Page 1950 of 2424
1 1.948 1.949 1.950 1.951 1.952 2.424

El docente como ventana de la cultura

Por Miguel Angel Pérez

Hace tiempo, en una charla con Pedro Hernández, investigador de la Universidad de La Laguna en Tenerife, España, él hacía un recuento de las distintas imágenes y estilos de ser docente. En su propuesta, Pedro decía que “si para muchos niños y jóvenes la única ventana que tendrán para conocer la cultura es el maestro o maestra que tienen enfrente, entonces necesitamos maestros cultos y buenos contadores de historias”. Esta idea del docente que sirve como medio o como ventana para acceder a la cultura, lo planteo en este momento a propósito de dos cosas: a) de la cercanía en la realización de la versión 30 de la Feria Internacional del Libro (FIL) y b) el bombardeo de la evaluación docente y de los riesgos que se han generado producto de la misma.

En unos días estaremos celebrando la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, dicho hecho sin duda es relevante sobre todo, para algunas personas del grupo de la Universidad que ha hecho posible dicha empresa. Sin embargo, en el terreno social dicho evento a treinta años de distancia no nos ha hecho ni más cultos ni mejores lectores, tal vez estos objetivos no han sido planteados por el comité organizador, pero si no nos planteamos un compromiso social de un evento académico o cultural entonces estaremos simulando o capitalizando para unos pocos lo que debiera ser para muchos. La FIL sin duda es un evento trascendente en sí mismo, pero en el plano local y considerando el tejido cotidiano y la vida de todos los días de nuestras escuelas y nuestras prácticas educativas, no tiene mucho sentido dicho evento.

En el otro plano, la vida y la figura del docente, se ha visto empequeñecida por el bombardeo educativo. La evaluación punitiva ha generado un clima de paranoia en las prácticas educativas, los docentes no se sienten ni libres, ni seguros en su trabajo, ni tampoco realizan su tarea de manera flexible y despreocupada. Evaluar su desempeño, es dudar de sus resultados, de su nivel, preparación y compromiso profesional y de encontrar a toda costa inconsistencias en lo que realizan. El docente culto, es decir, aquella persona que ha tenido acceso a lo que la humanidad ha logrado acumular en términos básicos de conocimientos, avances científicos y tecnológicos, artes etcétera, es aquel que está bien informado, que tiene opiniones autorizados sobre algunos tópicos, sobre todo los relacionados con su profesión, que tiene una postura personal ante la política educativa, que conoce a los alumnos a su cargo y sabe qué requieren para aprender y actúa en consecuencia.

Todo ello se conjunta desde una perspectiva articulada, de la falta de espacios de acción y participación para los docentes. El SNTE ha usurpado el espacio de los maestros a participar culturalmente en el FIL y los docentes no han sabido apropiarse de un espacio que si bien no es suyo abre posibilidades para su participación.

La cultura de los maestros y maestras debe llegar de alguna parte, recuérdese que esa es la única ventana para miles de niños y niñas, el requerir maestros cultos no es sólo de un beneficio de la persona, es para provecho de miles de usuarios y beneficiados que serán mejores alumnos y mejores personas, si tuvieran a maestros que los lleven por los senderos, por el paseo y por los largos historias de una cultura interesante y significativa.

*Profesor-investigador de la Universidad Pedagógica Nacional, Unidad Guadalajara. mipreynoso@yahoo.com.mx

Fuente: http://www.educacionfutura.org/el-docente-como-ventana-de-la-cultura/

Iamgen: www.educacionfutura.org/wp-content/uploads/2016/09/escuela-rural.jpg

Comparte este contenido:

6,5 horas El tiempo semanal en los deberes

Por DIEGO J. GENIZ

  • Los alumnos granadinos pasan más tiempo haciendo ejercicios en casa que los escolares de otros países
  • Este esfuerzo no se ve recompensado con altos resultados académicos

Seis horas y media. Éste es el tiempo medio que emplea a la semana un alumno granadino en hacer los deberes, una duración -ampliable a todo el territorio nacional- que supera la media de los países integrados en la OCDE (Organización para el Conocimiento y Desarrollo Económico), organismo mundial encargado de realizar los famosos informes PISA. De hecho, España se coloca entre los primeros países con mayor carga de tareas fuera del horario lectivo, y ello pese a haber reducido este tiempo en casi una hora en diez años.

Al margen de la polémica surgida las últimas semanas -a raíz de la huelga de deberes convocada por las asociaciones de padres de alumnos- sobre la conveniencia de que un menor disfrute de mayor tiempo libre al llegar a casa, los pedagogos y profesionales de la enseñanza se centran estos días en debatir sobre el efecto perjudicial que pueden provocar estos ejercicios si se tiene en cuenta que España no logra buenos resultados en el informe PISA. Una situación a la que se añade el alto fracaso escolar que sufren los alumnos.

Numerosos expertos consideran que existe una relación causa-efecto entre la alta carga de deberes y dichos resultados. Más allá de esta teoría, lo cierto es que la cantidad de tareas extraescolares que soportan los alumnos españoles se encuentra entre las más altas de los estados miembros de la OCDE. Un informe reciente de este organismo colocaba a España como el quinto país con la media de tiempo más elevada para realizar deberes. En concreto, según dicho análisis, un menor de 15 años (tercero de la ESO) pasa 6,5 horas a la semana realizando tareas de refuerzo fuera del horario lectivo. Esto supone que, de lunes a jueves y en función de una distribución homogénea, llegado a ese curso un alumno emplea 1,6 horas al día en desarrollar estos ejercicios. No obstante, el tiempo semanal de los deberes se ha reducido los últimos años, pues hace una década las actividades encargadas para fuera del aula suponían un cúmulo de 7,5 horas.

Pese a dicha merma, España aún está lejos de alcanzar la media de la OCDE, que se sitúa en cinco horas a la semana, es decir, tres cuartos de hora al día de lunes a jueves, por lo que los escolares españoles emplean más del doble del tiempo al día (siempre en función de esta distribución horaria) haciendo deberes.

Resulta curioso analizar la postura que han adoptado algunos países respecto a estos ejercicios. En varios estados se encuentran muy regulados, no sólo en la duración, sino en el tipo de tareas que se encargan, mientras que en otros, como España, se deja en manos de las comunidades autónomas, responsables de desarrollar las competencias educativas. Caso curioso es el de Canadá, que logra el puesto número 9 en cuanto a lectura en el informe PISA. Lo primero que exige este país norteamericano es que los deberes sean «una actividad comprometida y relevante», aspecto en el que inciden muchos pedagogos. La Mesa del Distrito Escolar de Toronto ha establecido una política sobre dichos ejercicios, según la cual, en Primaria deben consistir en «lectura, juegos y diálogos en familia». Cuando se llega a las enseñanzas medias, no han de superar en ningún caso la hora diaria.

Tal es la preocupación por que un menor tenga un equilibrio horario entre actividades extraescolares y el tiempo que ha de compartir con su familia, que en 2008 el Consejo de Toronto estableció unas pautas según las cuales no se deben encargar deberes a los niños de Infantil. En esta etapa se «anima» a las familias a comprometerse en actividades de «aprendizaje humano», como jugar, hablar y leer juntos.

Llegados al instituto, los alumnos no deben emplear más de una hora en reforzar los conocimientos en casa durante los primeros cursos de la ESO. Un límite horario que debe quedarse en los 120 minutos cuando se acabe esta etapa, e incluso, en el Bachillerato. Las instrucciones del distrito educativo de Toronto prohiben asignar deberes en vacaciones o días de fiesta. Dicho consejo propone a los padres que envíen «ejemplos» de actividades «significativas, relevantes y atractivas» para sus hijos.

Otro país modélico en cuanto a educación es Finlandia, que ocupa siempre los primeros puestos en el PISA. Un país donde las familias se convierten en auténticos agentes de la comunidad educativa debido a su implicación en la escuela. Cada clase va seguida de 15 minutos de descanso para que los alumnos realicen en este tiempo las actividades de refuerzo y así no llevárselas a casa. Una vez fuera de la escuela, se intenta que el menor goce de tiempo libre para conocer su entorno inmediato y aplicar en él los conocimientos aprendidos en el colegio.

En otros países se han fijado varios criterios a la hora de encargar los deberes, como ocurre en Australia, donde las actividades extraescolares no pueden durar más de una hora a la semana durante los tres primeros cursos de Primaria. Este límite horario llega a los 180 minutos semanales al pasar a Secundaria. Al final de esta etapa no deben exceder de las cinco horas semanales. Una condición que establece el Departamento de Educación australiano es la de que cada tarea que se encargue ha de adecuarse a las necesidades individuales de un alumno, por lo que no se trata -como ocurre en demasiadas ocasiones en España- de deberes generalizados, sino personalizados, que contribuyen a mejorar el rendimiento académico de un escolar atendiendo a sus características.

El debate de estos ejercicios llegó a Gran Bretaña en 2009, cuando la Asociación de Profesores y Maestros aprobó una moción que exigía la abolición de los deberes en Primaria al calificarlos de «pérdida de tiempo que debe emplearse en un aprendizaje eficaz fuera del aula».

En el lado opuesto se encuentran países como Rusia y Grecia, que encargan una gran cantidad de deberes fuera del aula. Estados, por otro lado, que obtienen resultados pésimos en el PISA. En Rusia la jornada lectiva empieza a las 8:45 y acaba a las 13:00. Los alumnos de los primeros cursos invierten dos horas diarias en hacer tareas extraescolares.

En Secundaria el tiempo que los estudiantes pasan en clase alcanza las 40 horas semanales, a las que se suman las cuatro horas diarias en realizar ejercicios en casa. La única excepción son los fines de semana, cuando no se encargan deberes.

En Grecia estas tareas no duran más de una hora al día en Primaria, pero en Secundaria ya se triplican. En este país es habitual que los escolares acudan por la tarde a una academia para reforzar las materias más difíciles.

Dentro de España existen comunidades que cuentan con normativas para regular los deberes. En Galicia están prohibidos desde 1997, mientras que en Cataluña se dictaron unas instrucciones según las cuales se recomienda «evitar fuera del horario lectivo la realización de tareas repetitivas no contextualizadas o de una duración excesiva». La normativa catalana establece que dichos ejercicios en ningún caso «han de obstaculizar la necesaria dedicación de los alumnos al tiempo de ocio».

La Consejería de Educación de la Junta de Andalucía aún no ha establecido ninguna norma o decreto al respecto. Fuentes del departamento que dirige Adelaida de la Calle explican que la ausencia obedece a una «falta de demanda» al respecto, por lo que la decisión para encargar la cantidad de deberes y el tipo de actividades a desarrollar fuera del aula se deja en manos de los equipos directivos de los centros de enseñanza, de los departamentos didácticos y, en la mayoría de los casos, de los docentes.

Comparte este contenido:

Los desafíos de la educación superior en el siglo XXI

Por. Juan Carlos Rabbat

El conocimiento está disponible, en forma rápida, gratuita y con diversidad de fuentes, y obliga a las universidades a renovarse. El uso de la tecnología debe ser clave para adaptarse a esta profunda revolución.

Los cambios sociales y la tecnología van prefigurando un mundo totalmente transformado respecto de lo que era un siglo atrás. La ciencia nos ha cambiado la vida de una manera que nunca antes había ocurrido en semejante extensión en tan poco tiempo. Nos trajo a la modernidad vertiginosamente.

Si hoy revivieran mis bisabuelos fallecidos a fines del siglo XIX, seguramente no reconocerían el mundo en el que vivimos. Dentro de poco veremos circular autos sin nadie que los conduzca, no es ciencia ficción, ya están los prototipos circulando.

Tal es el cambio en todos los órdenes que nada es igual, pero mejor deberíamos decir que casi nada es igual.

Mis bisabuelos sí reconocerían perfectamente un aula moderna, es casi igual a la de cien años atrás y, mucho peor aún, casi igual a la de hace 2.500 años, en las épocas en que los filósofos griegos enseñaban en la academia de Platón. Modernizar la educación es imperioso. Hoy nuestro sistema educativo es anacrónico.

Modernización. El conocimiento está disponible, en forma rápida, gratuita y con diversidad de fuentes y en cualquier lugar que tenga una conexión a internet. Internet y la telefonía celular están produciendo la revolución más democrática e inclusiva que se ha dado en la humanidad. Hay más celulares que habitantes en el mundo.

Así como la imprenta amplió el acceso a la educación desde la Edad Media, internet nos permite poner el conocimiento en el teléfono móvil de cualquier habitante en cualquier momento y lugar en el mundo.

Es icónico hoy ver a un maestro o un profesor competir por el interés de sus alumnos contra los teléfonos celulares; en vez de integrarlos al proceso de enseñanza-aprendizaje los prohibimos. Es una lucha desigual la de los docentes: un sistema del Medioevo en el medio de la revolución de la informática y las comunicaciones. Tenemos la obligación de modernizar la educación.

Los alumnos se aburren escuchando sin participar. Necesitan percibir con claridad el valor de los contenidos que se les ofrecen y de las habilidades que incorporan en su proceso de estudio.

Cada vez son más los que se resisten a cursar asignaturas o completar ciclos educativos regulares. Muchos alumnos sienten las clases como una pérdida de tiempo, sólo un compromiso legal para acceder a una certificación.

Yo me eduqué con metodología tradicional en un sistema educativo, escolástico, autoritario, discriminador, desmotivante donde el concepto primordial según sus exégetas era: “Se aprende sufriendo, se aprende sólo con sacrificio. Para cultivar el espíritu, nos decían. El alumno debe aceptar sin ningún juicio personal la iluminación que proviene del profesor que, omnipotente, todo lo sabe”.

Tuve la fortuna de descubrir la belleza del conocimiento y amar el aprender. Eso me hizo más tolerable soportar los años y currículos de estudio. Con el tiempo, como docente descubrí que el alumno aprende más cuando disfruta que cuando sufre, y eso marcó mi vida de educador.

Necesitamos que la educación deje de ser una obligación desagradable, que haya una juventud entusiasta por educarse, no sólo por la promesa de progreso que trae sino porque es placentero y motivante hacerlo.

Cambios. Para lograr lo anterior se requiere no sólo presupuesto para mejorar la educación y aumentar la inclusión. Se requiere coraje para abordar los cambios y adecuar la educación a los usos y costumbres del siglo XXI. Ya no se necesita formar operarios adocenados que realicen tareas rutinarias en los procesos de producción ni profesionales con buena memoria, eso lo hacen hoy mejor las máquinas, los robots de todo tipo que cotidianamente se incorporan a la vida cotidiana.

Ya es difícil distinguir cuando hacemos una consulta telefónica si nos responde un bot o un humano; en poco tiempo una gran parte de las actividades serán realizadas por robots.

Se requiere formar técnicos y profesionales pensantes, críticos, con capacidad de aprender y con competencias profesionales adaptadas a las necesidades de hoy.

Desde la universidad creemos que la educación mejora la vida de la gente y la vida de los países. Como también estamos convencidos de que todo lo que hagamos por llevar más y mejor educación a más gente contribuirá a que nuestra sociedad sea más civilizada, con progreso, con mejor calidad de vida y convivencia.

Lograr el desarrollo como país y eliminar la pobreza requiere que toda la población alcance niveles de educación superiores a los actuales. Pero también diferentes a los actuales. Muchos oficios de hoy desaparecerán y se necesitarán nuevos conocimientos y competencias. Así como desapareció el mecanógrafo y el telefonista, desaparecerán muchas de las actividades que hoy hacemos en cada una de las actividades donde nos desempeñamos.

*Presidente y Fundador de la Universidad Siglo 21.

Fuente: http://www.perfil.com/universidades/los-desafios-de-la-educacion-superior-en-el-siglo-xxi.phtml
Imagen: revistafal.com/wp-content/uploads/203-educación-lozano-FOTO-01-Archivo.jpg
Comparte este contenido:

Programa de evaluación formativa, para fortalecer las competencias docentes en Colima

por: Ramón Solórzano Robledo

Con una asistencia de 151 docentes en tres municipios: Colima Tecomán y Manzanillo, el sábado 19 de noviembre dio inicio la primera etapa del Programa de Evaluación Formativa en el estado de Colima, el cual, tiene como propósito formar al personal docente en la cultura de la evaluación, mediante:

  • El análisis de los tipos de evaluación y su utilidad
  • Elaboración de diversos tipos de instrumentos de evaluación (exámenes, rúbricas, preguntas abiertas, etc.)
  • Elaboración de reactivos
  • Análisis de resultados
  • Uso de materiales para mejorar resultados obtenidos

El programa es voluntario, ya que los docentes de los centros escolares se inscribieron vía el sitio web de la dependencia, previa convocatoria informada a los supervisores de las zonas escolares del estado de colima, para su difusión.

En la propuesta se integran elementos como:

  • La formación para la cultura de la evaluación
  • La aplicación de la evaluación
  • Uso de los resultados de las evaluaciones

La cual, surge de la solicitud de supervisores escolares ante el interés que presentan algunos docentes en la formación de procesos de evaluación de los aprendizajes.

maestros_161015-759x500El programa incluye la evaluación formativa en las asignaturas:

  • Español
  • Matemáticas
  • Ciencias
  • Historia

Además, integra algunos proyectos de investigación sobre evaluación educativa, como son:

  • La función formativa de las tareas escolares
  • El examen como instrumento de evaluación
  • El uso de los programas de estudio en la planeación didáctica

Para su aplicación, el programa se organiza en seis procesos formativos:

  • Sesión I: Cultura de la evaluación (19 de noviembre del 2016)
  • Sesión II y III: Elaboración de reactivos de opción múltiple (26 de noviembre del 2016 y 14 de enero del 2017)
  • Sesión IV: Elaboración de reactivos de respuesta abierta (21 de enero del 2017)
  • Sesión V: Construcción de rúbricas (11 de marzo del 2017)
  • Sesión VI: Construcción de listas de cotejo y escalas estimativas (18 de marzo del 2017)

Finalmente, algunos de los facilitadores que estarán participando en el proceso de formación son:

  • Susano Madrid Ortiz
  • José León Polanco
  • Claudia Gaona Escobar
  • Ramón Solórzano Robledo
  • Mtra Martha Ofelia Aoki Hernández
  • Claudia Marcela Tinoco Vázquez

Fuente: http://www.educacionfutura.org/programa-de-evaluacion-formativa-para-fortalecer-las-competencias-docentes-en-colima/

Imagen: www.educacionfutura.org/wp-content/uploads/2016/11/rsolo.png

Comparte este contenido:

La derecha y la educación

 Por. Miguel Angel Belloso

Por si a alguno le quedaba duda de que esta legislatura será tremendamente compleja y de resultados mediocres, ya tenemos el primer botón de muestra. Todos los partidos de la oposición se han puesto de acuerdo para detener la ley educativa del PP, a pesar de que éste ya había retirado la polémica reválida y había ofrecido un pacto al que yo no acabo de ver ningún lado favorable. Las relaciones de la derecha con el sistema educativo han sido siempre tumultuosas y, como se explica en el último número de Actualidad Económica, que ya tienen en el quiosco, han acabado en sonoros fracasos. Todos los intentos del PP por reformar la educación se han estrellado con el frente invencible de socialistas y de nacionalistas, y no hay ninguna razón para pensar que ahora suceda algo diferente, con el consiguiente perjuicio para nuestros jóvenes.

Lo que va a ocurrir en los próximos meses evoca una historia desgraciada de la que el propio Rajoy ha sido protagonista en primera persona, y no precisamente como actor honorable. En noviembre de 1997 el PP, que gobernaba en minoría, sufrió en el Congreso el primer varapalo de aquella legislatura. Los grupos se unieron para rechazar el proyecto estrella del Ministerio de Educación de Esperanza Aguirre, el llamado Decreto de las Humanidades. Catorce meses después, Rajoy asumió la cartera. Aznar debió de pensar que un hombre tranquilo y dialogante era el más indicado para apagar el fuego iniciado por la ministra liberal. No hubo más incendios, desde luego, pero tampoco reforma.

Cuando en el año 2000 el PP consiguió la mayoría absoluta, la nueva ministra de Educación, Pilar del Castillo, trabajó en la elaboración de la LOCE, una norma que tenía como objetivo mejorar los resultados del sistema y reivindicar el esfuerzo, la disciplina y el estudio como valores imprescindibles, valores que los socialistas siempre han denostado. La LOCE debería haber comenzado a impartirse en el curso 2004-2005, pero en marzo de 2004 ganó las elecciones José Luís Rodríguez Zapatero, que inmediatamente anunció su paralización. En mayo de 2006 se aprobó una nueva reforma, la LOE, que decía recuperar el espíritu «integrador» que, según los socialistas, la Ley de Calidad había quebrantado.

En 2011 ganó de nuevo el PP las elecciones con mayoría absoluta y Rajoy decidió emprender el cambio de un modelo que todos los estudios y evaluaciones internacionales han denigrado. Nada. Imposible. Para la izquierda pedagógica, las evaluaciones finales previstas por la llamada ley Wert eran un auténtico atentado contra la equidad del sistema y, para los nacionalistas, sobre todo para los catalanes, el trato que se daba a su lengua resultaba intolerable. Me temo que estamos ante la repetición de la historia. Dado que desde hace 30 años todas las leyes educativas las han hecho gobiernos del PSOE, no resulta aventurado pensar que, en realidad, lo que se pretende decir al PP es que se abstenga de reformar lo que socialistas y nacionalistas hace tiempo que han acordado. Deseo equivocarme.

Fuente: http://www.elmundo.es/economia/2016/11/27/5838311d22601da8758b466c.html

Imagen: e01-elmundo.uecdn.es/assets/multimedia/imagenes/2016/11/25/14800782175633.jpg

Comparte este contenido:

La Révolution sans prendre le pouvoir ? À propos d’un récent livre de John Holloway

Peut-on parler d’un courant libertaire, comme si un même fil se déroulait à travers l’histoire contemporaine et comme s’il était possible d’y repérer suffisamment d’affinités pour que ce qui l’unit l’emporte sur les différences ? Un tel courant, si tant est qu’il existe, est en effet marqué par un fort éclectisme théorique et traversé d’orientations stratégiques non seulement divergentes, mais souvent contradictoires. Nous retenons cependant l’hypothèse qu’il existe bien un « ton » ou une « sensibilité » libertaire, plus large que l’anarchisme en tant que position politique spécifiquement définie. Ainsi, est-il possible de parler d’un communisme libertaire (illustré notamment par Daniel Guérin), d’un messianisme libertaire (Walter Benjamin), d’un marxisme libertaire (Michaël Löwy, Miguel Abensour), voire un « léninisme libertaire » qui trouverait sa source notamment dans L’État et la Révolution.

Cet « air de famille » (souvent déchirée et recomposée) ne suffit pas à établir une généalogie cohérente. On peut repérer plutôt des « moments libertaire » qui s’inscrivent dans des situations fort différentes et se nourrissent de références théoriques fort distinctes. On peut distinguer à grands traits trois moments forts :

– Un moment constitutif (ou classique) illustré par la trilogie Stirner-Proudhon-Bakounine. L’Unique et sa Propriété (Stirner) et Philosophie de la Misère (Proudhon) ont été publiés au milieu des années 1840. C’est au cours de ces mêmes années que Bakounine s’est formé au fil d’un périple qui l’a conduit de Berlin à Bruxelles en passant par Paris. C’est le moment charnière où s’achève la période de réaction post-révolutionnaire et où se préparent les soulèvements de 1848. L’État moderne y prend forme. Une conscience nouvelle de l’individualité découvre dans la douleur romantique les chaînes de la modernité. Un mouvement social inédit travaille les profondeurs d’un peuple qui se fracture et se divise sous la poussée de la lutte des classes. Dans cette transition, entre « déjà-plus » et « pas-encore », les pensées libertaires flirtent avec les utopies florissantes et avec les ambivalences romantiques. Un double mouvement de rupture et d’attraction envers la tradition libérale se dessine. La revendication par Daniel Cohn-Bendit d’une orientation « libérale-libertaire » s’inscrit dans cette ambiguïté constitutive.

– Un moment anti-institutionnel ou anti-bureaucratique, à la charnière du XIXe et du
XXe siècle. L’expérience du parlementarisme et du syndicalisme de masse révèle alors les « dangers professionnels du pouvoir » et la bureaucratisation qui menace le mouvement ouvrier. On en trouve le diagnostic aussi bien chez Rosa Luxemburg que dans le livre classique de Roberto Michels sur les Partis politiques (1911), dans le syndicalisme révolutionnaire de Fernand Pelloutier et de Georges Sorel, que dans les fulgurances critiques de Gustav Landauer [1]. On en trouve également l’écho dans les Cahiers de la Quinzaine de Péguy, ou dans le marxisme italien d’un Labriola.

– Un troisième moment, post-stalinien, répond aux grandes désillusions du siècle tragique des extrêmes. Plus diffus, mais plus influent que les héritiers directs de l’anarchisme classique, un courant néolibertaire émerge confusément. Il constitue un état d’esprit, un « air du temps » (a mood), plutôt qu’une orientation définie. Il embraye sur les aspirations (et les faiblesses) des mouvements sociaux renaissants. Les thématiques d’auteurs comme Toni Negri ou John Holloway [2] s’inspirent ainsi de Foucault et de Deleuze, bien plus que des sources historiques du XIXe siècle, sur lesquelles l’anarchisme classique lui-même n’exerce guère son droit d’inventaire critique [3].

Entre ces « moments », on peut trouver des passeurs (comme Walter Benjamin, Ernst Bloch, Karl Korsch), qui amorcent la transition et la transmission critique de l’héritage révolutionnaire, « à rebrousse-poil » de la glaciation stalinienne.

Les résurgences et les métamorphoses actuelles de courants libertaires s’expliquent aisément :

– par la profondeur des défaites et des déceptions subies depuis les années trente, et par la prise de conscience des dangers qui menacent de l’intérieur les politiques d’émancipation ;

– par l’approfondissement du processus d’individualisation et l’avènement d’un « individualisme sans individualité », qu’annonçait la polémique de Marx contre Stirner ;

– par les résistances de plus en plus fortes aux dispositifs disciplinaires et aux procédures de contrôle biopolitique intériorisés par des sujets à la subjectivité mutilée par la réification marchande.

Dans ce contexte, en dépit des profonds désaccords que nous allons développer, nous reconnaîtrons volontiers aux contributions de Negri ou de Holloway le mérite de relancer un débat stratégique nécessaire dans les mouvements de résistance à la mondialisation impériale, après un sinistre quart de siècle où ce type de débat était tombé au degré zéro : le refus de se rendre aux (dé)raisons du marché triomphant oscillait alors entre une rhétorique de la résistance sans horizon d’attente, et l’attente fétichiste d’un événement miraculeux. Nous avons abordé ailleurs la critique de Negri et de son évolution [4]. Nous amorçons ici la discussion avec John Holloway, dont le récent livre porte un titre-programme et suscite déjà de vifs débats, tant dans l’espace anglo-saxon qu’en Amérique latine.

Le péché originel de l’étatisme

Au commencement était le cri. La démarche de John Holloway part d’un impératif de résistance inconditionnelle : nous crions ! Non seulement de rage, mais d’espérance. Nous poussons un cri, un cri contre, un cri négatif, celui des zapatistes du Chiapas :
« Ya Basta ! Ça suffit comme ça ! » Un cri d’insoumission et de dissidence. « Le but de ce livre, annonce-t-il d’entrée, est de renforcer la négativité, de prendre le parti de la mouche prise dans la toile d’araignée, afin de rendre le cri plus strident encore » (p. 8). Ce qui rassemble les zapatistes (dont l’expérience hante de part en part le propos de Holloway), « ce n’est pas une composition de classe commune, mais plutôt la communauté négative de leur lutte contre le capitalisme » (p. 164). Il s’agirait donc d’un combat visant à nier l’inhumanité qui nous est imposée pour retrouver une subjectivité immanente à la négativité même. Nul besoin en effet d’une promesse de happy end pour justifier notre refus du monde tel qu’il est. Comme Foucault, Holloway veut rester au ras du million de résistances multiples, irréductibles à la relation binaire entre capital et travail.

Ce parti pris du cri ne suffit pourtant pas. Il faut aussi pouvoir rendre compte de la grande désillusion du siècle passé. Pourquoi tous ces cris, ces millions de cris, des millions de fois répétés, ont-ils laissé debout, plus arrogant même que jamais, l’ordre despotique du capital ? Holloway croit tenir la réponse. Le ver était dans le fruit, le vice (théorique) originellement niché dans la vertu émancipatrice : l’étatisme a rongé dès l’origine le mouvement ouvrier dans la plupart de ses variantes : changer le monde par le biais de l’État aurait ainsi constitué le paradigme dominant de la pensée révolutionnaire soumise dès le XIXe siècle à une vision instrumentale et fonctionnelle de l’État. L’illusion de pouvoir changer la société par le moyen de l’État découlerait d’une certaine idée de la souveraineté étatique. Mais nous aurions fini par apprendre que « le monde ne peut être changé par le biais de l’État », lequel constitue seulement « un nœud dans la toile des rapports de pouvoir » (p. 19). Cet État ne se confond pas avec le pouvoir. Il définirait seulement le partage entre citoyens et non-citoyens (l’étranger, l’exclu, le « refusé du monde » selon Gabriel Tarde, ou le paria selon Arendt). L’État est donc très précisément ce que suggère le mot : « un rempart contre le changement et contre le flux de l’agir », ou encore « l’incarnation de l’identité » (p. 73). Il n’est pas une chose dont on puisse s’emparer pour la retourner contre ses détenteurs de la veille, mais une forme sociale, ou, mieux, un procès de formation des rapports sociaux : « un procès d’étatisation du conflit social » (p. 94). Prétendre lutter au moyen de l’État conduirait donc inévitablement à se défaire soi-même. La « stratégie étatiste » de Staline ne représenterait nullement une trahison de l’esprit révolutionnaire du bolchevisme, mais bel et bien son accomplissement : « l’aboutissement logique d’une conception étatiste du changement social » (p. 96). Le défi zapatiste consisterait au contraire à sauver la révolution à la fois de l’effondrement de l’illusion étatique et de l’effondrement de l’illusion du pouvoir.

Avant de pousser plus loin la lecture de son livre, il apparaît d’ores et déjà :

– Que Holloway réduit l’histoire foisonnante du mouvement ouvrier, de ses expériences et de ses controverses, à une marche unique de l’étatisme à travers les siècles, comme si ne s’étaient pas affrontées en permanence des conceptions théoriques et stratégiques fort différentes ; il présente ainsi comme absolument novateur un zapatisme imaginaire, ignorant superbement que le discours du zapatisme réellement existant véhicule, fût-ce à son insu, certaines thématiques anciennes.

– Le paradigme dominant de la pensée révolutionnaire résiderait selon lui un étatisme fonctionnaliste. Soit : à la condition – fort discutable – d’enrôler l’idéologie majoritaire de la social-démocratie (symbolisée par les Noske et autres Ebert) et l’orthodoxie bureaucratique stalinienne sous le titre élastique de la « pensée révolutionnaire ». C’est faire bien peu de cas d’une abondante littérature critique sur la question de l’État, qui va de Lénine et Gramsci aux polémiques actuelles [5], en passant par des contributions incontournables (qu’on y souscrive ou non) comme celles de Poulantzas ou de Altvater.

– Enfin, réduire toute l’histoire du mouvement révolutionnaire à la généalogie d’une « déviation théorique », permet de survoler l’histoire réelle d’un coup d’aile angélique, au risque de souscrire à la thèse réactionnaire (de François Furet à Gérard Courtois) sur la stricte continuité – « l’aboutissement » ! – entre la révolution d’Octobre et la contre-révolution stalinienne. Cette dernière ne fait d’ailleurs l’objet d’aucune analyse sérieuse. David Rousset, Pierre Naville, Moshe Lewin, Mikaïl Guefter (sans parler de Trotski ou de Hannah Arendt, voire de Lefort ou de Castoriadis), sont autrement plus sérieux sur ce point.

Le cercle vicieux du fétichisme ou comment en sortir ?

L’autre source des errements stratégiques du mouvement révolutionnaire tiendrait à l’abandon (ou l’oubli) de la critique du fétichisme introduite par Marx dans le premier livre du Capital. Holloway procède à ce sujet à un rappel utile, bien que parfois approximatif. Le capital n’est autre que l’activité passée (le travail mort) congelé en propriété. Penser en termes de propriété reviendrait cependant encore à penser la propriété comme une chose, dans les termes propres du fétichisme, et ce serait accepter de fait les termes de la domination. Le problème ne résiderait pas dans le fait que les moyens de production soient propriété des capitalistes : « Notre lutte ne vise pas, insiste Holloway, à nous approprier la propriété des moyens de production, mais à dissoudre à la fois la propriété et les moyens de production pour retrouver ou, mieux, pour créer la sociabilité consciente et confiante du flux de l’agir » (p. 4).

Mais comment briser le cercle vicieux du fétichisme ? Le concept, dit Holloway, traite de « l’insupportable horreur » que constitue l’auto-négation de l’agir. Le Capitaldévelopperait avant tout la critique de cette auto-négation. Le concept de fétichisme concentre la critique de la société bourgeoise (de son « monde enchanté ») et celle de la théorie bourgeoise (l’économie politique), en même temps qu’il expose les raisons de leur relative stabilité : l’infernal tourniquet par lequel les objets (argent, machines, marchandises) deviennent sujets, tandis que les sujets deviennent des objets. Ce fétichisme s’insinue dans tous les pores de la société au point que, plus le changement révolutionnaire apparaît urgent et nécessaire, plus il semble devenir impossible. Ce que Holloway résume, d’une formule délibérément inquiétante, comme « l’urgence impossible de la révolution ».

Cette présentation du fétichisme se nourrit de plusieurs sources : la réification selon Lukacs, la rationalité instrumentale selon Horkheimer, le cercle de l’identité selon Adorno, l’humanité unidimensionnelle selon Marcuse. Le concept de fétichisme exprimerait selon lui le pouvoir du capital explosant au plus profond de nous comme un missile libérant mille fusées colorées. C’est pourquoi le problème de la révolution ne serait pas le problème d’« eux » – l’ennemi, l’adversaire aux mille visages – mais d’abord le problème notre problème, le problème que « nous » pose à nous-mêmes ce « nous fragmenté » par le fétichisme.

« Illusion réelle », le fétiche nous emprisonne en effet dans ses rets et nous subjugue. Le statut même de la critique en devient problématique : si les rapports sociaux sont fétichisés, comment les critiquer ? Et qui sont les critiques, quels êtres supérieurs et privilégiés ? Bref, la critique même est-elle encore possible ?

C’est à ces questions que, selon Holloway, prétendait répondre la notion d’avant-garde, la conscience de classe « octroyée » (par qui ?), ou l’attente de l’événement rédempteur (la crise révolutionnaire). Ces solutions reconduisent inéluctablement à une problématique d’un sujet sain ou d’un justicier en lutte contre une société malade : un chevalier du bien susceptible de s’incarner dans le « working class hero » ou dans le parti d’avant-garde.

Une conception « dure » du fétichisme conduirait donc à un double dilemme sans issue : « La révolution est-elle concevable ? Et la critique est-elle encore possible ? » Comment échapper à cette « fétichisation du fétichisme » ? « Qui sommes-nous » donc pour exercer le pouvoir corrosif de la critique ? « Nous ne sommes pas dieu, nous ne sommes pas transcendants » ! Et comment éviter l’impasse d’une critique subalterne, restant sous l’emprise du fétiche qu’elle prétend renverser, dans la mesure où la négation implique la subordination à ce qui est nié ?

Holloway évoque plusieurs solutions :

– La réponse réformiste considérant que le monde ne peut être radicalement transformé : il faudrait se contenter de l’aménager et de le corriger à la marge. La rhétorique postmoderne accompagne aujourd’hui cette résignation de sa petite musique de chambre.

– La réponse révolutionnaire traditionnelle consisterait à ignorer les subtilités et les prodiges du fétichisme pour s’en tenir au bon vieil antagonisme binaire entre capital et travail, et pour se contenter d’un changement de propriétaire à la tête de l’État : l’État bourgeois devenant simplement prolétarien.

– Une troisième voie consisterait, au contraire, à chercher l’espérance dans la nature même du capitalisme et dans son « pouvoir ubiquitaire » (ou multiforme) auquel répond une « résistance ubiquitaire » (ou multiforme) (p. 76).

Holloway croit échapper ainsi à la circularité du système et à son piège mortel en adoptant une version douce (soft) du fétichisme, compris non comme un état, mais comme un processus dynamique et contradictoire de fétichisation. Ce processus serait gros de son contraire : « l’anti-fétichisation » des résistances immanentes au fétichisme même. Nous ne serions pas seulement les victimes objectivées du capital, mais des sujets antagoniques effectifs ou en puissance : « Notre expérience-contre-le-capital » serait ainsi « la négation constante et inévitable de notre existence-dans-le capital »
(p. 90).

Le capitalisme devrait être compris avant tout comme séparation du sujet et de l’objet, et la modernité comme conscience malheureuse de ce divorce. Selon la problématique du fétichisme, le sujet du capitalisme n’est pas le capitaliste lui-même, mais la valeur qui se valorise et devient autonome. Les capitalistes ne sont que les agents loyaux du capital et de son despotisme impersonnel. Or, pour un marxisme fonctionnaliste, le capitalisme apparaîtrait comme un système clos et cohérent, sans issue, à moins que ne survienne le deus ex machina, le grand moment miraculeux du bouleversement révolutionnaire. Pour Holloway, sa faille résiderait au contraire dans le fait que « le capital dépend du travail alors que le travail ne dépend pas du capital » : « l’insubordination du travail est donc l’axe autour duquel tourne la constitution du capital en tant que capital ». Dans la relation de dépendance réciproque mais asymétrique entre le capital et le travail, le travail pourrait ainsi se libérer de son contraire, mais pas le capital (p. 182).

Holloway s’inspire ici des thèses opéraïstes, avancées naguère par Mario Tronti, qui renversait les termes du dilemme en présentant le rôle du capital comme purement réactif à l’initiative créatrice du travail. Dans cette perspective, le travail, en tant qu’élément actif du capital, détermine toujours, à travers la lutte des classes, le développement capitaliste. Tronti présentait sa démarche comme « une révolution copernicienne du marxisme » [6]. Séduit par cette idée, Holloway reste réservé envers une théorie de l’autonomie qui renoncerait au travail du négatif (et, chez Negri, à toute dialectique au profit de l’ontologie), pour faire de la classe ouvrière industrielle un sujet positif et mythique (tout comme la multitude du dernier Negri). Une inversion radicale ne devrait pas, dit-il, se contenter de transférer la subjectivité du capital vers le travail, mais comprendre la subjectivité comme négation et non comme affirmation positive.

Pour conclure (provisoirement) sur ce point, rendons justice à John Holloway de remettre la question du fétichisme et de la réification au cœur de l’énigme stratégique. Il convient cependant de tempérer la portée novatrice de son propos. Si la critique du fétichisme a bien été refoulée par le « marxisme orthodoxe » de la période stalinienne (y compris par Althusser), son fil conducteur n’a pas été rompu pour autant : partant de Lukacs, on en suit la trace chez des auteurs relevant de ce qu’Ernst Bloch caractérisait comme « le courant chaud du marxisme » : Roman Rosdolsky, Jakubowski, Ernest Mandel, Henri Lefebvre (avec sa Critique de la vie quotidienne), Lucien Goldmann, Jean-Marie Vincent (dont le Fétichisme et Société, date de 1973 [7] !), ou, plus récemment, Stavros Tombazos ou Alain Bihr [8].

Insistant sur le lien intime entre procès de fétichisation et d’anti-fétichisation, Holloway retrouve, après bien des détours, la contradiction du rapport social qui se manifeste dans la lutte des classes. à la manière du président Mao, il précise que les termes de la contradiction n’étant pas symétrique, le pole du travail en constitue l’élément dynamique déterminant. C’est un peu l’histoire du gars qui passe son bras derrière sa tête pour s’attraper le nez. On relèvera cependant que l’accent mis sur le processus de « défétichisation » à l’œuvre dans la fétichisation même permet de relativiser (de « défétichiser » ?) la question de la propriété, décrétée, sans plus de précisions, soluble dans « le flux de l’agir ».

S’interrogeant sur le statut de la critique, Holloway n’échappe pas au paradoxe du sceptique qui doute de tout sauf de son propre doute. La légitimité de sa critique reste donc suspendue à la question de savoir « au nom de qui » et de « quel point de vue » (partisan ?) s’énonce ce doute dogmatique (souligné ironiquement dans le livre par le refus de poser un point final) ? Bref, « qui sommes-nous, nous qui exerçons la critique ? » Des marginaux privilégiés, des intellectuels excentrés, des déserteurs du système ? « Implicitement une élite intellectuelle, une sorte d’avant-garde », admet Holloway. Car, à vouloir congédier ou relativiser la lutte des classes, le rôle de l’intellectuel flottant en sort paradoxalement renforcé. On a tôt fait de retomber alors dans l’idée – kautskienne plutôt que léniniste – d’une science apportée « de l’extérieur de la lutte de classe par l’intelligentsia » (par les intellectuels détenteurs du savoir scientifique) ; et non pas, comme chez Lénine, d’une « conscience politique de classe » (non d’une science !) apportée de « l’extérieur de la lutte économique » (non de l’extérieur de la lutte de classe) par un parti (et non point par l’intelligentsia scientifique [9].

Décidément, quel que soit le mot pour le dire, quand on prend le fétichisme au sérieux, on ne se débarrasse plus facilement de la vieille question de l’avant-garde. Après tout, le zapatisme n’est-il pas encore une forme d’avant-garde (et Holloway son prophète) ?

« L’urgente impossibilité de la révolution »

Holloway propose de revenir au concept de révolution « comme question, non comme réponse » (p. 139) L’enjeu du changement révolutionnaire ne serait plus la « prise du pouvoir », mais son existence même : « Le problème avec le concept traditionnel de révolution, c’est peut-être qu’il ne vise pas trop haut, mais trop bas » (p. 20). Or, « la seule façon dont la révolution puisse être désormais pensée, ce n’est pas la conquête du pouvoir, mais sa dissolution ». Fréquemment cités comme référence, les zapatistes ne disent pas autre chose lorsqu’ils affirment vouloir créer un monde d’humanité et de dignité, « mais sans prendre le pouvoir » Holloway admet que cette approche paraît peu réaliste. Si elles n’ont pas visé la prise du pouvoir, les expériences dont il s’inspire n’ont pas davantage – jusqu’à nouvel ordre – réussi à changer le monde. Holloway affirme simplement (dogmatiquement ?) qu’il n’y a pas d’autre alternative.

Cette certitude, si péremptoire soit-elle, ne nous avance guère. Comment changer le monde sans prendre le pouvoir ? « À la fin du livre comme au début, nous confie l’auteur, nous ne savons pas. Les léninistes le savent ou le savaient. Nous ne le savons pas. Le changement révolutionnaire est plus urgent que jamais, mais nous ne savons plus ce que peut signifier une révolution […] Notre non-savoir est le savoir de ceux qui comprennent que ne pas savoir fait partie du processus révolutionnaire. Nous avons perdu nos certitudes, mais l’ouverture à l’incertain est décisive pour la révolution. Nous marchons en nous interrogeant, disent les zapatistes. Nous nous interrogeons, non seulement parce que nous ne connaissons pas le chemin, mais aussi parce que chercher le chemin fait partie du processus révolutionnaire lui-même » (p. 215).

Nous voici au cœur du débat. Au seuil du nouveau millénaire, nous ne savons pas ce que seront les révolutions futures. Mais nous savons que le capitalisme n’est pas éternel et qu’il est urgent de s’en libérer avant qu’il ne nous écrase. C’est le sens premier de l’idée de révolution. Il exprime l’aspiration récurrente des opprimés à leur libération. Nous savons aussi, après les révolutions politiques dont sont issus les États-nations modernes, après les épreuves de 1848, de la Commune, des révolutions vaincues du XXe siècle, que la révolution sera sociale ou ne sera pas. C’est le second sens qu’a pris, depuis le Manifeste communiste, le mot de révolution. Après un cycle d’expériences pour la plupart cuisantes, confrontés aux métamorphoses du capital, nous avons en revanche du mal à imaginer la forme stratégique des révolutions à venir. C’est ce troisième sens du mot qui se dérobe. Ce n’est pas si nouveau : personne n’avait programmé la Commune de Paris, le pouvoir des Soviets, ou le Conseil des milices de Catalogne. Ces formes « enfin trouvées » du pouvoir révolutionnaire sont nées de la lutte même et de la mémoire souterraine des expériences passées.

Depuis la Révolution russe, bien des croyances et des certitudes ont disparu en chemin ? Admettons (bien que je ne sois pas certain de la réalité de ces certitudes généreusement attribuées aux révolutionnaires crédules de jadis). Ce ne serait toujours pas une raison pour oublier les (souvent dures) leçons des défaites et la contre-épreuve des échecs. Ceux qui ont cru pouvoir ignorer le pouvoir et sa conquête ont souvent été rattrapés par lui : ils ne voulaient pas prendre le pouvoir, le pouvoir les a pris. Et ceux qui ont cru pouvoir l’esquiver, l’éviter, le contourner, le cerner, ou le circonvenir sans le prendre, ont trop souvent été broyés par lui. La force processuelle de la « défétichisation » n’a pas suffi à les sauver.

Même les « léninistes » (lesquels ?), dit Holloway, ne savent plus comment changer le monde. Mais ont-ils jamais – à commencer par Lénine lui-même – prétendu détenir ce savoir doctrinaire que Holloway leur attribue. L’histoire est plus compliquée. En politique, il ne saurait y avoir qu’un savoir stratégique : un savoir conditionnel, hypothétique, « une hypothèse stratégique » tirée des expériences passées et servant de fil à plomb, sans quoi l’action se disperse sans but. Cette hypothèse nécessaire n’empêche nullement de savoir que les expériences futures auront toujours leur part d’inédit et d’inattendu, obligeant à la corriger sans cesse. Renoncer au savoir dogmatique, n’est donc pas une raison suffisante pour faire table rase du passé, à condition de sauver la tradition (fût-elle révolutionnaire) du conformisme qui toujours la menace. En attendant de nouvelles expériences fondatrices, il serait en effet imprudent d’oublier avec frivolité ce que deux siècles de luttes, de juin 1848 à la contre-révolution chilienne ou indonésienne, en passant par la révolution russe, la tragédie allemande, ou la guerre civile espagnole, ont douloureusement inculqué.

Jusqu’à ce jour, il n’est pas d’exemple où les rapports de domination ne se soient déchirés à l’épreuve des crises révolutionnaires : le temps de la stratégie n’est pas le temps lisse de l’aiguille sur son cadran, mais un temps brisé, rythmé d’accélérations brusques et de soudains ralentissements. Dans ces moments critiques, ont toujours émergé des formes de dualité de pouvoir posant la question de savoir « qui l’emportera ». Enfin, la crise ne s’est jamais résolue positivement du point de vue des opprimés sans l’intervention résolue d’une force politique (qu’on l’appelle parti ou mouvement) porteuse d’un projet et capable de prendre des décisions et des initiatives déterminantes.

Nous avons perdu nos certitudes, répète Holloway à l’instar du héros incarné par Yves Montand dans un mauvais film (Les Routes du Sud, à partir d’un scénario de Jorge Semprun). Sans doute devons-nous apprendre à nous en passer. Mais, là où il y a lutte (à l’issue par définition incertaine), s’affrontent des volontés et des convictions, qui ne sont pas des certitudes mais des guides pour l’action, exposés aux démentis toujours possibles de la pratique. Oui à « l’ouverture à l’incertain » réclamée par Holloway ; non au saut dans le vide stratégique !

Dans ce vide abyssal, la seule issue à la crise serait l’événement lui-même, mais un événement sans acteurs, un pur événement mythique, déraciné de ses conditions historiques, échappant au registre de la lutte politique pour retomber dans celui de la théologie. C’est ce qu’évoque Holloway lorsqu’il invite son lecteur à « penser en termes d’antipolitique de l’événement, plutôt qu’en termes de politique d’organisation ». Le passage d’une politique de l’organisation à une antipolitique de l’événement cheminerait, selon lui, à travers les expériences de mai 1968, de la rébellion zapatiste, ou de la vague de manifestations contre la mondialisation capitaliste : « Tous ces événements sont des éclairs contre le fétichisme, des festivals d’insubordination, des carnavals de l’opprimé » (p. 215). Le carnaval comme forme enfin trouvée de la révolution postmoderne ?

À la recherche du sujet perdu

Une révolution – un carnaval – sans acteurs ? Holloway reproche aux « politiques de l’identité » de « figer les identités » : l’appel à ce que l’on est censé « être » impliquerait toujours une cristallisation de l’identité, alors qu’il n’y a pas lieu de distinguer entre bonnes et mauvaises identités. Les identités ne prennent sens qu’en situation et de façon transitoire : se revendiquer juif n’a pas la même signification dans l’Allemagne nazie ou aujourd’hui en Israël. En référence à un beau texte où le sous-commandant Marcos revendique la multiplicité des identités qui se croisent et se combinent sous l’anonymat du fameux passe-montagne, Holloway va jusqu’à présenter le zapatisme comme un mouvement « explicitement anti-identitaire » (p. 64). La cristallisation identitaire serait au contraire l’antithèse de la reconnaissance réciproque, de la communauté, de l’amitié et de l’amour : une forme de solipsisme égoïste. Alors que l’identification et la définition classificatoire contribuent aux dispositifs disciplinaires du pouvoir, la dialectique exprimerait le sens profond de la non-identité : « Nous, les non-identiques, combattons cette identification. Le combat contre le capital est un combat contre l’identification, et non un combat pour une identité alternative » (p. 100). Identifier revient à penser à partir de l’être. Penser à partir du faire et de l’agir, c’est, dans un seul et même mouvement, identifier et nier l’identification (p. 102). La critique de Holloway se présente donc comme « un assaut contre l’identité », comme le refus de se laisser définir, classer, identifier : nous ne sommes pas ce que l’on croit, et le monde n’est pas ce que l’on prétend.

Quel sens y a-t-il alors à dire encore « nous » ? Que peut bien recouvrir ce nous de majesté ? Il ne saurait désigner un grand sujet transcendantal (l’Humanité, la Femme, ou le Prolétariat). Définir la classe ouvrière, ce serait la réduire au statut d’objet du capital et la dépouiller de sa subjectivité. Il faudrait donc renoncer à la quête d’un sujet positif : « Comme l’État, comme l’argent, comme le capital, la classe doit être comprise comme un processus et le capitalisme comme la formation toujours renouvelée des classes » (p. 142). L’approche n’est guère nouvelle (pour nous qui n’avons jamais cherché, sous le concept de lutte de classe, une substance, mais une relation). C’est ce processus, toujours recommencé et toujours inachevé, de « formation » qu’a magistralement étudié Edward Thompson dans son livre sur la classe ouvrière anglaise.

Mais Holloway va plus loin. Si la classe ouvrière peut constituer une notion sociologique, il n’existe pas selon lui de classe révolutionnaire. « Notre combat ne vise pas à établir une nouvelle identité, mais à intensifier une anti-identité ; la crise d’identité est une libération » (p. 212) : elle libère une pluralité de résistances et une multiplicité de cris. Cette multiplicité ne saurait être subordonnée à l’unité a priori d’un Prolétariat mythique. Car, du point de vue du faire et de l’agir, nous sommes ceci et cela, et bien d’autres choses encore, suivant des situations et des conjonctures changeantes. Toutes les identifications, si fluides et variables soient-elles, jouent-elles un rôle équivalent dans la détermination des termes et des enjeux de la lutte ? Holloway ne (se) pose pas la question. Se démarquant du fétichisme de la multitude selon Negri, il exprime seulement une crainte, où perce l’énigme stratégique irrésolue : « Insister sur la multiplicité en oubliant l’unité sous-jacente des rapports de pouvoir conduit à une perte de perspective politique », au point que l’émancipation devienne alors « inconcevable ». Dont acte.

Le spectre de l’anti-pouvoir

Pour conjurer cette impasse et résoudre l’énigme stratégique proposée par le sphinx du capital, le dernier mot de Holloway est celui de l’anti-pouvoir : « Ce livre est l’exploration du monde absurde et spectral de l’anti-pouvoir » (p. 38). Il reprend à son compte la distinction développée par Negri entre le « pouvoir-de » (« potentia ») et le « pouvoir-sur  » (« potestas »). Le but serait désormais de libérer le pouvoir-de du pouvoir-sur, l’agir du travail, la subjectivité de l’objectivation. Si le pouvoir-sur se trouve parfois « au bout du fusil », ce ne serait pas le cas du pouvoir-de. La notion même de contre-pouvoir relèverait encore du pouvoir-sur. Or, « la lutte pour libérer le pouvoir-de ne vise pas édifier un contre-pouvoir, mais plutôt un anti-pouvoir, quelque chose de radicalement différent du pouvoir-sur. Les perspectives de révolution centrées sur la prise du pouvoir se caractérisent par leur insistance sur le contre-pouvoir » ; c’est ainsi que le mouvement révolutionnaire se serait trop souvent construit « comme une sorte d’image-reflet du pouvoir, armée contre armée, parti contre parti ». L’anti-pouvoir se définirait en revanche comme « la dissolution du pouvoir-sur » au profit de « l’émancipation du pouvoir-de » (p. 37).

Conclusion stratégique (ou anti-stratégique, si tant est que la stratégie reste étroitement liée au pouvoir-sur ?) : « Il doit être clair à présent que le pouvoir ne peut pas être pris, qu’il n’est pas la propriété d’une personne ou d’une institution particulière », mais qu’il « réside dans la fragmentation des relations sociales » (p. 72). Parvenu à ce point sublime, Holloway contemple avec satisfaction la quantité d’eau sale de la baignoire écopée chemin faisant, mais il s’inquiète un peu tard de savoir « combien de bébés avec » ? (p. 72). La perspective d’un pouvoir des opprimés a en effet été remplacée par un anti-pouvoir indéfinissable et insaisissable, dont on apprendra seulement qu’il est partout et nulle part, comme le centre de la circonférence pascalienne.

Le spectre de l’anti-pouvoir hanterait donc le monde ensorcelé de la mondialisation capitaliste ? Il y a pourtant fort à craindre que la multiplication des « anti » (l’anti-pouvoir d’une anti-révolution et d’une anti-stratégie), ne soit en définitive qu’un piètre stratagème rhétorique, aboutissant à désarmer (théoriquement et pratiquement) les opprimés, sans briser pour autant le cercle de fer du capital et de sa domination.

Un zapatisme imaginaire

Philosophiquement, Holloway trouve chez Deleuze et Foucault une représentation du pouvoir comme « multiplicité de rapports de forces », et non comme relation binaire. Ce pouvoir ramifié se distingue de l’État régalien et de ses appareils de domination. L’approche n’est guère nouvelle. Dès les années soixante-dix, Surveiller et Punir et LaVolonté de Savoir, ont influencé certaines relectures critiques de Marx [10]. Souvent proche de celle de Negri, la problématique de Holloway s’en distingue cependant lorsqu’il lui reproche de s’en tenir à une théorie démocratique radicale fondée sur l’opposition entre pouvoir constituant et pouvoir institué. Cette logique, binaire encore, d’un choc de titans entre la puissance monolithique du capital (l’Empire majuscule) et la puissance monolithique, en dépit de sa diversité, de la Multitude majuscule.

La référence principale de Holloway est l’expérience zapatiste dont il se fait le porte-parole théorique. Le zapatisme apparaît cependant imaginaire, voire mythique, dans la mesure où il ne prend guère en compte les contradictions réelles de la situation politique, les difficultés et les obstacles réels rencontrés par les zapatistes depuis le soulèvement du 1er janvier 1994. S’en tenant au niveau du discours, il ne cherche même pas les raisons de l’échec de leur implantation urbaine. Le caractère novateur de la communication et de la pensée zapatiste est indéniable. Dans un beau livre, L’Étincelle zapatiste, Jérôme Baschet en analyse les apports avec sensibilité et subtilité, sans en nier les incertitudes et les contradictions [11].

Holloway, lui, a tendance à prendre la rhétorique au pied de la lettre.

Pour s’en tenir à la question du pouvoir et du contre-pouvoir, de la société civile et de l’avant-garde, il ne fait guère de doute que, le soulèvement chiapanèque du 1er janvier 1994 (« moment de remise en marche des forces critiques », dit Baschet), s’inscrit dans le renouveau des résistances à la mondialisation libérale confirmé depuis, de Seattle à Gênes en passant par Porto Alegre. Ce moment est aussi le « ground zéro » de la stratégie, un moment de réflexion critique, d’inventaire, de remise en cause, au terme du « court XXe siècle » et de la guerre froide (présentée par Marcos comme une sorte de troisième guerre mondiale). Dans cette situation particulière de transition, les porte-parole zapatistes insistent sur le fait que « le zapatisme n’existe pas » (Marcos), et qu’il n’a « ni ligne, ni recettes ». Ils affirment ironiquement ne pas vouloir s’emparer de l’État, ni même du pouvoir, mais aspirer à « quelque chose d’à peine plus difficile : un monde nouveau ». « Ce qui est à prendre, c’est nous-mêmes », interprète Holloway. Les zapatistes n’en réaffirment pas moins la nécessité d’une « nouvelle révolution » : pas de changement sans rupture.

Soit donc l’hypothèse d’une révolution sans prise du pouvoir, développée par Holloway. À y regarder de plus près, ces formulations sont plus complexes, et plus ambiguës qu’il n’y paraît au premier abord. On peut y voir d’abord une forme d’autocritique des mouvements armés des années soixante et soixante-dix, du verticalisme militaire, du rapport de commandement envers les organisations sociales, des déformations caudillistes. À ce niveau, les textes de Marcos et les communiqués de l’EZLN marquent un tournant salutaire qui renoue avec la tradition cachée du « socialisme par en bas » et de l’auto-émancipation populaire : il ne s’agit pas de prendre le pouvoir pour soi (parti, armée, ou avant-garde), mais de contribuer à le rendre au peuple en soulignant la différence entre les appareils d’État proprement dit, et les rapports de pouvoir inscrits plus profondément dans les rapports sociaux (à commencer par la division sociale du travail entre les individus, les sexes, les intellectuels et les manuels, etc.).

À un second niveau, tactique, le discours zapatiste sur le pouvoir relève d’une stratégie discursive : conscients que les conditions de renversement du pouvoir central et de la classe dominante sont loin d’être réunies à l’échelle d’un pays qui compte trois mille kilomètres de frontière commune avec le géant impérial américain, les zapatistes disent ne pas vouloir ce que, de toute façon, ils ne peuvent atteindre. C’est faire de nécessité vertu, pour s’installer dans une guerre d’usure et dans une dualité durable de pouvoir, du moins à l’échelle d’une région.

À un troisième niveau, stratégique, le discours zapatiste reviendrait à nier carrément l’importance de la question du pouvoir, pour revendiquer simplement l’organisation de la société civile. Cette position théorique reproduirait la dichotomie entre société civile (mouvements sociaux) et institution politique (électorale notamment). La première serait vouée à un rôle de pression (de lobbying) sur des institutions que l’on se résigne à ne pas pouvoir changer.

Inscrit dans des rapports de forces nationaux, régionaux, et internationaux peu propices, le discours zapatiste joue de ces différents registres et la pratique zapatiste navigue habilement entre différents écueils. C’est absolument légitime, à condition de ne pas prendre pour argent comptant des énoncés qui participent du calcul stratégique auquel ils se prétendent étranger : les zapatistes eux-mêmes savent bien qu’ils gagnent du temps ; ils peuvent relativiser dans leurs communiquées la question du pouvoir, mais ils savent bien que le pouvoir réellement existant de la bourgeoisie et de l’armée mexicaine, voire celui du « colosse du Nord », ne manquera pas, si l’occasion se présente, d’écraser l’insurrection indigène du Chiapas comme les guérillas colombiennes. En donnant du zapatisme une image passablement angélique, au prix d’une mise à distance de toute histoire et de toute politique concrète, Holloway entretient des illusions dangereuses. Non seulement la contre-révolution stalinienne ne joue aucun rôle dans son bilan du
XXe siècle, mais toute l’histoire vient, chez lui comme chez un François Furet, des idées justes ou fausses. Il se permet ainsi un bilan pour solde de tout compte : ni réforme, ni révolution, puisque « les deux expériences ont échoué, la réformiste comme la révolutionnaire ». Le verdict est pour le moins expéditif, grossiste (et grossier), comme s’il n’existait que deux expériences symétriques, deux voies concurrentes et également faillies ; et comme si le régime stalinien (et ses copies) était imputable à « l’expérience révolutionnaire », et non à la contre-révolution thermidorienne. Selon cette étrange logique historique, on pourrait aussi bien proclamer que la voie de la Révolution française a échoué, comme celle de la révolution américaine, etc. [12].

Il faudra bien oser aller au-delà de l’idéologie, plonger dans les profondeurs de l’expérience historique, pour renouer les fils d’un débat stratégique enseveli sous le poids des défaites accumulées. Au seuil d’un monde en partie inédit, où le nouveau chevauche l’ancien, mieux vaut reconnaître ce qu’on ignore, et se rendre disponible aux expériences à venir, que de théoriser l’impuissance en minimisant les obstacles à franchir.

Contretemps n° 6, février 2003

Haut de page

Notes

[1] Voir Michaël Löwy, Utopie et Rédemption, Paris, Puf.

[2] Voir notamment Michaël Hardt et Toni Negri, Empire, Paris, Exils, 2000. Et John Holloway, Change the World Without Taking Power [Changer le monde sans prendre le pouvoir], Londres, Pluto Press, 2002. Traduction espagnole : Cambiar el Mundo sin tomar el Poder, Buenos Aires, collection Herramienta, 2002.

[3] Il est même frappant de constater à cet égard que le rapport à l’héritage dans cette mouvance est beaucoup plus respectueux (voire cérémonieux) et moins critique que les « retours à Marx » d’un néomarxisme hétérodoxe.

[4] Voir Daniel Bensaïd, La Discordance des temps, Paris, Éditions de la Passion, 1995 ; Résistances. Essai de taupologie générale, Paris, Fayard, 2001 ; des articles dans Contretemps n° 2 et dans la revue italienne Erre n° 1 (sur la notion de multitude) ; enfin, une contribution à paraître en anglais dans un recueil des éditions Verso.

[5] Voir le dossier publié dans Contretemps n° 3.

[6] Holloway ne s’aventure guère dans un examen critique de cette révolution copernicienne. Un quart de siècle après, une évaluation est pourtant possible, ne serait-ce que pour éviter de répéter les mêmes illusions théoriques et les mêmes erreurs pratiques, en habillant le même discours d’une terminologie rénovée. Voir à ce sujet la contribution de Maria Turchetto sur « la trajectoire déconcertante de l’opéraïsme italien » (in Dictionnaire Marx contemporain, sous la direction de Jacques Bidet et Eustache Kouvélakis, Paris, Puf, 2001) ; ainsi que Steve Wright, Storming Heaven. Class Composition and Struggle in Italian Autonomist Marxism, Londres, Pluto Press, 2002.

[7] Jean-Marie Vincent, Fétichisme et Société, Paris, Anthropos, 1973.

[8] Stavros Tombazos, Les Temps du Capital, Cahiers des saisons, Paris, 1976. Alain Bihr, La Reproduction du capital (deux tomes), Lausanne, Page 2, 2001.

[9] Voir Daniel Bensaïd, « Leaps ! Leaps ! Leaps ! », International Socialism n° 95, été 2002.

[10] C’était, parmi bien d’autres, mon cas dans le livre significativement intitulé La Révolution et le Pouvoir (Paris, Stock, 1976), dont l’avertissement introductif (qui me fut reproché par certains camarades) disait : « La première révolution prolétarienne a donné sa réponse au problème de l’État. Sa dégénérescence nous a légué celui du pouvoir. L’État est à détruire et sa machinerie à briser. Le pouvoir est à défaire, dans ses institutions et ses ancrages souterrains. Comment la lutte par laquelle le prolétariat se constitue en classe dominante peut-elle, malgré la contradiction apparente, y contribuer ? Il faut reprendre l’analyse des cristallisations du pouvoir dans la société capitaliste, suivre leurs résurgences dans la contre-révolution bureaucratique, chercher dans la lutte des classes exploitées les tendances par lesquelles la socialisation et le dépérissement du pouvoir peuvent l’emporter sur l’étatisation de la société » (p. 7).

[11] Jérôme Baschet, L’Étincelle zapatiste – Insurrection indienne et résistance planétaire, Paris, Denoël, 2002 et sa contribution à ce numéro de Contretemps.

[12] Voir dans ce même numéro de Contretemps la contribution critique d’Atilio Boron (traduction de La Selva y la Polis, paru dans Osal, Buenos Aires, juin 2001). Tout en exprimant sa sympathie et sa solidarité envers la résistance zapatiste, il combat la tentation d’en faire un nouveau modèle en masquant ses impasses théoriques et stratégiques.

Fuente:

http://danielbensaid.org/La-Revolution-sans-prendre-le?lang=fr

imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/AZEyV4eQUHnHBm3Apq-sSOJag6g3UT-ypVka8fO48n1vjBrFpufdXRTmnG1fopr35GiO=s85

Comparte este contenido:

El agua, como la vida, no es una mercancía

Propuestas de implementación del derecho humano al agua y al saneamiento, y luchas contra la privatización.

Ecologistas en Acción e Ingeniería sin Fronteras

El lema del 6º Foro Mundial del Agua (FMA), Marsella 2012, proclama ¡Es tiempo de soluciones! Este objetivo se enmarca, además, en el Decenio Internacional para la Acción “El agua, fuente de vida” (2005-2015). Pero la necesidad de dar soluciones a la grave situación de deterioro de los ecosistemas hídricos y el injusto acceso al agua y saneamiento lleva más tiempo aún en la agenda internacional. En este Decenio se quiere priorizar la puesta en marcha de medidas ya contempladas en el Programa 21, aprobado en Río en 1992, y en el Plan de Acción de Johannesburgo de 2002. Llevan más de 20 años implementando las políticas que ahora proclama el FMA y que son, en resumen, el sector privado como modelo a seguir y el mercado como única solución. Además, tenemos los resultados, solo el 0,3% de las nuevas conexiones de agua a nivel mundial han sido realizadas por el sector privado, esta es su eficiencia. Las recetas del FMA han fracasado, solo buscan el beneficio de las corporaciones transnacionales e impulsan el concepto del agua como mercancía.

Las organizaciones de la sociedad civil denuncian la ilegitimidad del FMA al ser organizado por las grandes corporaciones del agua, agrupadas en el World Water Council, y no por los estados al amparo de las Naciones Unidas. Un Foro legítimo sería aquel que ponga en el centro del debate la construcción de un acceso universal al agua bajo principios de eficacia social y ambiental y bajo control democrático. Tendría, también, el deber de abandonar las aventuras fallidas de mercantilización del agua y la privatización de sus servicios que, al fin y al cabo, benefician a unos pocos y condenan a los ecosistemas y a demasiados millones de personas.

No se puede perder más tiempo, es la hora de la sociedad civil, es la hora de escuchar y construir desde la ciudadanía y para la ciudadanía, debemos avanzar hacia una mayor justicia social y ambiental en el agua. Las organizaciones sociales, ambientales, ONG, sindicatos, etc. han reclamado durante años el reconocimiento del acceso universal a una fuente segura de agua y al saneamiento como derecho humano, implementado con gestión pública, participación y control social. Esta propuesta ha sido bloqueada repetidamente por el FMA y, especialmente, por aquellos países que trabajan para los intereses de las principales empresas transnacionales del agua. A pesar del bloqueo, y a iniciativa de Bolivia, con el apoyo de distintos países [1], la Asamblea General de Naciones Unidas reconoció en 2010 el derecho humano al agua y al saneamiento. Por fin, y en pleno siglo XXI, se daba un paso más a nivel internacional: se reconocía que el agua es un derecho básico para la vida y la dignidad de las personas. La implementación de este derecho es lo que ahora está en cuestión, ¿podemos dejar al mercado y a las grandes corporaciones que decidan sobre cómo y quién debe garantizar un derecho humano?, ¿es coherente por parte del Gobierno español reconocer el derecho humano al agua en Naciones Unidas e impulsar políticas de mercantilización del agua en España?

La globalización neoliberal está poniendo en manos de grandes empresas transnacionales el control de las fuentes de agua para la actividad extractiva, ya sea minería o explotación de hidrocarburos, para la agroindustria, para las grandes presas hidroeléctricas, para la industria turística, etc. Este dominio está dejando sin fuentes de agua y sin ecosistemas hídricos a una parte importante de la población rural, especialmente en los países del Sur global. Por otro lado, los tímidos logros conseguidos en el Norte están cada vez más en riesgo. Pero el agua no sólo tiene interés como medio de producción, también tiene un elevado valor económico, tanto en su faceta de objeto de consumo, y de ahí el crecimiento de las compañías embotelladoras de agua, como en la gestión del abastecimiento y el saneamiento.

La privatización de los servicios de abastecimiento urbano se impulsó desde la década de los ochenta en los países del Sur. Los argumentos para esta medida, que se calificaba como técnica, se basaban en la eficiencia, transparencia, la inversión y transferencia de tecnología que aportaban las empresas de capital privado frente a la supuesta inoperancia del sector público. Además, por si había algún gobierno reticente, esta política se imponía desde las Instituciones Financieras Internacionales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, mediante los Planes de Ajuste Estructural para el pago de las deudas que atenazaban a estos gobiernos en la citada década de los ochenta. El resultado, después de más de 30 años de experiencia, es que las ventajas de la gestión privada han sido inexistentes, el mismo Banco Mundial lo reconoció en el Foro Mundial del Agua de México en 2006, pero las sigue promoviendo.

Utilizar un bien básico para la vida como un producto de mercado, y que una empresa obtenga con ello el máximo beneficio, genera impactos tremendos sobre las mayorías sociales que viven por debajo del umbral de la pobreza. La respuesta por parte de esta población fue un rechazo contundente a estas políticas: en América Latina, Suez, Bechtel y otras grandes corporaciones privadas del agua fueron expulsadas, se rescindieron sus contratos por incumplimiento, se han incluido artículos en diversas constituciones donde se reconoce el derecho humano al agua y su gestión se indica que debe ser pública. En Europa, Francia ha iniciado un proceso de retorno a la gestión pública en grandes ciudades, por ejemplo Paris y Grenoble. En Holanda, tal y como recoge su legislación, toda la gestión del agua debe ser pública, fuera de lógicas mercantiles.

Mientras el mundo empieza a responder a estas políticas fallidas de privatización, el Estado español las impulsa. Maude Marlow definió el agua como el oro azul, en estos momentos, es la mejor calificación que se puede dar a este bien común en España. No tanto por el valor económico que tiene su control estratégico en los regadíos y las hidroeléctricas, que también, sino porque la venta de su gestión pública en abastecimientos urbanos a operadores privados está sirviendo para saldar las abultadas deudas de los gobiernos municipales. Deudas que no tienen que ver, en absoluto, con la gestión del agua sino más bien con la falta de ingresos de los municipios. A grandes rasgos, la historia que sucedió en los países del Sur se repite aquí, se venden los servicios públicos de agua y saneamiento como parte de las políticas de ajuste para reducir la deuda de los municipios. En León, Avilés, Lugo, Jerez, Madrid, etc. se ha vendido, o se está en proceso de vender, este servicio con el fin de obtener una buena inyección de liquidez a costa de mercantilizar un servicio público básico para la población. Los servicios públicos son un legado de la ciudadanía a los responsables por un corto período de tiempo, no tienen la legitimidad para dilapidar un patrimonio que no les pertenece.

A medida que crece la ola privatizadora, tanto en nuestro país como en el resto de Europa, también está creciendo la oposición social. Se están creando plataformas y redes muy activas que multiplican esfuerzos para informar y movilizar a la ciudadanía contra la mercantilización del agua y por el derecho humano al agua y al saneamiento. Ejemplos como el de Italia, donde a través de un referéndum se ha conseguido frenar la privatización del abastecimiento a poblaciones, representan una victoria que alienta al resto de luchas. La movilización social no sólo genera una resistencia frente a la privatización, también construye propuestas que permitirían hacer realidad que el derecho humano al agua se garantizara en condiciones de igualdad y no discriminación. El primer paso es la incorporación del derecho humano al agua, y la obligatoriedad de la gestión pública del abastecimiento y saneamiento urbano, en la Ley de Aguas española.

La amenaza que supone perder el control público sobre el agua hace necesario informar y formar para la acción. Así, conocer lo que supone el reconocimiento del derecho humano al agua, recordar los aprendizajes de las nefastas consecuencias de la gestión privada en América Latina y la actual ola privatizadora en Europa son factores clave para fortalecer una creciente movilización social. Eso es precisamente lo que persigue esta publicación, avanzar hacia la conservación de los ecosistemas hídricos y la justicia social en el acceso al agua potable y saneamiento. Lo que está en juego es una gestión 100% pública que priorice la función social y ambiental del agua y que promueva la gestión democrática del agua como un bien común.

Fuente:

http://www.ecologistasenaccion.org/article22492.html

Fuente Imagen :

https://lh3.googleusercontent.com/InDpSaWOeOTwYqCqNhefjE2lIJyfhQBoKtZHwxnapqwP_ShHmAKP2JTWMp1xaMhv1mOVMJQ=s85

Comparte este contenido:
Page 1950 of 2424
1 1.948 1.949 1.950 1.951 1.952 2.424