De nuevo, la oligarquía nativa demostró su incapacidad para controlar el país y articular la hegemonía que exigía el sistema neocolonial, por lo que la “apertura democrática” terminó vergonzosamente con un golpe de Estado militar, consumado de nuevo por Fulgencio Batista en 1952, a partir del cual se estableció una de las dictaduras más cruentas de la historia latinoamericana. Estados Unidos, a tono con su política exterior de la Guerra Fría, apoyó esta dictadura hasta su derrumbe, como resultado de la victoria de la revolución en 1959, lo que incrementó el sentimiento antimperialista en la nación.
La naturaleza antineocolonialista de la Revolución Cubana se definió entonces a partir del enfrentamiento frontal con la subordinación política a Estados Unidos, así como contra la oligarquía nativa y las fuerzas armadas que le servían de sustento. En función de esta meta se movilizó la inmensa mayoría de la población, dando forma a un movimiento popular tan masivo, que la política norteamericana se vio precisada a establecer las bases sociales de la contrarrevolución en el exterior, donde el plattismo asumirá sus posiciones más extremas, hasta el punto que justificar la intervención militar norteamericana devino el objetivo final de estos grupos.
Sin embargo, si bien en el plano político la ideología de la dependencia resultó finalmente identificada y su rechazo se consolidó como parte de la conciencia nacional, no ocurrió igual con otros elementos que vivían larvados en la cultura cubana, entre otras cosas, porque se trata de fenómenos distintos. Tal y como plantea el propio Pérez: “El éxito de la hegemonía de Estados Unidos en Cuba no fue solo una función del control político y la dominación militar, sino una condición cultural en la que el significado y el propósito derivaban de los sistemas normativos norteamericanos” (Pérez, 2006: 8).
Resulta así que a la vez que la mayoría del pueblo cubano despreciaba al embajador norteamericano en sus funciones de procónsul o al marino que orinaba en el monumento a José Martí después de una juerga con prostitutas en La Habana, adoraba la televisión, los automóviles y cuanto artilugio se producía en ese país.
Primero que en otras partes, el American Way of Life devino patrón de bienestar y progreso en Cuba. “Los bienes materiales se codificaban con significados complejos; la adquisición se asociaba al estatus, y el acto de consumo podía ser una forma de obtener de obtener gratificación y realización. El consumo ofrecía acceso a la modernidad, un camino hacia el progreso y un nivel de vida asociado con la civilización, como una condición material. Los bienes de consumo vinculaban a los cubanos directamente con la cultura de mercado de un mundo más amplio y, en este proceso, se convirtieron en un duplicado del Norte” (Pérez, 2006: 481).
En estas condiciones, hablar inglés y asumir los valores norteamericanos devino requisito para el acceso a los mejores empleos, expandiendo su influencia al habla y los gustos populares. Profesionales estadounidenses o cubanos formados en ese país pasaron a ocupar puestos clave en los grandes consorcios norteamericanos establecidos en Cuba, pero incluso la capacidad de ser bilingüe se convirtió en un atributo muchas veces decisivo para trabajar como oficinista o en hoteles, clubes y restaurantes.
El comercio fue inundado con productos norteamericanos y muchos establecimientos adoptaron nombres en inglés para reflejar el origen de sus propietarios o atraer a sus clientes. Las firmas y los métodos publicitarios estadounidenses transformaron la cultura del consumo y los patrones de vida de los cubanos. A ello contribuyó el temprano y vertiginoso desarrollo del cine, la radio y la televisión, portadores de productos y valores de esa sociedad, que se difundían mediante equipos de marcas norteamericanas. El ventilador, el refrigerador, las cocinas, y otros muchos productos domésticos, a la vez que mejoraron la calidad de vida de muchos cubanos, reforzaron la visión edulcorada sobre las bondades del sistema estadounidense en ciertos sectores.
El beisbol, introducido en Cuba durante el siglo XIX como resultado de la inmigración norteamericana o el regreso de estudiantes formados en ese país, en buena medida expresión de una contracultura que rechazaba las corridas de toros y otras formas de la cultura dominante española, devino deporte nacional y se conectó con las ligas profesionales estadounidenses, dando forma a un mercado donde se intercambiaban los atletas y las normas norteamericanas fueron asimiladas por los cubanos que lo practicaban en masa y disfrutaban con pasión de estos eventos. Algo similar ocurrió con el boxeo, hasta llegar a convertir a Cuba en una de las plazas más importantes a escala mundial de este deporte, con el consiguiente éxito de atletas cubanos que fueron aclamados como héroes nacionales.
La música de ambos países, conectada en ciertas expresiones por un tronco y transculturaciones comunes, se desarrolló a partir del intercambio de sonoridades y estéticas que enriquecieron esta manifestación artística y las ubicaron entre las más populares del mundo.
No deja de resultar paradójico que mientras se exportaban a Estados Unidos las tejas de las casas coloniales cubanas que eran demolidas y Miami quería parecerse a La Habana, la arquitectura norteamericana, que ya tenía cierta influencia desde el siglo XIX entre los sectores más pudientes de la población, comenzó a predominar en las construcciones del país. Barrios de la burguesía y la clase media cubana surgieron a partir de la fisonomía que imponían estas construcciones, muchas de ellas ejecutadas por empresas constructoras estadounidenses. Tampoco es casual que el Capitolio, sede del poder legislativo, constituya una réplica casi exacta de su similar norteamericano.
Por otra parte, millones de norteamericanos visitaban el país en calidad de turistas, configurando una industria destinada a servir los gustos de los visitantes. Desde el siglo XIX, Cuba devino un destino apetecido para el turismo estadounidense y tal interés se incrementó durante la ocupación y los primeros años de la República, pero su auge tendrá lugar a partir de la década de los años veinte, como resultado de las restricciones moralistas que impuso la “ley seca” en la vida cotidiana de los estadounidenses.
Según Pérez: “La noción de que Cuba existía, específicamente, para el placer de los norteamericanos, se afincó desde un principio, se prolongó en el tiempo y era el eje del significado que se asociaba con ser un turista estadounidense en Cuba” (Pérez, 2006: 256). Las consecuencias sociales y culturales que ello implicó para la sociedad cubana fueron mayormente funestas. Se diseminó la prostitución, el consumo de alcohol y el tráfico las drogas a niveles extraordinarios, hasta el punto que sobre estas bases se desarrolló buena parte de la industria del entretenimiento que hizo famosa a Cuba. Los grandes cabarets, casinos de juego, incluso los más modernos hoteles, surgieron vinculados a un mercado que funcionaba bajo el control de la mafia norteamericana, la cual llegó a vincularse orgánicamente con el poder gubernamental cubano.
A ello se sumó una nutrida inmigración procedente de Estados Unidos que, asociada al capital estadounidense, se aposentó en la Isla en calidad de inversionistas, comerciantes, campesinos, profesionales, incluso obreros calificados, llegando a establecer comunidades propias, diferenciadas del resto del país. Aunque la segregación y el racismo que las caracterizaban limitaron su integración con el resto de la sociedad cubana y esta afluencia tendió a disminuir a lo largo del siglo XX; colegios, redes eclesiásticas, clubes privados y asociaciones norteamericanas o “cubano-americanas”, donde se mezclaban con la oligarquía nativa, se expandieron por todo el territorio nacional, convirtiéndose en referentes de riqueza y poder.
Tales expectativas de consumo generaban también el rechazo y la rebeldía de los que se veían marginados de estas ventajas, sobre todo en un entorno tan desigual como el existente en Cuba, donde las diferencias entre la ciudad y el campo eran apabullantes. Un recurso para atenuarlas fue la religión. Comprometida históricamente con el poder colonial, la Iglesia católica cumplirá idéntica función ideológica en el neocolonialismo. Sin embargo, concentrada en los centros urbanos y vinculada básicamente con los sectores más privilegiados del país, esta Iglesia tenía poca influencia real en la población más humilde, especialmente la que habitaba en el campo. En buena medida los cultos sincréticos ocuparon este espacio, pero además las religiones protestantes se extendieron rápidamente por el país gracias al apoyo que recibieron del gobierno norteamericano, durante y después de la ocupación militar.
Con el propósito de “mejorar” a los cubanos mediante la modificación de los valores y actitudes que regían su vida cotidiana, miles de misioneros norteamericanos se asentaron en Cuba y para mediados del siglo XX los ministros protestantes superaban en cantidad a los sacerdotes y las iglesias católicas (Pérez, 2006: 352). La emergencia de ministros de origen cubano, así como las contradicciones resultantes de su mensaje bíblico con las formas de vida que imponía el sistema, transformaron en parte la naturaleza antinacionalista que tuvo esta religión en sus inicios, pero aun así continuó siendo un poderoso mecanismo de difusión de la cultura norteamericana en Cuba.
También la emigración de cubanos hacia Estados Unidos ha sido un canal para la constante influencia cultural norteamericana. Siendo una de las más nutridas de América Latina desde comienzos del siglo XIX, ese país fue el destino natural de un segmento de trabajadores particularmente preparados para enfrentar el reto migratorio, de exiliados como resultado de las luchas políticas cubanas y, sobre todo, de la oligarquía y la clase media cubana, que allí se formaban como profesionales u hombres de negocio.
En la década de los años cincuenta, “viajar al Norte” devino una moda en Cuba y miles de turistas visitaban ese país para disfrutar la novedad del aire acondicionado en los hoteles o aprovechar el bajo costo de las mercancías en relación con el mercado cubano. De hecho, esta posibilidad devino un negocio para muchos, por lo que desde esa época es posible apreciar la existencia de un mercado informal de mercancías entre Estados Unidos y Cuba, que se reproduce en la actualidad a través de los famosos “maleteros”.
Obviamente, esta influencia de la emigración en la cultura cubana se consolida y adquiere perfiles ideológicos específicos, como resultado del papel que pasa a desempeñar en la política de Estados Unidos contra la Revolución Cubana. Definida a partir de una composición clasista representativa de los sectores más privilegiados de la sociedad neocolonial cubana, en los primeros momentos, la emigración aparece como una opción contrarrevolucionaria, determinando un enfrentamiento político tan abarcador, que ello condujo a un rompimiento casi absoluto con la sociedad cubana.
Sin embargo, en la medida en que se restablecieron los contactos y cambió la composición social de los nuevos emigrados, también se modificó la percepción de la sociedad cubana hacia los mismos, entre otras cosas, porque a partir de la crisis de los años noventa en Cuba, muchas de estas personas emigran con el propósito de ayudar a sus familias y el vínculo con ellas continúa siendo muy estrecho.
Aunque en buena medida despojada de la función política que le dio origen, la emigración continúa siendo un problema ideológico para Cuba, toda vez que no deja de ser una solución individualista frente al proyecto colectivo del socialismo. Las posibilidades de consumo aparecen además como la motivación fundamental de los que emigran y su contacto con la sociedad cubana está regido por actitudes consumistas que tienden a reproducir esta conducta en el país.
A ello se suma que la cultura cubanoamericana, resultado de la integración de los inmigrantes cubanos a la sociedad norteamericana, se caracteriza precisamente por su idolatría del mercado y tal influencia penetra de muchas maneras en la cultura popular cubana. Tal realidad plantea una dinámica muy compleja para el contacto de la sociedad cubana con la emigración, por demás no solo inevitable, sino también estratégicamente favorable para Cuba, a pesar de los inconvenientes mencionados.
Aunque la ideología de la dependencia aparece como un todo encaminado a articular la hegemonía extranjera, en el proceso de liberación es necesario saber discriminar lo que realmente requiere ser erradicado y lo que constituyen aportes legítimos de la cultura norteamericana al desarrollo del país, hasta integrarse en el concepto de “lo nacional” para enriquecerlo. Evidentemente no fue una buena política haber prohibido en determinado momento la difusión de la música norteamericana en Cuba y vincular cualquier manifestación de esa cultura con la “penetración ideológica del imperialismo yanqui”, pero tampoco lo es aceptarla de manera acrítica, sin tener en cuenta los valores formales, políticos y éticos que le sirven de contenido.
Muchas han sido las contribuciones de la cultura norteamericana a la cubana, en particular, ilustrar al pueblo cubano en cuanto a los avances de la ciencia y la técnica, facilitando la capacidad para asimilar estos adelantos, lo que se potencia como resultado de los avances educacionales alcanzados durante el proceso revolucionario. Sin embargo, “dentro del paquete” también hemos estado expuestos a la influencia consumista que le sirve de base a esta cultura, lo cual constituye uno de los elementos más nocivos de la reproducción irracional del capitalismo y factor ideológico clave para la articulación del modelo hegemónico norteamericano a escala internacional.
El desarrollo del consumo está asociado a la satisfacción de las necesidades crecientes de la humanidad. El dilema que se plantea es diferenciar las legítimas de las superfluas, hasta el punto de ser contraproducentes para el desarrollo, debido a sus consecuencias dilapidarías de los recursos naturales, la reproducción de inequidades insostenibles desde el punto de vista humano y la promoción de actitudes sociales que alientan la banalidad y el egoísmo. No por gusto los divinos mandamientos establecen la avaricia entre los pecados capitales.
En la actualidad el mercado capitalista está diseñado para “fabricar” necesidades ficticias con tal de maximizar las ganancias. Hacia este propósito se orientan las técnicas de mercadeo, la producción con obsolescencia programada y el culto a la banalidad en el consumo. Incluso necesidades reales y productos culturales legítimos adulteran su esencia como resultado de la mercantilización. El consumismo no es el resultado de la saturación de la oferta como consecuencia de la satisfacción de la demanda básica, ni siquiera un requisito esencial de la reproducción del capital y el potencial tecnológico, sino una forma de vida, donde la capacidad de consumo desmedido define la rentabilidad de las empresas y el lugar de las personas en la sociedad.
Es también un recurso hegemónico, en la medida en que la sociedad aparece dividida en “perdedores y ganadores”, según sea su acceso al mercado. La cultura de la llamada “clase media” no solo se relaciona con el real poder adquisitivo, sino con una conducta que servirá de patrón de éxito y bienestar para toda la población. Cuando la ropa exhibe sus marcas, no es para enfatizar una calidad inalcanzable para otros productos, sino para mostrar un estatus social determinado por el gusto y el acceso económico a este tipo de mercancías. Muchas veces, hasta los ricos se disfrazan de clase media porque resulta chic.
El individualismo define la ideología capitalista y el consumismo es su patrón de medida. Una de las grandes fortalezas del capitalismo, que lo diferencia de cualquier otro modelo social en la historia, es el mito de que todo individuo está en capacidad de triunfar por sí solo si se aplica en el empeño, no importa cuáles sean las circunstancias. Para algunos, esto será una motivación para superarse, trabajar mejor y comportarse adecuadamente. Pero la ética del capitalismo, con todo el peso que realmente ha tenido la religión y el respeto a las leyes en la prédica de sus postulados, no excluye valerse de cualquier medio con tal de alcanzar el éxito personal. Tampoco este objetivo se subordina al bien común, lo que explica la crisis de valores que se extiende por todo el planeta. Al margen de otras consideraciones, el núcleo duro de la lucha ideológica y cultural contra el capitalismo se centra en la crítica al consumismo, toda vez que aquí se expresan las aberraciones fundamentales del sistema.
Más que un modelo rígido de organización social, como a veces ha sido interpretado, el socialismo constituye un proceso que no tiene otra alternativa que partir de las bases capitalistas que pretende transformar. Por eso, a pesar de contraponerse con los ideales y las metas del socialismo, el consumismo encuentra caldo de cultivo favorable en las tradiciones cubanas y reafirma su influencia en el país a través de todas las vías imaginables: los medios de comunicación masiva, la tecnología, las modas, el contacto con otros pueblos. Esto explica la contradicción de que a pesar de haber demostrado una inmensa capacidad para resistir todo tipo de penurias con tal de mantener el proyecto socialista, la austeridad no se ha implantado en la conciencia de la mayoría de los cubanos, sino que es concebida más como un sacrificio que una virtud, apareciendo grandes apetitos consumistas en cuanto surge la oportunidad de hacerlo.
Discernir cómo esto repercute en la política no es nada sencillo y mucho menos enfrentar la solución de este problema, toda vez que también el concepto de “austeridad” debe ser adecuadamente ponderado. No se trata de reducir el consumo a niveles elementales – como han intentado sin éxito algunas religiones fundamentalistas, ciertas comunidades o determinados países socialistas en diversos momentos –, desconociendo que el avance de la sociedad no se sustenta en la racionalidad de lo indispensable, sino que implica transformaciones culturales que incluyen la modificación de gustos, el rechazo a la rutina, el atractivo de lo novedoso y la capacidad para relacionarse con otras culturas. Tampoco puede conducir a desconocer los avances tecnológicos y su aporte a la calidad de vida de las personas.
Mediante políticas estatales es posible establecer cierto balance en el consumo y limitar sus excesos: leyes para la protección de la naturaleza y el medio ambiente; gravámenes a los artículos suntuosos, el control de la publicidad a partir de exigencias éticas y procedimientos que hagan realmente efectivo el derecho de los consumidores, pueden contribuir a este propósito. Pero sobre todo se requiere la construcción de una cultura, dado que la intención de consumir, con uno u otro criterio, corresponde a los individuos y no existen formas para regular efectivamente sus efectos de manera impositiva.
En verdad, el consumismo, ya sea como resultado de la lógica del sistema o como consecuencia de políticas aplicadas por las grandes empresas con el respaldo de los estados, ha trastocado el propio mercado capitalista hasta hacerlo inviable si no transforma el patrón consumista, lo que plantea una disyuntiva vital para la propia preservación de la especie humana, como ha alertado Fidel Castro.
En la medida en que esta conciencia se extienda por el mundo, convirtiéndose en la contracultura del consumismo, no existen razones para suponer que el pueblo cubano no esté en condiciones de comprender el dilema y adecuar su conducta a tales exigencias. Sin embargo, no se trata de algo que pueda dejarse a la espontaneidad del proceso, sino que se requiere de un esfuerzo educacional que parta de esta realidad objetiva y coloque al socialismo como una alternativa legítima frente a los entuertos que provoca el neoliberalismo.
No basta adoptar una posición antimperialista en términos políticos para erradicar en la conciencia de las mayorías los sedimentos ideológicos que sirvieron de sustento al sistema neocolonial cubano, máxime cuando tales presupuestos han devenido paradigma de la cultura universal, como resultado de la hegemonía alcanzada por Estados Unidos en esta esfera.
Aislarse de la influencia de la cultura norteamericana es imposible en el mundo contemporáneo, toda vez que penetra de muchas maneras en el tejido social de todos los países y existen políticas muy abarcadoras encaminadas a promoverlas, configurando el escenario internacional en este sentido. No descubro nada, hace ciento sesenta años Marx y Engels dijeron que “las ideas de las clases dominantes son las ideas dominantes en cada época” (Marx y Engels, 1846) y Gransci lo definió como un terreno fundamental de las luchas contrahegemónicas. Mucho más en la actualidad, cuando esta influencia se globaliza por generación espontánea, como consecuencia del desarrollo de las tecnologías de la comunicación y la información.
A favor de Cuba está el hecho que la cultura norteamericana no se presenta con el atractivo de lo exótico, como puede ocurrir en otros países, sino como una realidad con lo que el pueblo cubano ha tenido que convivir a la largo de su historia y donde la “promoción de los valores estadounidenses”, como recurso de la dominación, ya ha pasado por el filtro de la confrontación, sin impedir que en el país triunfara la primera revolución antineocolonialista del Tercer Mundo.
Por otro lado, la propia globalización de las comunicaciones y la información también saca a flote las contradicciones de la “cultura norteamericana”, en tanto expresión de los conflictos sociales y étnicos que se incuban en ese país, contribuyendo a su desmitificación, lo que abre espacios para discernir lo positivo de lo negativo de sus expresiones. Un pueblo culto es aquel que sabe identificar sus verdaderas necesidades materiales y espirituales, así como apropiarse con inteligencia de los productos que se le ofrecen.
La moraleja es que adentrarse en la comprensión de esta realidad puede resultar el mejor antídoto frente a la aceptación acrítica del American Way of Life por parte del pueblo cubano y su mejor preparación para la compleja situación que implica el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos. Como esto no es posible desde el aislamiento, se impone hacer todo lo contrario, o sea, ampliar el acceso a información y el intercambio con la sociedad norteamericana, así como potenciar su análisis, mediante la investigación y el debate de lo que allí acontece.
En esto consiste la actual “batalla de ideas”, que no es igual que en el pasado aunque refleje su continuidad, sobre todo, porque es distinto el entorno económico y político en que tiene que desarrollarse. Ya en Cuba no impera la efervescencia que acompaña la victoria de los procesos revolucionarios, tampoco se vive en un mundo de auge revolucionario que movilizó a las masas y el compromiso individual a favor de estas causas, incluso la viabilidad del socialismo, como modelo económico y social, está puesto en dudas debido al fracaso del “socialismo real” en la antigua Unión Soviética y el resto del campo socialista europeo, lo que ha generado apatía en ciertos sectores o diferencias doctrinarias dentro de las propias filas revolucionarias.
Se vive un período de incertidumbres, que se expresa en los problemas de gobernabilidad que aparecen en todas partes, sin importar el signo político de los gobiernos, y aunque ello esto no acontece en Cuba con la misma intensidad, el pueblo cubano no está exento de estas influencias.
También ha cambiado el sujeto político. Ya no se trata de un pueblo ignorante y desprotegido, cuyas metas se resumían en el acceso al trabajo, la educación, la salud pública y la asistencia social, sino en continuar progresando asumiendo estos logros como derechos conquistados que se aspiran a conservar, pero insuficientes para las aspiraciones de muchas personas en la actualidad. En estas condiciones, las metas políticas se tornan menos épicas, así como más sofisticadas y difíciles de consensar, lo que determina que no existan respuestas simplistas para estas inquietudes y mucho menos que resulten funcionales los viejos dogmas y las consignas gastadas.
No es de extrañar que, sobre todo los jóvenes, con expectativas de vida avaladas por el propio desarrollo humano generado por la Revolución, relacionen sus motivaciones existenciales más con la superación individual que con proyectos colectivos que, aun siendo percibidos como justos, no satisfacen todas sus aspiraciones. Esta aparente contradicción entre lo individual y lo colectivo, resuelta en buena medida por la Revolución en sus inicios, aparece hoy día como una “crisis del desarrollo humano alcanzado” y se expresa en la realidad de que Cuba produce un capital humano que el mercado laboral nacional no puede absorber a plenitud, lo que explica el incremento de la emigración y las distorsiones del mercado laboral interno.
Tales contradicciones solo tienen una solución definitiva en el desarrollo económico, por lo que el propósito de consolidar un socialismo “próspero y sustentable” resulta indispensable para articular el consenso político y ello debe realizarse en las difíciles que condiciones que impone la inserción del país al mercado mundial capitalista -toda vez que no existe otra alternativa-, donde las relaciones con Estados Unidos resultan una necesidad, al margen de sus efectos indeseados.
No es ocioso volver a Marx y Engels: “Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes” (Marx y Engels: 1846), lo que se traduce en que en el socialismo “las relaciones materiales dominantes” deben corresponderse con los objetivos del sistema. No basta entonces el desarrollo de cualquier economía, está más que demostrado que el crecimiento económico, por sí solo, no genera el bienestar general y mucho menos la estabilidad social y política de los países, sino que hace falta dotarlo de un sentido colectivo que oriente sus avances hacia el bien común y así enfrentar la irracionalidad del consumismo. Ello es función de la política y el trabajo ideológico, pero también de la propia lógica económica.
En resumen, la influencia de la cultura norteamericana forma parte del escenario inevitable de las luchas políticas cubanas y se gana o se pierde en este contexto. Cuba cuenta a su favor con la experiencia acumulada a lo largo de la historia; una identidad nacional sólida, donde la independencia y la soberanía constituyen elementos muy poderosos de la conciencia de la población; incluso con algo que solo pueden explicar los psicólogos: el orgullo generalizado de ser cubano. También cuenta con un sistema de la distribución de la riqueza nacional que se traduce en beneficios universales concretos, los cuales sustentan el consenso social e imponen sus reglas a la evolución de cara al futuro.
La cultura cubana es el mecanismo para potenciar estos valores. Hay que proteger expresiones y los símbolos de nuestras tradiciones, pero también insertarla en la conducción de la economía nacional, hasta dotarla de su propia identidad, lo que se traduce en “reinventar” el socialismo cubano para adecuarlo a las nuevas realidades. Ello supone un esfuerzo intelectual extraordinario y la búsqueda de nuevos consensos, donde, mediante el convencimiento y la cultura, lo colectivo sea el fruto de la voluntad individual y no su contrario.
En la posibilidad singular de articular la democracia popular de manera consciente hacia estos objetivos, con pleno sentido de una libertad personal asociada al respeto y el cuidado de los demás, radica, desde mi punto de vista, la diferencia fundamental entre el socialismo y el capitalismo en las actuales circunstancias y en ello estriba la principal fortaleza de Cuba para discernir entre lo bueno y lo malo de la influencia de la cultura norteamericana en el país.
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Fuente de la imagen:http://www.embajadacuba.com.ve/cuba/informacion-general/simbolos-nacionales/